Don Quijote - 74
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una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura hermosa a la
misma muerte. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con
una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas
sobre el pecho, y, entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.
A un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos
personajes, que, por tener coronas en la cabeza y ceptros en las manos,
daban señales de ser algunos reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado
deste teatro, adonde se subía por algunas gradas, estaban otras dos sillas,
sobre las cuales los que trujeron los presos sentaron a don Quijote y a
Sancho, todo esto callando y dándoles a entender con señales a los dos que
asimismo callasen; pero, sin que se lo señalaran, callaron ellos, porque la
admiración de lo que estaban mirando les tenía atadas las lenguas.
Subieron, en esto, al teatro, con mucho acompañamiento, dos principales
personajes, que luego fueron conocidos de don Quijote ser el duque y la
duquesa, sus huéspedes, los cuales se sentaron en dos riquísimas sillas,
junto a los dos que parecían reyes. ¿Quién no se había de admirar con esto,
añadiéndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que
estaba sobre el túmulo era el de la hermosa Altisidora?
Al subir el duque y la duquesa en el teatro, se levantaron don Quijote y
Sancho y les hicieron una profunda humillación, y los duques hicieron lo
mesmo, inclinando algún tanto las cabezas.
Salió, en esto, de través un ministro, y, llegándose a Sancho, le echó una
ropa de bocací negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y,
quitándole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que
sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y díjole al oído que no
descosiese los labios, porque le echarían una mordaza, o le quitarían la
vida. Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como
no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola
pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí:
— Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan.
Mirábale también don Quijote, y, aunque el temor le tenía suspensos los
sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho. Comenzó, en esto, a
salir, al parecer, debajo del túmulo un son sumiso y agradable de flautas,
que, por no ser impedido de alguna humana voz, porque en aquel sitio el
mesmo silencio guardaba silencio a sí mismo, se mostraba blando y amoroso.
Luego hizo de sí improvisa muestra, junto a la almohada del, al parecer,
cadáver, un hermoso mancebo vestido a lo romano, que, al son de una arpa,
que él mismo tocaba, cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:
-En tanto que en sí vuelve Altisidora,
muerta por la crueldad de don Quijote,
y en tanto que en la corte encantadora
se vistieren las damas de picote,
y en tanto que a sus dueñas mi señora
vistiere de bayeta y de anascote,
cantaré su belleza y su desgracia,
con mejor plectro que el cantor de Tracia.
Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida;
mas, con la lengua muerta y fría en la boca,
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca,
por el estigio lago conducida,
celebrándote irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.
— No más —dijo a esta sazón uno de los dos que parecían reyes—: no más,
cantor divino; que sería proceder en infinito representarnos ahora la
muerte y las gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo
ignorante piensa, sino viva en las lenguas de la Fama, y en la pena que
para volverla a la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que está presente;
y así, ¡oh tú, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas lóbregas de
Lite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados está
determinado acerca de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo luego,
porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta esperamos.
Apenas hubo dicho esto Minos, juez y compañero de Radamanto, cuando,
levantándose en pie Radamanto, dijo:
— ¡Ea, ministros de esta casa, altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos
tras otros y sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y doce
pellizcos y seis alfilerazos en brazos y lomos, que en esta ceremonia
consiste la salud de Altisidora!
Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el silencio, y dijo:
— ¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como
volverme moro! ¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver manosearme el rostro con
la resurreción desta doncella? Regostóse la vieja a los bledos. Encantan a
Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de males
que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mí veinte y cuatro
mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a
pellizcos. ¡Esas burlas, a un cuñado, que yo soy perro viejo, y no hay
conmigo tus, tus!
— ¡Morirás! —dijo en alta voz Radamanto—. Ablándate, tigre; humíllate,
Nembrot soberbio, y sufre y calla, pues no te piden imposibles. Y no te
metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser,
acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir. ¡Ea, digo, ministros,
cumplid mi mandamiento; si no, por la fe de hombre de bien, que habéis de
ver para lo que nacistes!
Parecieron, en esto, que por el patio venían, hasta seis dueñas en
procesión, una tras otra, las cuatro con antojos, y todas levantadas las
manos derechas en alto, con cuatro dedos de muñecas de fuera, para hacer
las manos más largas, como ahora se usa. No las hubo visto Sancho, cuando,
bramando como un toro, dijo:
— Bien podré yo dejarme manosear de todo el mundo, pero consentir que me
toquen dueñas, ¡eso no! Gatéenme el rostro, como hicieron a mi amo en este
mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas buidas;
atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré en paciencia,
o serviré a estos señores; pero que me toquen dueñas no lo consentiré, si
me llevase el diablo.
Rompió también el silencio don Quijote, diciendo a Sancho:
— Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos señores, y muchas gracias al cielo
por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della
desencantes los encantados y resucites los muertos.
Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más
persuadido, poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera,
la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia.
— ¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña —dijo Sancho—; que por Dios que
traéis las manos oliendo a vinagrillo!
Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa le
pellizcaron; pero lo que él no pudo sufrir fue el punzamiento de los
alfileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno, y, asiendo de
una hacha encendida que junto a él estaba, dio tras las dueñas, y tras
todos su verdugos, diciendo:
— ¡Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan
extraordinarios martirios!
En esto, Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto
tiempo supina, se volvió de un lado; visto lo cual por los circunstantes,
casi todos a una voz dijeron:
— ¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!
Mandó Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se había alcanzado
el intento que se procuraba.
Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas
delante de Sancho, diciéndole:
— Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des
algunos de los azotes que estás obligado a dar por el desencanto de
Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y
con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.
A lo que respondió Sancho:
— Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno sería
que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No
tienen más que hacer sino tomar una gran piedra, y atármela al cuello, y
dar conmigo en un pozo, de lo que a mí no pesaría mucho, si es que para
curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda. Déjenme; si no,
por Dios que lo arroje y lo eche todo a trece, aunque no se venda.
Ya en esto, se había sentado en el túmulo Altisidora, y al mismo instante
sonaron las chirimías, a quien acompañaron las flautas y las voces de
todos, que aclamaban:
— ¡Viva Altisidora! ¡Altisidora viva!
Levantáronse los duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos juntos, con
don Quijote y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a bajarla del túmulo;
la cual, haciendo de la desmayada, se inclinó a los duques y a los reyes,
y, mirando de través a don Quijote, le dijo:
— Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado
en el otro mundo, a mi parecer, más de mil años; y a ti, ¡oh el más
compasivo escudero que contiene el orbe!, te agradezco la vida que poseo.
Dispón desde hoy más, amigo Sancho, de seis camisas mías que te mando para
que hagas otras seis para ti; y, si no son todas sanas, a lo menos son
todas limpias.
Besóle por ello las manos Sancho, con la coroza en la mano y las rodillas
en el suelo. Mandó el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza,
y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó Sancho
al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las quería llevar a su tierra,
por señal y memoria de aquel nunca visto suceso. La duquesa respondió que
sí dejarían, que ya sabía él cuán grande amiga suya era. Mandó el duque
despejar el patio, y que todos se recogiesen a sus estancias, y que a don
Quijote y a Sancho los llevasen a las que ellos ya se sabían.
Capítulo LXX. Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no
escusadas para la claridad desta historia
Durmió Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don
Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que
su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se
hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios
pasados los tenía presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniérale
más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia
acompañado. Salióle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que,
apenas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo:
— ¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la
fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a
Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro
instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración
del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.
— Muriérase ella en hora buena cuanto quisiera y como quisiera —respondió
Sancho—, y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en
mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora,
doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he
dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sí que vengo a conocer
clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien
Dios me libre, pues yo no me sé librar; con todo esto, suplico a vuestra
merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por
una ventana abajo.
— Duerme, Sancho amigo —respondió don Quijote—, si es que te dan lugar los
alfilerazos y pellizcos recebidos, y las mamonas hechas.
— Ningún dolor —replicó Sancho— llegó a la afrenta de las mamonas, no por
otra cosa que por habérmelas hecho dueña, que confundidas sean; y torno a
suplicar a vuesa merced me deje dormir, porque el sueño es alivio de las
miserias de los que las tienen despiertas.
Sea así —dijo don Quijote—, y Dios te acompañe.
Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide
Hamete, autor desta grande historia, qué les movió a los duques a levantar
el edificio de la máquina referida. Y dice que, no habiéndosele olvidado al
bachiller Sansón Carrasco cuando el Caballero de los Espejos fue vencido y
derribado por don Quijote, cuyo vencimiento y caída borró y deshizo todos
sus designios, quiso volver a probar la mano, esperando mejor suceso que el
pasado; y así, informándose del paje que llevó la carta y presente a Teresa
Panza, mujer de Sancho, adónde don Quijote quedaba, buscó nuevas armas y
caballo, y puso en el escudo la blanca luna, llevándolo todo sobre un
macho, a quien guiaba un labrador, y no Tomé Cecial, su antiguo escudero,
porque no fuese conocido de Sancho ni de don Quijote.
Llegó, pues, al castillo del duque, que le informó el camino y derrota que
don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza.
Díjole asimismo las burlas que le había hecho con la traza del desencanto
de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho. En fin,
dio cuenta de la burla que Sancho había hecho a su amo, dándole a entender
que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora, y cómo la
duquesa su mujer había dado a entender a Sancho que él era el que se
engañaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco
se rió y admiró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de
Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote.
Pidióle el duque que si le hallase, y le venciese o no, se volviese por
allí a darle cuenta del suceso. Hízolo así el bachiller; partióse en su
busca, no le halló en Zaragoza, pasó adelante y sucedióle lo que queda
referido.
Volvióse por el castillo del duque y contóselo todo, con las condiciones de
la batalla, y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero
andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo
podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que ésta era la
intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser
cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese
loco. Con esto, se despidió del duque, y se volvió a su lugar, esperando en
él a don Quijote, que tras él venía.
De aquí tomó ocasión el duque de hacerle aquella burla: tanto era lo que
gustaba de las cosas de Sancho y de don Quijote; y haciendo tomar los
caminos cerca y lejos del castillo por todas las partes que imaginó que
podría volver don Quijote, con muchos criados suyos de a pie y de a
caballo, para que por fuerza o de grado le trujesen al castillo, si le
hallasen. Halláronle, dieron aviso al duque, el cual, ya prevenido de todo
lo que había de hacer, así como tuvo noticia de su llegada, mandó encender
las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el túmulo,
con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo, y tan bien hechos,
que de la verdad a ellos había bien poca diferencia.
Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como
los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues
tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos.
Los cuales, el uno durmiendo a sueño suelto, y el otro velando a
pensamientos desatados, les tomó el día y la gana de levantarse; que las
ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a don Quijote.
Altisidora —en la opinión de don Quijote, vuelta de muerte a vida—,
siguiendo el humor de sus señores, coronada con la misma guirnalda que en
el túmulo tenía, y vestida una tunicela de tafetán blanco, sembrada de
flores de oro, y sueltos los cabellos por las espaldas, arrimada a un
báculo de negro y finísimo ébano, entró en el aposento de don Quijote, con
cuya presencia turbado y confuso, se encogió y cubrió casi todo con las
sábanas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase a hacerle
cortesía ninguna. Sentóse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y,
después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:
— Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la
honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando
noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho
término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas,
apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta;
tanto que, por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio y perdí la
vida. Dos días ha que con la consideración del rigor con que me has
tratado,
¡Oh más duro que mármol a mis quejas,
empedernido caballero!, he estado muerta, o, a lo menos, juzgada por tal de
los que me han visto; y si no fuera porque el Amor, condoliéndose de mí,
depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me quedara
en el otro mundo.
— Bien pudiera el Amor —dijo Sancho— depositarlos en los de mi asno, que yo
se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode con otro
más blando amante que mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay
en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener
aquel paradero.
— La verdad que os diga —respondió Altisidora—, yo no debí de morir del
todo, pues no entré en el infierno; que, si allá entrara, una por una no
pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta,
adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en
calzas y en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas,
y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de puños, con cuatro dedos
de brazo de fuera, porque pareciesen las manos más largas, en las cuales
tenían unas palas de fuego; y lo que más me admiró fue que les servían, en
lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa
maravillosa y nueva; pero esto no me admiró tanto como el ver que, siendo
natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los
que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se
maldecían.
— Eso no es maravilla —respondió Sancho—, porque los diablos, jueguen o no
jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen.
— Así debe de ser —respondió Altisidora—; mas hay otra cosa que también me
admira, quiero decir me admiró entonces, y fue que al primer voleo no
quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez; y así,
menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos,
nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron
las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: ''Mirad qué
libro es ése''. Y el diablo le respondió: ''Ésta es la Segunda parte de la
historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su
primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de
Tordesillas''. ''Quitádmele de ahí —respondió el otro diablo—, y metedle en
los abismos del infierno: no le vean más mis ojos''. ''¿Tan malo es?'',
respondió el otro. ''Tan malo —replicó el primero—, que si de propósito yo
mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara''. Prosiguieron su juego,
peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a
quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta
visión.
— Visión debió de ser, sin duda —dijo don Quijote—, porque no hay otro yo en
el mundo, y ya esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en
ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oír que ando
como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de
la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere
buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su
parto a la sepultura no será muy largo el camino.
Iba Altisidora a proseguir en quejarse de don Quijote, cuando le dijo don
Quijote:
— Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado
en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos
que remediados; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si
los hubiera, me dedicaron para ella; y pensar que otra alguna hermosura ha
de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente
desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra
honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible.
Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:
— ¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco
y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si
arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don
vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que
habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por
semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña,
cuanto más morirme.
— Eso creo yo muy bien —dijo Sancho—, que esto del morirse los enamorados es
cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.
Estando en estas pláticas, entró el músico, cantor y poeta que había
cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran
reverencia a don Quijote, dijo:
— Vuestra merced, señor caballero, me cuente y tenga en el número de sus
mayores servidores, porque ha muchos días que le soy muy aficionado, así
por su fama como por sus hazañas.
Don Quijote le respondió:
— Vuestra merced me diga quién es, porque mi cortesía responda a sus
merecimientos.
El mozo respondió que era el músico y panegírico de la noche antes.
— Por cierto —replicó don Quijote—, que vuestra merced tiene estremada voz,
pero lo que cantó no me parece que fue muy a propósito; porque, ¿qué tienen
que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta señora?
— No se maraville vuestra merced deso —respondió el músico—, que ya entre
los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como
quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento,
y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia
poética.
Responder quisiera don Quijote, pero estorbáronlo el duque y la duquesa,
que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce plática,
en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de
nuevo admirados a los duques, así con su simplicidad como con su agudeza.
Don Quijote les suplicó le diesen licencia para partirse aquel mismo día,
pues a los vencidos caballeros, como él, más les convenía habitar una
zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa
le preguntó si quedaba en su gracia Altisidora. Él le respondió:
— Señora mía, sepa Vuestra Señoría que todo el mal desta doncella nace de
ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua. Ella me ha
dicho aquí que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de
saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos,
no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien
quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.
— Y el mío —añadió Sancho—, pues no he visto en toda mi vida randera que por
amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos
en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues,
mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa
Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.
— Vos decís muy bien, Sancho —dijo la duquesa—, y yo haré que mi Altisidora
se ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor blanca, que la sabe hacer
por estremo.
— No hay para qué, señora —respondió Altisidora—, usar dese remedio, pues la
consideración de las crueldades que conmigo ha usado este malandrín
mostrenco me le borrarán de la memoria sin otro artificio alguno. Y, con
licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aquí, por no ver delante
de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura.
— Eso me parece —dijo el duque— a lo que suele decirse:
Porque aquel que dice injurias,
cerca está de perdonar.
Hizo Altisidora muestra de limpiarse las lágrimas con un pañuelo, y,
haciendo reverencia a sus señores, se salió del aposento.
— Mándote yo —dijo Sancho—, pobre doncella, mándote, digo, mala ventura,
pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A
fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!
Acabóse la plática, vistióse don Quijote, comió con los duques, y partióse
aquella tarde.
Capítulo LXXI. De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho
yendo a su aldea
Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo además por una parte,
y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento; y la alegría, el
considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurreción
de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada
doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le
entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las
camisas; y, yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:
— En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar
en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan,
quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla
de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo
cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas,
pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a
tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que, antes que le cure,
me han de untar las mías; que el abad de donde canta yanta, y no quiero
creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la
comunique con otros de bóbilis, bóbilis.
— Tú tienes razón, Sancho amigo —respondió don Quijote—, y halo hecho muy
mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y, puesto que tu
virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio
es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga
por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como
buena; pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que
impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se
perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego, y
págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.
A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio
consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana; y dijo a su amo:
— Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo
que desea, con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace
que me muestre interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada
azote que me diere?
— Si yo te hubiera de pagar, Sancho —respondió don Quijote—, conforme lo que
merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas
del Potosí fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a lo que llevas mío,
y pon el precio a cada azote.
— Ellos —respondió Sancho— son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me
he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco,
y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no
llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos
cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen
setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta
medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a
los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco
reales. Éstos desfalcaré yo de los que tengo de vuestra merced, y entraré
en mi casa rico y contento, aunque bien azotado; porque no se toman
truchas..., y no digo más.
— ¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable —respondió don Quijote—, y cuán
obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el
cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible
sino que vuelva, su desdicha habrá sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo
triunfo. Y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la diciplina, que porque
misma muerte. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con
una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas
sobre el pecho, y, entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.
A un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos
personajes, que, por tener coronas en la cabeza y ceptros en las manos,
daban señales de ser algunos reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado
deste teatro, adonde se subía por algunas gradas, estaban otras dos sillas,
sobre las cuales los que trujeron los presos sentaron a don Quijote y a
Sancho, todo esto callando y dándoles a entender con señales a los dos que
asimismo callasen; pero, sin que se lo señalaran, callaron ellos, porque la
admiración de lo que estaban mirando les tenía atadas las lenguas.
Subieron, en esto, al teatro, con mucho acompañamiento, dos principales
personajes, que luego fueron conocidos de don Quijote ser el duque y la
duquesa, sus huéspedes, los cuales se sentaron en dos riquísimas sillas,
junto a los dos que parecían reyes. ¿Quién no se había de admirar con esto,
añadiéndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que
estaba sobre el túmulo era el de la hermosa Altisidora?
Al subir el duque y la duquesa en el teatro, se levantaron don Quijote y
Sancho y les hicieron una profunda humillación, y los duques hicieron lo
mesmo, inclinando algún tanto las cabezas.
Salió, en esto, de través un ministro, y, llegándose a Sancho, le echó una
ropa de bocací negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y,
quitándole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que
sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y díjole al oído que no
descosiese los labios, porque le echarían una mordaza, o le quitarían la
vida. Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como
no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola
pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí:
— Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan.
Mirábale también don Quijote, y, aunque el temor le tenía suspensos los
sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho. Comenzó, en esto, a
salir, al parecer, debajo del túmulo un son sumiso y agradable de flautas,
que, por no ser impedido de alguna humana voz, porque en aquel sitio el
mesmo silencio guardaba silencio a sí mismo, se mostraba blando y amoroso.
Luego hizo de sí improvisa muestra, junto a la almohada del, al parecer,
cadáver, un hermoso mancebo vestido a lo romano, que, al son de una arpa,
que él mismo tocaba, cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:
-En tanto que en sí vuelve Altisidora,
muerta por la crueldad de don Quijote,
y en tanto que en la corte encantadora
se vistieren las damas de picote,
y en tanto que a sus dueñas mi señora
vistiere de bayeta y de anascote,
cantaré su belleza y su desgracia,
con mejor plectro que el cantor de Tracia.
Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida;
mas, con la lengua muerta y fría en la boca,
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca,
por el estigio lago conducida,
celebrándote irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.
— No más —dijo a esta sazón uno de los dos que parecían reyes—: no más,
cantor divino; que sería proceder en infinito representarnos ahora la
muerte y las gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo
ignorante piensa, sino viva en las lenguas de la Fama, y en la pena que
para volverla a la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que está presente;
y así, ¡oh tú, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas lóbregas de
Lite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados está
determinado acerca de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo luego,
porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta esperamos.
Apenas hubo dicho esto Minos, juez y compañero de Radamanto, cuando,
levantándose en pie Radamanto, dijo:
— ¡Ea, ministros de esta casa, altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos
tras otros y sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y doce
pellizcos y seis alfilerazos en brazos y lomos, que en esta ceremonia
consiste la salud de Altisidora!
Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el silencio, y dijo:
— ¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como
volverme moro! ¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver manosearme el rostro con
la resurreción desta doncella? Regostóse la vieja a los bledos. Encantan a
Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de males
que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mí veinte y cuatro
mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a
pellizcos. ¡Esas burlas, a un cuñado, que yo soy perro viejo, y no hay
conmigo tus, tus!
— ¡Morirás! —dijo en alta voz Radamanto—. Ablándate, tigre; humíllate,
Nembrot soberbio, y sufre y calla, pues no te piden imposibles. Y no te
metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser,
acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir. ¡Ea, digo, ministros,
cumplid mi mandamiento; si no, por la fe de hombre de bien, que habéis de
ver para lo que nacistes!
Parecieron, en esto, que por el patio venían, hasta seis dueñas en
procesión, una tras otra, las cuatro con antojos, y todas levantadas las
manos derechas en alto, con cuatro dedos de muñecas de fuera, para hacer
las manos más largas, como ahora se usa. No las hubo visto Sancho, cuando,
bramando como un toro, dijo:
— Bien podré yo dejarme manosear de todo el mundo, pero consentir que me
toquen dueñas, ¡eso no! Gatéenme el rostro, como hicieron a mi amo en este
mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas buidas;
atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré en paciencia,
o serviré a estos señores; pero que me toquen dueñas no lo consentiré, si
me llevase el diablo.
Rompió también el silencio don Quijote, diciendo a Sancho:
— Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos señores, y muchas gracias al cielo
por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della
desencantes los encantados y resucites los muertos.
Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más
persuadido, poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera,
la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia.
— ¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña —dijo Sancho—; que por Dios que
traéis las manos oliendo a vinagrillo!
Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa le
pellizcaron; pero lo que él no pudo sufrir fue el punzamiento de los
alfileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno, y, asiendo de
una hacha encendida que junto a él estaba, dio tras las dueñas, y tras
todos su verdugos, diciendo:
— ¡Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan
extraordinarios martirios!
En esto, Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto
tiempo supina, se volvió de un lado; visto lo cual por los circunstantes,
casi todos a una voz dijeron:
— ¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!
Mandó Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se había alcanzado
el intento que se procuraba.
Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas
delante de Sancho, diciéndole:
— Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des
algunos de los azotes que estás obligado a dar por el desencanto de
Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y
con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.
A lo que respondió Sancho:
— Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno sería
que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No
tienen más que hacer sino tomar una gran piedra, y atármela al cuello, y
dar conmigo en un pozo, de lo que a mí no pesaría mucho, si es que para
curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda. Déjenme; si no,
por Dios que lo arroje y lo eche todo a trece, aunque no se venda.
Ya en esto, se había sentado en el túmulo Altisidora, y al mismo instante
sonaron las chirimías, a quien acompañaron las flautas y las voces de
todos, que aclamaban:
— ¡Viva Altisidora! ¡Altisidora viva!
Levantáronse los duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos juntos, con
don Quijote y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a bajarla del túmulo;
la cual, haciendo de la desmayada, se inclinó a los duques y a los reyes,
y, mirando de través a don Quijote, le dijo:
— Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado
en el otro mundo, a mi parecer, más de mil años; y a ti, ¡oh el más
compasivo escudero que contiene el orbe!, te agradezco la vida que poseo.
Dispón desde hoy más, amigo Sancho, de seis camisas mías que te mando para
que hagas otras seis para ti; y, si no son todas sanas, a lo menos son
todas limpias.
Besóle por ello las manos Sancho, con la coroza en la mano y las rodillas
en el suelo. Mandó el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza,
y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó Sancho
al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las quería llevar a su tierra,
por señal y memoria de aquel nunca visto suceso. La duquesa respondió que
sí dejarían, que ya sabía él cuán grande amiga suya era. Mandó el duque
despejar el patio, y que todos se recogiesen a sus estancias, y que a don
Quijote y a Sancho los llevasen a las que ellos ya se sabían.
Capítulo LXX. Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no
escusadas para la claridad desta historia
Durmió Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don
Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que
su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se
hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios
pasados los tenía presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniérale
más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia
acompañado. Salióle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que,
apenas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo:
— ¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la
fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a
Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro
instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración
del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.
— Muriérase ella en hora buena cuanto quisiera y como quisiera —respondió
Sancho—, y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en
mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora,
doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he
dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sí que vengo a conocer
clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien
Dios me libre, pues yo no me sé librar; con todo esto, suplico a vuestra
merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por
una ventana abajo.
— Duerme, Sancho amigo —respondió don Quijote—, si es que te dan lugar los
alfilerazos y pellizcos recebidos, y las mamonas hechas.
— Ningún dolor —replicó Sancho— llegó a la afrenta de las mamonas, no por
otra cosa que por habérmelas hecho dueña, que confundidas sean; y torno a
suplicar a vuesa merced me deje dormir, porque el sueño es alivio de las
miserias de los que las tienen despiertas.
Sea así —dijo don Quijote—, y Dios te acompañe.
Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide
Hamete, autor desta grande historia, qué les movió a los duques a levantar
el edificio de la máquina referida. Y dice que, no habiéndosele olvidado al
bachiller Sansón Carrasco cuando el Caballero de los Espejos fue vencido y
derribado por don Quijote, cuyo vencimiento y caída borró y deshizo todos
sus designios, quiso volver a probar la mano, esperando mejor suceso que el
pasado; y así, informándose del paje que llevó la carta y presente a Teresa
Panza, mujer de Sancho, adónde don Quijote quedaba, buscó nuevas armas y
caballo, y puso en el escudo la blanca luna, llevándolo todo sobre un
macho, a quien guiaba un labrador, y no Tomé Cecial, su antiguo escudero,
porque no fuese conocido de Sancho ni de don Quijote.
Llegó, pues, al castillo del duque, que le informó el camino y derrota que
don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza.
Díjole asimismo las burlas que le había hecho con la traza del desencanto
de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho. En fin,
dio cuenta de la burla que Sancho había hecho a su amo, dándole a entender
que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora, y cómo la
duquesa su mujer había dado a entender a Sancho que él era el que se
engañaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco
se rió y admiró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de
Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote.
Pidióle el duque que si le hallase, y le venciese o no, se volviese por
allí a darle cuenta del suceso. Hízolo así el bachiller; partióse en su
busca, no le halló en Zaragoza, pasó adelante y sucedióle lo que queda
referido.
Volvióse por el castillo del duque y contóselo todo, con las condiciones de
la batalla, y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero
andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo
podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que ésta era la
intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser
cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese
loco. Con esto, se despidió del duque, y se volvió a su lugar, esperando en
él a don Quijote, que tras él venía.
De aquí tomó ocasión el duque de hacerle aquella burla: tanto era lo que
gustaba de las cosas de Sancho y de don Quijote; y haciendo tomar los
caminos cerca y lejos del castillo por todas las partes que imaginó que
podría volver don Quijote, con muchos criados suyos de a pie y de a
caballo, para que por fuerza o de grado le trujesen al castillo, si le
hallasen. Halláronle, dieron aviso al duque, el cual, ya prevenido de todo
lo que había de hacer, así como tuvo noticia de su llegada, mandó encender
las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el túmulo,
con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo, y tan bien hechos,
que de la verdad a ellos había bien poca diferencia.
Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como
los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues
tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos.
Los cuales, el uno durmiendo a sueño suelto, y el otro velando a
pensamientos desatados, les tomó el día y la gana de levantarse; que las
ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a don Quijote.
Altisidora —en la opinión de don Quijote, vuelta de muerte a vida—,
siguiendo el humor de sus señores, coronada con la misma guirnalda que en
el túmulo tenía, y vestida una tunicela de tafetán blanco, sembrada de
flores de oro, y sueltos los cabellos por las espaldas, arrimada a un
báculo de negro y finísimo ébano, entró en el aposento de don Quijote, con
cuya presencia turbado y confuso, se encogió y cubrió casi todo con las
sábanas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase a hacerle
cortesía ninguna. Sentóse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y,
después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:
— Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la
honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando
noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho
término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas,
apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta;
tanto que, por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio y perdí la
vida. Dos días ha que con la consideración del rigor con que me has
tratado,
¡Oh más duro que mármol a mis quejas,
empedernido caballero!, he estado muerta, o, a lo menos, juzgada por tal de
los que me han visto; y si no fuera porque el Amor, condoliéndose de mí,
depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me quedara
en el otro mundo.
— Bien pudiera el Amor —dijo Sancho— depositarlos en los de mi asno, que yo
se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode con otro
más blando amante que mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay
en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener
aquel paradero.
— La verdad que os diga —respondió Altisidora—, yo no debí de morir del
todo, pues no entré en el infierno; que, si allá entrara, una por una no
pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta,
adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en
calzas y en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas,
y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de puños, con cuatro dedos
de brazo de fuera, porque pareciesen las manos más largas, en las cuales
tenían unas palas de fuego; y lo que más me admiró fue que les servían, en
lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa
maravillosa y nueva; pero esto no me admiró tanto como el ver que, siendo
natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los
que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se
maldecían.
— Eso no es maravilla —respondió Sancho—, porque los diablos, jueguen o no
jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen.
— Así debe de ser —respondió Altisidora—; mas hay otra cosa que también me
admira, quiero decir me admiró entonces, y fue que al primer voleo no
quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez; y así,
menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos,
nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron
las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: ''Mirad qué
libro es ése''. Y el diablo le respondió: ''Ésta es la Segunda parte de la
historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su
primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de
Tordesillas''. ''Quitádmele de ahí —respondió el otro diablo—, y metedle en
los abismos del infierno: no le vean más mis ojos''. ''¿Tan malo es?'',
respondió el otro. ''Tan malo —replicó el primero—, que si de propósito yo
mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara''. Prosiguieron su juego,
peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a
quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta
visión.
— Visión debió de ser, sin duda —dijo don Quijote—, porque no hay otro yo en
el mundo, y ya esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en
ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oír que ando
como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de
la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere
buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su
parto a la sepultura no será muy largo el camino.
Iba Altisidora a proseguir en quejarse de don Quijote, cuando le dijo don
Quijote:
— Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado
en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos
que remediados; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si
los hubiera, me dedicaron para ella; y pensar que otra alguna hermosura ha
de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente
desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra
honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible.
Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:
— ¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco
y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si
arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don
vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que
habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por
semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña,
cuanto más morirme.
— Eso creo yo muy bien —dijo Sancho—, que esto del morirse los enamorados es
cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.
Estando en estas pláticas, entró el músico, cantor y poeta que había
cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran
reverencia a don Quijote, dijo:
— Vuestra merced, señor caballero, me cuente y tenga en el número de sus
mayores servidores, porque ha muchos días que le soy muy aficionado, así
por su fama como por sus hazañas.
Don Quijote le respondió:
— Vuestra merced me diga quién es, porque mi cortesía responda a sus
merecimientos.
El mozo respondió que era el músico y panegírico de la noche antes.
— Por cierto —replicó don Quijote—, que vuestra merced tiene estremada voz,
pero lo que cantó no me parece que fue muy a propósito; porque, ¿qué tienen
que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta señora?
— No se maraville vuestra merced deso —respondió el músico—, que ya entre
los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como
quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento,
y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia
poética.
Responder quisiera don Quijote, pero estorbáronlo el duque y la duquesa,
que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce plática,
en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de
nuevo admirados a los duques, así con su simplicidad como con su agudeza.
Don Quijote les suplicó le diesen licencia para partirse aquel mismo día,
pues a los vencidos caballeros, como él, más les convenía habitar una
zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa
le preguntó si quedaba en su gracia Altisidora. Él le respondió:
— Señora mía, sepa Vuestra Señoría que todo el mal desta doncella nace de
ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua. Ella me ha
dicho aquí que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de
saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos,
no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien
quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.
— Y el mío —añadió Sancho—, pues no he visto en toda mi vida randera que por
amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos
en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues,
mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa
Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.
— Vos decís muy bien, Sancho —dijo la duquesa—, y yo haré que mi Altisidora
se ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor blanca, que la sabe hacer
por estremo.
— No hay para qué, señora —respondió Altisidora—, usar dese remedio, pues la
consideración de las crueldades que conmigo ha usado este malandrín
mostrenco me le borrarán de la memoria sin otro artificio alguno. Y, con
licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aquí, por no ver delante
de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura.
— Eso me parece —dijo el duque— a lo que suele decirse:
Porque aquel que dice injurias,
cerca está de perdonar.
Hizo Altisidora muestra de limpiarse las lágrimas con un pañuelo, y,
haciendo reverencia a sus señores, se salió del aposento.
— Mándote yo —dijo Sancho—, pobre doncella, mándote, digo, mala ventura,
pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A
fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!
Acabóse la plática, vistióse don Quijote, comió con los duques, y partióse
aquella tarde.
Capítulo LXXI. De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho
yendo a su aldea
Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo además por una parte,
y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento; y la alegría, el
considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurreción
de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada
doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le
entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las
camisas; y, yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:
— En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar
en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan,
quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla
de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo
cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas,
pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a
tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que, antes que le cure,
me han de untar las mías; que el abad de donde canta yanta, y no quiero
creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la
comunique con otros de bóbilis, bóbilis.
— Tú tienes razón, Sancho amigo —respondió don Quijote—, y halo hecho muy
mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y, puesto que tu
virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio
es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga
por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como
buena; pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que
impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se
perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego, y
págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.
A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio
consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana; y dijo a su amo:
— Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo
que desea, con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace
que me muestre interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada
azote que me diere?
— Si yo te hubiera de pagar, Sancho —respondió don Quijote—, conforme lo que
merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas
del Potosí fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a lo que llevas mío,
y pon el precio a cada azote.
— Ellos —respondió Sancho— son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me
he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco,
y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no
llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos
cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen
setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta
medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a
los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco
reales. Éstos desfalcaré yo de los que tengo de vuestra merced, y entraré
en mi casa rico y contento, aunque bien azotado; porque no se toman
truchas..., y no digo más.
— ¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable —respondió don Quijote—, y cuán
obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el
cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible
sino que vuelva, su desdicha habrá sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo
triunfo. Y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la diciplina, que porque
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