Don Quijote - 69
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dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y
tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no
pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y
negligencia.
— Hay mucho que decir en eso —dijo Sancho—. Durmamos, por ahora, entrambos,
y después, Dios dijo lo que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse
un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un
cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea,
que, cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la
muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo la tengo, junto con el deseo
de cumplir con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a
dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del
abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos
compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron
a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que,
al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don
Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas
castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles
respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en
Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien
el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus
piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo,
le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le
hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al
huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió
que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las
pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar
estaba proveída aquella venta.
— No es menester tanto —respondió Sancho—, que con un par de pollos que nos
asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo
no soy tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían
asolados.
— Pues mande el señor huésped —dijo Sancho— asar una polla que sea tierna.
— ¿Polla? ¡Mi padre! —respondió el huésped—. En verdad en verdad que envié
ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida
vuestra merced lo que quisiere.
— Desa manera —dijo Sancho—, no faltará ternera o cabrito.
— En casa, por ahora —respondió el huésped—, no lo hay, porque se ha
acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.
— ¡Medrados estamos con eso! —respondió Sancho—. Yo pondré que se vienen a
resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y
huevos.
— ¡Por Dios —respondió el huésped—, que es gentil relente el que mi huésped
tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que
tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de
pedir gallinas.
— Resolvámonos, cuerpo de mí —dijo Sancho—, y dígame finalmente lo que
tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.
Dijo el ventero:
— Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos
de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas
con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo:
''¡Coméme! ¡Coméme!''
— Por mías las marco desde aquí —dijo Sancho—; y nadie las toque, que yo las
pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de
más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.
— Nadie las tocará —dijo el ventero—, porque otros huéspedes que tengo, de
puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.
— Si por principales va —dijo Sancho—, ninguno más que mi amo; pero el
oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en
mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar
adelante en responderle; que ya le había preguntado qué oficio o qué
ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote,
trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de
propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote
estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
— Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la
cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto
escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido
respondió:
— ¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos
disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don
Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta
segunda.
— Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan
malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es
que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
— Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede
olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que
va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede
ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la
firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza
alguna.
— ¿Quién es el que nos responde? —respondieron del otro aposento.
— ¿Quién ha de ser —respondió Sancho— sino el mismo don Quijote de la
Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen
pagador no le duelen prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento
dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al
cuello de don Quijote, le dijo:
— Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre
puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el
verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante
caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y
aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí
os entrego.
Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don
Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco
se le volvió, diciendo:
— En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de
reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la
otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y
la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de
la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer
de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino
Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá
temer que yerra en todas las demás de la historia.
A esto dijo Sancho:
— ¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento
de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez!
Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado
el nombre.
— Por lo que he oído hablar, amigo —dijo don Jerónimo—, sin duda debéis de
ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.
— Sí soy —respondió Sancho—, y me precio dello.
— Pues a fe —dijo el caballero— que no os trata este autor moderno con la
limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no
nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia
de vuestro amo se describe.
— Dios se lo perdone —dijo Sancho—. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de
mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.
Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar
con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas
pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido,
condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con
mero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que
no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.
En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía
de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o
preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba —guardando su honestidad
y buen decoro— de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que
él respondió:
— Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las
correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez
labradora transformada.
Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea,
y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el
sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de
Sancho.
Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don
Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de
sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían
por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse
qué grado le darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la
estancia de su amo; y, en entrando, dijo:
— Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen
quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama
comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.
— Sí llama —dijo don Jerónimo—, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé
que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver
en la fisonomía del buen Sancho que está presente.
— Créanme vuesas mercedes —dijo Sancho— que el Sancho y el don Quijote desa
historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide
Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y
enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
— Yo así lo creo —dijo don Juan—; y si fuera posible, se había de mandar que
ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese
Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno
fuese osado a retratarle sino Apeles.
— Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate; que
muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.
— Ninguna —dijo don Juan— se le puede hacer al señor don Quijote de quien él
no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi
parecer, es fuerte y grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don
Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que
discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído
y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia
de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le
había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han
de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba
determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas
del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole
don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien
se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención,
pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.
— Por el mismo caso —respondió don Quijote—, no pondré los pies en Zaragoza,
y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y
echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
— Hará muy bien —dijo don Jerónimo—; y otras justas hay en Barcelona, donde
podrá el señor don Quijote mostrar su valor.
— Así lo pienso hacer —dijo don Quijote—; y vuesas mercedes me den licencia,
pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de
sus mayores amigos y servidores.
— Y a mí también —dijo Sancho—: quizá seré bueno para algo.
Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento,
dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había
hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos
eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor
aragonés.
Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se
despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y
aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más
proveída.
Capítulo LX. De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don
Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho
camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que
tenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían que le
vituperaba.
Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse
en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la
noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la
puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos de los
árboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó entrar de rondón
por las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban sus
imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba y
venía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarse
en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la
convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos las
palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que
se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase de
ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía,
solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para los
infinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo, que
hizo este discurso:
— Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortar
como desatar'', y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia,
ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo
azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está en
que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se
los dé él, o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los
reciba, lleguen por do llegaren?
Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las riendas
de Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azotarle con ellas,
comenzóle a quitar las cintas, que es opinión que no tenía más que la
delantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado,
cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y dijo:
— ¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?
— Yo soy —respondió don Quijote—, que vengo a suplir tus faltas y a remediar
mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda a
que te obligaste. Dulcinea perece; tú vives en descuido; yo muero deseando;
y así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad,
por lo menos, dos mil azotes.
— Eso no —dijo Sancho—; vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios
verdadero que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué han
de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme;
basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en
voluntad me viniere.
— No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho —dijo don Quijote—, porque eres duro
de corazón, y, aunque villano, blando de carnes.
Y así, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza,
se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido,
y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsole
la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, de
modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:
— ¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te
da su pan te atreves?
— Ni quito rey, ni pongo rey —respondió Sancho—, sino ayúdome a mí, que soy
mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo, y no tratará de
azotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado; donde no,
Aquí morirás, traidor,
enemigo de doña Sancha.
Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle en
el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío el
azotarse cuando quisiese.
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a
arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las
manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo;
acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote
que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y, preguntándole qué le había
sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos
árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote,
y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
— No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no
vees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles
están ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los
coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a
entender que debo de estar cerca de Barcelona.
Y así era la verdad como él lo había imaginado.
Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, que
eran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecía, y si los muertos los
habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos
que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que
estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.
Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un
árbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo por bien de cruzar
las manos e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.
Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosa
de cuantas en las alforjas y la maleta traía; y avínole bien a Sancho que
en una ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los que
habían sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente le
escardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera
escondido, si no llegara en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser de
hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana
proporción, de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo,
vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes —que en aquella tierra se
llaman pedreñales— a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a los
que andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles que
no lo hiciesen, y fue luego obedecido; y así se escapó la ventrera.
Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijote
armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera
formar la misma tristeza. Llegóse a él diciéndole:
— No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de
algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de
compasivas que de rigurosas.
— No es mi tristeza —respondió don Quijote— haber caído en tu poder, ¡oh
valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!,
sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin
el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería, que
profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí
mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi
caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme,
porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene
lleno todo el orbe.
Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en
locura que en valentía, y, aunque algunas veces le había oído nombrar,
nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante
humor reinase en corazón de hombre; y holgóse en estremo de haberle
encontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído; y así, le
dijo:
— Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna ésta
en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida
suerte se enderezase; que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de
los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los
pobres.
Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un
ruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cual
venía a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido de
damasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con
sombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y
espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los
lados. Al ruido volvió Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual,
en llegando a él, dijo:
— En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio,
a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sé que
no me has conocido, quiero decirte quién soy: y soy Claudia Jerónima, hija
de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel
Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario
bando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente
Torrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. Éste, pues,
por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que
me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi
padre; porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a
quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados
deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabra
de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado
de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse,
nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y, por no estar mi
padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y
apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua
de aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé estas
escopetas, y, por añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debí
de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde
envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que
no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me
pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte
defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a
tomar en él desaforada venganza.
Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de la
hermosa Claudia, le dijo:
— Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo
que más te importare.
Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia había dicho y
lo que Roque Guinart respondió, dijo:
— No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora, que lo
tomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yo
iré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabra
prometida a tanta belleza.
— Nadie dude de esto —dijo Sancho—, porque mi señor tiene muy buena mano
para casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que también
negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores
que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, ésta
fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.
Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que en
las razones de amo y mozo, no las entendió; y, mandando a sus escuderos que
volviesen a Sancho todo cuanto le habían quitado del rucio, mandándoles
asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estado
alojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido, o
muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y no
hallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista por
todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronse
a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus
criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle;
diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo
hicieron.
Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y
debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, porque el dolor de las
heridas no consentía que más adelante pasase.
Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse a él, temieron los
criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de don Vicente;
y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó a él, y asiéndole de las
manos, le dijo:
— Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro concierto, nunca tú te vieras en
este paso.
Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia,
le dijo:
— Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto:
pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras,
jamás quise ni supe ofenderte.
— Luego, ¿no es verdad —dijo Claudia— que ibas esta mañana a desposarte con
Leonora, la hija del rico Balvastro?
— No, por cierto —respondió don Vicente—; mi mala fortuna te debió de llevar
estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejo
en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, para
asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo, si
quisieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio que
piensas que de mí has recebido.
Apretóle la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera que
sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomó
un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía qué hacerse.
Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, y
trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo Claudia, pero no
de su parasismo don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto lo cual de
Claudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo no vivía, rompió los
aires con suspiros, hirió los cielos con quejas, maltrató sus cabellos,
entregándolos al viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todas
las muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieran
imaginarse.
— ¡Oh cruel e inconsiderada mujer —decía—, con qué facilidad te moviste a
poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a
qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo
mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a
la sepultura!
Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de
los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión.
Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquel
circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque
tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no
pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y
negligencia.
— Hay mucho que decir en eso —dijo Sancho—. Durmamos, por ahora, entrambos,
y después, Dios dijo lo que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse
un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un
cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea,
que, cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la
muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo la tengo, junto con el deseo
de cumplir con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a
dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del
abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos
compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron
a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que,
al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don
Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas
castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles
respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en
Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien
el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus
piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo,
le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le
hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al
huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió
que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las
pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar
estaba proveída aquella venta.
— No es menester tanto —respondió Sancho—, que con un par de pollos que nos
asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo
no soy tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían
asolados.
— Pues mande el señor huésped —dijo Sancho— asar una polla que sea tierna.
— ¿Polla? ¡Mi padre! —respondió el huésped—. En verdad en verdad que envié
ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida
vuestra merced lo que quisiere.
— Desa manera —dijo Sancho—, no faltará ternera o cabrito.
— En casa, por ahora —respondió el huésped—, no lo hay, porque se ha
acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.
— ¡Medrados estamos con eso! —respondió Sancho—. Yo pondré que se vienen a
resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y
huevos.
— ¡Por Dios —respondió el huésped—, que es gentil relente el que mi huésped
tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que
tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de
pedir gallinas.
— Resolvámonos, cuerpo de mí —dijo Sancho—, y dígame finalmente lo que
tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.
Dijo el ventero:
— Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos
de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas
con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo:
''¡Coméme! ¡Coméme!''
— Por mías las marco desde aquí —dijo Sancho—; y nadie las toque, que yo las
pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de
más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.
— Nadie las tocará —dijo el ventero—, porque otros huéspedes que tengo, de
puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.
— Si por principales va —dijo Sancho—, ninguno más que mi amo; pero el
oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en
mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar
adelante en responderle; que ya le había preguntado qué oficio o qué
ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote,
trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de
propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote
estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
— Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la
cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto
escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido
respondió:
— ¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos
disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don
Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta
segunda.
— Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan
malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es
que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
— Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede
olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que
va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede
ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la
firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza
alguna.
— ¿Quién es el que nos responde? —respondieron del otro aposento.
— ¿Quién ha de ser —respondió Sancho— sino el mismo don Quijote de la
Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen
pagador no le duelen prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento
dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al
cuello de don Quijote, le dijo:
— Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre
puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el
verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante
caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y
aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí
os entrego.
Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don
Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco
se le volvió, diciendo:
— En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de
reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la
otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y
la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de
la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer
de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino
Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá
temer que yerra en todas las demás de la historia.
A esto dijo Sancho:
— ¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento
de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez!
Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado
el nombre.
— Por lo que he oído hablar, amigo —dijo don Jerónimo—, sin duda debéis de
ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.
— Sí soy —respondió Sancho—, y me precio dello.
— Pues a fe —dijo el caballero— que no os trata este autor moderno con la
limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no
nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia
de vuestro amo se describe.
— Dios se lo perdone —dijo Sancho—. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de
mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.
Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar
con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas
pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido,
condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con
mero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que
no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.
En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía
de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o
preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba —guardando su honestidad
y buen decoro— de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que
él respondió:
— Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las
correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez
labradora transformada.
Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea,
y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el
sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de
Sancho.
Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don
Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de
sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían
por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse
qué grado le darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la
estancia de su amo; y, en entrando, dijo:
— Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen
quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama
comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.
— Sí llama —dijo don Jerónimo—, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé
que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver
en la fisonomía del buen Sancho que está presente.
— Créanme vuesas mercedes —dijo Sancho— que el Sancho y el don Quijote desa
historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide
Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y
enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
— Yo así lo creo —dijo don Juan—; y si fuera posible, se había de mandar que
ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese
Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno
fuese osado a retratarle sino Apeles.
— Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate; que
muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.
— Ninguna —dijo don Juan— se le puede hacer al señor don Quijote de quien él
no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi
parecer, es fuerte y grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don
Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que
discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído
y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia
de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le
había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han
de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba
determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas
del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole
don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien
se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención,
pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.
— Por el mismo caso —respondió don Quijote—, no pondré los pies en Zaragoza,
y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y
echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
— Hará muy bien —dijo don Jerónimo—; y otras justas hay en Barcelona, donde
podrá el señor don Quijote mostrar su valor.
— Así lo pienso hacer —dijo don Quijote—; y vuesas mercedes me den licencia,
pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de
sus mayores amigos y servidores.
— Y a mí también —dijo Sancho—: quizá seré bueno para algo.
Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento,
dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había
hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos
eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor
aragonés.
Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se
despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y
aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más
proveída.
Capítulo LX. De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don
Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho
camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que
tenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían que le
vituperaba.
Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse
en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la
noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la
puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos de los
árboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó entrar de rondón
por las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban sus
imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba y
venía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarse
en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la
convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos las
palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que
se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase de
ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía,
solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para los
infinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo, que
hizo este discurso:
— Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortar
como desatar'', y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia,
ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo
azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está en
que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se
los dé él, o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los
reciba, lleguen por do llegaren?
Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las riendas
de Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azotarle con ellas,
comenzóle a quitar las cintas, que es opinión que no tenía más que la
delantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado,
cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y dijo:
— ¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?
— Yo soy —respondió don Quijote—, que vengo a suplir tus faltas y a remediar
mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda a
que te obligaste. Dulcinea perece; tú vives en descuido; yo muero deseando;
y así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad,
por lo menos, dos mil azotes.
— Eso no —dijo Sancho—; vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios
verdadero que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué han
de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme;
basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en
voluntad me viniere.
— No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho —dijo don Quijote—, porque eres duro
de corazón, y, aunque villano, blando de carnes.
Y así, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza,
se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido,
y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsole
la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, de
modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:
— ¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te
da su pan te atreves?
— Ni quito rey, ni pongo rey —respondió Sancho—, sino ayúdome a mí, que soy
mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo, y no tratará de
azotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado; donde no,
Aquí morirás, traidor,
enemigo de doña Sancha.
Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle en
el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío el
azotarse cuando quisiese.
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a
arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las
manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo;
acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote
que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y, preguntándole qué le había
sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos
árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote,
y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
— No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no
vees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles
están ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los
coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a
entender que debo de estar cerca de Barcelona.
Y así era la verdad como él lo había imaginado.
Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, que
eran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecía, y si los muertos los
habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos
que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que
estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.
Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un
árbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo por bien de cruzar
las manos e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.
Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosa
de cuantas en las alforjas y la maleta traía; y avínole bien a Sancho que
en una ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los que
habían sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente le
escardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera
escondido, si no llegara en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser de
hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana
proporción, de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo,
vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes —que en aquella tierra se
llaman pedreñales— a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a los
que andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles que
no lo hiciesen, y fue luego obedecido; y así se escapó la ventrera.
Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijote
armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera
formar la misma tristeza. Llegóse a él diciéndole:
— No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de
algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de
compasivas que de rigurosas.
— No es mi tristeza —respondió don Quijote— haber caído en tu poder, ¡oh
valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!,
sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin
el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería, que
profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí
mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi
caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme,
porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene
lleno todo el orbe.
Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en
locura que en valentía, y, aunque algunas veces le había oído nombrar,
nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante
humor reinase en corazón de hombre; y holgóse en estremo de haberle
encontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído; y así, le
dijo:
— Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna ésta
en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida
suerte se enderezase; que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de
los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los
pobres.
Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un
ruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cual
venía a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido de
damasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con
sombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y
espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los
lados. Al ruido volvió Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual,
en llegando a él, dijo:
— En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio,
a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sé que
no me has conocido, quiero decirte quién soy: y soy Claudia Jerónima, hija
de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel
Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario
bando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente
Torrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. Éste, pues,
por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que
me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi
padre; porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a
quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados
deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabra
de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado
de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse,
nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y, por no estar mi
padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y
apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua
de aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé estas
escopetas, y, por añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debí
de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde
envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que
no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me
pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte
defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a
tomar en él desaforada venganza.
Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de la
hermosa Claudia, le dijo:
— Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo
que más te importare.
Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia había dicho y
lo que Roque Guinart respondió, dijo:
— No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora, que lo
tomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yo
iré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabra
prometida a tanta belleza.
— Nadie dude de esto —dijo Sancho—, porque mi señor tiene muy buena mano
para casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que también
negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores
que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, ésta
fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.
Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que en
las razones de amo y mozo, no las entendió; y, mandando a sus escuderos que
volviesen a Sancho todo cuanto le habían quitado del rucio, mandándoles
asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estado
alojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido, o
muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y no
hallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista por
todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronse
a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus
criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle;
diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo
hicieron.
Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y
debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, porque el dolor de las
heridas no consentía que más adelante pasase.
Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse a él, temieron los
criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de don Vicente;
y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó a él, y asiéndole de las
manos, le dijo:
— Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro concierto, nunca tú te vieras en
este paso.
Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia,
le dijo:
— Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto:
pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras,
jamás quise ni supe ofenderte.
— Luego, ¿no es verdad —dijo Claudia— que ibas esta mañana a desposarte con
Leonora, la hija del rico Balvastro?
— No, por cierto —respondió don Vicente—; mi mala fortuna te debió de llevar
estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejo
en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, para
asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo, si
quisieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio que
piensas que de mí has recebido.
Apretóle la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera que
sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomó
un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía qué hacerse.
Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, y
trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo Claudia, pero no
de su parasismo don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto lo cual de
Claudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo no vivía, rompió los
aires con suspiros, hirió los cielos con quejas, maltrató sus cabellos,
entregándolos al viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todas
las muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieran
imaginarse.
— ¡Oh cruel e inconsiderada mujer —decía—, con qué facilidad te moviste a
poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a
qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo
mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a
la sepultura!
Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de
los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión.
Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquel
circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque
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