Don Quijote - 26
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respeto, vino estotro señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de
dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la
quiere mi marido. Y, por fin y remate de todo, romperme mis cueros y
derramarme mi vino; que derramada le vea yo su sangre. ¡Pues no se piense;
que, por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han
de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni sería
hija de quien soy!
Estas y otras razones tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala
su buena criada Maritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se
sonreía. El cura lo sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida lo
mejor que pudiese, así de los cueros como del vino, y principalmente del
menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló a
Sancho Panza diciéndole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad
que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose
pacífica en su reino, de darle el mejor condado que en él hubiese.
Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la princesa que tuviese por cierto
que él había visto la cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía una
barba que le llegaba a la cintura; y que si no parecía, era porque todo
cuanto en aquella casa pasaba era por vía de encantamento, como él lo había
probado otra vez que había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía, y
que no tuviese pena, que todo se haría bien y sucedería a pedir de boca.
Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que
faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase.
Él, que a todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió
el cuento, que así decía:
«Sucedió, pues, que, por la satisfación que Anselmo tenía de la bondad de
Camila, vivía una vida contenta y descuidada, y Camila, de industria, hacía
mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al revés de la voluntad que
le tenía; y, para más confirmación de su hecho, pidió licencia Lotario para
no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su
vista Camila recebía; mas el engañado Anselmo le dijo que en ninguna manera
tal hiciese. Y, desta manera, por mil maneras era Anselmo el fabricador de
su deshonra, creyendo que lo era de su gusto.
»En esto, el que tenía Leonela de verse cualificada, no de con sus amores,
llegó a tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras él a suelta rienda,
fiada en que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco
recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos
en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió
que le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de abrirla; y
tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un
hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a
alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela
se abrazó con él, diciéndole:
»—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó;
es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacó la daga y quiso
herir a Leonela, diciéndole que le dijese la verdad, si no, que la mataría.
Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo:
»—No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que
puedes imaginar.
»—Dilas luego —dijo Anselmo—; si no, muerta eres.
»—Por ahora será imposible —dijo Leonela—, según estoy de turbada; déjame
hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar; y está
seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo desta ciudad, que me
ha dado la mano de ser mi esposo.
»Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar el término que se le pedía,
porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad
tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y dejó encerrada en
él a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le dijese lo que
tenía que decirle.
»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con
su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de decirle
grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no hay para qué
decirlo, porque fue tanto el temor que cobró, creyendo verdaderamente —y
era de creer— que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su
poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no. Y
aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó las
mejores joyas que tenía y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida,
salió de casa y se fue a la de Lotario, a quien contó lo que pasaba, y le
pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo
pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal,
que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que
haría.
»En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una
su hermana. Consintió Camila en ello, y, con la presteza que el caso pedía,
la llevó Lotario y la dejó en el monesterio, y él, ansimesmo, se ausentó
luego de la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia.
»Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado,
con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y
fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero no
halló en él a Leonela: sólo halló puestas unas sábanas añudadas a la
ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió
luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la cama ni en
toda la casa, quedó asombrado.Preguntó a los criados de casa por ella, pero
nadie le supo dar razón de lo que pedía.
»Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que
dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta
de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura. Y, ansí
como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta
de su desdicha a su amigo Lotario. Mas, cuando no le halló, y sus criados
le dijeron que aquella noche había faltado de casa y había llevado consigo
todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y, para acabar de
concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en ella ninguno de
cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.
»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba
volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin
amigo y sin criados; desamparado, a su parecer, del cielo que le cubría, y
sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdición.
»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su
amigo, donde había estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella
desventura. Cerró las puertas de su casa, subió a caballo, y con desmayado
aliento se puso en camino; y, apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado
de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un
árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y
allí se estuvo hasta casi que anochecía; y aquella hora vio que venía un
hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le preguntó
qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió:
»—Las más estrañas que muchos días ha se han oído en ella; porque se dice
públicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía
a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco
parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el
gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de
Anselmo. En efeto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo sé que
toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal
hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta,
que los llamaban los dos amigos.
»—¿Sábese, por ventura —dijo Anselmo—, el camino que llevan Lotario y
Camila?
»—Ni por pienso —dijo el ciudadano—, puesto que el gobernador ha usado de
mucha diligencia en buscarlos
»—A Dios vais, señor —dijo Anselmo.
»—Con Él quedéis —respondió el ciudadano, y fuese.
»Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos Anselmo, no sólo de
perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como pudo y llegó a
casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia; mas, como le vio llegar
amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venía fatigado.
Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir.
Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun que
le cerrasen la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la
imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando
la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su estraña muerte;
y, comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le
faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su
curiosidad impertinente.
»Viendo el señor de casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordó
de entrar a saber si pasaba adelante su indisposición, y hallóle tendido
boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete,
sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la
pluma en la mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole llamado primero; y,
trabándole por la mano, viendo que no le respondía y hallándole frío, vio
que estaba muerto. Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a la gente
de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida; y, finalmente,
leyó el papel, que conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual
contenía estas razones:
Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte
llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba
ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella
los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para
qué...
»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto,
sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo
a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia,
y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su
esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por
las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso
salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de
allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una
batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo
Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el
tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó
en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías.
Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.»
— Bien —dijo el cura— me parece esta novela, pero no me puedo persuadir que
esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede
imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia
como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase
llevar, pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible; y, en lo que
toca al modo de contarle, no me descontenta.
Capítulo XXXVI. Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote
tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta
le sucedieron
Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo:
— Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí,
gaudeamus tenemos.
— ¿Qué gente es? —dijo Cardenio.
— Cuatro hombres —respondió el ventero— vienen a caballo, a la jineta, con
lanzas y adargas, y todos con antifaces negros; y junto con ellos viene una
mujer vestida de blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el rostro, y
otros dos mozos de a pie.
— ¿Vienen muy cerca? —preguntó el cura.
— Tan cerca —respondió el ventero—, que ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el
aposento de don Quijote; y casi no habían tenido lugar para esto, cuando
entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y, apeándose los
cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran, fueron a
apear a la mujer que en el sillón venía; y, tomándola uno dellos en sus
brazos, la sentó en una silla que estaba a la entrada del aposento donde
Cardenio se había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se
habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que, al
sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejó caer los
brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los
caballos a la caballeriza.
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella que con tal
traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos, y a uno dellos
le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió:
— Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea ésta; sólo sé que
muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó a tomar en sus
brazos a aquella señora que habéis visto; y esto dígolo porque todos los
demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él ordena y
manda.
— Y la señora, ¿quién es? —preguntó el cura.
— Tampoco sabré decir eso —respondió el mozo—, porque en todo el camino no
la he visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos
gemidos que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no es de
maravillar que no sepamos más de lo que habemos dicho, porque mi compañero
y yo no ha más de dos días que los acompañamos; porque, habiéndolos
encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos con
ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien.
— ¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos? —preguntó el cura.
— No, por cierto —respondió el mozo—, porque todos caminan con tanto
silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los
suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven a lástima; y sin
duda tenemos creído que ella va forzada dondequiera que va, y, según se
puede colegir por su hábito, ella es monja, o va a serlo, que es lo más
cierto, y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va
triste, como parece.
— Todo podría ser —dijo el cura.
Y, dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual, como había oído
suspirar a la embozada, movida de natural compasión, se llegó a ella y le
dijo:
— ¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres
suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una
buena voluntad de serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora; y, aunque Dorotea tornó con
mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el
caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a
Dorotea:
— No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por
costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os
responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.
— Jamás la dije —dijo a esta sazón la que hasta allí había estado callando—;
antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en
tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi
pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba
tan junto de quien las decía que sola la puerta del aposento de don Quijote
estaba en medio; y, así como las oyó, dando una gran voz dijo:
— ¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a
mis oídos?
Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y, no
viendo quién las daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento;
lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A
ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía
cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro
milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba
rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahínco,
que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por qué las
hacía, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el
caballero fuertemente asida por las espaldas, y, por estar tan ocupado en
tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caía, como, en
efeto, se le cayó del todo; y, alzando los ojos Dorotea, que abrazada con
la señora estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenía era su esposo
don Fernando; y, apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de
sus entrañas un luengo y tristísimo ''¡ay!'', se dejó caer de espaldas
desmayada; y, a no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los
brazos, ella diera consigo en el suelo.
Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro,
y así como la descubrió la conoció don Fernando, que era el que estaba
abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase,
con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de
sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había
conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se
cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento
despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a
Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres,
Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo
que les había acontecido.
Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a
Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero
rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera:
— Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que
por otro respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo soy
yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras
importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas.
Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos, me ha
puesto a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil costosas
experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria.
Sean, pues, parte tan claros desengaños para que volváis, ya que no podáis
hacer otra cosa, el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con
él la vida; que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por
bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le
mantuve hasta el último trance de la vida.
Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y había estado escuchando
todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de
quién ella era; que, viendo que don Fernando aún no la dejaba de los
brazos, ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que pudo, se
levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies; y, derramando mucha
cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
— Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos
eclipsado tienes te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de
ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura, hasta que tú
quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien
tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder
llamarse tuya. Soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió
vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer,
justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó
las llaves de su libertad: dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra
bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte
yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese
en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra,
habiéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada.
Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera que, aunque ahora
quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío. Mira, señor
mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas
la incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa
Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y
más fácil te será, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien
te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú
solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi entereza, tú no ignoraste mi
calidad, tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad: no
te queda lugar ni acogida de llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo
es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos
dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me heciste en los
principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y
legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y admíteme por tu esclava; que, como
yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas,
con dejarme y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi deshonra;
no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios
que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te parece
que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que
pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este
camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en
las ilustres decendencias; cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en
la virtud, y si ésta a ti te falta, negándome lo que tan justamente me
debes, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin,
señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu
esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si
ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la
firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de
lo que me prometías. Y, cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha
de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por
esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y
lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos
presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin
replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principio a tantos
sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con
muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no
menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y
hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de
consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apretada la tenían.
El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que
atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos y, dejando libre a
Luscinda, dijo:
— Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para
negar tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando,
iba a caer en el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto, que a las
espaldas de don Fernando se había puesto porque no le conociese,
prosupuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a
Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
— Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal,
firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más
seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te
recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los ojos, y, habiendo comenzado
a conocerle, primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista,
casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó
los brazos al cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:
— Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra captiva, aunque
más lo impida la contraria suerte, y, aunque más amenazas le hagan a esta
vida que en la vuestra se sustenta.
Estraño espectáculo fue éste para don Fernando y para todos los
circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle a Dorotea que
don Fernando había perdido la color del rostro y que hacía ademán de querer
vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la
espada; y, así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por
las rodillas, besándoselas y teniéndole apretado, que no le dejaba mover,
y, sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía:
— ¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado
trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está
en los brazos de su marido. Mira si te estará bien o te será posible
deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a
igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su
verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos, bañados de licor
amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te
ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no
sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con
quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan, sin
impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele; y en
esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo
que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio tenía abrazada a Luscinda,
no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de que, si le viese
hacer algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como
mejor pudiese a todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le
costase la vida. Pero a esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y
el cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin que faltase
el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole
tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad,
como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho,
que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas. Que
considerase que, no acaso, como parecía, sino con particular providencia
del cielo, se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y
que advirtiese —dijo el cura— que sola la muerte podía apartar a Luscinda
de Cardenio; y, aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos
tendrían por felicísima su muerte; y que en los lazos inremediables era
suma cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso
pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el
cielo ya les había concedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad
de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar, cuanto más
hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el estremo del
amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese que si se preciaba de
caballero y de cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplille la
palabra dada, y que, cumpliéndosela, cumpliría con Dios y satisfaría a las
gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la
hermosura, aunque esté en sujeto humilde, como se acompañe con la
honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota de
menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando se cumplen las
fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser
culpado el que las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos otras, tales y tantas, que el
dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la
quiere mi marido. Y, por fin y remate de todo, romperme mis cueros y
derramarme mi vino; que derramada le vea yo su sangre. ¡Pues no se piense;
que, por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han
de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni sería
hija de quien soy!
Estas y otras razones tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala
su buena criada Maritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se
sonreía. El cura lo sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida lo
mejor que pudiese, así de los cueros como del vino, y principalmente del
menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló a
Sancho Panza diciéndole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad
que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose
pacífica en su reino, de darle el mejor condado que en él hubiese.
Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la princesa que tuviese por cierto
que él había visto la cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía una
barba que le llegaba a la cintura; y que si no parecía, era porque todo
cuanto en aquella casa pasaba era por vía de encantamento, como él lo había
probado otra vez que había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía, y
que no tuviese pena, que todo se haría bien y sucedería a pedir de boca.
Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que
faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase.
Él, que a todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió
el cuento, que así decía:
«Sucedió, pues, que, por la satisfación que Anselmo tenía de la bondad de
Camila, vivía una vida contenta y descuidada, y Camila, de industria, hacía
mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al revés de la voluntad que
le tenía; y, para más confirmación de su hecho, pidió licencia Lotario para
no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su
vista Camila recebía; mas el engañado Anselmo le dijo que en ninguna manera
tal hiciese. Y, desta manera, por mil maneras era Anselmo el fabricador de
su deshonra, creyendo que lo era de su gusto.
»En esto, el que tenía Leonela de verse cualificada, no de con sus amores,
llegó a tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras él a suelta rienda,
fiada en que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco
recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos
en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió
que le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de abrirla; y
tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un
hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a
alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela
se abrazó con él, diciéndole:
»—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó;
es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacó la daga y quiso
herir a Leonela, diciéndole que le dijese la verdad, si no, que la mataría.
Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo:
»—No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que
puedes imaginar.
»—Dilas luego —dijo Anselmo—; si no, muerta eres.
»—Por ahora será imposible —dijo Leonela—, según estoy de turbada; déjame
hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar; y está
seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo desta ciudad, que me
ha dado la mano de ser mi esposo.
»Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar el término que se le pedía,
porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad
tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y dejó encerrada en
él a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le dijese lo que
tenía que decirle.
»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con
su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de decirle
grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no hay para qué
decirlo, porque fue tanto el temor que cobró, creyendo verdaderamente —y
era de creer— que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su
poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no. Y
aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó las
mejores joyas que tenía y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida,
salió de casa y se fue a la de Lotario, a quien contó lo que pasaba, y le
pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo
pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal,
que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que
haría.
»En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una
su hermana. Consintió Camila en ello, y, con la presteza que el caso pedía,
la llevó Lotario y la dejó en el monesterio, y él, ansimesmo, se ausentó
luego de la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia.
»Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado,
con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y
fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero no
halló en él a Leonela: sólo halló puestas unas sábanas añudadas a la
ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió
luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la cama ni en
toda la casa, quedó asombrado.Preguntó a los criados de casa por ella, pero
nadie le supo dar razón de lo que pedía.
»Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que
dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta
de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura. Y, ansí
como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta
de su desdicha a su amigo Lotario. Mas, cuando no le halló, y sus criados
le dijeron que aquella noche había faltado de casa y había llevado consigo
todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y, para acabar de
concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en ella ninguno de
cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.
»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba
volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin
amigo y sin criados; desamparado, a su parecer, del cielo que le cubría, y
sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdición.
»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su
amigo, donde había estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella
desventura. Cerró las puertas de su casa, subió a caballo, y con desmayado
aliento se puso en camino; y, apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado
de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un
árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y
allí se estuvo hasta casi que anochecía; y aquella hora vio que venía un
hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le preguntó
qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió:
»—Las más estrañas que muchos días ha se han oído en ella; porque se dice
públicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía
a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco
parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el
gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de
Anselmo. En efeto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo sé que
toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal
hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta,
que los llamaban los dos amigos.
»—¿Sábese, por ventura —dijo Anselmo—, el camino que llevan Lotario y
Camila?
»—Ni por pienso —dijo el ciudadano—, puesto que el gobernador ha usado de
mucha diligencia en buscarlos
»—A Dios vais, señor —dijo Anselmo.
»—Con Él quedéis —respondió el ciudadano, y fuese.
»Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos Anselmo, no sólo de
perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como pudo y llegó a
casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia; mas, como le vio llegar
amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venía fatigado.
Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir.
Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun que
le cerrasen la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la
imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando
la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su estraña muerte;
y, comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le
faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su
curiosidad impertinente.
»Viendo el señor de casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordó
de entrar a saber si pasaba adelante su indisposición, y hallóle tendido
boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete,
sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la
pluma en la mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole llamado primero; y,
trabándole por la mano, viendo que no le respondía y hallándole frío, vio
que estaba muerto. Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a la gente
de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida; y, finalmente,
leyó el papel, que conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual
contenía estas razones:
Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte
llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba
ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella
los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para
qué...
»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto,
sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo
a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia,
y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su
esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por
las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso
salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de
allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una
batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo
Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el
tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó
en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías.
Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.»
— Bien —dijo el cura— me parece esta novela, pero no me puedo persuadir que
esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede
imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia
como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase
llevar, pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible; y, en lo que
toca al modo de contarle, no me descontenta.
Capítulo XXXVI. Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote
tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta
le sucedieron
Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo:
— Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí,
gaudeamus tenemos.
— ¿Qué gente es? —dijo Cardenio.
— Cuatro hombres —respondió el ventero— vienen a caballo, a la jineta, con
lanzas y adargas, y todos con antifaces negros; y junto con ellos viene una
mujer vestida de blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el rostro, y
otros dos mozos de a pie.
— ¿Vienen muy cerca? —preguntó el cura.
— Tan cerca —respondió el ventero—, que ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el
aposento de don Quijote; y casi no habían tenido lugar para esto, cuando
entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y, apeándose los
cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran, fueron a
apear a la mujer que en el sillón venía; y, tomándola uno dellos en sus
brazos, la sentó en una silla que estaba a la entrada del aposento donde
Cardenio se había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se
habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que, al
sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejó caer los
brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los
caballos a la caballeriza.
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella que con tal
traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos, y a uno dellos
le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió:
— Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea ésta; sólo sé que
muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó a tomar en sus
brazos a aquella señora que habéis visto; y esto dígolo porque todos los
demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él ordena y
manda.
— Y la señora, ¿quién es? —preguntó el cura.
— Tampoco sabré decir eso —respondió el mozo—, porque en todo el camino no
la he visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos
gemidos que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no es de
maravillar que no sepamos más de lo que habemos dicho, porque mi compañero
y yo no ha más de dos días que los acompañamos; porque, habiéndolos
encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos con
ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien.
— ¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos? —preguntó el cura.
— No, por cierto —respondió el mozo—, porque todos caminan con tanto
silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los
suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven a lástima; y sin
duda tenemos creído que ella va forzada dondequiera que va, y, según se
puede colegir por su hábito, ella es monja, o va a serlo, que es lo más
cierto, y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va
triste, como parece.
— Todo podría ser —dijo el cura.
Y, dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual, como había oído
suspirar a la embozada, movida de natural compasión, se llegó a ella y le
dijo:
— ¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres
suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una
buena voluntad de serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora; y, aunque Dorotea tornó con
mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el
caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a
Dorotea:
— No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por
costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os
responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.
— Jamás la dije —dijo a esta sazón la que hasta allí había estado callando—;
antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en
tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi
pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba
tan junto de quien las decía que sola la puerta del aposento de don Quijote
estaba en medio; y, así como las oyó, dando una gran voz dijo:
— ¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a
mis oídos?
Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y, no
viendo quién las daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento;
lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A
ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía
cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro
milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba
rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahínco,
que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por qué las
hacía, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el
caballero fuertemente asida por las espaldas, y, por estar tan ocupado en
tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caía, como, en
efeto, se le cayó del todo; y, alzando los ojos Dorotea, que abrazada con
la señora estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenía era su esposo
don Fernando; y, apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de
sus entrañas un luengo y tristísimo ''¡ay!'', se dejó caer de espaldas
desmayada; y, a no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los
brazos, ella diera consigo en el suelo.
Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro,
y así como la descubrió la conoció don Fernando, que era el que estaba
abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase,
con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de
sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había
conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se
cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento
despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a
Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres,
Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo
que les había acontecido.
Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a
Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero
rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera:
— Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que
por otro respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo soy
yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras
importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas.
Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos, me ha
puesto a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil costosas
experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria.
Sean, pues, parte tan claros desengaños para que volváis, ya que no podáis
hacer otra cosa, el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con
él la vida; que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por
bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le
mantuve hasta el último trance de la vida.
Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y había estado escuchando
todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de
quién ella era; que, viendo que don Fernando aún no la dejaba de los
brazos, ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que pudo, se
levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies; y, derramando mucha
cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
— Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos
eclipsado tienes te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de
ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura, hasta que tú
quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien
tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder
llamarse tuya. Soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió
vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer,
justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó
las llaves de su libertad: dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra
bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte
yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese
en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra,
habiéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada.
Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera que, aunque ahora
quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío. Mira, señor
mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas
la incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa
Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y
más fácil te será, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien
te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú
solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi entereza, tú no ignoraste mi
calidad, tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad: no
te queda lugar ni acogida de llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo
es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos
dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me heciste en los
principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y
legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y admíteme por tu esclava; que, como
yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas,
con dejarme y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi deshonra;
no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios
que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te parece
que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que
pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este
camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en
las ilustres decendencias; cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en
la virtud, y si ésta a ti te falta, negándome lo que tan justamente me
debes, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin,
señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu
esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si
ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la
firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de
lo que me prometías. Y, cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha
de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por
esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y
lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos
presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin
replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principio a tantos
sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con
muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no
menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y
hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de
consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apretada la tenían.
El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que
atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos y, dejando libre a
Luscinda, dijo:
— Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para
negar tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando,
iba a caer en el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto, que a las
espaldas de don Fernando se había puesto porque no le conociese,
prosupuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a
Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
— Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal,
firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más
seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te
recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los ojos, y, habiendo comenzado
a conocerle, primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista,
casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó
los brazos al cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:
— Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra captiva, aunque
más lo impida la contraria suerte, y, aunque más amenazas le hagan a esta
vida que en la vuestra se sustenta.
Estraño espectáculo fue éste para don Fernando y para todos los
circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle a Dorotea que
don Fernando había perdido la color del rostro y que hacía ademán de querer
vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la
espada; y, así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por
las rodillas, besándoselas y teniéndole apretado, que no le dejaba mover,
y, sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía:
— ¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado
trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está
en los brazos de su marido. Mira si te estará bien o te será posible
deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a
igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su
verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos, bañados de licor
amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te
ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no
sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con
quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan, sin
impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele; y en
esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo
que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio tenía abrazada a Luscinda,
no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de que, si le viese
hacer algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como
mejor pudiese a todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le
costase la vida. Pero a esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y
el cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin que faltase
el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole
tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad,
como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho,
que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas. Que
considerase que, no acaso, como parecía, sino con particular providencia
del cielo, se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y
que advirtiese —dijo el cura— que sola la muerte podía apartar a Luscinda
de Cardenio; y, aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos
tendrían por felicísima su muerte; y que en los lazos inremediables era
suma cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso
pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el
cielo ya les había concedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad
de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar, cuanto más
hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el estremo del
amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese que si se preciaba de
caballero y de cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplille la
palabra dada, y que, cumpliéndosela, cumpliría con Dios y satisfaría a las
gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la
hermosura, aunque esté en sujeto humilde, como se acompañe con la
honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota de
menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando se cumplen las
fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser
culpado el que las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos otras, tales y tantas, que el
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