Don Quijote - 44
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crías de las tres yeguas! En efecto, en efecto, más vale pájaro en mano que
buitre volando.
— Todavía —respondió don Quijote—, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como
yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro
de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al
redropelo y te las pusiera en las manos.
— Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes —respondió
Sancho Panza— fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.
— Así es verdad —replicó don Quijote—, porque no fuera acertado que los
atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es
la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en
tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los
que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la
república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo
las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo
nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los
comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia
adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y
otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el
mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado
simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan
todos los recitantes iguales.
— Sí he visto —respondió Sancho.
— Pues lo mesmo —dijo don Quijote— acontece en la comedia y trato deste
mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y,
finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia;
pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita
la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la
sepultura.
— ¡Brava comparación! —dijo Sancho—, aunque no tan nueva que yo no la haya
oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que,
mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en
acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en
una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
— Cada día, Sancho —dijo don Quijote—, te vas haciendo menos simple y más
discreto.
— Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced
— respondió Sancho—; que las tierras que de suyo son estériles y secas,
estercolándolas y cultivándolas, vienen a dar buenos frutos: quiero decir
que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la
estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que
ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean
de bendición, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la
buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.
Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle ser
verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de
manera que le admiraba; puesto que todas o las más veces que Sancho quería
hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con despeñarse del
monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se
mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no
viniesen a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en
el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y a Sancho
le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como él decía
cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio, le dio pasto abundoso y
libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su
señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña, o no durmiesen debajo de
techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada
de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la
silla; pero, ¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo hizo Sancho,
y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante
fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos,
que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della;
mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se
debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su
prosupuesto, y escribe que, así como las dos bestias se juntaban, acudían a
rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba
Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra
parte más de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se
solían estar de aquella manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que
les dejaban, o no les compelía la hambre a buscar sustento.
Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la
amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y si esto es
así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser
la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres,
que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:
No hay amigo para amigo:
las cañas se vuelven lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo la chinche, etc.
Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber
comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las
bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas
cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristel; de los perros,
el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las
hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad,
del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote
dormitando al de una robusta encina; pero, poco espacio de tiempo había
pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y,
levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido
procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose
derribar de la silla, dijo al otro:
— Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que, a mi parecer, este
sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester
mis amorosos pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y, al
arrojarse, hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal
por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y,
llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño
trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz baja le dijo:
— Hermano Sancho, aventura tenemos.
— Dios nos la dé buena —respondió Sancho—; y ¿adónde está, señor mío, su
merced de esa señora aventura?
— ¿Adónde, Sancho? —replicó don Quijote—; vuelve los ojos y mira, y verás
allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no
debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y
tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le
crujieron las armas.
— Pues ¿en qué halla vuesa merced —dijo Sancho— que ésta sea aventura?
— No quiero yo decir —respondió don Quijote— que ésta sea aventura del todo,
sino principio della; que por aquí se comienzan las aventuras. Pero
escucha, que, a lo que parece, templando está un laúd o vigüela, y, según
escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo.
— A buena fe que es así —respondió Sancho—, y que debe de ser caballero
enamorado.
— No hay ninguno de los andantes que no lo sea —dijo don Quijote—. Y
escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si
es que canta; que de la abundancia del corazón habla la lengua.
Replicar quería Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que
no era muy mala mi muy buena, lo estorbó; y, estando los dos atónitos,
oyeron que lo que cantó fue este soneto:
— Dadme, señora, un término que siga,
conforme a vuestra voluntad cortado;
que será de la mía así estimado,
que por jamás un punto dél desdiga.
Si gustáis que callando mi fatiga
muera, contadme ya por acabado:
si queréis que os la cuente en desusado
modo, haré que el mesmo amor la diga.
A prueba de contrarios estoy hecho,
de blanda cera y de diamante duro,
y a las leyes de amor el ama ajusto.
Blando cual es, o fuerte, ofrezco el pecho:
entallad o imprimid lo que os dé gusto,
que de guardarlo eternamente juro.
Con un ¡ay!, arrancado, al parecer, de lo íntimo de su corazón, dio fin a
su canto el Caballero del Bosque, y, de allí a un poco, con voz doliente y
lastimada, dijo:
— ¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer del orbe! ¿Cómo que será
posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se
consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y duros trabajos
este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te confiesen por
la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los
leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos, y, finalmente, todos
los caballeros de la Mancha?
— Eso no —dijo a esta sazón don Quijote—, que yo soy de la Mancha y nunca
tal he confesado, ni podía ni debía confesar una cosa tan perjudicial a la
belleza de mi señora; y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que
desvaría. Pero, escuchemos: quizá se declarará más.
— Si hará —replicó Sancho—, que término lleva de quejarse un mes arreo.
Pero no fue así, porque, habiendo entreoído el Caballero del Bosque que
hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su lamentación, se puso en pie, y
dijo con voz sonora y comedida:
— ¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por ventura de la del número de los
contentos, o la del de los afligidos?
— De los afligidos —respondió don Quijote.
— Pues lléguese a mí —respondió el del Bosque—, y hará cuenta que se llega
a la mesma tristeza y a la aflición mesma.
Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegó a
él, y Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió a don Quijote del brazo, diciendo:
— Sentaos aquí, señor caballero, que para entender que lo sois, y de los que
profesan la andante caballería, bástame el haberos hallado en este lugar,
donde la soledad y el sereno os hacen compañía, naturales lechos y propias
estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
— Caballero soy, y de la profesión que decís; y, aunque en mi alma tienen su
propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso
se ha ahuyentado della la compasión que tengo de las ajenas desdichas. De
lo que contaste poco ha, colegí que las vuestras son enamoradas, quiero
decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras
lamentaciones nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en
buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubieran de romper
las cabezas.
— Por ventura, señor caballero —preguntó el del Bosque a don Quijote—, ¿sois
enamorado?
— Por desventura lo soy —respondió don Quijote—; aunque los daños que nacen
de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por gracias que
por desdichas.
— Así es la verdad —replicó el del Bosque—, si no nos turbasen la razón y el
entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas.
— Nunca fui desdeñado de mi señora —respondió don Quijote.
— No, por cierto —dijo Sancho, que allí junto estaba—, porque es mi señora
como una borrega mansa: es más blanda que una manteca.
— ¿Es vuestro escudero éste? —preguntó el del Bosque.
— Sí es —respondió don Quijote.
— Nunca he visto yo escudero —replicó el del Bosque— que se atreva a hablar
donde habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío, que es tan grande como
su padre, y no se probará que haya desplegado el labio donde yo hablo.
— Pues a fe —dijo Sancho—, que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro
tan..., y aun quédese aquí, que es peor meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo a Sancho, diciéndole:
— Vámonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto
quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros que se den de las
astas, contándose las historias de sus amores; que a buen seguro que les ha
de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.
— Sea en buena hora —dijo Sancho—; y yo le diré a vuestra merced quién soy,
para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos.
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan
gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.
Capítulo XIII. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con
el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos
Divididos estaban caballeros y escuderos: éstos contándose sus vidas, y
aquéllos sus amores; pero la historia cuenta primero el razonamiento de los
mozos y luego prosigue el de los amos; y así, dice que, apartándose un poco
dellos, el del Bosque dijo a Sancho:
— Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mío, estos que somos
escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor
de nuestros rostros, que es una de las maldiciones que echó Dios a nuestros
primeros padres.
— También se puede decir —añadió Sancho— que lo comemos en el yelo de
nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y más frío que los miserables
escuderos de la andante caballería? Y aun menos mal si comiéramos, pues los
duelos, con pan son menos; pero tal vez hay que se nos pasa un día y dos
sin desayunarnos, si no es del viento que sopla.
— Todo eso se puede llevar y conllevar —dijo el del Bosque—, con la
esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es
desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos, a
pocos lances se verá premiado con un hermoso gobierno de cualque ínsula, o
con un condado de buen parecer.
Yo —replicó Sancho— ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de
alguna ínsula; y él es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido
muchas y diversas veces.
Yo —dijo el del Bosque—, con un canonicato quedaré satisfecho de mis
servicios, y ya me le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!
— Debe de ser —dijo Sancho— su amo de vuesa merced caballero a lo
eclesiástico, y podrá hacer esas mercedes a sus buenos escuderos; pero el
mío es meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querían aconsejar
personas discretas, aunque, a mi parecer mal intencionadas, que procurase
ser arzobispo; pero él no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces
temblando si le venía en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme
suficiente de tener beneficios por ella; porque le hago saber a vuesa
merced que, aunque parezco hombre, soy una bestia para ser de la Iglesia.
— Pues en verdad que lo yerra vuesa merced —dijo el del Bosque—, a causa que
los gobiernos insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos,
algunos pobres, algunos malencónicos, y finalmente, el más erguido y bien
dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamientos y de incomodidades,
que pone sobre sus hombros el desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor
sería que los que profesamos esta maldita servidumbre nos retirásemos a
nuestras casas, y allí nos entretuviésemos en ejercicios más suaves, como
si dijésemos, cazando o pescando; que, ¿qué escudero hay tan pobre en el
mundo, a quien le falte un rocín, y un par de galgos, y una caña de pescar,
con que entretenerse en su aldea?
— A mí no me falta nada deso —respondió Sancho—: verdad es que no tengo
rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo.
Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara por él,
aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá vuesa
merced el valor de mi rucio, que rucio es el color de mi jumento. Pues
galgos no me habían de faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y más,
que entonces es la caza más gustosa cuando se hace a costa ajena.
— Real y verdaderamente —respondió el del Bosque—, señor escudero, que tengo
propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros, y
retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres
orientales perlas.
— Dos tengo yo —dijo Sancho—, que se pueden presentar al Papa en persona,
especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere
servido, aunque a pesar de su madre.
— Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría para condesa? —preguntó el del
Bosque.
— Quince años, dos más a menos —respondió Sancho—, pero es tan grande como
una lanza, y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un
ganapán.
— Partes son ésas —respondió el del Bosque— no sólo para ser condesa, sino
para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de
tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
— Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios
quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que, para
haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma
cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
— ¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced —replicó el del Bosque— de
achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún
caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona
hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y
qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel
término, es alabanza notable; y renegad vos, señor, de los hijos o hijas
que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
— Sí reniego —respondió Sancho—, y dese modo y por esa misma razón podía
echar vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer toda una putería encima,
porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes
alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado
mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en
el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien
ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me
pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de
doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo
con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un
príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos
cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que
tiene más de loco que de caballero.
— Por eso —respondió el del Bosque— dicen que la codicia rompe el saco; y si
va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de
aquellos que dicen: "Cuidados ajenos matan al asno"; pues, porque cobre
otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando
lo que no sé si después de hallado le ha de salir a los hocicos.
— Y ¿es enamorado, por dicha?
— Sí —dijo el del Bosque—: de una tal Casildea de Vandalia, la más cruda y
la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del
pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las entrañas, y
ello dirá antes de muchas horas.
— No hay camino tan llano —replicó Sancho— que no tenga algún tropezón o
barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más
acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si
es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los
trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré
consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
— Tonto, pero valiente —respondió el del Bosque—, y más bellaco que tonto y
que valiente.
— Eso no es el mío —respondió Sancho—: digo, que no tiene nada de bellaco;
antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien
a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche
en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi
corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.
— Con todo eso, hermano y señor —dijo el del Bosque—, si el ciego guía al
ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen
compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan
aventuras no siempre las hallan buenas.
Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y
algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero,
dijo:
— Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas;
pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal
como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y
una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo
albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no
que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
— Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?
— Pues, ¿qué se pensaba? —respondió el otro—. ¿Soy yo por ventura algún
escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi
caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de
suelta. Y dijo:
— Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente,
magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí
por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y
malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro
que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro
docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la
estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que
los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas
secas y con las yerbas del campo.
— Por mi fe, hermano —replicó el del Bosque—, que yo no tengo hecho el
estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se
lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo
que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la
silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos
ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola,
puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en
acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro,
dijo:
— ¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
— ¿Veis ahí —dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho—, cómo
habéis alabado este vino llamándole hideputa?
— Digo —respondió Sancho—, que confieso que conozco que no es deshonra
llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de
alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino
es de Ciudad Real?
— ¡Bravo mojón! —respondió el del Bosque—. En verdad que no es de otra
parte, y que tiene algunos años de ancianidad.
— ¡A mí con eso! —dijo Sancho—. No toméis menos, sino que se me fuera a mí
por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que
tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos,
que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor,
y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al
vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por
parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años
conoció la Mancha; para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré:
«Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer
del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la
punta de la lengua, el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El
primero dijo que aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que más sabía a
cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia, y que el tal vino no
tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán.
Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho.
Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en
ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán.» Porque vea
vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en
semejantes causas.
— Por eso digo —dijo el del Bosque— que nos dejemos de andar buscando
aventuras; y, pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volvámonos a
nuestras chozas, que allí nos hallará Dios, si Él quiere.
— Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré; que después todos nos
entenderemos.
Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que
tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templarles la sed, que
quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de la ya casi vacía
bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos,
donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque
pasó con el de la Triste Figura.
Capítulo XIV. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque
Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva,
dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
— Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por
mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de
Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo
como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues,
que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con
hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, en muchos y diversos peligros,
prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegaría el de mi
esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen
cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento
de mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella
famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte
como hecha de bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la más movible y
voltaria mujer del mundo. Llegué, vila, y vencíla, y hícela estar queda y a
raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez
también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los
valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que
a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de
Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relación de
lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la
Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñéme en la sima y saqué a luz lo
escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus
mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resolución, últimamente me ha
mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a
todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más
aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente
y el más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la
mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han
atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de
haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don
Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que
su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos
los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido
a todos; y, habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha
transferido y pasado a mi persona;
y tanto el vencedor es más honrado,
cuanto más el vencido es reputado;
buitre volando.
— Todavía —respondió don Quijote—, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como
yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro
de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al
redropelo y te las pusiera en las manos.
— Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes —respondió
Sancho Panza— fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.
— Así es verdad —replicó don Quijote—, porque no fuera acertado que los
atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es
la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en
tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los
que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la
república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo
las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo
nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los
comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia
adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y
otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el
mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado
simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan
todos los recitantes iguales.
— Sí he visto —respondió Sancho.
— Pues lo mesmo —dijo don Quijote— acontece en la comedia y trato deste
mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y,
finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia;
pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita
la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la
sepultura.
— ¡Brava comparación! —dijo Sancho—, aunque no tan nueva que yo no la haya
oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que,
mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en
acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en
una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
— Cada día, Sancho —dijo don Quijote—, te vas haciendo menos simple y más
discreto.
— Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced
— respondió Sancho—; que las tierras que de suyo son estériles y secas,
estercolándolas y cultivándolas, vienen a dar buenos frutos: quiero decir
que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la
estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que
ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean
de bendición, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la
buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.
Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle ser
verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de
manera que le admiraba; puesto que todas o las más veces que Sancho quería
hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con despeñarse del
monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se
mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no
viniesen a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en
el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y a Sancho
le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como él decía
cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio, le dio pasto abundoso y
libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su
señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña, o no durmiesen debajo de
techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada
de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la
silla; pero, ¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo hizo Sancho,
y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante
fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos,
que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della;
mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se
debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su
prosupuesto, y escribe que, así como las dos bestias se juntaban, acudían a
rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba
Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra
parte más de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se
solían estar de aquella manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que
les dejaban, o no les compelía la hambre a buscar sustento.
Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la
amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y si esto es
así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser
la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres,
que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:
No hay amigo para amigo:
las cañas se vuelven lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo la chinche, etc.
Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber
comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las
bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas
cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristel; de los perros,
el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las
hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad,
del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote
dormitando al de una robusta encina; pero, poco espacio de tiempo había
pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y,
levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido
procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose
derribar de la silla, dijo al otro:
— Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que, a mi parecer, este
sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester
mis amorosos pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y, al
arrojarse, hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal
por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y,
llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño
trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz baja le dijo:
— Hermano Sancho, aventura tenemos.
— Dios nos la dé buena —respondió Sancho—; y ¿adónde está, señor mío, su
merced de esa señora aventura?
— ¿Adónde, Sancho? —replicó don Quijote—; vuelve los ojos y mira, y verás
allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no
debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y
tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le
crujieron las armas.
— Pues ¿en qué halla vuesa merced —dijo Sancho— que ésta sea aventura?
— No quiero yo decir —respondió don Quijote— que ésta sea aventura del todo,
sino principio della; que por aquí se comienzan las aventuras. Pero
escucha, que, a lo que parece, templando está un laúd o vigüela, y, según
escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo.
— A buena fe que es así —respondió Sancho—, y que debe de ser caballero
enamorado.
— No hay ninguno de los andantes que no lo sea —dijo don Quijote—. Y
escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si
es que canta; que de la abundancia del corazón habla la lengua.
Replicar quería Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que
no era muy mala mi muy buena, lo estorbó; y, estando los dos atónitos,
oyeron que lo que cantó fue este soneto:
— Dadme, señora, un término que siga,
conforme a vuestra voluntad cortado;
que será de la mía así estimado,
que por jamás un punto dél desdiga.
Si gustáis que callando mi fatiga
muera, contadme ya por acabado:
si queréis que os la cuente en desusado
modo, haré que el mesmo amor la diga.
A prueba de contrarios estoy hecho,
de blanda cera y de diamante duro,
y a las leyes de amor el ama ajusto.
Blando cual es, o fuerte, ofrezco el pecho:
entallad o imprimid lo que os dé gusto,
que de guardarlo eternamente juro.
Con un ¡ay!, arrancado, al parecer, de lo íntimo de su corazón, dio fin a
su canto el Caballero del Bosque, y, de allí a un poco, con voz doliente y
lastimada, dijo:
— ¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer del orbe! ¿Cómo que será
posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se
consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y duros trabajos
este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te confiesen por
la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los
leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos, y, finalmente, todos
los caballeros de la Mancha?
— Eso no —dijo a esta sazón don Quijote—, que yo soy de la Mancha y nunca
tal he confesado, ni podía ni debía confesar una cosa tan perjudicial a la
belleza de mi señora; y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que
desvaría. Pero, escuchemos: quizá se declarará más.
— Si hará —replicó Sancho—, que término lleva de quejarse un mes arreo.
Pero no fue así, porque, habiendo entreoído el Caballero del Bosque que
hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su lamentación, se puso en pie, y
dijo con voz sonora y comedida:
— ¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por ventura de la del número de los
contentos, o la del de los afligidos?
— De los afligidos —respondió don Quijote.
— Pues lléguese a mí —respondió el del Bosque—, y hará cuenta que se llega
a la mesma tristeza y a la aflición mesma.
Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegó a
él, y Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió a don Quijote del brazo, diciendo:
— Sentaos aquí, señor caballero, que para entender que lo sois, y de los que
profesan la andante caballería, bástame el haberos hallado en este lugar,
donde la soledad y el sereno os hacen compañía, naturales lechos y propias
estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
— Caballero soy, y de la profesión que decís; y, aunque en mi alma tienen su
propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso
se ha ahuyentado della la compasión que tengo de las ajenas desdichas. De
lo que contaste poco ha, colegí que las vuestras son enamoradas, quiero
decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras
lamentaciones nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en
buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubieran de romper
las cabezas.
— Por ventura, señor caballero —preguntó el del Bosque a don Quijote—, ¿sois
enamorado?
— Por desventura lo soy —respondió don Quijote—; aunque los daños que nacen
de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por gracias que
por desdichas.
— Así es la verdad —replicó el del Bosque—, si no nos turbasen la razón y el
entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas.
— Nunca fui desdeñado de mi señora —respondió don Quijote.
— No, por cierto —dijo Sancho, que allí junto estaba—, porque es mi señora
como una borrega mansa: es más blanda que una manteca.
— ¿Es vuestro escudero éste? —preguntó el del Bosque.
— Sí es —respondió don Quijote.
— Nunca he visto yo escudero —replicó el del Bosque— que se atreva a hablar
donde habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío, que es tan grande como
su padre, y no se probará que haya desplegado el labio donde yo hablo.
— Pues a fe —dijo Sancho—, que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro
tan..., y aun quédese aquí, que es peor meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo a Sancho, diciéndole:
— Vámonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto
quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros que se den de las
astas, contándose las historias de sus amores; que a buen seguro que les ha
de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.
— Sea en buena hora —dijo Sancho—; y yo le diré a vuestra merced quién soy,
para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos.
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan
gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.
Capítulo XIII. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con
el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos
Divididos estaban caballeros y escuderos: éstos contándose sus vidas, y
aquéllos sus amores; pero la historia cuenta primero el razonamiento de los
mozos y luego prosigue el de los amos; y así, dice que, apartándose un poco
dellos, el del Bosque dijo a Sancho:
— Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mío, estos que somos
escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor
de nuestros rostros, que es una de las maldiciones que echó Dios a nuestros
primeros padres.
— También se puede decir —añadió Sancho— que lo comemos en el yelo de
nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y más frío que los miserables
escuderos de la andante caballería? Y aun menos mal si comiéramos, pues los
duelos, con pan son menos; pero tal vez hay que se nos pasa un día y dos
sin desayunarnos, si no es del viento que sopla.
— Todo eso se puede llevar y conllevar —dijo el del Bosque—, con la
esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es
desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos, a
pocos lances se verá premiado con un hermoso gobierno de cualque ínsula, o
con un condado de buen parecer.
Yo —replicó Sancho— ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de
alguna ínsula; y él es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido
muchas y diversas veces.
Yo —dijo el del Bosque—, con un canonicato quedaré satisfecho de mis
servicios, y ya me le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!
— Debe de ser —dijo Sancho— su amo de vuesa merced caballero a lo
eclesiástico, y podrá hacer esas mercedes a sus buenos escuderos; pero el
mío es meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querían aconsejar
personas discretas, aunque, a mi parecer mal intencionadas, que procurase
ser arzobispo; pero él no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces
temblando si le venía en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme
suficiente de tener beneficios por ella; porque le hago saber a vuesa
merced que, aunque parezco hombre, soy una bestia para ser de la Iglesia.
— Pues en verdad que lo yerra vuesa merced —dijo el del Bosque—, a causa que
los gobiernos insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos,
algunos pobres, algunos malencónicos, y finalmente, el más erguido y bien
dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamientos y de incomodidades,
que pone sobre sus hombros el desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor
sería que los que profesamos esta maldita servidumbre nos retirásemos a
nuestras casas, y allí nos entretuviésemos en ejercicios más suaves, como
si dijésemos, cazando o pescando; que, ¿qué escudero hay tan pobre en el
mundo, a quien le falte un rocín, y un par de galgos, y una caña de pescar,
con que entretenerse en su aldea?
— A mí no me falta nada deso —respondió Sancho—: verdad es que no tengo
rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo.
Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara por él,
aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá vuesa
merced el valor de mi rucio, que rucio es el color de mi jumento. Pues
galgos no me habían de faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y más,
que entonces es la caza más gustosa cuando se hace a costa ajena.
— Real y verdaderamente —respondió el del Bosque—, señor escudero, que tengo
propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros, y
retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres
orientales perlas.
— Dos tengo yo —dijo Sancho—, que se pueden presentar al Papa en persona,
especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere
servido, aunque a pesar de su madre.
— Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría para condesa? —preguntó el del
Bosque.
— Quince años, dos más a menos —respondió Sancho—, pero es tan grande como
una lanza, y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un
ganapán.
— Partes son ésas —respondió el del Bosque— no sólo para ser condesa, sino
para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de
tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
— Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios
quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que, para
haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma
cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
— ¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced —replicó el del Bosque— de
achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún
caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona
hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y
qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel
término, es alabanza notable; y renegad vos, señor, de los hijos o hijas
que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
— Sí reniego —respondió Sancho—, y dese modo y por esa misma razón podía
echar vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer toda una putería encima,
porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes
alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado
mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en
el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien
ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me
pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de
doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo
con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un
príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos
cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que
tiene más de loco que de caballero.
— Por eso —respondió el del Bosque— dicen que la codicia rompe el saco; y si
va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de
aquellos que dicen: "Cuidados ajenos matan al asno"; pues, porque cobre
otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando
lo que no sé si después de hallado le ha de salir a los hocicos.
— Y ¿es enamorado, por dicha?
— Sí —dijo el del Bosque—: de una tal Casildea de Vandalia, la más cruda y
la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del
pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las entrañas, y
ello dirá antes de muchas horas.
— No hay camino tan llano —replicó Sancho— que no tenga algún tropezón o
barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más
acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si
es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los
trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré
consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
— Tonto, pero valiente —respondió el del Bosque—, y más bellaco que tonto y
que valiente.
— Eso no es el mío —respondió Sancho—: digo, que no tiene nada de bellaco;
antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien
a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche
en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi
corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.
— Con todo eso, hermano y señor —dijo el del Bosque—, si el ciego guía al
ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen
compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan
aventuras no siempre las hallan buenas.
Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y
algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero,
dijo:
— Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas;
pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal
como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y
una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo
albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no
que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
— Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?
— Pues, ¿qué se pensaba? —respondió el otro—. ¿Soy yo por ventura algún
escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi
caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de
suelta. Y dijo:
— Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente,
magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí
por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y
malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro
que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro
docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la
estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que
los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas
secas y con las yerbas del campo.
— Por mi fe, hermano —replicó el del Bosque—, que yo no tengo hecho el
estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se
lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo
que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la
silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos
ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola,
puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en
acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro,
dijo:
— ¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
— ¿Veis ahí —dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho—, cómo
habéis alabado este vino llamándole hideputa?
— Digo —respondió Sancho—, que confieso que conozco que no es deshonra
llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de
alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino
es de Ciudad Real?
— ¡Bravo mojón! —respondió el del Bosque—. En verdad que no es de otra
parte, y que tiene algunos años de ancianidad.
— ¡A mí con eso! —dijo Sancho—. No toméis menos, sino que se me fuera a mí
por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que
tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos,
que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor,
y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al
vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por
parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años
conoció la Mancha; para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré:
«Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer
del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la
punta de la lengua, el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El
primero dijo que aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que más sabía a
cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia, y que el tal vino no
tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán.
Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho.
Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en
ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán.» Porque vea
vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en
semejantes causas.
— Por eso digo —dijo el del Bosque— que nos dejemos de andar buscando
aventuras; y, pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volvámonos a
nuestras chozas, que allí nos hallará Dios, si Él quiere.
— Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré; que después todos nos
entenderemos.
Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que
tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templarles la sed, que
quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de la ya casi vacía
bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos,
donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque
pasó con el de la Triste Figura.
Capítulo XIV. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque
Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva,
dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
— Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por
mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de
Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo
como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues,
que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con
hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, en muchos y diversos peligros,
prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegaría el de mi
esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen
cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento
de mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella
famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte
como hecha de bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la más movible y
voltaria mujer del mundo. Llegué, vila, y vencíla, y hícela estar queda y a
raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez
también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los
valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que
a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de
Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relación de
lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la
Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñéme en la sima y saqué a luz lo
escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus
mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resolución, últimamente me ha
mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a
todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más
aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente
y el más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la
mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han
atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de
haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don
Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que
su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos
los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido
a todos; y, habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha
transferido y pasado a mi persona;
y tanto el vencedor es más honrado,
cuanto más el vencido es reputado;
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