Don Quijote - 45

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así que, ya corren por mi cuenta y son mías las inumerables hazañas del ya
referido don Quijote.
Admirado quedó don Quijote de oír al Caballero del Bosque, y estuvo mil
veces por decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el pico de la lengua;
pero reportóse lo mejor que pudo, por hacerle confesar por su propia boca
su mentira; y así, sosegadamente le dijo:
— De que vuesa merced, señor caballero, haya vencido a los más caballeros
andantes de España, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya
vencido a don Quijote de la Mancha, póngolo en duda. Podría ser que fuese
otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.
— ¿Cómo no? —replicó el del Bosque—. Por el cielo que nos cubre, que peleé
con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de
rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y
algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre
del Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador
llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo
llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal
Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que,
por llamarse Casilda y ser de la Andalucía, yo la llamo Casildea de
Vandalia. Si todas estas señas no bastan para acreditar mi verdad, aquí
está mi espada, que la hará dar crédito a la mesma incredulidad.
— Sosegaos, señor caballero —dijo don Quijote—, y escuchad lo que decir os
quiero. Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que
en este mundo tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi
misma persona, y que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y
ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habéis vencido. Por otra
parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo,
si ya no fuese que como él tiene muchos enemigos encantadores,
especialmente uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos
tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus
altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto
de la tierra. Y, para confirmación desto, quiero también que sepáis que los
tales encantadores sus contrarios no ha más de dos días que transformaron
la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y
baja, y desta manera habrán transformado a don Quijote; y si todo esto no
basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo don
Quijote, que la sustentará con sus armas a pie, o a caballo, o de
cualquiera suerte que os agradare.
Y, diciendo esto, se levantó en pie y se empuñó en la espada, esperando qué
resolución tomaría el Caballero del Bosque; el cual, con voz asimismo
sosegada, respondió y dijo:
— Al buen pagador no le duelen prendas: el que una vez, señor don Quijote,
pudo venceros transformado, bien podrá tener esperanza de rendiros en
vuestro propio ser. Mas, porque no es bien que los caballeros hagan sus
fechos de armas ascuras, como los salteadores y rufianes, esperemos el día,
para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra
batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para que
haga dél todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que
se le ordenare.
— Soy más que contento desa condición y convenencia —respondió don Quijote.
Y, en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron
roncando y en la misma forma que estaban cuando les salteó el sueño.
Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto los caballos, porque, en
saliendo el sol, habían de hacer los dos una sangrienta, singular y
desigual batalla; a cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado, temeroso
de la salud de su amo, por las valentías que había oído decir del suyo al
escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos
a buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido,
y estaban todos juntos.
En el camino dijo el del Bosque a Sancho:
— Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la
Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano
sobre mano en tanto que sus ahijados riñen. Dígolo porque esté advertido
que mientras nuestros dueños riñeren, nosotros también hemos de pelear y
hacernos astillas.
— Esa costumbre, señor escudero —respondió Sancho—, allá puede correr y
pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los
caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos, yo no he oído decir a mi
amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de la
andante caballería. Cuanto más, que yo quiero que sea verdad y ordenanza
expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean; pero yo no
quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales
pacíficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera, y
más quiero pagar las tales libras, que sé que me costarán menos que las
hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por
partida y dividida en dos partes. Hay más: que me imposibilita el reñir el
no tener espada, pues en mi vida me la puse.
— Para eso sé yo un buen remedio —dijo el del Bosque—: yo traigo aquí dos
talegas de lienzo, de un mesmo tamaño: tomaréis vos la una, y yo la otra, y
riñiremos a talegazos, con armas iguales.
— Desa manera, sea en buena hora —respondió Sancho—, porque antes servirá la
tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.
— No ha de ser así —replicó el otro—, porque se han de echar dentro de las
talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y
pelados, que pesen tanto los unos como los otros, y desta manera nos
podremos atalegar sin hacernos mal ni daño.
— ¡Mirad, cuerpo de mi padre —respondió Sancho—, qué martas cebollinas, o
qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar molidos
los cascos y hechos alheña los huesos! Pero, aunque se llenaran de capullos
de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear: peleen nuestros amos, y allá
se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros, que el tiempo tiene cuidado de
quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben
antes de llegar su sazón y término y que se cayan de maduras.
— Con todo —replicó el del Bosque—, hemos de pelear siquiera media hora.
— Eso no —respondió Sancho—: no seré yo tan descortés ni tan desagradecido,
que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna, por mínima que
sea; cuanto más que, estando sin cólera y sin enojo, ¿quién diablos se ha
de amañar a reñir a secas?
— Para eso —dijo el del Bosque— yo daré un suficiente remedio: y es que,
antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamente a vuestra merced
y le daré tres o cuatro bofetadas, que dé con él a mis pies, con las cuales
le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño que un lirón.
— Contra ese corte sé yo otro —respondió Sancho—, que no le va en zaga:
cogeré yo un garrote, y, antes que vuestra merced llegue a despertarme la
cólera, haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte
si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que
me dejo manosear el rostro de nadie; y cada uno mire por el virote, aunque
lo más acertado sería dejar dormir su cólera a cada uno, que no sabe nadie
el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado; y Dios
bendijo la paz y maldijo las riñas, porque si un gato acosado, encerrado y
apretado se vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré
volverme; y así, desde ahora intimo a vuestra merced, señor escudero, que
corra por su cuenta todo el mal y daño que de nuestra pendencia resultare.
— Está bien —replicó el del Bosque—. Amanecerá Dios y medraremos.
En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados
pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la
norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones
del oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus
cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor
bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían
blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las
fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los
prados con su venida. Mas, apenas dio lugar la claridad del día para ver y
diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de
Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que
casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto, que era de
demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color
amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya
grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que, en
viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía,
y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que
despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.
Don Quijote miró a su contendor, y hallóle ya puesta y calada la celada, de
modo que no le pudo ver el rostro, pero notó que era hombre membrudo, y no
muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevista o casaca de una
tela, al parecer, de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas pequeñas
de resplandecientes espejos, que le hacían en grandísima manera galán y
vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes,
amarillas y blancas; la lanza, que tenía arrimada a un árbol, era
grandísima y gruesa, y de un hierro acerado de más de un palmo.
Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que
el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no por eso
temió, como Sancho Panza; antes, con gentil denuedo, dijo al Caballero de
los Espejos:
— Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no os gasta la cortesía, por
ella os pido que alcéis la visera un poco, porque yo vea si la gallardía de
vuestro rostro responde a la de vuestra disposición.
— O vencido o vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero —respondió
el de los Espejos—, os quedará tiempo y espacio demasiado para verme; y si
ahora no satisfago a vuestro deseo, es por parecerme que hago notable
agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que tardare
en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabéis que pretendo.
— Pues, en tanto que subimos a caballo —dijo don Quijote—, bien podéis
decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido.
— A eso vos respondemos —dijo el de los Espejos— que parecéis, como se
parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí; pero, según vos
decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar si sois el contenido
o no.
— Eso me basta a mí —respondió don Quijote— para que crea vuestro engaño;
empero, para sacaros dél de todo punto, vengan nuestros caballos; que, en
menos tiempo que el que tardárades en alzaros la visera, si Dios, si mi
señora y mi brazo me valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis que no soy
yo el vencido don Quijote que pensáis.
Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volvió las
riendas a Rocinante para tomar lo que convenía del campo, para volver a
encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el de los Espejos. Pero, no se
había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyó llamar del de los
Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:
— Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el
vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.
— Ya la sé —respondió don Quijote—; con tal que lo que se le impusiere y
mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites de la
caballería.
— Así se entiende —respondió el de los Espejos.
Ofreciéronsele en esto a la vista de don Quijote las estrañas narices del
escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho; tanto, que le juzgó
por algún monstro, o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el
mundo. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar
solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas
narices en las suyas sería acabada la pendencia suya, quedando del golpe, o
del miedo, tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una acción de
Rocinante; y, cuando le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:
— Suplico a vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse me
ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor,
mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de
hacer con este caballero.
— Antes creo, Sancho —dijo don Quijote—, que te quieres encaramar y subir en
andamio por ver sin peligro los toros.
— La verdad que diga —respondió Sancho—, las desaforadas narices de aquel
escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto
a él.
— Ellas son tales —dijo don Quijote—, que, a no ser yo quien soy, también me
asombraran; y así, ven: ayudarte he a subir donde dices.
En lo que se detuvo don Quijote en que Sancho subiese en el alcornoque,
tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario; y, creyendo
que lo mismo habría hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra
señal que los avisase, volvió las riendas a su caballo —que no era más
ligero ni de mejor parecer que Rocinante—, y, a todo su correr, que era un
mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero, viéndole ocupado en la
subida de Sancho, detuvo las riendas y paróse en la mitad de la carrera, de
lo que el caballo quedó agradecidísimo, a causa que ya no podía moverse.
Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó
reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo
aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció
haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes
declarados; y con esta no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba
hincando a su caballo las espuelas hasta los botones, sin que le pudiese
mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera.
En esta buena sazón y coyuntura halló don Quijote a su contrario embarazado
con su caballo y ocupado con su lanza, que nunca, o no acertó, o no tuvo
lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos
inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontró al de los
Espejos con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por
las ancas del caballo, dando tal caída, que, sin mover pie ni mano, dio
señales de que estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda
priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue
sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si
era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio...
¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a
los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma figura,
el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la pespetiva mesma
del bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio, en altas voces dijo:
— ¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! ¡Aguija, hijo,
y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los
encantadores!
Llegó Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a
hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba
muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote:
— Soy de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y
meta la espada por la boca a este que parece el bachiller Sansón Carrasco;
quizá matará en él a alguno de sus enemigos los encantadores.
— No dices mal —dijo don Quijote—, porque de los enemigos, los menos.
Y, sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho,
llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le
habían hecho, y a grandes voces dijo:
— Mire vuesa merced lo que hace, señor don Quijote, que ese que tiene a los
pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.
Y, viéndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo:
— ¿Y las narices?
A lo que él respondió:
— Aquí las tengo, en la faldriquera.
Y, echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz, de
máscara, de la manifatura que quedan delineadas. Y, mirándole más y más
Sancho, con voz admirativa y grande, dijo:
— ¡Santa María, y valme! ¿Éste no es Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre?
— Y ¡cómo si lo soy! —respondió el ya desnarigado escudero—: Tomé Cecial
soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego os diré los arcaduces, embustes
y enredos por donde soy aquí venido; y en tanto, pedid y suplicad al señor
vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al caballero de los
Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal
aconsejado del bachiller Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.
En esto, volvió en sí el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le
puso la punta desnuda de su espada encima del rostro, y le dijo:
— Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso
se aventaja en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y demás de esto
habéis de prometer, si de esta contienda y caída quedárades con vida, de ir
a la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia de mi parte, para que
haga de vos lo que más en voluntad le viniere; y si os dejare en la
vuestra, asimismo habéis de volver a buscarme, que el rastro de mis hazañas
os servirá de guía que os traiga donde yo estuviere, y a decirme lo que con
ella hubiéredes pasado; condiciones que, conforme a las que pusimos antes
de nuestra batalla, no salen de los términos de la andante caballería.
— Confieso —dijo el caído caballero— que vale más el zapato descosido y
sucio de la señora Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque
limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de su presencia a la
vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo que me pedís.
— También habéis de confesar y creer —añadió don Quijote— que aquel
caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino
otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el
bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su
figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el
ímpetu de mi cólera, y para que use blandamente de la gloria del
vencimiento.
— Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y sentís
— respondió el derrengado caballero—. Dejadme levantar, os ruego, si es que
lo permite el golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.
Ayudóle a levantar don Quijote y Tomé Cecial, su escudero, del cual no
apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban
manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé Cecial que decía; mas
la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo, de que los
encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del
bachiller Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos
estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo, y el de
los Espejos y su escudero, mohínos y malandantes, se apartaron de don
Quijote y Sancho, con intención de buscar algún lugar donde bizmarle y
entablarle las costillas. Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su
camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era
el Caballero de los Espejos y su narigante escudero.


Capítulo XV. Donde se cuenta y da noticia de quién era el Caballero de los
Espejos y su escudero
En estremo contento, ufano y vanaglorioso iba don Quijote por haber
alcanzado vitoria de tan valiente caballero como él se imaginaba que era el
de los Espejos, de cuya caballeresca palabra esperaba saber si el
encantamento de su señora pasaba adelante, pues era forzoso que el tal
vencido caballero volviese, so pena de no serlo, a darle razón de lo que
con ella le hubiese sucedido. Pero uno pensaba don Quijote y otro el de los
Espejos, puesto que por entonces no era otro su pensamiento sino buscar
donde bizmarse, como se ha dicho.
Dice, pues, la historia que cuando el bachiller Sansón Carrasco aconsejó a
don Quijote que volviese a proseguir sus dejadas caballerías, fue por haber
entrado primero en bureo con el cura y el barbero sobre qué medio se podría
tomar para reducir a don Quijote a que se estuviese en su casa quieto y
sosegado, sin que le alborotasen sus mal buscadas aventuras; de cuyo
consejo salió, por voto común de todos y parecer particular de Carrasco,
que dejasen salir a don Quijote, pues el detenerle parecía imposible, y que
Sansón le saliese al camino como caballero andante, y trabase batalla con
él, pues no faltaría sobre qué, y le venciese, teniéndolo por cosa fácil, y
que fuese pacto y concierto que el vencido quedase a merced del vencedor; y
así vencido don Quijote, le había de mandar el bachiller caballero se
volviese a su pueblo y casa, y no saliese della en dos años, o hasta tanto
que por él le fuese mandado otra cosa; lo cual era claro que don Quijote
vencido cumpliría indubitablemente, por no contravenir y faltar a las leyes
de la caballería, y podría ser que en el tiempo de su reclusión se le
olvidasen sus vanidades, o se diese lugar de buscar a su locura algún
conveniente remedio.
Aceptólo Carrasco, y ofreciósele por escudero Tomé Cecial, compadre y
vecino de Sancho Panza, hombre alegre y de lucios cascos. Armóse Sansón
como queda referido y Tomé Cecial acomodó sobre sus naturales narices las
falsas y de máscara ya dichas, porque no fuese conocido de su compadre
cuando se viesen; y así, siguieron el mismo viaje que llevaba don Quijote,
y llegaron casi a hallarse en la aventura del carro de la Muerte. Y,
finalmente, dieron con ellos en el bosque, donde les sucedió todo lo que el
prudente ha leído; y si no fuera por los pensamientos extraordinarios de
don Quijote, que se dio a entender que el bachiller no era el bachiller, el
señor bachiller quedara imposibilitado para siempre de graduarse de
licenciado, por no haber hallado nidos donde pensó hallar pájaros.
Tomé Cecial, que vio cuán mal había logrado sus deseos y el mal paradero
que había tenido su camino, dijo al bachiller:
— Por cierto, señor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido: con
facilidad se piensa y se acomete una empresa, pero con dificultad las más
veces se sale della. Don Quijote loco, nosotros cuerdos: él se va sano y
riendo, vuesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora, cuál es
más loco: ¿el que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad?
A lo que respondió Sansón:
— La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza
lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de ser cuando quisiere.
— Pues así es —dijo Tomé Cecial—, yo fui por mi voluntad loco cuando quise
hacerme escudero de vuestra merced, y por la misma quiero dejar de serlo y
volverme a mi casa.
— Eso os cumple —respondió Sansón—, porque pensar que yo he de volver a la
mía, hasta haber molido a palos a don Quijote, es pensar en lo escusado; y
no me llevará ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de
la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más
piadosos discursos.
En esto fueron razonando los dos, hasta que llegaron a un pueblo donde fue
ventura hallar un algebrista, con quien se curó el Sansón desgraciado. Tomé
Cecial se volvió y le dejó, y él quedó imaginando su venganza; y la
historia vuelve a hablar dél a su tiempo, por no dejar de regocijarse ahora
con don Quijote.


Capítulo XVI. De lo que sucedió a don Quijote con un discreto caballero de
la Mancha
Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho, seguía don Quijote su
jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más
valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice
fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía
en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los
inumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni
de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del
desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas
de los yangüeses. Finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o
manera como desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor
ventura que alcanzó o pudo alcanzar el más venturoso caballero andante de
los pasados siglos. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho
le dijo:
— ¿No es bueno, señor, que aun todavía traigo entre los ojos las desaforadas
narices, y mayores de marca, de mi compadre Tomé Cecial?
— Y ¿crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el
bachiller Carrasco; y su escudero, Tomé Cecial, tu compadre?
— No sé qué me diga a eso —respondió Sancho—; sólo sé que las señas que me
dio de mi casa, mujer y hijos no me las podría dar otro que él mesmo; y la
cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecial, como yo se la he
visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa; y el
tono de la habla era todo uno.
— Estemos a razón, Sancho —replicó don Quijote—. Ven acá: ¿en qué
consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como
caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear
conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión
para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival, o hace él profesión de las armas,
para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?
— Pues, ¿qué diremos, señor —respondió Sancho—, a esto de parecerse tanto
aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero
a Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuestra merced
ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran?
— Todo es artificio y traza —respondió don Quijote— de los malignos magos
que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en
la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro
de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre
los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de
mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsías
procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!,
por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los
encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de
lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la
hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural
conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con
cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso
encantador que se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho
que haya hecho la de Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la
gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo;
porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de
mi enemigo.
— Dios sabe la verdad de todo —respondió Sancho.
Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y
embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su amo; pero no le quiso
replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste.
En estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por
el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un
gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera
del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta,
asimismo de morado y verde. Traía un alfanje morisco pendiente de un ancho
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