Don Quijote - 47
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del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle
pedazos.
Hasta aquí llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso
león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de
bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho,
volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran
flema y remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote,
mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.
— Eso no haré yo —respondió el leonero—, porque si yo le instigo, el primero
a quien hará pedazos será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se
contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en género de
valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la
puerta: en su mano está salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta
ahora, no saldrá en todo el día. La grandeza del corazón de vuesa merced ya
está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se me alcanza, está
obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el
contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la
corona del vencimiento.
— Así es verdad —respondió don Quijote—: cierra, amigo, la puerta, y dame
por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto
hacer; conviene a saber: cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no
salió; volvíle a esperar, volvió a no salir y volvióse acostar. No debo
más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la
verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en tanto que hago señas a
los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.
Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el
lienzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones,
comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada
paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a
ver la señal del blanco paño, dijo:
— Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos
llama.
Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don
Quijote; y, perdiendo alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron
acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don Quijote, que los
llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote
al carretero:
— Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú,
Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa
de lo que por mí se han detenido.
— Ésos daré yo de muy buena gana —respondió Sancho—; pero, ¿qué se han hecho
los leones? ¿Son muertos, o vivos?
Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la
contienda, exagerando, como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote,
de cuya vista el león, acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula,
puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y
que, por haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al
león para que por fuerza saliese, como él quería que se irritase, mal de su
grado y contra toda su voluntad, había permitido que la puerta se cerrase.
— ¿Qué te parece desto, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Hay encantos que valgan
contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la
ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.
Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don
Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa
hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
— Pues, si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el
Caballero de los Leones, que de aquí adelante quiero que en éste se
trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del Caballero de
la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes
caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a
cuento.
Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán
prosiguieron el suyo.
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo
atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole
que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado
a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído,
cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya
supiera el género de su locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por
cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien
dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:
— ¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y
darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué
mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
— ¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en
su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así
fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con
todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan
menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero,
a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con
felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de
resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las
damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios
militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir,
honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un
caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las
encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas
aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por
alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero
andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano
caballero, requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros
tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano;
autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con
el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y
muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y
desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero el andante
caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intricados
laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos
despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el
invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren
leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar
éstos, acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y
verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número
de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí
me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y así, el
acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que
conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es
una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la
cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y
suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde;
que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así
es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir
a la verdadera valentía; y, en esto de acometer aventuras, créame vuesa
merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de
menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen "el tal
caballero es temerario y atrevido" que no "el tal caballero es tímido y
cobarde".
— Digo, señor don Quijote —respondió don Diego—, que todo lo que vuesa
merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que
entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se
perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo
depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi
aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no
ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en
cansancio del cuerpo.
— Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego— respondió
don Quijote.
Y, picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde
cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote
llamaba el Caballero del Verde Gabán.
Capítulo XVIII. De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del
Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes
Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea;
las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle;
la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la
redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada
y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante
de quién estaba, dijo:
— ¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda
de mi mayor amargura!
Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre
había salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la
estraña figura de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante, fue con
mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don Diego dijo:
— Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote de la
Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más valiente y
el más discreto que tiene el mundo.
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho
amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas
y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el estudiante,
que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego,
pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y
rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras
semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito
principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en
las frías digresiones.
Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en
jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era
valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los borceguíes eran
datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía de
un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue enfermo de
los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo,
con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay
alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua
de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus
negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos
atavíos, y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala,
donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las
mesas se ponían; que, por la venida de tan noble huésped, quería la señora
doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar a los que a su casa
llegasen.
En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que
así se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre:
— ¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha
traído a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero
andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.
— No sé lo que te diga, hijo —respondió don Diego—; sólo te sabré decir que
le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan
discretas que borran y deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el pulso a
lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo
que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le
tengo por loco que por cuerdo.
Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho,
y, entre otras pláticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don
Lorenzo:
— El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia
de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre
todo, que es vuesa merced un gran poeta.
— Poeta, bien podrá ser —respondió don Lorenzo—, pero grande, ni por
pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado a la poesía y a
leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de
grande que mi padre dice.
— No me parece mal esa humildad —respondió don Quijote—, porque no hay poeta
que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.
— No hay regla sin excepción —respondió don Lorenzo—, y alguno habrá que lo
sea y no lo piense.
— Pocos —respondió don Quijote—; pero dígame vuesa merced: ¿qué versos son
los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le
traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende
algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es que son de justa
literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero
siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le
lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a
esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las
universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.
— Hasta ahora —dijo entre sí don Lorenzo—, no os podré yo juzgar por loco;
vamos adelante.
Y díjole:
— Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?
— La de la caballería andante —respondió don Quijote—, que es tan buena como
la de la poesía, y aun dos deditos más.
— No sé qué ciencia sea ésa —replicó don Lorenzo—, y hasta ahora no ha
llegado a mi noticia.
— Es una ciencia —replicó don Quijote— que encierra en sí todas o las más
ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y
saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada
uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar
razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera
que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para
conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen
virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada
triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por
las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en
qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada
paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de
estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a
otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje
Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el
freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama;
ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en
las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con
los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste
la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone
un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si
es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa,
y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se
enseñan.
— Si eso es así —replicó don Lorenzo—, yo digo que se aventaja esa ciencia a
todas.
— ¿Cómo si es así? —respondió don Quijote.
Lo que yo quiero decir —dijo don Lorenzo— es que dudo que haya habido, ni
que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.
— Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora —respondió don Quijote—:
que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha
habido en él caballeros andantes; y, por parecerme a mí que si el cielo
milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los
hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me
lo ha mostrado la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa
merced del error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar
al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán provechosos y cuán
necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y
cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por
pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo.
— Escapado se nos ha nuestro huésped —dijo a esta sazón entre sí don
Lorenzo—, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato
flojo si así no lo creyese.
Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don
Diego a su hijo qué había sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo
que él respondió:
— No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos
escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos
intervalos.
Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el
camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero
de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en
toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados,
pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don
Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa
literaria; a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que
cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los
vomitan,...
— ...yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno, que sólo por
ejercitar el ingenio la he hecho.
— Un amigo y discreto —respondió don Quijote— era de parecer que no se había
de cansar nadie en glosar versos; y la razón, decía él, era que jamás la
glosa podía llegar al texto, y que muchas o las más veces iba la glosa
fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se glosaba; y más,
que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrían
interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el
sentido, con otras ataduras y estrechezas con que van atados los que
glosan, como vuestra merced debe de saber.
— Verdaderamente, señor don Quijote —dijo don Lorenzo—, que deseo coger a
vuestra merced en un mal latín continuado, y no puedo, porque se me desliza
de entre las manos como anguila.
— No entiendo —respondió don Quijote— lo que vuestra merced dice ni quiere
decir en eso del deslizarme.
— Yo me daré a entender —respondió don Lorenzo—; y por ahora esté vuesa
merced atento a los versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera:
¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después...!
Glosa
Al fin, como todo pasa,
se pasó el bien que me dio
Fortuna, un tiempo no escasa,
y nunca me le volvió,
ni abundante, ni por tasa.
Siglos ha ya que me vees,
Fortuna, puesto a tus pies;
vuélveme a ser venturoso,
que será mi ser dichoso
si mi fue tornase a es.
No quiero otro gusto o gloria,
otra palma o vencimiento,
otro triunfo, otra vitoria,
sino volver al contento
que es pesar en mi memoria.
Si tú me vuelves allá,
Fortuna, templado está
todo el rigor de mi fuego,
y más si este bien es luego,
sin esperar más será.
Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya estendido.
Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese,
o que el tiempo ya se fuese,
o volviese el tiempo ya.
Vivo en perpleja vida,
ya esperando, ya temiendo:
es muerte muy conocida,
y es mucho mejor muriendo
buscar al dolor salida.
A mí me fuera interés
acabar, mas no lo es,
pues, con discurso mejor,
me da la vida el temor
de lo que será después.
En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie don Quijote,
y, en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de
don Lorenzo, dijo:
— ¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el
mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por
Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las academias de
Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París, Bolonia y
Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero,
Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas.
Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar
de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio.
¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don
Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te
estiendes, y cuán dilatados límites son los de tu juridición agradable!
Esta verdad acreditó don Lorenzo, pues concedió con la demanda y deseo de
don Quijote, diciéndole este soneto a la fábula o historia de Píramo y
Tisbe:
Soneto
El muro rompe la doncella hermosa
que de Píramo abrió el gallardo pecho:
parte el Amor de Chipre, y va derecho
a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque no osa
la voz entrar por tan estrecho estrecho;
las almas sí, que amor suele de hecho
facilitar la más difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el paso
de la imprudente virgen solicita
por su gusto su muerte; ved qué historia:
que a entrambos en un punto, ¡oh estraño caso!,
los mata, los encubre y resucita
una espada, un sepulcro, una memoria.
— ¡Bendito sea Dios! —dijo don Quijote habiendo oído el soneto a don
Lorenzo—, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un
consumado poeta, como lo es vuesa merced, señor mío; que así me lo da a
entender el artificio deste soneto.
Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al
cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía
la merced y buen tratamiento que en su casa había recebido; pero que, por
no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas a ocio y al
regalo, se quería ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de
quien tenía noticia que aquella tierra abundaba, donde esperaba entretener
el tiempo hasta que llegase el día de las justas de Zaragoza, que era el de
su derecha derrota; y que primero había de entrar en la cueva de
Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se
contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos
manantiales de las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera.
Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que
tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le
servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su
persona y la honrosa profesión suya.
Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como
triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la
abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se
usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveídas
alforjas. Con todo esto, las llenó y colmó de lo más necesario que le
pareció; y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo:
— No sé si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a
decir, que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para
llegar a la inacesible cumbre del templo de la Fama, no tiene que hacer
otra cosa sino dejar a una parte la senda de la poesía, algo estrecha, y
tomar la estrechísima de la andante caballería, bastante para hacerle
emperador en daca las pajas.
Con estas razones acabó don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y
más con las que añadió, diciendo:
— Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle
cómo se han de perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios,
virtudes anejas a la profesión que yo profeso; pero, pues no lo pide su
poca edad, ni lo querrán consentir sus loables ejercicios, sólo me contento
con advertirle a vuesa merced que, siendo poeta, podrá ser famoso si se
guía más por el parecer ajeno que por el propio, porque no hay padre ni
madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del
entendimiento corre más este engaño.
De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don
Quijote, ya discretas y ya disparatadas, y del tema y tesón que llevaba de
acudir de todo en todo a la busca de sus desventuradas aventuras, que las
tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse los ofrecimientos y
comedimientos, y, con la buena licencia de la señora del castillo, don
Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron.
Capítulo XIX. Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros
en verdad graciosos sucesos
Poco trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando
encontró con dos como clérigos o como estudiantes y con dos labradores que
sobre cuatro bestias asnales venían caballeros. El uno de los estudiantes
traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto, al
parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el
otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con
sus zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y
señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y las
llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma
admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don
Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los
otros hombres.
Saludóles don Quijote, y, después de saber el camino que llevaban, que era
el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía, y les pidió detuviesen el
paso, porque caminaban más sus pollinas que su caballo; y, para obligarlos,
en breves razones les dijo quién era, y su oficio y profesión, que era de
caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del
mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y
por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores
era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para los estudiantes, que
luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote; pero, con todo
eso, le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:
— Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no
le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con
nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de hoy
se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda.
Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así las ponderaba.
— No son —respondió el estudiante— sino de un labrador y una labradora: él,
el más rico de toda esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los
hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo,
porque se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la novia,
a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama
Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho años, y él de veinte y dos;
ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los
pedazos.
Hasta aquí llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso
león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de
bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho,
volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran
flema y remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote,
mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.
— Eso no haré yo —respondió el leonero—, porque si yo le instigo, el primero
a quien hará pedazos será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se
contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en género de
valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la
puerta: en su mano está salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta
ahora, no saldrá en todo el día. La grandeza del corazón de vuesa merced ya
está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se me alcanza, está
obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el
contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la
corona del vencimiento.
— Así es verdad —respondió don Quijote—: cierra, amigo, la puerta, y dame
por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto
hacer; conviene a saber: cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no
salió; volvíle a esperar, volvió a no salir y volvióse acostar. No debo
más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la
verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en tanto que hago señas a
los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.
Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el
lienzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones,
comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada
paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a
ver la señal del blanco paño, dijo:
— Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos
llama.
Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don
Quijote; y, perdiendo alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron
acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don Quijote, que los
llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote
al carretero:
— Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú,
Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa
de lo que por mí se han detenido.
— Ésos daré yo de muy buena gana —respondió Sancho—; pero, ¿qué se han hecho
los leones? ¿Son muertos, o vivos?
Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la
contienda, exagerando, como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote,
de cuya vista el león, acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula,
puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y
que, por haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al
león para que por fuerza saliese, como él quería que se irritase, mal de su
grado y contra toda su voluntad, había permitido que la puerta se cerrase.
— ¿Qué te parece desto, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Hay encantos que valgan
contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la
ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.
Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don
Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa
hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
— Pues, si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el
Caballero de los Leones, que de aquí adelante quiero que en éste se
trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del Caballero de
la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes
caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a
cuento.
Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán
prosiguieron el suyo.
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo
atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole
que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado
a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído,
cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya
supiera el género de su locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por
cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien
dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:
— ¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y
darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué
mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
— ¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en
su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así
fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con
todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan
menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero,
a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con
felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de
resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las
damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios
militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir,
honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un
caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las
encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas
aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por
alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero
andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano
caballero, requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros
tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano;
autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con
el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y
muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y
desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero el andante
caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intricados
laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos
despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el
invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren
leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar
éstos, acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y
verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número
de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí
me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y así, el
acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que
conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es
una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la
cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y
suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde;
que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así
es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir
a la verdadera valentía; y, en esto de acometer aventuras, créame vuesa
merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de
menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen "el tal
caballero es temerario y atrevido" que no "el tal caballero es tímido y
cobarde".
— Digo, señor don Quijote —respondió don Diego—, que todo lo que vuesa
merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que
entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se
perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo
depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi
aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no
ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en
cansancio del cuerpo.
— Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego— respondió
don Quijote.
Y, picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde
cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote
llamaba el Caballero del Verde Gabán.
Capítulo XVIII. De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del
Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes
Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea;
las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle;
la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la
redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada
y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante
de quién estaba, dijo:
— ¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda
de mi mayor amargura!
Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre
había salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la
estraña figura de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante, fue con
mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don Diego dijo:
— Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote de la
Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más valiente y
el más discreto que tiene el mundo.
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho
amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas
y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el estudiante,
que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego,
pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y
rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras
semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito
principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en
las frías digresiones.
Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en
jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era
valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los borceguíes eran
datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía de
un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue enfermo de
los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo,
con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay
alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua
de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus
negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos
atavíos, y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala,
donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las
mesas se ponían; que, por la venida de tan noble huésped, quería la señora
doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar a los que a su casa
llegasen.
En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que
así se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre:
— ¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha
traído a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero
andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.
— No sé lo que te diga, hijo —respondió don Diego—; sólo te sabré decir que
le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan
discretas que borran y deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el pulso a
lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo
que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le
tengo por loco que por cuerdo.
Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho,
y, entre otras pláticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don
Lorenzo:
— El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia
de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre
todo, que es vuesa merced un gran poeta.
— Poeta, bien podrá ser —respondió don Lorenzo—, pero grande, ni por
pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado a la poesía y a
leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de
grande que mi padre dice.
— No me parece mal esa humildad —respondió don Quijote—, porque no hay poeta
que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.
— No hay regla sin excepción —respondió don Lorenzo—, y alguno habrá que lo
sea y no lo piense.
— Pocos —respondió don Quijote—; pero dígame vuesa merced: ¿qué versos son
los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le
traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende
algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es que son de justa
literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero
siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le
lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a
esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las
universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.
— Hasta ahora —dijo entre sí don Lorenzo—, no os podré yo juzgar por loco;
vamos adelante.
Y díjole:
— Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?
— La de la caballería andante —respondió don Quijote—, que es tan buena como
la de la poesía, y aun dos deditos más.
— No sé qué ciencia sea ésa —replicó don Lorenzo—, y hasta ahora no ha
llegado a mi noticia.
— Es una ciencia —replicó don Quijote— que encierra en sí todas o las más
ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y
saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada
uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar
razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera
que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para
conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen
virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada
triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por
las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en
qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada
paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de
estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a
otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje
Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el
freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama;
ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en
las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con
los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste
la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone
un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si
es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa,
y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se
enseñan.
— Si eso es así —replicó don Lorenzo—, yo digo que se aventaja esa ciencia a
todas.
— ¿Cómo si es así? —respondió don Quijote.
Lo que yo quiero decir —dijo don Lorenzo— es que dudo que haya habido, ni
que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.
— Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora —respondió don Quijote—:
que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha
habido en él caballeros andantes; y, por parecerme a mí que si el cielo
milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los
hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me
lo ha mostrado la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa
merced del error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar
al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán provechosos y cuán
necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y
cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por
pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo.
— Escapado se nos ha nuestro huésped —dijo a esta sazón entre sí don
Lorenzo—, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato
flojo si así no lo creyese.
Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don
Diego a su hijo qué había sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo
que él respondió:
— No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos
escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos
intervalos.
Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el
camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero
de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en
toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados,
pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don
Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa
literaria; a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que
cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los
vomitan,...
— ...yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno, que sólo por
ejercitar el ingenio la he hecho.
— Un amigo y discreto —respondió don Quijote— era de parecer que no se había
de cansar nadie en glosar versos; y la razón, decía él, era que jamás la
glosa podía llegar al texto, y que muchas o las más veces iba la glosa
fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se glosaba; y más,
que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrían
interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el
sentido, con otras ataduras y estrechezas con que van atados los que
glosan, como vuestra merced debe de saber.
— Verdaderamente, señor don Quijote —dijo don Lorenzo—, que deseo coger a
vuestra merced en un mal latín continuado, y no puedo, porque se me desliza
de entre las manos como anguila.
— No entiendo —respondió don Quijote— lo que vuestra merced dice ni quiere
decir en eso del deslizarme.
— Yo me daré a entender —respondió don Lorenzo—; y por ahora esté vuesa
merced atento a los versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera:
¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después...!
Glosa
Al fin, como todo pasa,
se pasó el bien que me dio
Fortuna, un tiempo no escasa,
y nunca me le volvió,
ni abundante, ni por tasa.
Siglos ha ya que me vees,
Fortuna, puesto a tus pies;
vuélveme a ser venturoso,
que será mi ser dichoso
si mi fue tornase a es.
No quiero otro gusto o gloria,
otra palma o vencimiento,
otro triunfo, otra vitoria,
sino volver al contento
que es pesar en mi memoria.
Si tú me vuelves allá,
Fortuna, templado está
todo el rigor de mi fuego,
y más si este bien es luego,
sin esperar más será.
Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya estendido.
Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese,
o que el tiempo ya se fuese,
o volviese el tiempo ya.
Vivo en perpleja vida,
ya esperando, ya temiendo:
es muerte muy conocida,
y es mucho mejor muriendo
buscar al dolor salida.
A mí me fuera interés
acabar, mas no lo es,
pues, con discurso mejor,
me da la vida el temor
de lo que será después.
En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie don Quijote,
y, en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de
don Lorenzo, dijo:
— ¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el
mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por
Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las academias de
Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París, Bolonia y
Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero,
Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas.
Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar
de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio.
¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don
Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te
estiendes, y cuán dilatados límites son los de tu juridición agradable!
Esta verdad acreditó don Lorenzo, pues concedió con la demanda y deseo de
don Quijote, diciéndole este soneto a la fábula o historia de Píramo y
Tisbe:
Soneto
El muro rompe la doncella hermosa
que de Píramo abrió el gallardo pecho:
parte el Amor de Chipre, y va derecho
a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque no osa
la voz entrar por tan estrecho estrecho;
las almas sí, que amor suele de hecho
facilitar la más difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el paso
de la imprudente virgen solicita
por su gusto su muerte; ved qué historia:
que a entrambos en un punto, ¡oh estraño caso!,
los mata, los encubre y resucita
una espada, un sepulcro, una memoria.
— ¡Bendito sea Dios! —dijo don Quijote habiendo oído el soneto a don
Lorenzo—, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un
consumado poeta, como lo es vuesa merced, señor mío; que así me lo da a
entender el artificio deste soneto.
Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al
cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía
la merced y buen tratamiento que en su casa había recebido; pero que, por
no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas a ocio y al
regalo, se quería ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de
quien tenía noticia que aquella tierra abundaba, donde esperaba entretener
el tiempo hasta que llegase el día de las justas de Zaragoza, que era el de
su derecha derrota; y que primero había de entrar en la cueva de
Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se
contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos
manantiales de las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera.
Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que
tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le
servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su
persona y la honrosa profesión suya.
Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como
triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la
abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se
usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveídas
alforjas. Con todo esto, las llenó y colmó de lo más necesario que le
pareció; y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo:
— No sé si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a
decir, que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para
llegar a la inacesible cumbre del templo de la Fama, no tiene que hacer
otra cosa sino dejar a una parte la senda de la poesía, algo estrecha, y
tomar la estrechísima de la andante caballería, bastante para hacerle
emperador en daca las pajas.
Con estas razones acabó don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y
más con las que añadió, diciendo:
— Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle
cómo se han de perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios,
virtudes anejas a la profesión que yo profeso; pero, pues no lo pide su
poca edad, ni lo querrán consentir sus loables ejercicios, sólo me contento
con advertirle a vuesa merced que, siendo poeta, podrá ser famoso si se
guía más por el parecer ajeno que por el propio, porque no hay padre ni
madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del
entendimiento corre más este engaño.
De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don
Quijote, ya discretas y ya disparatadas, y del tema y tesón que llevaba de
acudir de todo en todo a la busca de sus desventuradas aventuras, que las
tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse los ofrecimientos y
comedimientos, y, con la buena licencia de la señora del castillo, don
Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron.
Capítulo XIX. Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros
en verdad graciosos sucesos
Poco trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando
encontró con dos como clérigos o como estudiantes y con dos labradores que
sobre cuatro bestias asnales venían caballeros. El uno de los estudiantes
traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto, al
parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el
otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con
sus zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y
señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y las
llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma
admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don
Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los
otros hombres.
Saludóles don Quijote, y, después de saber el camino que llevaban, que era
el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía, y les pidió detuviesen el
paso, porque caminaban más sus pollinas que su caballo; y, para obligarlos,
en breves razones les dijo quién era, y su oficio y profesión, que era de
caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del
mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y
por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores
era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para los estudiantes, que
luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote; pero, con todo
eso, le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:
— Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no
le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con
nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de hoy
se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda.
Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así las ponderaba.
— No son —respondió el estudiante— sino de un labrador y una labradora: él,
el más rico de toda esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los
hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo,
porque se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la novia,
a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama
Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho años, y él de veinte y dos;
ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los
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