Don Quijote - 18
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Estando, pues, los dos allí, sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una
voz que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y
regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél
no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque, aunque
suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces
estremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más, cuando
advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos,
sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos
que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y ¿quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria repugna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en mi duelo?
El cielo
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño,
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó
admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos,
esperando si otra alguna cosa oían; pero, viendo que duraba algún tanto el
silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz
cantaba. Y, queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se
moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
Soneto
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con atención,
volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había
vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el
triste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no
anduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando
les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin
sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa
de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera,
cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su
desgracia, pues por las señas le había conocido), se llegó a él, y con
breves aunque muy discretas razones le rogó y persuadió que aquella tan
miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha
mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre
de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así,
viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades
andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían
hablado en su negocio como en cosa sabida —porque las razones que el cura
le dijo así lo dieron a entender—; y así, respondió desta manera:
— Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene
cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo
merecerlo, me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del trato
común de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de los ojos
con vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago,
han procurado sacarme désta a mejor parte; pero, como no saben que sé yo
que en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de
tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de
ningún juicio. Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me
trasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y
puede tanto en mi perdición que, sin que yo pueda ser parte a estobarlo,
vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y
vengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestran
señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me
señorea, y no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi
ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a
cuantos oírla quieren; porque, viendo los cuerdos cuál es la causa, no se
maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me
darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de
mis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la mesma intención
que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas
persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis
desventuras; porque quizá, después de entendido, ahorraréis del trabajo que
tomaréis en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de
su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la
que él quisiese, en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballero
comenzó su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la
había contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando, por
ocasión del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el
decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo
deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidente
de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando al
paso del billete que había hallado don Fernando entre el libro de Amadís de
Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria, y que decía desta
manera:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os
estime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en la
honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será justo
que vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como yo creo.
— »Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como ya os he
contado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fernando
por una de las más discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y este
billete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío se
efetuase. Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda,
que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir,
temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida la
calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes
bastantes para enoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yo
entendía dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el
duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba a
decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como por otros muchos que
me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo
desease jamás había de tener efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi
padre y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario ambicioso, oh
Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido
traidor, oh Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo
y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste, que con tanta
llaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te
hice? ¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos
encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas, ¿de qué me quejo?,
¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias
la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose con
furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni
industria humana que prevenirlas pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don
Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso
para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le
ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola
oveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como
inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
»Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presencia le era
inconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinó
de enviarme a su hermano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros para
pagar seis caballos, que de industria, y sólo para este efeto de que me
ausentase (para poder mejor salir con su dañado intento), el mesmo día que
se ofreció hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el
dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en
imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partir
luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda,
y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme
esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me
dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase
volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras
voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que,
en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo
se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras
muchas que me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto,
porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi
diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en
nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era
engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora:
exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella
el recambio, alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de
alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvoltura
era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y
llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos
dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella
lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y
sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de
dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo
lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la
ausencia en los que bien se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y
sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que me
mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. Llegué al
lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien
recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi
disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su
sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban
a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste que
me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar
tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejado
con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen
criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con
una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque
la letra dél era suya. Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa
grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente,
pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla,
quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome
que acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, una
señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas,
y que con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois cristiano, como
parecéis, por amor de Dios os ruego que encaminéis luego luego esta carta
al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido,
y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y, para que no os falte
comodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y,
diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados
cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he
dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunque
primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije que
haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que
podía tomar en traérosla y conociendo por el sobrescrito que érades vos a
quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado
asimesmo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme
de otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en diez y seis horas que
ha que se me dio, he hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocho
leguas''.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado
de sus palabras, temblándome las piernas de manera que apenas podía
sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:
La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que
hablase al mío, la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho.
Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la
ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere,
con tantas veras que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan
secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y alguna
gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si
os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. A Dios
plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición
de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.
»Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que me
hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros
dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos,
sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano.
El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la
prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al
punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y
dejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado la
carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que hallé a
Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda
luego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla.
Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido
el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por
cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo: ''Cardenio, de boda
estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor y
mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte
que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a
este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una
daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin
a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y
tengo''. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar
para responderla: ''Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que
si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte
con ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria''. No creo que
pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque
el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsoseme
el sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el
entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a parte
alguna; pero, considerando cuánto importaba mi presencia para lo que
suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa.
Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el
alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver. Así que, sin
ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la
mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubría, por
entre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se
hacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras
allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que
hice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que
se digan. Basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro
adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un
primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera,
sino los criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien
aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien
era la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que
traía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran encarnado y
blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el
vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus
hermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosas
piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con
más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi
descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de
aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto
agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?» No os
canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada
circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que
les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que
merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del
cuento.
— «Digo, pues —prosiguió Cardenio—, que, estando todos en la sala, entró el
cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en
tal acto se requiere, al decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la
Santa Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los
tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que
Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o
la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces!: ''¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera
lo que me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro! Advierte
que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha de ser todo a un punto. ¡Ah
traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué
quieres? ¿Qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al
fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido''. ¡Ah,
loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había de
hacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al
robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello como le
tengo para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho
que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen
espacio en darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, o
desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provecho
redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: ''Sí quiero''; y lo
mesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en disoluble nudo
ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la
mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta
ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que había oído, burladas mis
esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda: imposibilitado de
cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé
falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho
enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis
suspiros y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de
manera que todo ardía de rabia y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su
madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel
cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de
las hachas; y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la
mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los
remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo,
viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese
visto o no, con determinación que si me viesen, de hacer un desatino tal,
que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el
castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada
traidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los
haya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el
entendimiento que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomar
venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío,
fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que
ellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara si
entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la
pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida.
»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquél donde había dejado la
mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél subí en ella, y salí de
la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me
vi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me encubría y su
silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni
conocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda
y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habían
hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero,
sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado
los ojos de la voluntad, para quitármela a mí y entregarla a aquél con
quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y, en mitad de la
fuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era
mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbrada
siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su gusto, pues le
daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre
que, a no querer recebirle, se podía pensar, o que no tenía juicio, o que
en otra parte tenía la voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de su
buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que ella dijera que
yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala
elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando no
pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo,
otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes de
ponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le
había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella
acertara a fingir en este caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y deseos
de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me había
engañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos
deseos. Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de
aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las
cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a
parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allí
pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras.
Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con intención de
acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de
la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí
tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la
naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me
socorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo, al cabo
del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros, que,
sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me
dijeron de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos
disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el
juicio; y yo he sentido en mí, después acá, que no todas veces le tengo
cabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome los
vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y
repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso
ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mí
vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más
común habitación es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este
miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas,
movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y
por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así,
aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el
mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que
yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de
grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas.
»Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea
servido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi memoria, para que
no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de
don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente
tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para
sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle».
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si es
tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéis
visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón os
dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo
lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo que
voz que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y
regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél
no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque, aunque
suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces
estremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más, cuando
advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos,
sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos
que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y ¿quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria repugna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en mi duelo?
El cielo
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño,
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó
admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos,
esperando si otra alguna cosa oían; pero, viendo que duraba algún tanto el
silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz
cantaba. Y, queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se
moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
Soneto
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con atención,
volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había
vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el
triste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no
anduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando
les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin
sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa
de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera,
cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su
desgracia, pues por las señas le había conocido), se llegó a él, y con
breves aunque muy discretas razones le rogó y persuadió que aquella tan
miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha
mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre
de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así,
viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades
andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían
hablado en su negocio como en cosa sabida —porque las razones que el cura
le dijo así lo dieron a entender—; y así, respondió desta manera:
— Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene
cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo
merecerlo, me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del trato
común de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de los ojos
con vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago,
han procurado sacarme désta a mejor parte; pero, como no saben que sé yo
que en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de
tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de
ningún juicio. Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me
trasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y
puede tanto en mi perdición que, sin que yo pueda ser parte a estobarlo,
vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y
vengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestran
señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me
señorea, y no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi
ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a
cuantos oírla quieren; porque, viendo los cuerdos cuál es la causa, no se
maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me
darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de
mis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la mesma intención
que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas
persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis
desventuras; porque quizá, después de entendido, ahorraréis del trabajo que
tomaréis en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de
su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la
que él quisiese, en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballero
comenzó su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la
había contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando, por
ocasión del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el
decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo
deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidente
de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando al
paso del billete que había hallado don Fernando entre el libro de Amadís de
Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria, y que decía desta
manera:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os
estime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en la
honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será justo
que vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como yo creo.
— »Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como ya os he
contado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fernando
por una de las más discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y este
billete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío se
efetuase. Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda,
que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir,
temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida la
calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes
bastantes para enoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yo
entendía dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el
duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba a
decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como por otros muchos que
me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo
desease jamás había de tener efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi
padre y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario ambicioso, oh
Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido
traidor, oh Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo
y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste, que con tanta
llaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te
hice? ¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos
encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas, ¿de qué me quejo?,
¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias
la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose con
furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni
industria humana que prevenirlas pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don
Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso
para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le
ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola
oveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como
inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
»Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presencia le era
inconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinó
de enviarme a su hermano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros para
pagar seis caballos, que de industria, y sólo para este efeto de que me
ausentase (para poder mejor salir con su dañado intento), el mesmo día que
se ofreció hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el
dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en
imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partir
luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda,
y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme
esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me
dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase
volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras
voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que,
en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo
se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras
muchas que me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto,
porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi
diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en
nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era
engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora:
exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella
el recambio, alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de
alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvoltura
era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y
llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos
dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella
lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y
sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de
dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo
lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la
ausencia en los que bien se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y
sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que me
mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. Llegué al
lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien
recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi
disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su
sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban
a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste que
me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar
tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejado
con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen
criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con
una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque
la letra dél era suya. Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa
grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente,
pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla,
quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome
que acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, una
señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas,
y que con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois cristiano, como
parecéis, por amor de Dios os ruego que encaminéis luego luego esta carta
al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido,
y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y, para que no os falte
comodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y,
diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados
cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he
dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunque
primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije que
haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que
podía tomar en traérosla y conociendo por el sobrescrito que érades vos a
quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado
asimesmo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme
de otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en diez y seis horas que
ha que se me dio, he hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocho
leguas''.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado
de sus palabras, temblándome las piernas de manera que apenas podía
sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:
La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que
hablase al mío, la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho.
Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la
ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere,
con tantas veras que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan
secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y alguna
gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si
os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. A Dios
plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición
de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.
»Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que me
hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros
dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos,
sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano.
El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la
prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al
punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y
dejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado la
carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que hallé a
Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda
luego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla.
Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido
el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por
cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo: ''Cardenio, de boda
estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor y
mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte
que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a
este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una
daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin
a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y
tengo''. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar
para responderla: ''Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que
si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte
con ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria''. No creo que
pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque
el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsoseme
el sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el
entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a parte
alguna; pero, considerando cuánto importaba mi presencia para lo que
suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa.
Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el
alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver. Así que, sin
ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la
mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubría, por
entre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se
hacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras
allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que
hice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que
se digan. Basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro
adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un
primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera,
sino los criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien
aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien
era la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que
traía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran encarnado y
blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el
vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus
hermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosas
piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con
más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi
descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de
aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto
agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?» No os
canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada
circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que
les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que
merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del
cuento.
— «Digo, pues —prosiguió Cardenio—, que, estando todos en la sala, entró el
cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en
tal acto se requiere, al decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la
Santa Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los
tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que
Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o
la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces!: ''¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera
lo que me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro! Advierte
que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha de ser todo a un punto. ¡Ah
traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué
quieres? ¿Qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al
fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido''. ¡Ah,
loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había de
hacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al
robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello como le
tengo para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho
que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen
espacio en darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, o
desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provecho
redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: ''Sí quiero''; y lo
mesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en disoluble nudo
ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la
mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta
ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que había oído, burladas mis
esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda: imposibilitado de
cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé
falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho
enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis
suspiros y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de
manera que todo ardía de rabia y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su
madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel
cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de
las hachas; y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la
mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los
remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo,
viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese
visto o no, con determinación que si me viesen, de hacer un desatino tal,
que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el
castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada
traidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los
haya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el
entendimiento que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomar
venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío,
fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que
ellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara si
entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la
pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida.
»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquél donde había dejado la
mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél subí en ella, y salí de
la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me
vi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me encubría y su
silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni
conocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda
y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habían
hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero,
sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado
los ojos de la voluntad, para quitármela a mí y entregarla a aquél con
quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y, en mitad de la
fuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era
mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbrada
siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su gusto, pues le
daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre
que, a no querer recebirle, se podía pensar, o que no tenía juicio, o que
en otra parte tenía la voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de su
buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que ella dijera que
yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala
elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando no
pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo,
otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes de
ponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le
había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella
acertara a fingir en este caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y deseos
de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me había
engañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos
deseos. Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de
aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las
cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a
parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allí
pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras.
Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con intención de
acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de
la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí
tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la
naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me
socorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo, al cabo
del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros, que,
sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me
dijeron de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos
disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el
juicio; y yo he sentido en mí, después acá, que no todas veces le tengo
cabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome los
vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y
repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso
ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mí
vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más
común habitación es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este
miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas,
movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y
por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así,
aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el
mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que
yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de
grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas.
»Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea
servido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi memoria, para que
no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de
don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente
tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para
sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle».
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si es
tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéis
visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón os
dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo
lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo que
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