Don Quijote - 37
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esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos
disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor
Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se
queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con
versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro
camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la
ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus
promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que
tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y ésta
fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra
cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor
de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en
el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi
majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras
varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la
rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su
sudor
General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le
habían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad
notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había
dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se
ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue don
Quijote, que le dijo:
— Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder
comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos
la tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna,
debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de
cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que
hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las
leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho
desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de
poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de
otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y
ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los
desvalidos y menesterosos.
Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura,
admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
— Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?
— ¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de la
Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las
doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
— Eso me semeja —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros de
caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced
dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este
gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.
— Sois un grandísimo bellaco —dijo a esta sazón don Quijote—; y vos sois el
vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy
hideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con
él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las
narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras
le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a
todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole
del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no
llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima
de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo
cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse
sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de
Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna
sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el
barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,
sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre
caballero llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de
gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en
pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se
podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no
ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes
que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo
volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se
alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del
cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
— Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido
valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más
de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros
oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y
don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se
oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de
blanco, a modo de diciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y
por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y
diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les
lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba
venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle
había.
Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle
por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó
que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante,
el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que
traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por
fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó
en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo
andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le
enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su
adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:
— Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo
caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que
veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se
han de estimar los caballeros andantes.
Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las
tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta
verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los
diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle;
mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le
daba, diciendo:
— ¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le
incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla
es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la
peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo
que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los
ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque
la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la
procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco,
y, con turbada y ronca voz, dijo:
— Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y
escuchad lo que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de
los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura
de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que
notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:
— Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van
estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos
detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se
diga.
— En una lo diré —replicó don Quijote—, y es ésta: que luego al punto dejéis
libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras
muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado
le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada
libertad que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de
ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner
pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando
la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando
la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando
una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que
descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don
Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó
en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo
lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que
el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces
a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero
encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida.
Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver
que don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto,
con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como
un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde él
estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con
ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y
hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los
capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban
el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a
sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque
Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor,
haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que
estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo
conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El
primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don
Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si
estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas
en los ojos, decía:
— ¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera
de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de
toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías!
¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de
servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de
peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los
buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero
andante, que es todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra
que dijo fue:
— El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que
éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro
encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo
todo este hombro hecho pedazos.
— Eso haré yo de muy buena gana, señor mío —respondió Sancho—, y volvamos a
mi aldea en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos
orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.
— Bien dices, Sancho —respondió don Quijote—, y será gran prudencia dejar
pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo
que decía; y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de
Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se
despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura
les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el
suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con
esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y
apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el
bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta
paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y
con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de
seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad
del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por
mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo
que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron
maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a
su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre
un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los
gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las
maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo
lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.
A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza,
que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así
como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el
asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
— Gracias sean dadas a Dios —replicó ella—, que tanto bien me ha hecho; pero
contadme agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?,
¿qué saboyana me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
— No traigo nada deso —dijo Sancho—, mujer mía, aunque traigo otras cosas de
más momento y consideración.
— Deso recibo yo mucho gusto —respondió la mujer—; mostradme esas cosas de
más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se
me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los
siglos de vuestra ausencia.
— En casa os las mostraré, mujer —dijo Panza—, y por agora estad contenta,
que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar
aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de
las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
— Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas,
decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?
— No es la miel para la boca del asno —respondió Sancho—; a su tiempo lo
verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus
vasallos.
— ¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? —respondió
Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran
parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de
sus maridos.
— No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo
verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa
más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero
andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no
salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se
encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de
expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero,
con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes,
escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas
a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en
tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y
le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no
acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina
tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que
otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para
traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí
se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al
cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas
mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de
que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna
mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.
Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha
buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido
hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama
ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez
que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas
que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor
y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna,
ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo
médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se
había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se
renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con
letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus
hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la
figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del
mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y
costumbres.
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el
fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a
los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y
buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el
mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que
tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y
satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo
menos de tanta invención y pasatiempo.
Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en
la caja de plomo eran éstas:
LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA,
LUGAR DE LA MANCHA,
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
HOC SCRIPSERUNT:
EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón decreta;
el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría,
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.
DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
In laudem Dulcineae del Toboso
Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.
DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético, el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.
DEL BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMASILLESCO,
A SANCHO PANZA
Soneto
Sancho Panza es asqueste, en cuerpo chico,
Pero grande en valor: ¡milagro extraño!
Escudero el más simple y sin engaño
Que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico,
Si no se conjuraran en su daño
Insolencias y agravios del tacaño
Siglo, que aun no perdonan á un borrico.
Sobre él anduvo (con perdón se miente)
Este manso escudero, tras el manso
Caballo Rocinante y tras su dueño.
¡Oh vanas esperanzas de la gente!
¡Cómo pasais con prometer descanso,
Y al fin parais en sombra, en humo, en sueño!
DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
Aquí yace el caballero,
bien molido y mal andante,
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.
DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar
carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas
los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias
y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de
la tercera salida de don Quijote.
Forsi altro canterà con miglior plectio.
Finis
Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha
TASA
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los
que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél
un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote
de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso,
le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y
tres pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos
maravedís, y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen
del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece
por el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder,
a que me refiero; y de mandamiento de los dichos señores del Consejo y de
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fee en
Madrid, a veinte y uno días del mes de otubre del mil y seiscientos y
quince años.
Hernando de Vallejo.
FEE DE ERRATAS
Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de
notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de
otubre, mil y seiscientos y quince.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
APROBACIONES
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro
contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas
costumbres, antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de
mucha filosofía moral; puédesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a
cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.
Doctor Gutierre de Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he visto la Segunda
parte de don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no
contiene cosa contra nuestra santa fe católica, ni buenas costumbres,
antes, muchas de honesta recreación y apacible divertimiento, que los
antiguos juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de
los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la
dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De
signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos marchitos y espíritus
melancólicos, de que se acordó Tulio en el primero De legibus, y el poeta
diciendo:
Interpone tuis interdum gaudia curis,
lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo
provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el
anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el acertado asunto en que
pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena
diligencia mañosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos,
es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación,
admiración y invidia de las estrañas. Éste es mi parecer, salvo etc. En
Madrid, a 17 de marzo de 1615.
El maestro Josef de Valdivielso.
APROBACIÓN
Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta
villa de Madrid, corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda
parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo, ni
que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales;
antes, mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien
seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías,
cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura
del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación,
vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios
que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta
cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de
la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas
gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco
alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará,
que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y reprehendido. Ha habido
muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con
lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo
imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa
y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a
maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio
que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para
disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor
Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se
queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con
versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro
camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la
ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus
promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que
tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y ésta
fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra
cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor
de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en
el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi
majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras
varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la
rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su
sudor
General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le
habían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad
notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había
dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se
ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue don
Quijote, que le dijo:
— Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder
comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos
la tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna,
debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de
cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que
hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las
leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho
desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de
poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de
otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y
ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los
desvalidos y menesterosos.
Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura,
admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
— Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?
— ¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de la
Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las
doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
— Eso me semeja —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros de
caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced
dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este
gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.
— Sois un grandísimo bellaco —dijo a esta sazón don Quijote—; y vos sois el
vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy
hideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con
él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las
narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras
le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a
todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole
del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no
llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima
de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo
cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse
sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de
Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna
sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el
barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,
sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre
caballero llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de
gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en
pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se
podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no
ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes
que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo
volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se
alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del
cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
— Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido
valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más
de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros
oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y
don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se
oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de
blanco, a modo de diciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y
por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y
diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les
lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba
venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle
había.
Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle
por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó
que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante,
el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que
traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por
fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó
en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo
andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le
enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su
adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:
— Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo
caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que
veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se
han de estimar los caballeros andantes.
Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las
tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta
verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los
diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle;
mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le
daba, diciendo:
— ¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le
incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla
es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la
peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo
que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los
ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque
la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la
procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco,
y, con turbada y ronca voz, dijo:
— Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y
escuchad lo que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de
los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura
de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que
notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:
— Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van
estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos
detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se
diga.
— En una lo diré —replicó don Quijote—, y es ésta: que luego al punto dejéis
libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras
muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado
le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada
libertad que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de
ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner
pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando
la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando
la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando
una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que
descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don
Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó
en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo
lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que
el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces
a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero
encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida.
Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver
que don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto,
con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como
un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde él
estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con
ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y
hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los
capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban
el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a
sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque
Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor,
haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que
estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo
conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El
primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don
Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si
estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas
en los ojos, decía:
— ¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera
de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de
toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías!
¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de
servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de
peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los
buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero
andante, que es todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra
que dijo fue:
— El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que
éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro
encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo
todo este hombro hecho pedazos.
— Eso haré yo de muy buena gana, señor mío —respondió Sancho—, y volvamos a
mi aldea en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos
orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.
— Bien dices, Sancho —respondió don Quijote—, y será gran prudencia dejar
pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo
que decía; y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de
Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se
despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura
les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el
suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con
esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y
apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el
bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta
paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y
con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de
seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad
del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por
mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo
que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron
maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a
su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre
un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los
gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las
maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo
lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.
A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza,
que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así
como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el
asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
— Gracias sean dadas a Dios —replicó ella—, que tanto bien me ha hecho; pero
contadme agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?,
¿qué saboyana me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
— No traigo nada deso —dijo Sancho—, mujer mía, aunque traigo otras cosas de
más momento y consideración.
— Deso recibo yo mucho gusto —respondió la mujer—; mostradme esas cosas de
más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se
me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los
siglos de vuestra ausencia.
— En casa os las mostraré, mujer —dijo Panza—, y por agora estad contenta,
que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar
aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de
las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
— Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas,
decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?
— No es la miel para la boca del asno —respondió Sancho—; a su tiempo lo
verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus
vasallos.
— ¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? —respondió
Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran
parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de
sus maridos.
— No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo
verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa
más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero
andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no
salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se
encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de
expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero,
con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes,
escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas
a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en
tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y
le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no
acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina
tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que
otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para
traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí
se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al
cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas
mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de
que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna
mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.
Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha
buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido
hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama
ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez
que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas
que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor
y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna,
ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo
médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se
había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se
renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con
letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus
hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la
figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del
mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y
costumbres.
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el
fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a
los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y
buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el
mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que
tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y
satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo
menos de tanta invención y pasatiempo.
Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en
la caja de plomo eran éstas:
LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA,
LUGAR DE LA MANCHA,
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
HOC SCRIPSERUNT:
EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón decreta;
el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría,
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.
DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
In laudem Dulcineae del Toboso
Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.
DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético, el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.
DEL BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMASILLESCO,
A SANCHO PANZA
Soneto
Sancho Panza es asqueste, en cuerpo chico,
Pero grande en valor: ¡milagro extraño!
Escudero el más simple y sin engaño
Que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico,
Si no se conjuraran en su daño
Insolencias y agravios del tacaño
Siglo, que aun no perdonan á un borrico.
Sobre él anduvo (con perdón se miente)
Este manso escudero, tras el manso
Caballo Rocinante y tras su dueño.
¡Oh vanas esperanzas de la gente!
¡Cómo pasais con prometer descanso,
Y al fin parais en sombra, en humo, en sueño!
DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
Aquí yace el caballero,
bien molido y mal andante,
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.
DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar
carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas
los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias
y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de
la tercera salida de don Quijote.
Forsi altro canterà con miglior plectio.
Finis
Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha
TASA
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los
que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél
un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote
de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso,
le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y
tres pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos
maravedís, y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen
del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece
por el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder,
a que me refiero; y de mandamiento de los dichos señores del Consejo y de
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fee en
Madrid, a veinte y uno días del mes de otubre del mil y seiscientos y
quince años.
Hernando de Vallejo.
FEE DE ERRATAS
Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de
notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de
otubre, mil y seiscientos y quince.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
APROBACIONES
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro
contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas
costumbres, antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de
mucha filosofía moral; puédesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a
cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.
Doctor Gutierre de Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he visto la Segunda
parte de don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no
contiene cosa contra nuestra santa fe católica, ni buenas costumbres,
antes, muchas de honesta recreación y apacible divertimiento, que los
antiguos juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de
los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la
dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De
signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos marchitos y espíritus
melancólicos, de que se acordó Tulio en el primero De legibus, y el poeta
diciendo:
Interpone tuis interdum gaudia curis,
lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo
provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el
anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el acertado asunto en que
pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena
diligencia mañosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos,
es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación,
admiración y invidia de las estrañas. Éste es mi parecer, salvo etc. En
Madrid, a 17 de marzo de 1615.
El maestro Josef de Valdivielso.
APROBACIÓN
Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta
villa de Madrid, corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda
parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo, ni
que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales;
antes, mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien
seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías,
cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura
del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación,
vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios
que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta
cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de
la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas
gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco
alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará,
que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y reprehendido. Ha habido
muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con
lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo
imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa
y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a
maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio
que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para
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