Don Quijote - 70
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Guinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugar
de su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia
dijo a Roque que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tía
suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno
acompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarla
hasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todo
el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compañía Claudia, en ninguna
manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo,
se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y
Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia
Jerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia
las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y
a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en que
les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así para el alma
como para el cuerpo; pero, como los más eran gascones, gente rústica y
desbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote. Llegado que fue
Roque, preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto y restituido las alhajas
y preseas que los suyos del rucio le habían quitado. Sancho respondió que
sí, sino que le faltaban tres tocadores, que valían tres ciudades.
— ¿Qué es lo que dices, hombre? —dijo uno de los presentes—, que yo los
tengo, y no valen tres reales.
— Así es —dijo don Quijote—, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho,
por habérmelos dado quien me los dio.
Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en
ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo
aquello que desde la última repartición habían robado; y, haciendo
brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros,
lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que no
pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con
lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don
Quijote:
— Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con
ellos.
A lo que dijo Sancho:
— Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que
se use aun entre los mesmos ladrones.
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sin
duda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que
se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tanto
que entre aquella gente estuviese.
Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por
centinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venía y dar
aviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:
— Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran
tropel de gente.
A lo que respondió Roque:
— ¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros
buscamos?
— No, sino de los que buscamos —respondió el escudero.
— Pues salid todos —replicó Roque—, y traédmelos aquí luego, sin que se os
escape ninguno.
Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron
a ver lo que los escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a don
Quijote:
— Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra,
nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que
así le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir más
inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no sé
qué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegados
corazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como
tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con
todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a
despecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y un
pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólo
las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que,
aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la
esperanza de salir dél a puerto seguro.
Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadas
razones, porque él se pensaba que, entre los de oficios semejantes de
robar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso, y
respondióle:
— Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en
querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena: vuestra
merced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor
decir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen, las
cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y más, que
los pecadores discretos están más cerca de enmendarse que los simples; y,
pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino
tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia; y si
vuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su
salvación, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante,
donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tomándolas por
penitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.
Rióse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando plática, contó el
trágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en estremo a Sancho, que
no le había parecido mal la belleza, desenvoltura y brío de la moza.
Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo dos
caballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con
hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dos
mozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos en
medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el
gran Roque Guinart hablase, el cual preguntó a los caballeros que quién
eran y adónde iban, y qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:
— Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemos
nuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, que
dicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta
docientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos y
contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores
tesoros.
Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele
respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambos
podían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en el
coche, y adónde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo:
— Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de
Nápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en
el coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos
escudos.
— De modo —dijo Roque Guinart—, que ya tenemos aquí novecientos escudos y
sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo le
cabe a cada uno, porque yo soy mal contador.
Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:
— ¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición
procuran!
Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta, y no se
holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos
así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza,
que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a los capitanes,
dijo:
— Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de
prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar
esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y
luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto
que yo les daré, para que, si toparen otras de algunas escuadras mías que
tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño; que no es mi
intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que
son principales.
Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes
agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que, por tal la tuvieron,
en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso
arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él
no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le
hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio.
Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos
que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los
sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que
se estuviesen quedos, y volviéndose a los suyos, les dijo:
— Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a
estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir
bien de esta aventura.
Y, trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque
les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras, y,
despidiéndose dellos, los dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de su
gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro
Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua
gascona y catalana:
— Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí
adelante quisiere mostrarse liberal séalo con su hacienda y no con la
nuestra.
No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque, el cual,
echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes,
diciéndole:
— Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.
Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia
que le tenían.
Apartóse Roque a una parte y escribió una carta a un su amigo, a Barcelona,
dándole aviso como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel
caballero andante de quien tantas cosas se decían; y que le hacía saber que
era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo, y que de allí a
cuatro días, que era el de San Juan Bautista, se le pondría en mitad de la
playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caballo,
y a su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus
amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera que
carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era
imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los
donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a
todo el mundo. Despachó estas cartas con uno de sus escuderos, que, mudando
el traje de bandolero en el de un labrador, entró en Barcelona y la dio a
quien iba.
Capítulo LXI. De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de
Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo
discreto
Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera
trecientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida:
aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y
otras esperaban, sin saber a quién. Dormían en pie, interrompiendo el
sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar
centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos,
porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de
los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba;
porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su
vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo
que los mismos suyos, o le habían de matar, o entregar a la justicia: vida,
por cierto, miserable y enfadosa.
En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron
Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron
a su playa la víspera de San Juan en la noche, y, abrazando Roque a don
Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta
entonces no se los había dado, los dejó, con mil ofrecimientos que de la
una a la otra parte se hicieron.
Volvióse Roque; quedóse don Quijote esperando el día, así, a caballo, como
estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del
Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en
lugar de alegrar el oído; aunque al mesmo instante alegraron también el
oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, ''¡trapa,
trapa, aparta, aparta!'' de corredores, que, al parecer, de la ciudad
salían. Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una
rodela, por el más bajo horizonte, poco a poco, se iba levantando.
Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar,
hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más
que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las
galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se
descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y
besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías,
que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos.
Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas,
correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad
sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las
galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban
en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con
espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de
crujía de las galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro,
sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y
engendrando gusto súbito en todas las gentes.
No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos
que por el mar se movían. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililíes
y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atónito
estaba, y uno dellos, que era el avisado de Roque, dijo en alta voz a don
Quijote:
— Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el
norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene. Bien
sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el
ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han
mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide
Hamete Benengeli, flor de los historiadores.
No respondió don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la
respondiese, sino, volviéndose y revolviéndose con los demás que los
seguían, comenzaron a hacer un revuelto caracol al derredor de don Quijote;
el cual, volviéndose a Sancho, dijo:
— Éstos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia y
aun la del aragonés recién impresa.
Volvió otra vez el caballero que habló a don Quijote, y díjole:
— Vuesa merced, señor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos
sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.
A lo que don Quijote respondió:
— Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija o
parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiéredes, que yo
no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocupar en
vuestro servicio.
Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caballero, y,
encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los atabales, se
encaminaron con él a la ciudad, al entrar de la cual, el malo, que todo lo
malo ordena, y los muchachos, que son más malos que el malo, dos dellos
traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente, y, alzando el uno de
la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron
sendos manojos de aliagas. Sintieron los pobres animales las nuevas
espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que,
dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y
afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho,
el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el
atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre
más de otros mil que los seguían.
Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso y música
llegaron a la casa de su guía, que era grande y principal, en fin, como de
caballero rico; donde le dejaremos por agora, porque así lo quiere Cide
Hamete.
Capítulo LXII. Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras
niñerías que no pueden dejar de contarse
Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y
discreto, y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su
casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a
plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos
que valgan si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fue hacer
desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado
vestido —como ya otras veces le hemos descrito y pintado— a un balcón que
salía a una calle de las más principales de la ciudad, a vista de las
gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo
delante dél los de las libreas, como si para él solo, no para alegrar aquel
festivo día, se las hubieran puesto; y Sancho estaba contentísimo, por
parecerle que se había hallado, sin saber cómo ni cómo no, otras bodas de
Camacho, otra casa como la de don Diego de Miranda y otro castillo como el
del duque.
Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y
tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y
pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos,
que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos
cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho:
— Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de
albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis en el seno para el otro
día.
— No, señor, no es así —respondió Sancho—, porque tengo más de limpio que de
goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño
de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es
que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla;
quiero decir que como lo que me dan, y uso de los tiempos como los hallo; y
quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio,
téngase por dicho que no acierta; y de otra manera dijera esto si no mirara
a las barbas honradas que están a la mesa.
— Por cierto —dijo don Quijote—, que la parsimonia y limpieza con que Sancho
come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en
memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando él tiene
hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos;
pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue
gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor
las uvas y aun los granos de la granada.
— ¡Cómo! —dijo don Antonio—. ¿Gobernador ha sido Sancho?
— Sí —respondió Sancho—, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la
goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego, y aprendí a despreciar
todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della, caí en una cueva, donde
me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.
Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que
dio gran gusto a los oyentes.
Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote,
se entró con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de
adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se
sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los
emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce.
Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas
veces la mesa, después de lo cual dijo:
— Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha
alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las
más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden,
con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los
últimos retretes del secreto.
— Así lo juro —respondió don Quijote—, y aun le echaré una losa encima, para
más seguridad; porque quiero que sepa vuestra merced, señor don Antonio
— que ya sabía su nombre—, que está hablando con quien, aunque tiene oídos
para oír, no tiene lengua para hablar; así que, con seguridad puede vuestra
merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío y hacer cuenta que lo
ha arrojado en los abismos del silencio.
— En fee de esa promesa —respondió don Antonio—, quiero poner a vuestra
merced en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio de
la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son
para fiarse de todos.
Suspenso estaba don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas
prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la paseó por la
cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se
sostenía, y luego dijo:
— Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los
mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era
polaco de nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas
maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil
escudos que le di, labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de
responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó
carácteres, observó astros, miró puntos, y, finalmente, la sacó con la
perfeción que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo
es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra
merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé que
dice verdad en cuanto responde.
Admirado quedó don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo
por no creer a don Antonio; pero, por ver cuán poco tiempo había para hacer
la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle
descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don
Antonio con llave, y fuéronse a la sala, donde los demás caballeros
estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y
sucesos que a su amo habían acontecido.
Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa,
vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel
tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho
de modo que no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre
Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado.
Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron
un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote
de la Mancha. En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos
venían a verle, y como leían: Éste es don Quijote de la Mancha, admirábase
don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y,
volviéndose a don Antonio, que iba a su lado, le dijo:
— Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues
hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la
tierra; si no, mire vuestra merced, señor don Antonio, que hasta los
muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.
— Así es, señor don Quijote —respondió don Antonio—, que, así como el fuego
no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser
conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y
campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que, yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un
castellano que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz, diciendo:
— ¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has
llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tu
eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura,
fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a
cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te
acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu
mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te
desnatan el entendimiento.
— Hermano —dijo don Antonio—, seguid vuestro camino, y no deis consejos a
quien no os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y
nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar
dondequiera que se hallare, y andad en hora mala, y no os metáis donde no
os llaman.
— Pardiez, vuesa merced tiene razón —respondió el castellano—, que aconsejar
a este buen hombre es dar coces contra el aguijón; pero, con todo eso, me
da muy gran lástima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las
cosas este mentecato se le desagüe por la canal de su andante caballería; y
la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mí y para todos mis
descendientes si de hoy más, aunque viviese más años que Matusalén, diere
consejo a nadie, aunque me lo pida.
Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la priesa
que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo
de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa.
Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de
don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta,
convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gustar
de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y
comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos
de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo
descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Éstas
dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no
sólo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote,
largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y,
sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle como a hurto las damiselas, y él,
también como a hurto, las desdeñaba; pero, viéndose apretar de requiebros,
alzó la voz y dijo:
— Fugite, partes adversae!: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos.
Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los
míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que
los suyos me avasallen y rindan.
Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la sala, en el suelo, molido y
quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en
peso a su lecho, y el primero que asió dél fue Sancho, diciéndole:
— ¡Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis bailado! ¿Pensáis que todos los
valientes son danzadores y todos los andantes caballeros bailarines? Digo
que si lo pensáis, que estáis engañado; hombre hay que se atreverá a matar
a un gigante antes que hacer una cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo
supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del
danzar, no doy puntada.
Con estas y otras razones dio que reír Sancho a los del sarao, y dio con su
amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su baile.
Otro día le pareció a don Antonio ser bien hacer la experiencia de la
cabeza encantada, y con don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos
señoras que habían molido a don Quijote en el baile, que aquella propia
noche se habían quedado con la mujer de don Antonio, se encerró en la
estancia donde estaba la cabeza. Contóles la propiedad que tenía,
de su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia
dijo a Roque que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tía
suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno
acompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarla
hasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todo
el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compañía Claudia, en ninguna
manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo,
se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y
Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia
Jerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia
las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y
a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en que
les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así para el alma
como para el cuerpo; pero, como los más eran gascones, gente rústica y
desbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote. Llegado que fue
Roque, preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto y restituido las alhajas
y preseas que los suyos del rucio le habían quitado. Sancho respondió que
sí, sino que le faltaban tres tocadores, que valían tres ciudades.
— ¿Qué es lo que dices, hombre? —dijo uno de los presentes—, que yo los
tengo, y no valen tres reales.
— Así es —dijo don Quijote—, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho,
por habérmelos dado quien me los dio.
Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en
ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo
aquello que desde la última repartición habían robado; y, haciendo
brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros,
lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que no
pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con
lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don
Quijote:
— Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con
ellos.
A lo que dijo Sancho:
— Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que
se use aun entre los mesmos ladrones.
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sin
duda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que
se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tanto
que entre aquella gente estuviese.
Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por
centinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venía y dar
aviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:
— Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran
tropel de gente.
A lo que respondió Roque:
— ¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros
buscamos?
— No, sino de los que buscamos —respondió el escudero.
— Pues salid todos —replicó Roque—, y traédmelos aquí luego, sin que se os
escape ninguno.
Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron
a ver lo que los escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a don
Quijote:
— Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra,
nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que
así le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir más
inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no sé
qué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegados
corazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como
tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con
todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a
despecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y un
pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólo
las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que,
aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la
esperanza de salir dél a puerto seguro.
Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadas
razones, porque él se pensaba que, entre los de oficios semejantes de
robar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso, y
respondióle:
— Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en
querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena: vuestra
merced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor
decir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen, las
cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y más, que
los pecadores discretos están más cerca de enmendarse que los simples; y,
pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino
tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia; y si
vuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su
salvación, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante,
donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tomándolas por
penitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.
Rióse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando plática, contó el
trágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en estremo a Sancho, que
no le había parecido mal la belleza, desenvoltura y brío de la moza.
Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo dos
caballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con
hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dos
mozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos en
medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el
gran Roque Guinart hablase, el cual preguntó a los caballeros que quién
eran y adónde iban, y qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:
— Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemos
nuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, que
dicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta
docientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos y
contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores
tesoros.
Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele
respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambos
podían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en el
coche, y adónde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo:
— Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de
Nápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en
el coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos
escudos.
— De modo —dijo Roque Guinart—, que ya tenemos aquí novecientos escudos y
sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo le
cabe a cada uno, porque yo soy mal contador.
Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:
— ¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición
procuran!
Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta, y no se
holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos
así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza,
que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a los capitanes,
dijo:
— Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de
prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar
esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y
luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto
que yo les daré, para que, si toparen otras de algunas escuadras mías que
tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño; que no es mi
intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que
son principales.
Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes
agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que, por tal la tuvieron,
en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso
arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él
no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le
hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio.
Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos
que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los
sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que
se estuviesen quedos, y volviéndose a los suyos, les dijo:
— Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a
estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir
bien de esta aventura.
Y, trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque
les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras, y,
despidiéndose dellos, los dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de su
gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro
Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua
gascona y catalana:
— Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí
adelante quisiere mostrarse liberal séalo con su hacienda y no con la
nuestra.
No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque, el cual,
echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes,
diciéndole:
— Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.
Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia
que le tenían.
Apartóse Roque a una parte y escribió una carta a un su amigo, a Barcelona,
dándole aviso como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel
caballero andante de quien tantas cosas se decían; y que le hacía saber que
era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo, y que de allí a
cuatro días, que era el de San Juan Bautista, se le pondría en mitad de la
playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caballo,
y a su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus
amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera que
carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era
imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los
donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a
todo el mundo. Despachó estas cartas con uno de sus escuderos, que, mudando
el traje de bandolero en el de un labrador, entró en Barcelona y la dio a
quien iba.
Capítulo LXI. De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de
Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo
discreto
Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera
trecientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida:
aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y
otras esperaban, sin saber a quién. Dormían en pie, interrompiendo el
sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar
centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos,
porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de
los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba;
porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su
vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo
que los mismos suyos, o le habían de matar, o entregar a la justicia: vida,
por cierto, miserable y enfadosa.
En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron
Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron
a su playa la víspera de San Juan en la noche, y, abrazando Roque a don
Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta
entonces no se los había dado, los dejó, con mil ofrecimientos que de la
una a la otra parte se hicieron.
Volvióse Roque; quedóse don Quijote esperando el día, así, a caballo, como
estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del
Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en
lugar de alegrar el oído; aunque al mesmo instante alegraron también el
oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, ''¡trapa,
trapa, aparta, aparta!'' de corredores, que, al parecer, de la ciudad
salían. Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una
rodela, por el más bajo horizonte, poco a poco, se iba levantando.
Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar,
hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más
que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las
galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se
descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y
besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías,
que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos.
Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas,
correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad
sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las
galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban
en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con
espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de
crujía de las galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro,
sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y
engendrando gusto súbito en todas las gentes.
No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos
que por el mar se movían. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililíes
y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atónito
estaba, y uno dellos, que era el avisado de Roque, dijo en alta voz a don
Quijote:
— Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el
norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene. Bien
sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el
ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han
mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide
Hamete Benengeli, flor de los historiadores.
No respondió don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la
respondiese, sino, volviéndose y revolviéndose con los demás que los
seguían, comenzaron a hacer un revuelto caracol al derredor de don Quijote;
el cual, volviéndose a Sancho, dijo:
— Éstos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia y
aun la del aragonés recién impresa.
Volvió otra vez el caballero que habló a don Quijote, y díjole:
— Vuesa merced, señor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos
sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.
A lo que don Quijote respondió:
— Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija o
parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiéredes, que yo
no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocupar en
vuestro servicio.
Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caballero, y,
encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los atabales, se
encaminaron con él a la ciudad, al entrar de la cual, el malo, que todo lo
malo ordena, y los muchachos, que son más malos que el malo, dos dellos
traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente, y, alzando el uno de
la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron
sendos manojos de aliagas. Sintieron los pobres animales las nuevas
espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que,
dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y
afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho,
el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el
atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre
más de otros mil que los seguían.
Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso y música
llegaron a la casa de su guía, que era grande y principal, en fin, como de
caballero rico; donde le dejaremos por agora, porque así lo quiere Cide
Hamete.
Capítulo LXII. Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras
niñerías que no pueden dejar de contarse
Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y
discreto, y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su
casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a
plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos
que valgan si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fue hacer
desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado
vestido —como ya otras veces le hemos descrito y pintado— a un balcón que
salía a una calle de las más principales de la ciudad, a vista de las
gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo
delante dél los de las libreas, como si para él solo, no para alegrar aquel
festivo día, se las hubieran puesto; y Sancho estaba contentísimo, por
parecerle que se había hallado, sin saber cómo ni cómo no, otras bodas de
Camacho, otra casa como la de don Diego de Miranda y otro castillo como el
del duque.
Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y
tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y
pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos,
que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos
cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho:
— Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de
albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis en el seno para el otro
día.
— No, señor, no es así —respondió Sancho—, porque tengo más de limpio que de
goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño
de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es
que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla;
quiero decir que como lo que me dan, y uso de los tiempos como los hallo; y
quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio,
téngase por dicho que no acierta; y de otra manera dijera esto si no mirara
a las barbas honradas que están a la mesa.
— Por cierto —dijo don Quijote—, que la parsimonia y limpieza con que Sancho
come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en
memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando él tiene
hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos;
pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue
gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor
las uvas y aun los granos de la granada.
— ¡Cómo! —dijo don Antonio—. ¿Gobernador ha sido Sancho?
— Sí —respondió Sancho—, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la
goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego, y aprendí a despreciar
todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della, caí en una cueva, donde
me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.
Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que
dio gran gusto a los oyentes.
Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote,
se entró con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de
adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se
sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los
emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce.
Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas
veces la mesa, después de lo cual dijo:
— Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha
alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las
más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden,
con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los
últimos retretes del secreto.
— Así lo juro —respondió don Quijote—, y aun le echaré una losa encima, para
más seguridad; porque quiero que sepa vuestra merced, señor don Antonio
— que ya sabía su nombre—, que está hablando con quien, aunque tiene oídos
para oír, no tiene lengua para hablar; así que, con seguridad puede vuestra
merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío y hacer cuenta que lo
ha arrojado en los abismos del silencio.
— En fee de esa promesa —respondió don Antonio—, quiero poner a vuestra
merced en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio de
la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son
para fiarse de todos.
Suspenso estaba don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas
prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la paseó por la
cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se
sostenía, y luego dijo:
— Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los
mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era
polaco de nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas
maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil
escudos que le di, labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de
responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó
carácteres, observó astros, miró puntos, y, finalmente, la sacó con la
perfeción que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo
es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra
merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé que
dice verdad en cuanto responde.
Admirado quedó don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo
por no creer a don Antonio; pero, por ver cuán poco tiempo había para hacer
la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle
descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don
Antonio con llave, y fuéronse a la sala, donde los demás caballeros
estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y
sucesos que a su amo habían acontecido.
Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa,
vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel
tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho
de modo que no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre
Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado.
Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron
un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote
de la Mancha. En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos
venían a verle, y como leían: Éste es don Quijote de la Mancha, admirábase
don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y,
volviéndose a don Antonio, que iba a su lado, le dijo:
— Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues
hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la
tierra; si no, mire vuestra merced, señor don Antonio, que hasta los
muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.
— Así es, señor don Quijote —respondió don Antonio—, que, así como el fuego
no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser
conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y
campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que, yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un
castellano que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz, diciendo:
— ¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has
llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tu
eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura,
fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a
cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te
acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu
mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te
desnatan el entendimiento.
— Hermano —dijo don Antonio—, seguid vuestro camino, y no deis consejos a
quien no os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y
nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar
dondequiera que se hallare, y andad en hora mala, y no os metáis donde no
os llaman.
— Pardiez, vuesa merced tiene razón —respondió el castellano—, que aconsejar
a este buen hombre es dar coces contra el aguijón; pero, con todo eso, me
da muy gran lástima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las
cosas este mentecato se le desagüe por la canal de su andante caballería; y
la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mí y para todos mis
descendientes si de hoy más, aunque viviese más años que Matusalén, diere
consejo a nadie, aunque me lo pida.
Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la priesa
que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo
de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa.
Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de
don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta,
convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gustar
de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y
comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos
de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo
descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Éstas
dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no
sólo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote,
largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y,
sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle como a hurto las damiselas, y él,
también como a hurto, las desdeñaba; pero, viéndose apretar de requiebros,
alzó la voz y dijo:
— Fugite, partes adversae!: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos.
Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los
míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que
los suyos me avasallen y rindan.
Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la sala, en el suelo, molido y
quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en
peso a su lecho, y el primero que asió dél fue Sancho, diciéndole:
— ¡Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis bailado! ¿Pensáis que todos los
valientes son danzadores y todos los andantes caballeros bailarines? Digo
que si lo pensáis, que estáis engañado; hombre hay que se atreverá a matar
a un gigante antes que hacer una cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo
supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del
danzar, no doy puntada.
Con estas y otras razones dio que reír Sancho a los del sarao, y dio con su
amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su baile.
Otro día le pareció a don Antonio ser bien hacer la experiencia de la
cabeza encantada, y con don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos
señoras que habían molido a don Quijote en el baile, que aquella propia
noche se habían quedado con la mujer de don Antonio, se encerró en la
estancia donde estaba la cabeza. Contóles la propiedad que tenía,
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