Don Quijote - 03

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castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía
castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando
que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna
trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se
tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se
llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas
damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto,
sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una
manada de puercos —que, sin perdón, así se llaman— tocó un cuerno, a cuya
señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que
deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con
estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron
venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de
miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su
huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
— No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden
de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a
tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la
mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan
fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don
Quijote vino a correrse y a decirles:
— Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa
que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni
mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro
caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy
gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada
de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no
estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento.
Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de
hablarle comedidamente; y así, le dijo:
— Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque
en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha
abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le
pareció a él el ventero y la venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle
parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la
playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y así, le respondió:
— Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir,
siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar
en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más
en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con
mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había
desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque
era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le
pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole
en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales,
aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron
desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada
con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los
ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda
aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña
figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que
aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales
señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don
Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta
que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza
de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido
causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que
las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo
descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían
palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
— Cualquiera yantaría yo —respondió don Quijote—, porque, a lo que entiendo,
me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino
unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía
bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle
si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que
dalle a comer.
— Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de una
trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una
pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas
como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón.
Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no
se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el
huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan
negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle
comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía
poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí,
una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, no
fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un
cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía
en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así
como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual
acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que
le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y
las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba
por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era
el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner
legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.


Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en
armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la
cual acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza,
se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
— No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la
vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en
alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones,
estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con
él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.
— No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío
— respondió don Quijote—; y así, os digo que el don que os he pedido, y de
vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me
habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro
castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que
tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del
mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo
de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a
semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos
barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando
acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche,
determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en
lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los
caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia
mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a
aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán,
Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de
Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y
otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas,
deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente,
dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo,
donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por
la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en
pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder
velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que,
en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana,
siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él
quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el
mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca,
porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que
ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que,
puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a
los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan
necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se
había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado
que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y
atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese
sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de
ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los
campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los
curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego
los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano
con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della,
luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los
pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de
dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para
curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos,
que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas
alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo,
como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como
a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí
adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán
bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda
puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral
grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote
todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su
adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear
delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su
huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba.
Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde
lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras,
arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la
luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el
novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de
los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue
menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el
cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
— ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las
armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces
y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque
fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran
trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y,
puesto el pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dulcinea, dijo:
— Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro
avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance
vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la
lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza,
que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no
tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y
tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin
saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó
otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar
las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin
pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y,
sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque
se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre
ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta
mano a su espada, dijo:
— ¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío!
Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo
caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los
arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los
heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras
sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga,
y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero
daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que
por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las
daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del
castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía
que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la
orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:
— Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad,
venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que
lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los
que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le
dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus
armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó
abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia
que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna;
pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le
había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba
de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía
noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se
podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las
armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había
estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba
allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le
mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde
asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela
que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su
manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó
la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma
espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que
rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada,
la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester
poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.
Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
— Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en
lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante
a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle
alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y
que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don
Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante
se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le
calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de
la espada: preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que
era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don
Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos
servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no
vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras;
y, ensillando luego a Rocinante, subió en él, y, abrazando a su huésped, le
dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado
caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya
fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras,
respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a
la buen hora.


Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la
venta
La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan
gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le
reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los
consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había
de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a
su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir
a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito
para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a
Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta
gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la
espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de
persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
— Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone
ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y
donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son
de algún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que
las voces salían. Y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una
yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo
arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba; y no
sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador
de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo.
Porque decía:
— La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
— No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra
vez; y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
— Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede;
subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza —que también tenía una
lanza arrimada a la encima adonde estaba arrendada la yegua—, que yo os
haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la
lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:
— Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que
me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el
cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su
descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la
soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
— ¿"Miente", delante de mí, ruin villano? —dijo don Quijote—. Por el sol que
nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle
luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y
aniquile en este punto. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al
cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve
meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que
montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que
para el paso en que estaba y juramento que había hecho —y aún no había
jurado nada—, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y
recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos
sangrías que le habían hecho estando enfermo.
— Bien está todo eso —replicó don Quijote—, pero quédense los zapatos y las
sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el
cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su
cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se
la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.
— El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase
Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.
— ¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. Mas, ¡mal año! No, señor, ni por
pienso; porque, en viéndose solo, me desuelle como a un San Bartolomé.
— No hará tal —replicó don Quijote—: basta que yo se lo mande para que me
tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha
recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
— Mire vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el muchacho—, que este mi
amo no es caballero ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan
Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.
— Importa eso poco —respondió don Quijote—, que Haldudos puede haber
caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
— Así es verdad —dijo Andrés—; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues
me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
— No niego, hermano Andrés —respondió el labrador—; y hacedme placer de
veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay
en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
sahumados.
— Del sahumerio os hago gracia —dijo don Quijote—; dádselos en reales, que
con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no,
por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que
os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis
saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo,
sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de
agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo
prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó
dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y, cuando vio que había
traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y
díjole:
— Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel
deshacedor de agravios me dejó mandado.
— Eso juro yo —dijo Andrés—; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en
cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que,
según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que
vuelva y ejecute lo que dijo!
— También lo juro yo —dijo el labrador—; pero, por lo mucho que os quiero,
quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos
azotes, que le dejó por muerto.
— Llamad, señor Andrés, ahora —decía el labrador— al desfacedor de agravios,
veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer,
porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para
que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno,
jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle
punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las
setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó
riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual,
contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto
principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando
hacia su aldea, diciendo a media voz:
— Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh
sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener
sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual,
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