Don Quijote - 25
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esperar, con silencio, sagacidad y discreción podrás ser el verdugo de tu
agravio.
»Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de Lotario,
porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oír, porque ya tenía
a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y comenzaba a
gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio,
mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo:
»—Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad; en todo he de
seguir tu consejo: haz lo que quisieres y guarda aquel secreto que ves que
conviene en caso tan no pensado.
»Prometióselo Lotario, y, en apartándose dél, se arrepintió totalmente de
cuanto le había dicho, viendo cuán neciamente había andado, pues pudiera él
vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonrado. Maldecía su
entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no sabía qué medio tomarse
para deshacer lo hecho, o para dalle alguna razonable salida. Al fin,
acordó de dar cuenta de todo a Camila; y, como no faltaba lugar para
poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella, así como vio que le
podía hablar, le dijo.
»—Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazón que me le aprieta
de suerte que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla
si no lo hace, pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a tanto, que cada
noche encierra a un galán suyo en esta casa y se está con él hasta el día,
tan a costa de mi crédito cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al
que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa. Y lo que me fatiga es
que no la puedo castigar ni reñir: que el ser ella secretario de nuestros
tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que
de aquí ha de nacer algún mal suceso.
»Al principio que Camila esto decía creyó Lotario que era artificio para
desmentille que el hombre que había visto salir era de Leonela, y no suyo;
pero, viéndola llorar y afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la
verdad, y, en creyéndola, acabó de estar confuso y arrepentido del todo.
Pero, con todo esto, respondió a Camila que no tuviese pena, que él
ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela. Díjole asimismo lo
que, instigado de la furiosa rabia de los celos, había dicho a Anselmo, y
cómo estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver desde allí a
la clara la poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle perdón desta locura,
y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto como
su mal discurso le había puesto.
»Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo y
muchas y discretas razones le riñó y afeó su mal pensamiento y la simple y
mala determinación que había tenido. Pero, como naturalmente tiene la mujer
ingenio presto para el bien y para el mal más que el varón, puesto que le
va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al
instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer inremediable
negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese Anselmo
donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para
que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin
declararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que, en
estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a
cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que
Anselmo le escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de declarar su
intención, porque con más seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser
necesario.
»—Digo —dijo Camila— que no hay más que guardar, si no fuere responderme
como yo os preguntare (no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que
pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a ella tan
bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que no podrían ser tan
buenos).
»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro día, con la escusa de ir aquella
aldea de su amigo, se partió y volvió a esconderse: que lo pudo hacer con
comodidad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela.
»Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que se puede imaginar que
tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de
su honra, íbase a pique de perder el sumo bien que él pensaba que tenía en
su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba
escondido, entraron en la recámara; y apenas hubo puesto los pies en ella
Camilia, cuando, dando un grande suspiro, dijo:
»—¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que, antes que llegase a poner en
ejecución lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que
tomases la daga de Anselmo, que te he pedido, y pasases con ella este
infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena
de la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo que vieron en mí los
atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que fuese causa de darle
atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha
descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a
esa ventana y llámale, que, sin duda alguna, él debe de estar en la calle,
esperando poner en efeto su mala intención. Pero primero se pondrá la cruel
cuanto honrada mía.
»—¡Ay, señora mía! —respondió la sagaz y advertida Leonela—, y ¿qué es lo
que quieres hacer con esta daga? ¿Quieres por ventura quitarte la vida o
quitársela a Lotario? Que cualquiera destas cosas que quieras ha de
redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules tu
agravio, y no des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta casa y
nos halle solas. Mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es hombre y
determinado; y, como viene con aquel mal propósito, ciego y apasionado,
quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo que te estaría
más mal que quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal ha
querido dar a este desuellacaras en su casa! Y ya, señora, que le mates,
como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél después de
muerto?
»—¿Qué, amiga? —respondió Camila—: dejarémosle para que Anselmo le
entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en
poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que todo el
tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio parece que
ofendo a la lealtad que a mi esposo debo.
»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada palabra que Camila decía, se le
mudaban los pensamientos; mas, cuando entendió que estaba resuelta en matar
a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese; pero
detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y honesta
resolución, con propósito de salir a tiempo que la estorbase.
»Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo, y, arrojándose encima de una
cama que allí estaba, comenzó Leonela a llorar muy amargamente y a decir:
»—¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin ventura que se me muriese aquí
entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las
buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!
»Con otras cosas a éstas semejantes, que ninguno la escuchara que no la
tuviera por la más lastimada y leal doncella del mundo, y a su señora por
otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo
Camila; y, al volver en sí, dijo:
»—¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más leal amigo de amigo que vio el
sol o cubrió la noche? Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la
tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se pase en amenazas y
maldiciones la justa venganza que espero.
»—Ya voy a llamarle, señora mía —dijo Leonela—, mas hasme de dar primero
esa daga, porque no hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con ella que
llorar toda la vida a todos los que bien te quieren.
»—Ve segura, Leonela amiga, que no haré —respondió Camila—; porque, ya que
sea atrevida y simple a tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser
tanto como aquella Lucrecia de quien dicen que se mató sin haber cometido
error alguno, y sin haber muerto primero a quien tuvo la causa de su
desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que
me ha dado ocasión de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos,
nacidos tan sin culpa mía.
»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario, pero,
en fin, salió; y, entre tanto que volvía, quedó Camilia diciendo, como que
hablaba consigo misma:
»—¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedido a Lotario, como
otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he
puesto, que me tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he de
tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo vengada,
ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso
llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron.
Pague el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo deseo: sepa el
mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no sólo guardó la lealtad
a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas,
con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo, pero ya se la
apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir
él al remedio del daño que allí le señalé, debió de ser que, de puro bueno
y confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo
pudiese caber género de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo
creí después, por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no
llegara a tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las
continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas, ¿para qué hago yo ahora
estos discursos? ¿Tiene, por ventura, una resulución gallarda necesidad de
consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues, traidores; aquí, venganzas!
¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere!
Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir
dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del
más falso amigo que vio la amistad en el mundo.
»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando
tan desconcertados y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no
parecía sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un
rufián desesperado.
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había
escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y
oído era bastante satisfación para mayores sospechas; y ya quisiera que la
prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso. Y,
estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengañar a su
esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y,
así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya
delante della, le dijo:
»—Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta
raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas,
en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo. Y,
antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me
escuches; que después responderás lo que más te agradare. Lo primero,
quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué
opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mí.
Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de
responder, pues no son dificultades las que te pregunto.
»No era tan ignorante Lotario que, desde el primer punto que Camila le dijo
que hiciese esconder a Anselmo, no hubiese dado en la cuenta de lo que ella
pensaba hacer; y así, correspondió con su intención tan discretamente, y
tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta
verdad; y así, respondió a Camila desta manera:
»—No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan
fuera de la intención con que yo aquí vengo. Si lo haces por dilatarme la
prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, porque tanto más
fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está más cerca de poseello;
pero, porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a
tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más tiernos años;
y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de nuestra amistad, por no me
hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa
de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión que él te
tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir
contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la
verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí
rompidas y violadas.
»—Si eso confiesas —respondió Camila—, enemigo mortal de todo aquello que
justamente merece ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes
que es el espejo donde se mira aquel en quien tú te debieras mirar, para
que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay, desdichada
de mí!, en la cuenta de quién te ha hecho tener tan poca con lo que a ti
mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero
llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido de deliberada
determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres que piensan
que no tienen de quién recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no,
dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí a tus ruegos con alguna palabra o
señal que pudiese despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus
infames deseos? ¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y
reprehendidas de las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas
promesas y mayores dádivas fueron de mí creídas, ni admitidas? Pero, por
parecerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo
tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mí la
culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, algún descuido mío ha sustentado
tanto tiempo tu cuidado; y así, quiero castigarme y darme la pena que tu
culpa merece. Y, porque vieses que, siendo conmigo tan inhumana, no era
posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio
que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de
ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mí también con el poco
recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di, para favorecer y
canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo
que algún descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la
que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos,
porque, castigándome otro verdugo, quizá sería más pública mi culpa; pero,
antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe
de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá,
dondequiera que fuere, la pena que da la justicia desinteresada y que no se
dobla al que en términos tan desesperados me ha puesto.
»Y, diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza arremetió a
Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela
en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran
falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su
fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingía
aquel estraño embuste y fealdad que, por dalle color de verdad, la quiso
matizar con su misma sangre; porque, viendo que no podía haber a Lotario, o
fingiendo que no podía, dijo:
»—Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo
menos, no será tan poderosa que, en parte, me quite que no le satisfaga.
Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía
asida, la sacó, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no
profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla del lado
izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como
desmayada.
»Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y todavía
dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo a Camila tendida en tierra y
bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha presteza, despavorido y sin
aliento, a sacar la daga, y, en ver la pequeña herida, salió del temor que
hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y
mucha discreción de la hermosa Camila; y, por acudir con lo que a él le
tocaba, comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el cuerpo de
Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no sólo a
él, sino al que había sido causa de habelle puesto en aquel término. Y,
como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas que el que le
oyera le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la
juzgara.
»Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario
fuese a buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo
y parecer de lo que dirían a Anselmo de aquella herida de su señora, si
acaso viniese antes que estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que
quisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese; sólo le
dijo que procurase tomarle la sangre, porque él se iba adonde gentes no le
viesen. Y, con muestras de mucho dolor y sentimiento, se salió de casa; y,
cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse
cruces, maravillándose de la industria de Camila y de los ademanes tan
proprios de Leonela. Consideraba cuán enterado había de quedar Anselmo de
que tenía por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con él para
celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera
imaginarse.
»Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora, que no era más de
aquello que bastó para acreditar su embuste; y, lavando con un poco de vino
la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo tales razones, en tanto
que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer
creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad.
»Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y
de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario
tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo a
su doncella si daría, o no, todo aquel suceso a su querido esposo; la cual
le dijo que no se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse de
Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer
estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a quitalle
todas aquellas que le fuese posible.
»Respondió Camila que le parecía muy bien su parecer y que ella le
seguiría; pero que en todo caso convenía buscar qué decir a Anselmo de la
causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver; a lo que Leonela
respondía que ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
»—Pues yo, hermana —replicó Camila—, ¿qué tengo de saber, que no me
atreveré a forjar ni sustentar una mentira, si me fuese en ello la vida? Y
si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor será decirle la verdad
desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
»—No tengas pena, señora: de aquí a mañana —respondió Leonela— yo pensaré
qué le digamos, y quizá que, por ser la herida donde es, la podrás
encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de favorecer a nuestros
tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora mía, y procura
sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada, y lo demás
déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los buenos deseos.
»Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia
de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la
representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado
en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener
lugar para salir de su casa, y ir a verse con su buen amigo Lotario,
congratulándose con él de la margarita preciosa que había hallado en el
desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle
lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió y luego fue a
buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los
abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que
dio a Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna
alegría, porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su
amigo y cuán injustamente él le agraviaba. Y, aunque Anselmo veía que
Lotario no se alegraba, creía ser la causa por haber dejado a Camila herida
y haber él sido la causa; y así, entre otras razones, le dijo que no
tuviese pena del suceso de Camila, porque, sin duda, la herida era ligera,
pues quedaban de concierto de encubrírsela a él; y que, según esto, no
había de qué temer, sino que de allí adelante se gozase y alegrase con él,
pues por su industria y medio él se veía levantado a la más alta felicidad
que acertara desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos
que en hacer versos en alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la
memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación y
dijo que él, por su parte, ayudaría a levantar tan ilustre edificio.
»Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber
en el mundo: él mismo llevó por la mano a su casa, creyendo que llevaba el
instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama. Recebíale Camila
con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño
algunos días, hasta que, al cabo de pocos meses, volvió Fortuna su rueda y
salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a
Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.»
Capítulo XXXV. Donde se da fin a la novela del Curioso impertinente
Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchón donde
reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
— Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más
reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado
una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le
ha tajado la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un nabo!
— ¿Qué dices, hermano? —dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela
quedaba—. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís,
estando el gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decía a
voces:
— ¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo, y no te ha de valer
tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho:
— No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea, o a
ayudar a mi amo; aunque ya no será menester, porque, sin duda alguna, el
gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que
yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado,
que es tamaña como un gran cuero de vino.
— Que me maten —dijo a esta sazón el ventero— si don Quijote, o don diablo,
no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su
cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece
sangre a este buen hombre.
Y, con esto, entró en el aposento, y todos tras él, y hallaron a don
Quijote en el más estraño traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era
tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás
tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de
vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo colorado,
grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la
manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el
porqué; y en la derecha, desenvainada la espada, con la cual daba
cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente
estuviera peleando con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos
abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el
gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a
fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y
que ya estaba en la pelea con su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas
en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento
estaba lleno de vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto enojo que
arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes
que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él acabara la guerra del
gigante; y, con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, hasta que
el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo y se le echó por
todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote; mas no con tanto
acuerdo que echase de ver de la manera que estaba.
Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a
ver la batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y, como no
la hallaba, dijo:
— Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez, en este
mesmo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos mojicones y porrazos,
sin saber quién me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece
por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mismísimos ojos, y la sangre
corría del cuerpo como de una fuente.
— ¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos? —dijo el
ventero—. ¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que
estos cueros que aquí están horadados y el vino tinto que nada en este
aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó?
— No sé nada —respondió Sancho—; sólo sé que vendré a ser tan desdichado
que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado como la sal
en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenían las
promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de ver la
flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser
como la vez pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora no le habían de
valer los previlegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo
otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a
los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a don Quijote, el cual, creyendo que ya había
acabado la aventura, y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se
hincó de rodillas delante del cura, diciendo:
— Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa señora, vivir, de hoy más,
segura que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también, de
hoy más, soy quito de la palabra que os di, pues, con el ayuda del alto
Dios y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan bien la he
cumplido.
— ¿No lo dije yo? —dijo oyendo esto Sancho—. Sí que no estaba yo borracho:
¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! ¡Ciertos son los toros:
mi condado está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos
reían sino el ventero, que se daba a Satanás. Pero, en fin, tanto hicieron
el barbero, Cardenio y el cura que, con no poco trabajo, dieron con don
Quijote en la cama, el cual se quedó dormido, con muestras de grandísimo
cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la venta a consolar
a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante; aunque más
tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la
repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en grito:
— En mal punto y en hora menguada entró en mi casa este caballero andante,
que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada
se fue con el costo de una noche, de cena, cama, paja y cebada, para él y
para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero
aventurero (que mala ventura le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en
el mundo) y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que así estaba
escrito en los aranceles de la caballería andantesca. Y ahora, por su
agravio.
»Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de Lotario,
porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oír, porque ya tenía
a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y comenzaba a
gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio,
mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo:
»—Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad; en todo he de
seguir tu consejo: haz lo que quisieres y guarda aquel secreto que ves que
conviene en caso tan no pensado.
»Prometióselo Lotario, y, en apartándose dél, se arrepintió totalmente de
cuanto le había dicho, viendo cuán neciamente había andado, pues pudiera él
vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonrado. Maldecía su
entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no sabía qué medio tomarse
para deshacer lo hecho, o para dalle alguna razonable salida. Al fin,
acordó de dar cuenta de todo a Camila; y, como no faltaba lugar para
poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella, así como vio que le
podía hablar, le dijo.
»—Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazón que me le aprieta
de suerte que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla
si no lo hace, pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a tanto, que cada
noche encierra a un galán suyo en esta casa y se está con él hasta el día,
tan a costa de mi crédito cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al
que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa. Y lo que me fatiga es
que no la puedo castigar ni reñir: que el ser ella secretario de nuestros
tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que
de aquí ha de nacer algún mal suceso.
»Al principio que Camila esto decía creyó Lotario que era artificio para
desmentille que el hombre que había visto salir era de Leonela, y no suyo;
pero, viéndola llorar y afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la
verdad, y, en creyéndola, acabó de estar confuso y arrepentido del todo.
Pero, con todo esto, respondió a Camila que no tuviese pena, que él
ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela. Díjole asimismo lo
que, instigado de la furiosa rabia de los celos, había dicho a Anselmo, y
cómo estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver desde allí a
la clara la poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle perdón desta locura,
y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto como
su mal discurso le había puesto.
»Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo y
muchas y discretas razones le riñó y afeó su mal pensamiento y la simple y
mala determinación que había tenido. Pero, como naturalmente tiene la mujer
ingenio presto para el bien y para el mal más que el varón, puesto que le
va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al
instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer inremediable
negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese Anselmo
donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para
que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin
declararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que, en
estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a
cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que
Anselmo le escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de declarar su
intención, porque con más seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser
necesario.
»—Digo —dijo Camila— que no hay más que guardar, si no fuere responderme
como yo os preguntare (no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que
pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a ella tan
bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que no podrían ser tan
buenos).
»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro día, con la escusa de ir aquella
aldea de su amigo, se partió y volvió a esconderse: que lo pudo hacer con
comodidad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela.
»Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que se puede imaginar que
tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de
su honra, íbase a pique de perder el sumo bien que él pensaba que tenía en
su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba
escondido, entraron en la recámara; y apenas hubo puesto los pies en ella
Camilia, cuando, dando un grande suspiro, dijo:
»—¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que, antes que llegase a poner en
ejecución lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que
tomases la daga de Anselmo, que te he pedido, y pasases con ella este
infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena
de la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo que vieron en mí los
atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que fuese causa de darle
atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha
descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a
esa ventana y llámale, que, sin duda alguna, él debe de estar en la calle,
esperando poner en efeto su mala intención. Pero primero se pondrá la cruel
cuanto honrada mía.
»—¡Ay, señora mía! —respondió la sagaz y advertida Leonela—, y ¿qué es lo
que quieres hacer con esta daga? ¿Quieres por ventura quitarte la vida o
quitársela a Lotario? Que cualquiera destas cosas que quieras ha de
redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules tu
agravio, y no des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta casa y
nos halle solas. Mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es hombre y
determinado; y, como viene con aquel mal propósito, ciego y apasionado,
quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo que te estaría
más mal que quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal ha
querido dar a este desuellacaras en su casa! Y ya, señora, que le mates,
como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél después de
muerto?
»—¿Qué, amiga? —respondió Camila—: dejarémosle para que Anselmo le
entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en
poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que todo el
tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio parece que
ofendo a la lealtad que a mi esposo debo.
»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada palabra que Camila decía, se le
mudaban los pensamientos; mas, cuando entendió que estaba resuelta en matar
a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese; pero
detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y honesta
resolución, con propósito de salir a tiempo que la estorbase.
»Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo, y, arrojándose encima de una
cama que allí estaba, comenzó Leonela a llorar muy amargamente y a decir:
»—¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin ventura que se me muriese aquí
entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las
buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!
»Con otras cosas a éstas semejantes, que ninguno la escuchara que no la
tuviera por la más lastimada y leal doncella del mundo, y a su señora por
otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo
Camila; y, al volver en sí, dijo:
»—¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más leal amigo de amigo que vio el
sol o cubrió la noche? Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la
tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se pase en amenazas y
maldiciones la justa venganza que espero.
»—Ya voy a llamarle, señora mía —dijo Leonela—, mas hasme de dar primero
esa daga, porque no hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con ella que
llorar toda la vida a todos los que bien te quieren.
»—Ve segura, Leonela amiga, que no haré —respondió Camila—; porque, ya que
sea atrevida y simple a tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser
tanto como aquella Lucrecia de quien dicen que se mató sin haber cometido
error alguno, y sin haber muerto primero a quien tuvo la causa de su
desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que
me ha dado ocasión de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos,
nacidos tan sin culpa mía.
»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario, pero,
en fin, salió; y, entre tanto que volvía, quedó Camilia diciendo, como que
hablaba consigo misma:
»—¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedido a Lotario, como
otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he
puesto, que me tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he de
tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo vengada,
ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso
llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron.
Pague el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo deseo: sepa el
mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no sólo guardó la lealtad
a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas,
con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo, pero ya se la
apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir
él al remedio del daño que allí le señalé, debió de ser que, de puro bueno
y confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo
pudiese caber género de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo
creí después, por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no
llegara a tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las
continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas, ¿para qué hago yo ahora
estos discursos? ¿Tiene, por ventura, una resulución gallarda necesidad de
consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues, traidores; aquí, venganzas!
¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere!
Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir
dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del
más falso amigo que vio la amistad en el mundo.
»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando
tan desconcertados y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no
parecía sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un
rufián desesperado.
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había
escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y
oído era bastante satisfación para mayores sospechas; y ya quisiera que la
prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso. Y,
estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengañar a su
esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y,
así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya
delante della, le dijo:
»—Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta
raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas,
en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo. Y,
antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me
escuches; que después responderás lo que más te agradare. Lo primero,
quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué
opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mí.
Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de
responder, pues no son dificultades las que te pregunto.
»No era tan ignorante Lotario que, desde el primer punto que Camila le dijo
que hiciese esconder a Anselmo, no hubiese dado en la cuenta de lo que ella
pensaba hacer; y así, correspondió con su intención tan discretamente, y
tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta
verdad; y así, respondió a Camila desta manera:
»—No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan
fuera de la intención con que yo aquí vengo. Si lo haces por dilatarme la
prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, porque tanto más
fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está más cerca de poseello;
pero, porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a
tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más tiernos años;
y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de nuestra amistad, por no me
hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa
de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión que él te
tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir
contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la
verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí
rompidas y violadas.
»—Si eso confiesas —respondió Camila—, enemigo mortal de todo aquello que
justamente merece ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes
que es el espejo donde se mira aquel en quien tú te debieras mirar, para
que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay, desdichada
de mí!, en la cuenta de quién te ha hecho tener tan poca con lo que a ti
mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero
llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido de deliberada
determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres que piensan
que no tienen de quién recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no,
dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí a tus ruegos con alguna palabra o
señal que pudiese despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus
infames deseos? ¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y
reprehendidas de las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas
promesas y mayores dádivas fueron de mí creídas, ni admitidas? Pero, por
parecerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo
tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mí la
culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, algún descuido mío ha sustentado
tanto tiempo tu cuidado; y así, quiero castigarme y darme la pena que tu
culpa merece. Y, porque vieses que, siendo conmigo tan inhumana, no era
posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio
que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de
ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mí también con el poco
recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di, para favorecer y
canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo
que algún descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la
que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos,
porque, castigándome otro verdugo, quizá sería más pública mi culpa; pero,
antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe
de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá,
dondequiera que fuere, la pena que da la justicia desinteresada y que no se
dobla al que en términos tan desesperados me ha puesto.
»Y, diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza arremetió a
Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela
en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran
falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su
fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingía
aquel estraño embuste y fealdad que, por dalle color de verdad, la quiso
matizar con su misma sangre; porque, viendo que no podía haber a Lotario, o
fingiendo que no podía, dijo:
»—Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo
menos, no será tan poderosa que, en parte, me quite que no le satisfaga.
Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía
asida, la sacó, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no
profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla del lado
izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como
desmayada.
»Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y todavía
dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo a Camila tendida en tierra y
bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha presteza, despavorido y sin
aliento, a sacar la daga, y, en ver la pequeña herida, salió del temor que
hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y
mucha discreción de la hermosa Camila; y, por acudir con lo que a él le
tocaba, comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el cuerpo de
Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no sólo a
él, sino al que había sido causa de habelle puesto en aquel término. Y,
como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas que el que le
oyera le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la
juzgara.
»Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario
fuese a buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo
y parecer de lo que dirían a Anselmo de aquella herida de su señora, si
acaso viniese antes que estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que
quisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese; sólo le
dijo que procurase tomarle la sangre, porque él se iba adonde gentes no le
viesen. Y, con muestras de mucho dolor y sentimiento, se salió de casa; y,
cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse
cruces, maravillándose de la industria de Camila y de los ademanes tan
proprios de Leonela. Consideraba cuán enterado había de quedar Anselmo de
que tenía por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con él para
celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera
imaginarse.
»Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora, que no era más de
aquello que bastó para acreditar su embuste; y, lavando con un poco de vino
la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo tales razones, en tanto
que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer
creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad.
»Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y
de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario
tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo a
su doncella si daría, o no, todo aquel suceso a su querido esposo; la cual
le dijo que no se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse de
Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer
estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a quitalle
todas aquellas que le fuese posible.
»Respondió Camila que le parecía muy bien su parecer y que ella le
seguiría; pero que en todo caso convenía buscar qué decir a Anselmo de la
causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver; a lo que Leonela
respondía que ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
»—Pues yo, hermana —replicó Camila—, ¿qué tengo de saber, que no me
atreveré a forjar ni sustentar una mentira, si me fuese en ello la vida? Y
si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor será decirle la verdad
desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
»—No tengas pena, señora: de aquí a mañana —respondió Leonela— yo pensaré
qué le digamos, y quizá que, por ser la herida donde es, la podrás
encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de favorecer a nuestros
tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora mía, y procura
sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada, y lo demás
déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los buenos deseos.
»Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia
de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la
representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado
en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener
lugar para salir de su casa, y ir a verse con su buen amigo Lotario,
congratulándose con él de la margarita preciosa que había hallado en el
desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle
lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió y luego fue a
buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los
abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que
dio a Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna
alegría, porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su
amigo y cuán injustamente él le agraviaba. Y, aunque Anselmo veía que
Lotario no se alegraba, creía ser la causa por haber dejado a Camila herida
y haber él sido la causa; y así, entre otras razones, le dijo que no
tuviese pena del suceso de Camila, porque, sin duda, la herida era ligera,
pues quedaban de concierto de encubrírsela a él; y que, según esto, no
había de qué temer, sino que de allí adelante se gozase y alegrase con él,
pues por su industria y medio él se veía levantado a la más alta felicidad
que acertara desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos
que en hacer versos en alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la
memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación y
dijo que él, por su parte, ayudaría a levantar tan ilustre edificio.
»Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber
en el mundo: él mismo llevó por la mano a su casa, creyendo que llevaba el
instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama. Recebíale Camila
con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño
algunos días, hasta que, al cabo de pocos meses, volvió Fortuna su rueda y
salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a
Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.»
Capítulo XXXV. Donde se da fin a la novela del Curioso impertinente
Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchón donde
reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
— Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más
reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado
una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le
ha tajado la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un nabo!
— ¿Qué dices, hermano? —dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela
quedaba—. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís,
estando el gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decía a
voces:
— ¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo, y no te ha de valer
tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho:
— No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea, o a
ayudar a mi amo; aunque ya no será menester, porque, sin duda alguna, el
gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que
yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado,
que es tamaña como un gran cuero de vino.
— Que me maten —dijo a esta sazón el ventero— si don Quijote, o don diablo,
no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su
cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece
sangre a este buen hombre.
Y, con esto, entró en el aposento, y todos tras él, y hallaron a don
Quijote en el más estraño traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era
tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás
tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de
vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo colorado,
grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la
manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el
porqué; y en la derecha, desenvainada la espada, con la cual daba
cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente
estuviera peleando con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos
abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el
gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a
fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y
que ya estaba en la pelea con su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas
en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento
estaba lleno de vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto enojo que
arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes
que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él acabara la guerra del
gigante; y, con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, hasta que
el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo y se le echó por
todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote; mas no con tanto
acuerdo que echase de ver de la manera que estaba.
Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a
ver la batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y, como no
la hallaba, dijo:
— Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez, en este
mesmo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos mojicones y porrazos,
sin saber quién me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece
por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mismísimos ojos, y la sangre
corría del cuerpo como de una fuente.
— ¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos? —dijo el
ventero—. ¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que
estos cueros que aquí están horadados y el vino tinto que nada en este
aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó?
— No sé nada —respondió Sancho—; sólo sé que vendré a ser tan desdichado
que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado como la sal
en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenían las
promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de ver la
flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser
como la vez pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora no le habían de
valer los previlegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo
otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a
los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a don Quijote, el cual, creyendo que ya había
acabado la aventura, y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se
hincó de rodillas delante del cura, diciendo:
— Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa señora, vivir, de hoy más,
segura que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también, de
hoy más, soy quito de la palabra que os di, pues, con el ayuda del alto
Dios y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan bien la he
cumplido.
— ¿No lo dije yo? —dijo oyendo esto Sancho—. Sí que no estaba yo borracho:
¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! ¡Ciertos son los toros:
mi condado está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos
reían sino el ventero, que se daba a Satanás. Pero, en fin, tanto hicieron
el barbero, Cardenio y el cura que, con no poco trabajo, dieron con don
Quijote en la cama, el cual se quedó dormido, con muestras de grandísimo
cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la venta a consolar
a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante; aunque más
tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la
repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en grito:
— En mal punto y en hora menguada entró en mi casa este caballero andante,
que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada
se fue con el costo de una noche, de cena, cama, paja y cebada, para él y
para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero
aventurero (que mala ventura le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en
el mundo) y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que así estaba
escrito en los aranceles de la caballería andantesca. Y ahora, por su
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