Don Quijote - 43
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de la hermosura y a todo el cielo junto''. Y ¿adónde pensáis hallar eso que
decís, Sancho? ''¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso''. Y bien: ¿y de
parte de quién la vais a buscar? ''De parte del famoso caballero don
Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed,
y de beber al que ha hambre''. Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa,
Sancho? ''Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios
alcázares''. Y ¿habéisla visto algún día por ventura? ''Ni yo ni mi amo la
habemos visto jamás''. Y ¿paréceos que fuera acertado y bien hecho que si
los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a
sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os
moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? ''En
verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado, y
que mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, non''. No os fiéis en eso,
Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada, y no
consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala
ventura. ''¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando
tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea
por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller en Salamanca. ¡El
diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!''
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió a
decirse:
— Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de
cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida.
Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun
también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo
y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién andas,
decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien
paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma
unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco,
como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las
mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de
enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle
creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora
Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a
jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la
mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía
acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo
cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que
algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá
mudado la figura por hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu, y tuvo por bien
acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por dar lugar a que
don Quijote pensase que le había tenido para ir y volver del Toboso; y
sucedióle todo tan bien que, cuando se levantó para subir en el rucio, vio
que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres
pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer
que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como
no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En
resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a
buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
— ¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con
negra?
— Mejor será —respondió Sancho— que vuesa merced le señale con almagre, como
rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.
— De ese modo —replicó don Quijote—, buenas nuevas traes.
— Tan buenas —respondió Sancho—, que no tiene más que hacer vuesa merced
sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del
Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
— ¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—. Mira
no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas
tristezas.
— ¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced —respondió Sancho—, y más
estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá
venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien
ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de
perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de
diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos
rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a
caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
— Hacaneas querrás decir, Sancho.
— Poca diferencia hay —respondió Sancho— de cananeas a hacaneas; pero,
vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se
puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma los
sentidos.
— Vamos, Sancho hijo —respondió don Quijote—; y, en albricias destas no
esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la
primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías
que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para
parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
— A las crías me atengo —respondió Sancho—, porque de ser buenos los
despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas.
Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio
sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había
dejado fuera de la ciudad.
— ¿Cómo fuera de la ciudad? —respondió—. ¿Por ventura tiene vuesa merced los
ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen,
resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
— Yo no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.
— ¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. Y ¿es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas
si tal fuese verdad!
— Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad que
son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo
menos, a mí tales me parecen.
— Calle, señor —dijo Sancho—, no diga la tal palabra, sino despabile esos
ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya
llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y, apeándose
del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y,
hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
— Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de
verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y
él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro
nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y
miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina
y señora, y, como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy
buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado,
sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas,
viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no
dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la
detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
— Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
— ¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia
a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
— Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los
señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos
echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y
serles ha sano.
— Levántate, Sancho —dijo a este punto don Quijote—, que ya veo que la
Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde
pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y
tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana
gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el
maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos,
y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual
hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le
ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos,
no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión
y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que
mi alma te adora.
— ¡Tomá que mi agüelo! —respondió la aldeana—. ¡Amiguita soy yo de oír
resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su
enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea,
cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a
correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del
aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de
manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don
Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que
también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y
quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la
jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo,
porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas
manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un
halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y
entonces dijo Sancho:
— ¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que
puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El
arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la
hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren
como el viento.
Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron
tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de
más de media legua. Siguiólas don Quijote con la vista, y, cuando vio que
no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
— Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta
dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han
querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En
efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero
donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has
también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber
vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron
en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente
le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen
olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber,
Sancho, que cuando llegé a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú
dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me
encalabrinó y atosigó el alma.
— ¡Oh canalla! —gritó a esta sazón Sancho— ¡Oh encantadores aciagos y
malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como
sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros
debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en
agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de
buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que
le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba
encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca
yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un
lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o
ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.
— A ese lunar —dijo don Quijote—, según la correspondencia que tienen entre
sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla
del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy
luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.
— Pues yo sé decir a vuestra merced —respondió Sancho— que le parecían allí
como nacidos.
— Yo lo creo, amigo —replicó don Quijote—, porque ninguna cosa puso la
naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así, si
tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino
lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me
pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?
— No era —respondió Sancho— sino silla a la jineta, con una cubierta de
campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
— ¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! —dijo don Quijote—. Ahora torno a
decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres.
Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo
las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente, después de
otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus
bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo
que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad
cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron
cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas,
como se verá adelante.
Capítulo XI. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote
con el carro, o carreta, de Las Cortes de la Muerte
Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la
mala burla que le habían hecho los encantadores, volviendo a su señora
Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio
tendría para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban
tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual,
sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la
verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le
volvió Sancho Panza, diciéndole:
— Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los
hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias:
vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante,
y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan
los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento es éste?
¿Estamos aquí, o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas
hay en el mundo, pues vale más la salud de un solo caballero andante que
todos los encantos y transformaciones de la tierra.
— Calla, Sancho —respondió don Quijote con voz no muy desmayada—; calla,
digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada señora, que de su
desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia que me tienen
los malos ha nacido su mala andanza.
— Así lo digo yo —respondió Sancho—: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es
el corazón que no llora?
— Eso puedes tú decir bien, Sancho —replicó don Quijote—, pues la viste en
la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendió a turbarte
la vista ni a encubrirte su belleza: contra mí solo y contra mis ojos se
endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo esto, he caído, Sancho, en
una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura, porque, si mal no me
acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que parecen de
perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de
Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales
arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas
a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los
dientes.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, porque también me turbó a mí su
hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero encomendémoslo todo a Dios,
que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de
lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que
esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De una cosa me pesa,
señor mío, más que de otras; que es pensar qué medio se ha de tener cuando
vuesa merced venza a algún gigante o otro caballero, y le mande que se vaya
a presentar ante la hermosura de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de
hallar este pobre gigante, o este pobre y mísero caballero vencido?
Paréceme que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a
mi señora Dulcinea, y, aunque la encuentren en mitad de la calle, no la
conocerán más que a mi padre.
— Quizá, Sancho —respondió don Quijote—, no se estenderá el encantamento a
quitar el conocimiento de Dulcinea a los vencidos y presentados gigantes y
caballeros; y, en uno o dos de los primeros que yo venza y le envíe,
haremos la experiencia si la ven o no, mandándoles que vuelvan a darme
relación de lo que acerca desto les hubiere sucedido.
— Digo, señor —replicó Sancho—, que me ha parecido bien lo que vuesa merced
ha dicho, y que con ese artificio vendremos en conocimiento de lo que
deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se encubre, la desgracia más
será de vuesa merced que suya; pero, como la señora Dulcinea tenga salud y
contento, nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que
pudiéremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que haga de las
suyas, que él es el mejor médico destas y de otras mayores enfermedades.
Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta
que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños
personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y
servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al
cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los
ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a
ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un
emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la
Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su
arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en
blanco, excepto que no traía morrión, ni celada, sino un sombrero lleno de
plumas de diversas colores; con éstas venían otras personas de diferentes
trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera
alborotó a don Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se
alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa
aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer
cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y, con voz alta y
amenazadora, dijo:
— Carretero, cochero, o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién
eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más
parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.
A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:
— Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo; hemos
hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la
octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle de hacer
esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y, por estar tan cerca
y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos
vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de
Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina;
el otro, de Soldado; aquél, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de
las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros
papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, pregúntemelo,
que yo le sabré responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo
se me alcanza.
— Por la fe de caballero andante —respondió don Quijote—, que, así como vi
este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo
que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al
desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si
mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y
buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi
mocedad se me iban los ojos tras la farándula.
Estando en estas pláticas, quiso la suerte que llegase uno de la compañía,
que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un
palo traía tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, llegándose a
don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las
vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles, cuya mala visión
así alborotó a Rocinante, que, sin ser poderoso a detenerle don Quijote,
tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el campo con más
ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho, que
consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio,
y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a él llegó, ya estaba en
tierra, y junto a él, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario
fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.
Mas, apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote,
cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y,
sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes,
le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta.
Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía a
cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como buen
escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el
cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en
el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos
de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las
niñas de los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta
perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote, harto más maltrecho de
lo que él quisiera, y, ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:
— Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.
— ¿Qué diablo? —preguntó don Quijote.
— El de las vejigas —respondió Sancho.
— Pues yo le cobraré —replicó don Quijote—, si bien se encerrase con él en
los más hondos y escuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la
carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.
— No hay para qué hacer esa diligencia, señor —respondió Sancho—: vuestra
merced temple su cólera, que, según me parece, ya el Diablo ha dejado el
rucio, y vuelve a la querencia.
Y así era la verdad; porque, habiendo caído el Diablo con el rucio, por
imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo, y el
jumento se volvió a su amo.
— Con todo eso —dijo don Quijote—, será bien castigar el descomedimiento de
aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo
emperador.
— Quítesele a vuestra merced eso de la imaginación —replicó Sancho—, y tome
mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente
favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos muertes y salir
libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de
placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más
siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos, o los
más, en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.
— Pues con todo —respondió don Quijote—, no se me ha de ir el demonio
farsante alabando, aunque le favorezca todo el género humano.
Y, diciendo esto, volvió a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo.
Iba dando voces, diciendo:
— Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender
cómo se han de tratar los jumentos y alimañas que sirven de caballería a
los escuderos de los caballeros andantes.
Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los
de la carreta; y, juzgando por las palabras la intención del que las decía,
en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella, el Emperador, el
Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido; y
todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, esperando recebir a don
Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en
tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir
poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar
de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se
detuvo, llegó Sancho, y, viéndole en talle de acometer al bien formado
escuadrón, le dijo:
— Asaz de locura sería intentar tal empresa: considere vuesa merced, señor
mío, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el
mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también
se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre
solo a un ejército donde está la Muerte, y pelean en persona emperadores, y
a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no
le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que, entre todos los que
allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún
caballero andante.
— Ahora sí —dijo don Quijote— has dado, Sancho, en el punto que puede y debe
mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada,
como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado
caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que
a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y
advertimientos saludables.
— No hay para qué, señor —respondió Sancho—, tomar venganza de nadie, pues
no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuanto más, que yo
acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las manos de mi voluntad, la
cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos me dieren de vida.
— Pues ésa es tu determinación —replicó don Quijote—, Sancho bueno, Sancho
discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y
volvamos a buscar mejores y más calificadas aventuras; que yo veo esta
tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas y muy milagrosas.
Volvió las riendas luego, Sancho fue a tomar su rucio, la Muerte con todo
su escuadrón volante volvieron a su carreta y prosiguieron su viaje, y este
felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la Muerte, gracias
sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio a su amo; al cual, el
día siguiente, le sucedió otra con un enamorado y andante caballero, de no
menos suspensión que la pasada.
Capítulo XII. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don
Quijote con el bravo Caballero de los Espejos
La noche que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron don
Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo, a
persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto del
rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:
— Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los
despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las
decís, Sancho? ''¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso''. Y bien: ¿y de
parte de quién la vais a buscar? ''De parte del famoso caballero don
Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed,
y de beber al que ha hambre''. Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa,
Sancho? ''Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios
alcázares''. Y ¿habéisla visto algún día por ventura? ''Ni yo ni mi amo la
habemos visto jamás''. Y ¿paréceos que fuera acertado y bien hecho que si
los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a
sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os
moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? ''En
verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado, y
que mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, non''. No os fiéis en eso,
Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada, y no
consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala
ventura. ''¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando
tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea
por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller en Salamanca. ¡El
diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!''
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió a
decirse:
— Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de
cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida.
Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun
también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo
y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién andas,
decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien
paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma
unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco,
como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las
mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de
enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle
creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora
Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a
jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la
mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía
acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo
cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que
algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá
mudado la figura por hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu, y tuvo por bien
acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por dar lugar a que
don Quijote pensase que le había tenido para ir y volver del Toboso; y
sucedióle todo tan bien que, cuando se levantó para subir en el rucio, vio
que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres
pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer
que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como
no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En
resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a
buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
— ¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con
negra?
— Mejor será —respondió Sancho— que vuesa merced le señale con almagre, como
rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.
— De ese modo —replicó don Quijote—, buenas nuevas traes.
— Tan buenas —respondió Sancho—, que no tiene más que hacer vuesa merced
sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del
Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
— ¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—. Mira
no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas
tristezas.
— ¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced —respondió Sancho—, y más
estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá
venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien
ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de
perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de
diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos
rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a
caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
— Hacaneas querrás decir, Sancho.
— Poca diferencia hay —respondió Sancho— de cananeas a hacaneas; pero,
vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se
puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma los
sentidos.
— Vamos, Sancho hijo —respondió don Quijote—; y, en albricias destas no
esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la
primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías
que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para
parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
— A las crías me atengo —respondió Sancho—, porque de ser buenos los
despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas.
Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio
sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había
dejado fuera de la ciudad.
— ¿Cómo fuera de la ciudad? —respondió—. ¿Por ventura tiene vuesa merced los
ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen,
resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
— Yo no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.
— ¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. Y ¿es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas
si tal fuese verdad!
— Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad que
son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo
menos, a mí tales me parecen.
— Calle, señor —dijo Sancho—, no diga la tal palabra, sino despabile esos
ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya
llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y, apeándose
del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y,
hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
— Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de
verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y
él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro
nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y
miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina
y señora, y, como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy
buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado,
sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas,
viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no
dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la
detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
— Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
— ¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia
a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
— Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los
señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos
echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y
serles ha sano.
— Levántate, Sancho —dijo a este punto don Quijote—, que ya veo que la
Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde
pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y
tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana
gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el
maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos,
y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual
hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le
ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos,
no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión
y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que
mi alma te adora.
— ¡Tomá que mi agüelo! —respondió la aldeana—. ¡Amiguita soy yo de oír
resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su
enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea,
cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a
correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del
aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de
manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don
Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que
también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y
quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la
jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo,
porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas
manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un
halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y
entonces dijo Sancho:
— ¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que
puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El
arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la
hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren
como el viento.
Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron
tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de
más de media legua. Siguiólas don Quijote con la vista, y, cuando vio que
no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
— Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta
dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han
querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En
efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero
donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has
también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber
vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron
en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente
le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen
olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber,
Sancho, que cuando llegé a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú
dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me
encalabrinó y atosigó el alma.
— ¡Oh canalla! —gritó a esta sazón Sancho— ¡Oh encantadores aciagos y
malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como
sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros
debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en
agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de
buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que
le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba
encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca
yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un
lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o
ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.
— A ese lunar —dijo don Quijote—, según la correspondencia que tienen entre
sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla
del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy
luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.
— Pues yo sé decir a vuestra merced —respondió Sancho— que le parecían allí
como nacidos.
— Yo lo creo, amigo —replicó don Quijote—, porque ninguna cosa puso la
naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así, si
tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino
lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me
pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?
— No era —respondió Sancho— sino silla a la jineta, con una cubierta de
campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
— ¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! —dijo don Quijote—. Ahora torno a
decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres.
Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo
las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente, después de
otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus
bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo
que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad
cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron
cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas,
como se verá adelante.
Capítulo XI. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote
con el carro, o carreta, de Las Cortes de la Muerte
Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la
mala burla que le habían hecho los encantadores, volviendo a su señora
Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio
tendría para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban
tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual,
sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la
verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le
volvió Sancho Panza, diciéndole:
— Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los
hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias:
vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante,
y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan
los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento es éste?
¿Estamos aquí, o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas
hay en el mundo, pues vale más la salud de un solo caballero andante que
todos los encantos y transformaciones de la tierra.
— Calla, Sancho —respondió don Quijote con voz no muy desmayada—; calla,
digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada señora, que de su
desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia que me tienen
los malos ha nacido su mala andanza.
— Así lo digo yo —respondió Sancho—: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es
el corazón que no llora?
— Eso puedes tú decir bien, Sancho —replicó don Quijote—, pues la viste en
la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendió a turbarte
la vista ni a encubrirte su belleza: contra mí solo y contra mis ojos se
endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo esto, he caído, Sancho, en
una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura, porque, si mal no me
acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que parecen de
perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de
Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales
arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas
a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los
dientes.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, porque también me turbó a mí su
hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero encomendémoslo todo a Dios,
que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de
lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que
esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De una cosa me pesa,
señor mío, más que de otras; que es pensar qué medio se ha de tener cuando
vuesa merced venza a algún gigante o otro caballero, y le mande que se vaya
a presentar ante la hermosura de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de
hallar este pobre gigante, o este pobre y mísero caballero vencido?
Paréceme que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a
mi señora Dulcinea, y, aunque la encuentren en mitad de la calle, no la
conocerán más que a mi padre.
— Quizá, Sancho —respondió don Quijote—, no se estenderá el encantamento a
quitar el conocimiento de Dulcinea a los vencidos y presentados gigantes y
caballeros; y, en uno o dos de los primeros que yo venza y le envíe,
haremos la experiencia si la ven o no, mandándoles que vuelvan a darme
relación de lo que acerca desto les hubiere sucedido.
— Digo, señor —replicó Sancho—, que me ha parecido bien lo que vuesa merced
ha dicho, y que con ese artificio vendremos en conocimiento de lo que
deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se encubre, la desgracia más
será de vuesa merced que suya; pero, como la señora Dulcinea tenga salud y
contento, nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que
pudiéremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que haga de las
suyas, que él es el mejor médico destas y de otras mayores enfermedades.
Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta
que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños
personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y
servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al
cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los
ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a
ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un
emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la
Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su
arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en
blanco, excepto que no traía morrión, ni celada, sino un sombrero lleno de
plumas de diversas colores; con éstas venían otras personas de diferentes
trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera
alborotó a don Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se
alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa
aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer
cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y, con voz alta y
amenazadora, dijo:
— Carretero, cochero, o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién
eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más
parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.
A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:
— Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo; hemos
hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la
octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle de hacer
esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y, por estar tan cerca
y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos
vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de
Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina;
el otro, de Soldado; aquél, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de
las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros
papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, pregúntemelo,
que yo le sabré responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo
se me alcanza.
— Por la fe de caballero andante —respondió don Quijote—, que, así como vi
este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo
que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al
desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si
mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y
buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi
mocedad se me iban los ojos tras la farándula.
Estando en estas pláticas, quiso la suerte que llegase uno de la compañía,
que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un
palo traía tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, llegándose a
don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las
vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles, cuya mala visión
así alborotó a Rocinante, que, sin ser poderoso a detenerle don Quijote,
tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el campo con más
ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho, que
consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio,
y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a él llegó, ya estaba en
tierra, y junto a él, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario
fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.
Mas, apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote,
cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y,
sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes,
le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta.
Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía a
cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como buen
escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el
cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en
el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos
de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las
niñas de los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta
perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote, harto más maltrecho de
lo que él quisiera, y, ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:
— Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.
— ¿Qué diablo? —preguntó don Quijote.
— El de las vejigas —respondió Sancho.
— Pues yo le cobraré —replicó don Quijote—, si bien se encerrase con él en
los más hondos y escuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la
carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.
— No hay para qué hacer esa diligencia, señor —respondió Sancho—: vuestra
merced temple su cólera, que, según me parece, ya el Diablo ha dejado el
rucio, y vuelve a la querencia.
Y así era la verdad; porque, habiendo caído el Diablo con el rucio, por
imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo, y el
jumento se volvió a su amo.
— Con todo eso —dijo don Quijote—, será bien castigar el descomedimiento de
aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo
emperador.
— Quítesele a vuestra merced eso de la imaginación —replicó Sancho—, y tome
mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente
favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos muertes y salir
libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de
placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más
siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos, o los
más, en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.
— Pues con todo —respondió don Quijote—, no se me ha de ir el demonio
farsante alabando, aunque le favorezca todo el género humano.
Y, diciendo esto, volvió a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo.
Iba dando voces, diciendo:
— Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender
cómo se han de tratar los jumentos y alimañas que sirven de caballería a
los escuderos de los caballeros andantes.
Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los
de la carreta; y, juzgando por las palabras la intención del que las decía,
en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella, el Emperador, el
Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido; y
todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, esperando recebir a don
Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en
tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir
poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar
de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se
detuvo, llegó Sancho, y, viéndole en talle de acometer al bien formado
escuadrón, le dijo:
— Asaz de locura sería intentar tal empresa: considere vuesa merced, señor
mío, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el
mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también
se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre
solo a un ejército donde está la Muerte, y pelean en persona emperadores, y
a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no
le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que, entre todos los que
allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún
caballero andante.
— Ahora sí —dijo don Quijote— has dado, Sancho, en el punto que puede y debe
mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada,
como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado
caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que
a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y
advertimientos saludables.
— No hay para qué, señor —respondió Sancho—, tomar venganza de nadie, pues
no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuanto más, que yo
acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las manos de mi voluntad, la
cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos me dieren de vida.
— Pues ésa es tu determinación —replicó don Quijote—, Sancho bueno, Sancho
discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y
volvamos a buscar mejores y más calificadas aventuras; que yo veo esta
tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas y muy milagrosas.
Volvió las riendas luego, Sancho fue a tomar su rucio, la Muerte con todo
su escuadrón volante volvieron a su carreta y prosiguieron su viaje, y este
felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la Muerte, gracias
sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio a su amo; al cual, el
día siguiente, le sucedió otra con un enamorado y andante caballero, de no
menos suspensión que la pasada.
Capítulo XII. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don
Quijote con el bravo Caballero de los Espejos
La noche que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron don
Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo, a
persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto del
rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:
— Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los
despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las
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