Don Quijote - 15
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— Harto mejor sería no buscalle, porque si le hallamos y acaso fuese el
dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera mejor,
sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta que, por
otra vía menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y quizá
fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.
— Engáñaste en eso, Sancho —respondió don Quijote—; que, ya que hemos caído
en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a
buscarle y volvérselos; y, cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha
que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese.
Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me
quitará si le hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y,
habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta
y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y
enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que
huía era el dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a
deshora, a su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y
tras ellas, por cima de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba,
que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase
donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel
lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y
otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de
todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en llegando adonde don
Quijote estaba, dijo:
— Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa
hondonada. Pues a buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar.
Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
— No hemos topado a nadie —respondió don Quijote—, sino a un cojín y a una
maletilla que no lejos deste lugar hallamos.
— También la hallé yo —respondió el cabrero—, mas nunca la quise alzar ni
llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de
hurto; que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre
cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
— Eso mesmo es lo que yo digo —respondió Sancho—: que también la hallé yo, y
no quise llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se queda
como se estaba, que no quiero perro con cencerro.
— Decidme, buen hombre —dijo don Quijote—, ¿sabéis vos quién sea el dueño
destas prendas?
— Lo que sabré yo decir —dijo el cabrero— es que «habrá al pie de seis
meses, poco más a menos, que llegó a una majada de pastores, que estará
como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura,
caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y
maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que cuál parte
desta sierra era la más áspera y escondida; dijímosle que era esta donde
ahora estamos; y es ansí la verdad, porque si entráis media legua más
adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado de cómo habéis
podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar
encamine. Digo, pues, que, en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió
las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a
todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa
con que le víamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces
nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a
uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio
muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato y le quitó
cuanto pan y queso en ella traía; y, con estraña ligereza, hecho esto, se
volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le
anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo
de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente
alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y
el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le
conocíamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos
teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos. Saludónos
cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos
maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía
para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido
impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar
con él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el
cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor
y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que,
a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. Agradeció
nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de
pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie.
En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía
otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y
acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los
que escuchado le habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole
cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos entonces. Porque,
como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses
y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona;
que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era
tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y, estando en
lo mejor de su plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por
un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando
en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo;
porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin
mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y
enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le
había sobrevenido. Mas él nos dio a entender presto ser verdad lo que
pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había
echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y
rabia que, si no se le quitáramos, le matara a puñadas y a bocados; y todo
esto hacía, diciendo: ''¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la
sinrazón que me heciste: estas manos te sacarán el corazón, donde albergan
y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el
engaño!'' Y a éstas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir
mal de aquel Fernando y a tacharle de traidor y fementido. Quitámossele,
pues, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se apartó de
nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo
que nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que la locura le
venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber
hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le
había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces,
que han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los
pastores le den de lo que llevan para comer y otras a quitárselo por
fuerza; porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a
puñadas; y cuando está en su seso, lo pide por amor de Dios, cortés y
comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas.
Y en verdad os digo, señores —prosiguió el cabrero—, que ayer determinamos
yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscarle
hasta tanto que le hallemos, y, después de hallado, ya por fuerza ya por
grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho
leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién
es cuando esté en sus seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su
desgracia». Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis
preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el
mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez —que ya le había
dicho don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la
sierra.
El cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más
deseo de saber quién era el desdichado loco; y propuso en sí lo mesmo que
ya tenía pensado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni
cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de
lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mesmo instante pareció, por
entre una quebrada de una sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo
que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser
entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado,
sólo que, llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que
sobre sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que persona que
tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y
bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no
menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante, con gentil continente y
donaire, le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus
brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a quien
podemos llamar el Roto de la Mala Figura —como a don Quijote el de la
Triste—, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y,
puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como
que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura,
talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él. En
resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y
dijo lo que se dirá adelante.
Capítulo XXIV. Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote
escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su
plática, dijo:
— Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os
agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado; y quisiera
yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que
habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis hecho, mas no
quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que
me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.
— Los que yo tengo —respondió don Quijote— son de serviros; tanto, que tenía
determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si el
dolor que en la estrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar
algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la
diligencia posible. Y, cuando vuestra desventura fuera de aquellas que
tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a
llorarla y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las
desgracias hallar quien se duela dellas. Y, si es que mi buen intento
merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico, señor,
por la mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la
cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis quién sois y
la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como
bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo
muestra vuestro traje y persona. Y juro —añadió don Quijote—, por la orden
de caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de
caballero andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con
las veras a que me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra
desgracia, si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla, como os lo he
prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste
Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de arriba
abajo; y, después que le hubo bien mirado, le dijo:
— Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den; que,
después de haber comido, yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento
de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón, con que
satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona
atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes
los engullía que tragaba; y, en tanto que comía, ni él ni los que le
miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo de señas que le
siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la
vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él se tendió
en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo; y todo esto
sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en
su asiento, dijo:
— Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis
desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra
cosa, no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto
que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando.
Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le
había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que
habían pasado el río y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al
Roto, prosiguió diciendo:
— Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento
de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa
que añadir otras de nuevo, y, mientras menos me preguntáredes, más presto
acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea
de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió, en nombre de los demás, y él, con este seguro,
comenzó desta manera:
— «Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta
Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta que la
deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar
con su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los
bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor
toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda,
doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y de menos
firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda
amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí
con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían
nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían
que, cuando pasaran adelante, no podían tener otro fin que el de casarnos,
cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas.
Creció la edad, y con ella el amor de entrambos, que al padre de Luscinda
le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de
su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada
de los poetas. Y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo,
porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las
plumas, las cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender
a quien quieren lo que en el alma está encerrado; que muchas veces la
presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más determinada y
la lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán
regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse y cuántos
enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos,
pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su
voluntad!
»En efeto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de
verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que
más convenía para salir con mi deseado y merecido premio; y fue el
pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo que él me
respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honralle, y de
querer honrarme con prendas suyas, pero que, siendo mi padre vivo, a él
tocaba de justo derecho hacer aquella demanda; porque, si no fuese con
mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a
hurto.
»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que
decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este
intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que
deseaba. Y, al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con
una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me
la dio y me dijo: ''Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque
Ricardo tiene de hacerte merced''.» Este duque Ricardo, como ya vosotros,
señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo
mejor desta Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida
que a mí mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella
se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que
fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el
ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí
la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: ''De
aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da
gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé
que mereces''. Añadió a éstas otras razones de padre consejero.
»Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo
lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese
algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo
me quería. Él me lo prometió y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil
desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dél tan bien
recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio,
teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el
duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que
más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando,
mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo,
quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y, aunque el
mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al estremo con que don
Fernando me quería y trataba.
»Es, pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se
comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejada de serlo por
ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno
enamorado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien a una
labradora, vasalla de su padre (y ella los tenía muy ricos), y era tan
hermosa, recatada, discreta y honesta que nadie que la conocía se
determinaba en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se
aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal
término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo
y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo,
porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su
amistad, con las mejores razones que supe y con los más vivos ejemplos que
pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito. Pero, viendo que no
aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre. Mas
don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por
parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener
encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque
venía; y así, por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor
remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le
tenía, que el ausentarse por algunos meses; y que quería que el ausencia
fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que
darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en
mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo.
»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición, aunque su
determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más
acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se
me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo,
aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por
obra con la brevedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacía su
oficio, a pesar de los más firmes pensamientos. Ya cuando él me vino a
decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título
de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que
el duque su padre haría cuando supiese su disparate.
»Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo
es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en
llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver atrás aquello que parecía
amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el
cual término no le puso a lo que es verdadero amor...; quiero decir que,
así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se
resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar, por
remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución.
Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase. Venimos a mi ciudad,
recibióle mi padre como quien era; vi yo luego a Luscinda, tornaron a
vivir, aunque no habían estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los
cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley
de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle la
hermosura, donaire y discreción de Luscinda de tal manera, que mis
alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tantas buenas
partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una
noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos
hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él
vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y,
finalmente, tan enamorado cual lo veréis en el discurso del cuento de mi
desventura. Y, para encenderle más el deseo, que a mí me celaba y al cielo
a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo
pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto
y tan enamorado que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las
demás mujeres del mundo estaban repartidas.
»Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán
justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas
alabanzas de su boca, y comencé a temer y a recelarme dél, porque no se
pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la
plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un
no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la
fe de Luscinda, pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que
ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a
Luscinda enviaba y los que ella me respondía, a título que de la discreción
de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que, habiéndome pedido Luscinda un
libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era
el de Amadís de Gaula...»
No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
— Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su
merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no
fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su
entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis
pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para
conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura,
valor y entendimiento; que, con sólo haber entendido su afición, la
confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo. Y quisiera yo,
señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al
bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda
mucho de Daraida y Geraya, y de las discreciones del pastor Darinel y de
aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por
él con todo donaire, discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en
que se enmiende esa falta, y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto
quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allí
le podré dar más de trecientos libros, que son el regalo de mi alma y el
entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno,
merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra
merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interromper su
plática, pues, en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así
es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del
sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. Así que, perdón y
proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había
caído a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar
profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces le dijo don Quijote que
prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra; pero, al
cabo de un buen espacio, la levantó y dijo:
— No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el
mundo, ni quien me dé a entender otra cosa (y sería un majadero el que lo
contrario entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro
Elisabat estaba amancebado con la reina Madésima.
— Eso no, ¡voto a tal! —respondió con mucha cólera don Quijote (y arrojóle,
como tenía de costumbre)—; y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería,
por mejor decir: la reina Madásima fue muy principal señora, y no se ha de
presumir que tan alta princesa se había de amancebar con un sacapotras; y
quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco. Y yo se lo
daré a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de día,
o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el
accidente de su locura y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco
don Quijote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le
había oído. ¡Estraño caso; que así volvió por ella como si verdaderamente
fuera su verdadera y natural señora: tal le tenían sus descomulgados
libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco y se oyó tratar de
mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la
burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos
tal golpe a don Quijote que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de
tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado; y el
Roto le recibió de tal suerte que con una puñada dio con él a sus pies, y
luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El
cabrero, que le quiso defender, corrió el mesmo peligro. Y, después que los
tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó y se fue, con gentil sosiego, a
emboscarse en la montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin
merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía
la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse
guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo
había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a
replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y
darse tales puñadas que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran
pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
— Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura, que en éste,
dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera mejor,
sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta que, por
otra vía menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y quizá
fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.
— Engáñaste en eso, Sancho —respondió don Quijote—; que, ya que hemos caído
en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a
buscarle y volvérselos; y, cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha
que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese.
Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me
quitará si le hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y,
habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta
y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y
enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que
huía era el dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a
deshora, a su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y
tras ellas, por cima de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba,
que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase
donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel
lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y
otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de
todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en llegando adonde don
Quijote estaba, dijo:
— Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa
hondonada. Pues a buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar.
Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
— No hemos topado a nadie —respondió don Quijote—, sino a un cojín y a una
maletilla que no lejos deste lugar hallamos.
— También la hallé yo —respondió el cabrero—, mas nunca la quise alzar ni
llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de
hurto; que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre
cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
— Eso mesmo es lo que yo digo —respondió Sancho—: que también la hallé yo, y
no quise llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se queda
como se estaba, que no quiero perro con cencerro.
— Decidme, buen hombre —dijo don Quijote—, ¿sabéis vos quién sea el dueño
destas prendas?
— Lo que sabré yo decir —dijo el cabrero— es que «habrá al pie de seis
meses, poco más a menos, que llegó a una majada de pastores, que estará
como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura,
caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y
maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que cuál parte
desta sierra era la más áspera y escondida; dijímosle que era esta donde
ahora estamos; y es ansí la verdad, porque si entráis media legua más
adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado de cómo habéis
podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar
encamine. Digo, pues, que, en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió
las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a
todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa
con que le víamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces
nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a
uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio
muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato y le quitó
cuanto pan y queso en ella traía; y, con estraña ligereza, hecho esto, se
volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le
anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo
de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente
alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y
el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le
conocíamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos
teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos. Saludónos
cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos
maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía
para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido
impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar
con él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el
cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor
y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que,
a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. Agradeció
nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de
pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie.
En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía
otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y
acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los
que escuchado le habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole
cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos entonces. Porque,
como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses
y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona;
que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era
tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y, estando en
lo mejor de su plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por
un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando
en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo;
porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin
mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y
enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le
había sobrevenido. Mas él nos dio a entender presto ser verdad lo que
pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había
echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y
rabia que, si no se le quitáramos, le matara a puñadas y a bocados; y todo
esto hacía, diciendo: ''¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la
sinrazón que me heciste: estas manos te sacarán el corazón, donde albergan
y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el
engaño!'' Y a éstas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir
mal de aquel Fernando y a tacharle de traidor y fementido. Quitámossele,
pues, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se apartó de
nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo
que nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que la locura le
venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber
hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le
había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces,
que han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los
pastores le den de lo que llevan para comer y otras a quitárselo por
fuerza; porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a
puñadas; y cuando está en su seso, lo pide por amor de Dios, cortés y
comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas.
Y en verdad os digo, señores —prosiguió el cabrero—, que ayer determinamos
yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscarle
hasta tanto que le hallemos, y, después de hallado, ya por fuerza ya por
grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho
leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién
es cuando esté en sus seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su
desgracia». Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis
preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el
mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez —que ya le había
dicho don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la
sierra.
El cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más
deseo de saber quién era el desdichado loco; y propuso en sí lo mesmo que
ya tenía pensado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni
cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de
lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mesmo instante pareció, por
entre una quebrada de una sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo
que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser
entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado,
sólo que, llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que
sobre sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que persona que
tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y
bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no
menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante, con gentil continente y
donaire, le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus
brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a quien
podemos llamar el Roto de la Mala Figura —como a don Quijote el de la
Triste—, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y,
puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como
que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura,
talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él. En
resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y
dijo lo que se dirá adelante.
Capítulo XXIV. Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote
escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su
plática, dijo:
— Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os
agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado; y quisiera
yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que
habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis hecho, mas no
quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que
me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.
— Los que yo tengo —respondió don Quijote— son de serviros; tanto, que tenía
determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si el
dolor que en la estrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar
algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la
diligencia posible. Y, cuando vuestra desventura fuera de aquellas que
tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a
llorarla y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las
desgracias hallar quien se duela dellas. Y, si es que mi buen intento
merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico, señor,
por la mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la
cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis quién sois y
la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como
bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo
muestra vuestro traje y persona. Y juro —añadió don Quijote—, por la orden
de caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de
caballero andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con
las veras a que me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra
desgracia, si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla, como os lo he
prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste
Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de arriba
abajo; y, después que le hubo bien mirado, le dijo:
— Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den; que,
después de haber comido, yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento
de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón, con que
satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona
atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes
los engullía que tragaba; y, en tanto que comía, ni él ni los que le
miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo de señas que le
siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la
vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él se tendió
en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo; y todo esto
sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en
su asiento, dijo:
— Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis
desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra
cosa, no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto
que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando.
Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le
había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que
habían pasado el río y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al
Roto, prosiguió diciendo:
— Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento
de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa
que añadir otras de nuevo, y, mientras menos me preguntáredes, más presto
acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea
de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió, en nombre de los demás, y él, con este seguro,
comenzó desta manera:
— «Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta
Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta que la
deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar
con su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los
bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor
toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda,
doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y de menos
firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda
amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí
con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían
nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían
que, cuando pasaran adelante, no podían tener otro fin que el de casarnos,
cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas.
Creció la edad, y con ella el amor de entrambos, que al padre de Luscinda
le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de
su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada
de los poetas. Y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo,
porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las
plumas, las cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender
a quien quieren lo que en el alma está encerrado; que muchas veces la
presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más determinada y
la lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán
regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse y cuántos
enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos,
pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su
voluntad!
»En efeto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de
verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que
más convenía para salir con mi deseado y merecido premio; y fue el
pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo que él me
respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honralle, y de
querer honrarme con prendas suyas, pero que, siendo mi padre vivo, a él
tocaba de justo derecho hacer aquella demanda; porque, si no fuese con
mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a
hurto.
»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que
decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este
intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que
deseaba. Y, al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con
una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me
la dio y me dijo: ''Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque
Ricardo tiene de hacerte merced''.» Este duque Ricardo, como ya vosotros,
señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo
mejor desta Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida
que a mí mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella
se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que
fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el
ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí
la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: ''De
aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da
gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé
que mereces''. Añadió a éstas otras razones de padre consejero.
»Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo
lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese
algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo
me quería. Él me lo prometió y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil
desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dél tan bien
recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio,
teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el
duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que
más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando,
mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo,
quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y, aunque el
mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al estremo con que don
Fernando me quería y trataba.
»Es, pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se
comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejada de serlo por
ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno
enamorado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien a una
labradora, vasalla de su padre (y ella los tenía muy ricos), y era tan
hermosa, recatada, discreta y honesta que nadie que la conocía se
determinaba en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se
aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal
término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo
y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo,
porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su
amistad, con las mejores razones que supe y con los más vivos ejemplos que
pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito. Pero, viendo que no
aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre. Mas
don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por
parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener
encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque
venía; y así, por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor
remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le
tenía, que el ausentarse por algunos meses; y que quería que el ausencia
fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que
darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en
mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo.
»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición, aunque su
determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más
acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se
me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo,
aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por
obra con la brevedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacía su
oficio, a pesar de los más firmes pensamientos. Ya cuando él me vino a
decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título
de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que
el duque su padre haría cuando supiese su disparate.
»Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo
es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en
llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver atrás aquello que parecía
amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el
cual término no le puso a lo que es verdadero amor...; quiero decir que,
así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se
resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar, por
remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución.
Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase. Venimos a mi ciudad,
recibióle mi padre como quien era; vi yo luego a Luscinda, tornaron a
vivir, aunque no habían estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los
cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley
de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle la
hermosura, donaire y discreción de Luscinda de tal manera, que mis
alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tantas buenas
partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una
noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos
hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él
vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y,
finalmente, tan enamorado cual lo veréis en el discurso del cuento de mi
desventura. Y, para encenderle más el deseo, que a mí me celaba y al cielo
a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo
pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto
y tan enamorado que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las
demás mujeres del mundo estaban repartidas.
»Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán
justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas
alabanzas de su boca, y comencé a temer y a recelarme dél, porque no se
pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la
plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un
no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la
fe de Luscinda, pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que
ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a
Luscinda enviaba y los que ella me respondía, a título que de la discreción
de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que, habiéndome pedido Luscinda un
libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era
el de Amadís de Gaula...»
No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
— Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su
merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no
fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su
entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis
pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para
conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura,
valor y entendimiento; que, con sólo haber entendido su afición, la
confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo. Y quisiera yo,
señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al
bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda
mucho de Daraida y Geraya, y de las discreciones del pastor Darinel y de
aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por
él con todo donaire, discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en
que se enmiende esa falta, y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto
quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allí
le podré dar más de trecientos libros, que son el regalo de mi alma y el
entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno,
merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra
merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interromper su
plática, pues, en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así
es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del
sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. Así que, perdón y
proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había
caído a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar
profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces le dijo don Quijote que
prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra; pero, al
cabo de un buen espacio, la levantó y dijo:
— No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el
mundo, ni quien me dé a entender otra cosa (y sería un majadero el que lo
contrario entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro
Elisabat estaba amancebado con la reina Madésima.
— Eso no, ¡voto a tal! —respondió con mucha cólera don Quijote (y arrojóle,
como tenía de costumbre)—; y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería,
por mejor decir: la reina Madásima fue muy principal señora, y no se ha de
presumir que tan alta princesa se había de amancebar con un sacapotras; y
quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco. Y yo se lo
daré a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de día,
o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el
accidente de su locura y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco
don Quijote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le
había oído. ¡Estraño caso; que así volvió por ella como si verdaderamente
fuera su verdadera y natural señora: tal le tenían sus descomulgados
libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco y se oyó tratar de
mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la
burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos
tal golpe a don Quijote que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de
tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado; y el
Roto le recibió de tal suerte que con una puñada dio con él a sus pies, y
luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El
cabrero, que le quiso defender, corrió el mesmo peligro. Y, después que los
tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó y se fue, con gentil sosiego, a
emboscarse en la montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin
merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía
la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse
guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo
había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a
replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y
darse tales puñadas que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran
pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
— Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura, que en éste,
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