Don Quijote - 66
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aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte
personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas
desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
— ¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos
en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y
embelesado de lo que oía y veía; y, cuando llegaron a él, uno le dijo:
— ¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta
ínsula se pierda!
— ¿Qué me tengo de armar —respondió Sancho—, ni qué sé yo de armas ni de
socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en
dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios,
no se me entiende nada destas priesas.
— ¡Ah, señor gobernador! —dijo otro—. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa
merced, que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa
plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el
serlo, siendo nuestro gobernador.
— Ármenme norabuena —replicó Sancho.
Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le
pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés
delante y otro detrás, y, por unas concavidades que traían hechas, le
sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que
quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las
rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la
cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le
dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo él su
norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
— ¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo —respondió Sancho—, que no puedo
jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas
que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en
brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo, que yo le
guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.
— Ande, señor gobernador —dijo otro—, que más el miedo que las tablas le
impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y
las voces se aumentan y el peligro carga.
Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y
fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho
pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como
medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al
través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le
tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a
reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por
encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses,
que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los
paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella
estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a
Dios que de aquel peligro le sacase.
Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen
espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a
grandes voces decía:
— ¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel
portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen!
¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo!
¡Trinchéense las calles con colchones!
En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y
pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el
molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí:
— ¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y
me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia!
Oyó el cielo su petición, y, cuando menos lo esperaba, oyó voces que
decían:
— ¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador,
levántese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los
despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible
brazo!
— Levántenme —dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar, y, puesto en pie, dijo:
— El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo
no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún
amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me
enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su
lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a
los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí
Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora
era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó
a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en
qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a
poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la
caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al
rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y, no sin lágrimas
en los ojos, le dijo:
— Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y
miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los
que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar
vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero,
después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la
soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos
y cuatro mil desasosiegos.
Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el
asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran
pena y pesar subió sobre él, y, encaminando sus palabras y razones al
mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a
otros muchos que allí presentes estaban, dijo:
— Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad;
dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta
muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas
ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende
a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de
defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero
decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido.
Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más
quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico
impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de
una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el
invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre
sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se
queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me
hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este
gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los
gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a
bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los
enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.
— No ha de ser así, señor gobernador —dijo el doctor Recio—, que yo le daré
a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva
en su prístina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa
merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que
quisiere.
— ¡Tarde piache! —respondió Sancho—. Así dejaré de irme como volverme turco.
No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni
admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al
cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos,
y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de
todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me
levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y
volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren
zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda.
Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere
larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.
A lo que el mayordomo dijo:
— Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto
que nos pesará mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder
obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado,
antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, dar primero
residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el
gobierno, y váyase a la paz de Dios.
— Nadie me la puede pedir —respondió Sancho—, si no es quien ordenare el
duque mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto
más que, saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para
dar a entender que he gobernado como un ángel.
— Par Dios que tiene razón el gran Sancho —dijo el doctor Recio—, y que soy
de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de
verle.
Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero compañía y
todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad
de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el
rucio y medio queso y medio pan para él; que, pues el camino era tan corto,
no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él,
llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de
su determinación tan resoluta y tan discreta.
Capítulo LIV. Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra
alguna
Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo
a su vasallo, por la causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el
mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por
suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón,
que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que
había de hacer.
De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro
vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero,
y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda
la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de
casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se
prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura
habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde
se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento,
esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo,
cuatrocientos siglos.
Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a
acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el
rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador
de todas las ínsulas del mundo.
Sucedió, pues, que, no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su
gobierno —que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o
lugar la que gobernaba—, vio que por el camino por donde él iba venían seis
peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna
cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando
las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no
pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna,
por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él,
según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio
pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas
que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y
dijeron:
— ¡Guelte! ¡Guelte!
— No entiendo —respondió Sancho— qué es lo que me pedís, buena gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por
donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la
garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía
ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar,
habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él,
echándole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo:
— ¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al
mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque
yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del
estranjero peregrino, y, después de haberle estado mirando sin hablar
palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su
suspensión el peregrino, le dijo:
— ¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino
Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y ,
finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le
echó los brazos al cuello, y le dijo:
— ¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que
traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de
volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura?
— Si tú no me descubres, Sancho —respondió el peregrino—, seguro estoy que
en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a
aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis
compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré
lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro
lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los
desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron
a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los
bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos
ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre
entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien
proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos
leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre
ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón,
que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron
asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de
huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas,
aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que
más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que
cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había
transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en
grandeza podía competir con las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con
cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de
cada cosa, y luego, al punto, todos a una, levantaron los brazos y las
botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el
cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera,
meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto
que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos
las entrañas de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con
el refrán, que él muy bien sabía, de "cuando a Roma fueres, haz como
vieres", pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no
con menos gusto que ellos.
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no
fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que
puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando,
juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía:
— Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de
nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y
tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados.
Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a
todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote
y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y,
apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los
peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su
lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:
— «Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando
que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y
espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me
parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos
ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y
en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como
el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se
provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi
familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la
priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros
ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían,
sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue
inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan
gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había
cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer
a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo
los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados
con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al
nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos
lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria
natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura
desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos
ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y
maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el
deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de
aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y
dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la
tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el
amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y,
aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y
llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad,
porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como
quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia.
Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos
peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada
año, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por
certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo
ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un
real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien
escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o
entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden,
los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de
los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho,
sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré
hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer,
que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de
Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios
quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la
Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y,
aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y
ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer
cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se
fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir
como cristiana.»
A lo que respondió Sancho:
— Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan
Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo
más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar
lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu
cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por
registrar.
— Bien puede ser eso —replicó Ricote—, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a
mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún
desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y
a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus
necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
— Yo lo hiciera —respondió Sancho—, pero no soy nada codicioso; que, a
serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las
paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata;
y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a
sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me
dieras aquí de contado cuatrocientos.
— Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? —preguntó Ricote.
— He dejado de ser gobernador de una ínsula —respondió Sancho—, y tal, que a
buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones.
— ¿Y dónde está esa ínsula? —preguntó Ricote.
— ¿Adónde? —respondió Sancho—. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula
Barataria.
— Calla, Sancho —dijo Ricote—, que las ínsulas están allá dentro de la mar;
que no hay ínsulas en la tierra firme.
— ¿Cómo no? —replicó Sancho—. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí
della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario;
pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los
gobernadores.
— Y ¿qué has ganado en el gobierno? —preguntó Ricote.
— He ganado —respondió Sancho— el haber conocido que no soy bueno para
gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en
los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el
sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores,
especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
— Yo no te entiendo, Sancho —dijo Ricote—, pero paréceme que todo lo que
dices es disparate; que, ¿quién te había de dar a ti ínsulas que
gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que
tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo,
como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido; que en
verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré con que vivas,
como te he dicho.
— Ya te he dicho, Ricote —replicó Sancho—, que no quiero; conténtate que por
mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame
seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su
dueño.
— No quiero porfiar, Sancho —dijo Ricote—, pero dime: ¿hallástete en nuestro
lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
— Sí hallé —respondió Sancho—, y séte decir que salió tu hija tan hermosa
que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la
más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y
conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a
Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí
me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron
deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir
contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más
apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces,
que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él
ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para
robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.
— Siempre tuve yo mala sospecha —dijo Ricote— de que ese caballero adamaba a
mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el
saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las
moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos,
y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que
enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.
— Dios lo haga —replicó Sancho—, que a entrambos les estaría mal. Y déjame
partir de aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta noche adonde está mi
señor don Quijote.
— Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compañeros se rebullen, y
también es hora que prosigamos nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se
arrimó a su bordón, y se apartaron.
Capítulo LV. De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay
más que ver
El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día
llegase al castillo del duque, puesto que llegó media legua dél, donde le
tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio
mucha pesadumbre; y así, se apartó del camino con intención de esperar la
mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde
mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que
entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se
encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el
profundo de los abismos. Y no fue así, porque a poco más de tres estados
dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni
daño alguno.
Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano o
agujereado por alguna parte; y, viéndose bueno, entero y católico de salud,
no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había
hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo
con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir
della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno,
de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se
quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio,
que, a la verdad, no estaba muy bien parado.
— ¡Ay —dijo entonces Sancho Panza—, y cuán no pensados sucesos suelen
suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera
que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus
sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima, sin
haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su
socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos
morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no
seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando
decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien
personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas
desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
— ¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos
en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y
embelesado de lo que oía y veía; y, cuando llegaron a él, uno le dijo:
— ¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta
ínsula se pierda!
— ¿Qué me tengo de armar —respondió Sancho—, ni qué sé yo de armas ni de
socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en
dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios,
no se me entiende nada destas priesas.
— ¡Ah, señor gobernador! —dijo otro—. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa
merced, que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa
plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el
serlo, siendo nuestro gobernador.
— Ármenme norabuena —replicó Sancho.
Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le
pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés
delante y otro detrás, y, por unas concavidades que traían hechas, le
sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que
quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las
rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la
cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le
dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo él su
norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
— ¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo —respondió Sancho—, que no puedo
jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas
que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en
brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo, que yo le
guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.
— Ande, señor gobernador —dijo otro—, que más el miedo que las tablas le
impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y
las voces se aumentan y el peligro carga.
Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y
fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho
pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como
medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al
través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le
tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a
reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por
encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses,
que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los
paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella
estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a
Dios que de aquel peligro le sacase.
Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen
espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a
grandes voces decía:
— ¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel
portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen!
¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo!
¡Trinchéense las calles con colchones!
En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y
pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el
molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí:
— ¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y
me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia!
Oyó el cielo su petición, y, cuando menos lo esperaba, oyó voces que
decían:
— ¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador,
levántese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los
despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible
brazo!
— Levántenme —dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar, y, puesto en pie, dijo:
— El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo
no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún
amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me
enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su
lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a
los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí
Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora
era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó
a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en
qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a
poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la
caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al
rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y, no sin lágrimas
en los ojos, le dijo:
— Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y
miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los
que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar
vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero,
después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la
soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos
y cuatro mil desasosiegos.
Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el
asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran
pena y pesar subió sobre él, y, encaminando sus palabras y razones al
mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a
otros muchos que allí presentes estaban, dijo:
— Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad;
dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta
muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas
ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende
a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de
defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero
decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido.
Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más
quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico
impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de
una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el
invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre
sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se
queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me
hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este
gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los
gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a
bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los
enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.
— No ha de ser así, señor gobernador —dijo el doctor Recio—, que yo le daré
a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva
en su prístina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa
merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que
quisiere.
— ¡Tarde piache! —respondió Sancho—. Así dejaré de irme como volverme turco.
No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni
admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al
cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos,
y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de
todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me
levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y
volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren
zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda.
Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere
larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.
A lo que el mayordomo dijo:
— Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto
que nos pesará mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder
obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado,
antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, dar primero
residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el
gobierno, y váyase a la paz de Dios.
— Nadie me la puede pedir —respondió Sancho—, si no es quien ordenare el
duque mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto
más que, saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para
dar a entender que he gobernado como un ángel.
— Par Dios que tiene razón el gran Sancho —dijo el doctor Recio—, y que soy
de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de
verle.
Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero compañía y
todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad
de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el
rucio y medio queso y medio pan para él; que, pues el camino era tan corto,
no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él,
llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de
su determinación tan resoluta y tan discreta.
Capítulo LIV. Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra
alguna
Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo
a su vasallo, por la causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el
mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por
suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón,
que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que
había de hacer.
De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro
vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero,
y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda
la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de
casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se
prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura
habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde
se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento,
esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo,
cuatrocientos siglos.
Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a
acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el
rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador
de todas las ínsulas del mundo.
Sucedió, pues, que, no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su
gobierno —que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o
lugar la que gobernaba—, vio que por el camino por donde él iba venían seis
peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna
cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando
las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no
pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna,
por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él,
según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio
pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas
que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y
dijeron:
— ¡Guelte! ¡Guelte!
— No entiendo —respondió Sancho— qué es lo que me pedís, buena gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por
donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la
garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía
ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar,
habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él,
echándole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo:
— ¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al
mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque
yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del
estranjero peregrino, y, después de haberle estado mirando sin hablar
palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su
suspensión el peregrino, le dijo:
— ¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino
Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y ,
finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le
echó los brazos al cuello, y le dijo:
— ¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que
traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de
volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura?
— Si tú no me descubres, Sancho —respondió el peregrino—, seguro estoy que
en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a
aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis
compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré
lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro
lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los
desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron
a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los
bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos
ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre
entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien
proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos
leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre
ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón,
que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron
asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de
huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas,
aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que
más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que
cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había
transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en
grandeza podía competir con las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con
cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de
cada cosa, y luego, al punto, todos a una, levantaron los brazos y las
botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el
cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera,
meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto
que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos
las entrañas de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con
el refrán, que él muy bien sabía, de "cuando a Roma fueres, haz como
vieres", pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no
con menos gusto que ellos.
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no
fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que
puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando,
juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía:
— Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de
nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y
tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados.
Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a
todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote
y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y,
apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los
peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su
lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:
— «Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando
que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y
espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me
parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos
ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y
en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como
el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se
provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi
familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la
priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros
ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían,
sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue
inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan
gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había
cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer
a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo
los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados
con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al
nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos
lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria
natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura
desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos
ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y
maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el
deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de
aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y
dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la
tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el
amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y,
aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y
llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad,
porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como
quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia.
Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos
peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada
año, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por
certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo
ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un
real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien
escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o
entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden,
los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de
los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho,
sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré
hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer,
que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de
Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios
quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la
Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y,
aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y
ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer
cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se
fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir
como cristiana.»
A lo que respondió Sancho:
— Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan
Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo
más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar
lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu
cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por
registrar.
— Bien puede ser eso —replicó Ricote—, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a
mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún
desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y
a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus
necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
— Yo lo hiciera —respondió Sancho—, pero no soy nada codicioso; que, a
serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las
paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata;
y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a
sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me
dieras aquí de contado cuatrocientos.
— Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? —preguntó Ricote.
— He dejado de ser gobernador de una ínsula —respondió Sancho—, y tal, que a
buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones.
— ¿Y dónde está esa ínsula? —preguntó Ricote.
— ¿Adónde? —respondió Sancho—. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula
Barataria.
— Calla, Sancho —dijo Ricote—, que las ínsulas están allá dentro de la mar;
que no hay ínsulas en la tierra firme.
— ¿Cómo no? —replicó Sancho—. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí
della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario;
pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los
gobernadores.
— Y ¿qué has ganado en el gobierno? —preguntó Ricote.
— He ganado —respondió Sancho— el haber conocido que no soy bueno para
gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en
los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el
sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores,
especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
— Yo no te entiendo, Sancho —dijo Ricote—, pero paréceme que todo lo que
dices es disparate; que, ¿quién te había de dar a ti ínsulas que
gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que
tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo,
como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido; que en
verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré con que vivas,
como te he dicho.
— Ya te he dicho, Ricote —replicó Sancho—, que no quiero; conténtate que por
mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame
seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su
dueño.
— No quiero porfiar, Sancho —dijo Ricote—, pero dime: ¿hallástete en nuestro
lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
— Sí hallé —respondió Sancho—, y séte decir que salió tu hija tan hermosa
que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la
más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y
conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a
Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí
me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron
deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir
contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más
apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces,
que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él
ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para
robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.
— Siempre tuve yo mala sospecha —dijo Ricote— de que ese caballero adamaba a
mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el
saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las
moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos,
y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que
enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.
— Dios lo haga —replicó Sancho—, que a entrambos les estaría mal. Y déjame
partir de aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta noche adonde está mi
señor don Quijote.
— Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compañeros se rebullen, y
también es hora que prosigamos nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se
arrimó a su bordón, y se apartaron.
Capítulo LV. De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay
más que ver
El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día
llegase al castillo del duque, puesto que llegó media legua dél, donde le
tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio
mucha pesadumbre; y así, se apartó del camino con intención de esperar la
mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde
mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que
entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se
encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el
profundo de los abismos. Y no fue así, porque a poco más de tres estados
dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni
daño alguno.
Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano o
agujereado por alguna parte; y, viéndose bueno, entero y católico de salud,
no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había
hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo
con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir
della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno,
de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se
quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio,
que, a la verdad, no estaba muy bien parado.
— ¡Ay —dijo entonces Sancho Panza—, y cuán no pensados sucesos suelen
suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera
que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus
sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima, sin
haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su
socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos
morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no
seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando
decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien
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