Don Quijote - 27
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valeroso pecho de don Fernando (en fin, como alimentado con ilustre sangre)
se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque
quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer
que se le había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:
— Levantaos, señora mía, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la
que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que
digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que, viendo yo en vos la fe
con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis. Lo que os ruego es
que no me reprehendáis mi mal término y mi mucho descuido, pues la misma
ocasión y fuerza que me movió para acetaros por mía, esa misma me impelió
para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los
ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis
yerros; y, pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos
lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su
Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea.
Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a juntar su rostro con el suyo, con
tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las
lágrimas no acabasen de dar indubitables señas de su amor y
arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las
de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar
tantas, los unos de contento proprio y los otros del ajeno, que no parecía
sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido. Hasta Sancho Panza
lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no
era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes
esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos,
y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don
Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses
razones, que don Fernando no sabía qué responderles; y así, los levantó y
abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar tan
lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contó todo lo que
antes había contado a Cardenio, de lo cual gustó tanto don Fernando y los
que con él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era
la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y, así como hubo
acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después
que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de
Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de
sus padres no fuera impedido; y que así, se salió de su casa, despechado y
corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día
supo como Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie
supiese decir dónde se había ido, y que, en resolución, al cabo de algunos
meses vino a saber como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse
en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que, así como lo
supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar
donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que, en sabiendo
que él estaba allí, había de haber más guarda en el monesterio; y así,
aguardando un día a que la portería estuviese abierta, dejó a los dos a la
guarda de la puerta, y él, con otro, habían entrado en el monesterio
buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una
monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con
ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para
traella. Todo lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el
monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que, así como
Luscinda se vio en su poder, perdió todos los sentidos; y que, después de
vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar
palabra alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas, habían
llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se
rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
Capítulo XXXVII. Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona,
con otras graciosas aventuras
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánima, viendo que se
le desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda
princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don
Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto, bien descuidado de
todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que
poseía. Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría
por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced
recebida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba
tan a pique de perder el crédito y el alma; y, finalmente, cuantos en la
venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían
tenido tan trabados y desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el
parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la
ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle
todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen
venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado
y el triste; y así, con malencónico semblante, entró a su amo, el cual
acababa de despertar, a quien dijo:
— Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que
quisiere, sin cuidado de matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa
su reino: que ya todo está hecho y concluido.
— Eso creo yo bien —respondió don Quijote—, porque he tenido con el gigante
la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días
de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue
tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si
fueran de agua.
— Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor
— respondió Sancho—, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo
sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas
de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta
que me parió, y llévelo todo Satanás.
— Y ¿qué es lo que dices, loco? —replicó don Quijote—. ¿Estás en tu seso?
— Levántese vuestra merced —dijo Sancho—, y verá el buen recado que ha
hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama
particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han
de admirar.
— No me maravillaría de nada deso —replicó don Quijote—, porque, si bien te
acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí
sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo
mesmo.
— Todo lo creyera yo —respondió Sancho—, si también mi manteamiento fuera
cosa dese jaez, mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el
ventero que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta, y me empujaba
hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como fuerza; y
donde interviene conocerse las personas, tengo para mí, aunque simple y
pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala
ventura.
— Ahora bien, Dios lo remediará —dijo don Quijote—. Dame de vestir y déjame
salir allá fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto que se vestía, contó el cura a
don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y del artificio que
habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por
desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras que
Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles
lo que a todos parecía: ser el más estraño género de locura que podía caber
en pensamiento desparatado. Dijo más el cura: que, pues ya el buen suceso
de la señora Dorotea impidía pasar con su disignio adelante, que era
menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse
Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría la
persona de Dorotea.
— No —dijo don Fernando—, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea
prosiga su invención; que, como no sea muy lejos de aquí el lugar deste
buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
— No está más de dos jornadas de aquí.
— Pues, aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer
tan buena obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo,
aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y
arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la
estraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de
andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado
continente, y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual, con
mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
— Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza
se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran
señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si
esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo
no os diese la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la
misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas,
porque si él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio
como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo otros caballeros de menor
fama que la mía habían acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho
matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que
yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el
tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.
— Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante —dijo a esta sazón el
ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don
Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
— Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho
vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le
deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no
se abra camino mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro
enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en
breves días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese, la
cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese
adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho
donaire y gravedad, le respondió:
— Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me
había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que
ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos
acaecimientos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera
desearme, pero no por eso he dejado de ser la que antes y de tener los
mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable
brazo que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la
honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente,
pues con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi
desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a
tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos
testigos della los más destos señores que están presentes. Lo que resta es
que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca
jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al
valor de vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don Quijote, se volvió a
Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:
— Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España.
Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se
había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que
entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros
disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en
todos los días de mi vida? ¡Voto... —y miró al cielo y apretó los dientes—
que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos
cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí
adelante, en el mundo!
— Vuestra merced se sosiegue, señor mío —respondió Sancho—, que bien podría
ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora
princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo
menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no
me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera
del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el
aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá
cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo
demás, de que la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el
alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
— Ahora yo te digo, Sancho —dijo don Quijote—, que eres un mentecato; y
perdóname, y basta.
— Basta —dijo don Fernando—, y no se hable más en esto; y, pues la señora
princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y
esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día,
donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser
testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el
discurso desta grande empresa que a su cargo lleva.
— Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros —respondió don Quijote—, y
agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se
tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida, y aun
más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don
Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en
aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano
recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de
paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones
eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos
borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le
atravesaba el pecho. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a
la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un
bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los
pies la cubría. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco
más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba
muy bien puesta. En resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera
bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
Pidió, en entrando, un aposento, y, como le dijeron que en la venta no le
había, mostró recebir pesadumbre; y, llegándose a la que en el traje
parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija
y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a
la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta,
pareciéndole que así ella como el que la traía se congojaban por la falta
del aposento, le dijo:
— No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que aquí falta,
pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo esto, si
gustáredes de pasar con nosotras —señalando a Luscinda—, quizá en el
discurso de este camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de
donde sentado se había, y, puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho,
inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su
silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía
hablar cristiano. Llegó, en esto, el cautivo, que entendiendo en otra cosa
hasta entonces había estado, y, viendo que todas tenían cercada a la que
con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:
— Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra
ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido,
ni responde, a lo que se le ha preguntado.
— No se le pregunta otra cosa ninguna —respondió Luscinda— sino ofrecelle
por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodáremos,
donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, con la voluntad que
obliga a servir a todos los estranjeros que dello tuvieren necesidad,
especialmente siendo mujer a quien se sirve.
— Por ella y por mí —respondió el captivo— os beso, señora mía, las manos, y
estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida; que en tal ocasión, y
de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha
de ser muy grande.
— Decidme, señor —dijo Dorotea—: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el
traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
— Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande
cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
— Luego, ¿no es baptizada? —replicó Luscinda.
— No ha habido lugar para ello —respondió el captivo— después que salió de
Argel, su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de
muerte tan cercana que obligase a baptizalla sin que supiese primero todas
las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será
servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona
merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban de
saber quién fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo quiso preguntar
por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso
que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano y la llevó a
sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al
cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría.
Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo
hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que Dorotea
la tuvo por más hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más hermosa que a
Dorotea, y todos los circustantes conocieron que si alguno se podría
igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le
aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga prerrogativa y
gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se
rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al captivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió
que lela Zoraida; y, así como esto oyó, ella entendió lo que le habían
preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y
donaire:
— ¡No, no Zoraida: María, María! —dando a entender que se llamaba María y no
Zoraida.
Estas palabras, el grande afecto con que la mora las dijo, hicieron
derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon,
especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas.
Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole:
— Sí, sí: María, María.
A lo cual respondió la mora:
— ¡Sí, sí: María; Zoraida macange! —que quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de los que venían con don
Fernando, había el ventero puesto diligencia y cuidado en aderezarles de
cenar lo mejor que a él le fue posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse
todos a una larga mesa, como de tinelo, porque no la había redonda ni
cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que
él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la
señora Micomicona, pues él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda y
Zoraida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y
los demás caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y
así, cenaron con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando
de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió
a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
— Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas
cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál
de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo
entrara, y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que
nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a
mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de
la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que
dudar, sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos
que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a
más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras
hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no
saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir, y a lo que
ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los del
cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su
ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas
fuerzas; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se
encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos
mucho entendimiento; o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene
a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así con el
espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas
corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las
estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que
todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte
alguna el cuerpo. Siendo pues ansí, que las armas requieren espíritu, como
las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del
guerrero, trabaja más. Y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a
que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más
que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras...,
y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar
las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le
puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto
la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer
que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno
de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas
atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien
que los hombres pueden desear en esta vida. Y así, las primeras buenas
nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los
ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires:
''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena
voluntad''; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo
enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en
alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les
dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien como
joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que sin ella, en la tierra ni
en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la
guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta
verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al
fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a
los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera, y por tan buenos términos, iba prosiguiendo en su plática
don Quijote que obligó a que, por entonces, ninguno de los que escuchándole
estaban le tuviese por loco; antes, como todos los más eran caballeros, a
quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió
diciendo:
— Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente
pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el
estremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que
no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene
cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en
frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que
no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las
sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante éste que entre
ellos llaman andar a la sopa; y no les falta algún ajeno brasero o
chimenea, que, si no callenta, a lo menos entibie su frío, y, en fin, la
noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias,
conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad
y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena
suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y
dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a
caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos
visto que, habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis,
como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto
mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura,
su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera en
reposar en holandas y damascos: premio justamente merecido de su virtud.
Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero,
se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
Capítulo XXXVIII. Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de
las armas y las letras
Prosiguiendo don Quijote, dijo:
— Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es
más rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma
pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o
nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y
de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto
acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se
suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa,
con sólo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por
averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que
espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades,
en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de
estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y
revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas.
Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su
ejercicio; lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la
cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá
pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y, cuando esto
no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo,
podrá ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba, y que sea
menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de
todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras
veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son
los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda,
habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir a
cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres
se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque
quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer
que se le había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:
— Levantaos, señora mía, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la
que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que
digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que, viendo yo en vos la fe
con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis. Lo que os ruego es
que no me reprehendáis mi mal término y mi mucho descuido, pues la misma
ocasión y fuerza que me movió para acetaros por mía, esa misma me impelió
para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los
ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis
yerros; y, pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos
lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su
Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea.
Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a juntar su rostro con el suyo, con
tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las
lágrimas no acabasen de dar indubitables señas de su amor y
arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las
de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar
tantas, los unos de contento proprio y los otros del ajeno, que no parecía
sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido. Hasta Sancho Panza
lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no
era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes
esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos,
y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don
Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses
razones, que don Fernando no sabía qué responderles; y así, los levantó y
abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar tan
lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contó todo lo que
antes había contado a Cardenio, de lo cual gustó tanto don Fernando y los
que con él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era
la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y, así como hubo
acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después
que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de
Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de
sus padres no fuera impedido; y que así, se salió de su casa, despechado y
corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día
supo como Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie
supiese decir dónde se había ido, y que, en resolución, al cabo de algunos
meses vino a saber como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse
en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que, así como lo
supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar
donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que, en sabiendo
que él estaba allí, había de haber más guarda en el monesterio; y así,
aguardando un día a que la portería estuviese abierta, dejó a los dos a la
guarda de la puerta, y él, con otro, habían entrado en el monesterio
buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una
monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con
ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para
traella. Todo lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el
monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que, así como
Luscinda se vio en su poder, perdió todos los sentidos; y que, después de
vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar
palabra alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas, habían
llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se
rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
Capítulo XXXVII. Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona,
con otras graciosas aventuras
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánima, viendo que se
le desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda
princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don
Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto, bien descuidado de
todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que
poseía. Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría
por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced
recebida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba
tan a pique de perder el crédito y el alma; y, finalmente, cuantos en la
venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían
tenido tan trabados y desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el
parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la
ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle
todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen
venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado
y el triste; y así, con malencónico semblante, entró a su amo, el cual
acababa de despertar, a quien dijo:
— Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que
quisiere, sin cuidado de matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa
su reino: que ya todo está hecho y concluido.
— Eso creo yo bien —respondió don Quijote—, porque he tenido con el gigante
la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días
de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue
tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si
fueran de agua.
— Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor
— respondió Sancho—, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo
sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas
de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta
que me parió, y llévelo todo Satanás.
— Y ¿qué es lo que dices, loco? —replicó don Quijote—. ¿Estás en tu seso?
— Levántese vuestra merced —dijo Sancho—, y verá el buen recado que ha
hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama
particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han
de admirar.
— No me maravillaría de nada deso —replicó don Quijote—, porque, si bien te
acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí
sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo
mesmo.
— Todo lo creyera yo —respondió Sancho—, si también mi manteamiento fuera
cosa dese jaez, mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el
ventero que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta, y me empujaba
hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como fuerza; y
donde interviene conocerse las personas, tengo para mí, aunque simple y
pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala
ventura.
— Ahora bien, Dios lo remediará —dijo don Quijote—. Dame de vestir y déjame
salir allá fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto que se vestía, contó el cura a
don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y del artificio que
habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por
desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras que
Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles
lo que a todos parecía: ser el más estraño género de locura que podía caber
en pensamiento desparatado. Dijo más el cura: que, pues ya el buen suceso
de la señora Dorotea impidía pasar con su disignio adelante, que era
menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse
Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría la
persona de Dorotea.
— No —dijo don Fernando—, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea
prosiga su invención; que, como no sea muy lejos de aquí el lugar deste
buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
— No está más de dos jornadas de aquí.
— Pues, aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer
tan buena obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo,
aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y
arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la
estraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de
andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado
continente, y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual, con
mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
— Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza
se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran
señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si
esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo
no os diese la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la
misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas,
porque si él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio
como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo otros caballeros de menor
fama que la mía habían acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho
matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que
yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el
tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.
— Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante —dijo a esta sazón el
ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don
Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
— Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho
vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le
deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no
se abra camino mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro
enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en
breves días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese, la
cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese
adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho
donaire y gravedad, le respondió:
— Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me
había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que
ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos
acaecimientos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera
desearme, pero no por eso he dejado de ser la que antes y de tener los
mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable
brazo que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la
honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente,
pues con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi
desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a
tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos
testigos della los más destos señores que están presentes. Lo que resta es
que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca
jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al
valor de vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don Quijote, se volvió a
Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:
— Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España.
Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se
había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que
entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros
disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en
todos los días de mi vida? ¡Voto... —y miró al cielo y apretó los dientes—
que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos
cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí
adelante, en el mundo!
— Vuestra merced se sosiegue, señor mío —respondió Sancho—, que bien podría
ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora
princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo
menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no
me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera
del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el
aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá
cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo
demás, de que la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el
alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
— Ahora yo te digo, Sancho —dijo don Quijote—, que eres un mentecato; y
perdóname, y basta.
— Basta —dijo don Fernando—, y no se hable más en esto; y, pues la señora
princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y
esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día,
donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser
testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el
discurso desta grande empresa que a su cargo lleva.
— Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros —respondió don Quijote—, y
agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se
tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida, y aun
más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don
Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en
aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano
recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de
paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones
eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos
borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le
atravesaba el pecho. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a
la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un
bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los
pies la cubría. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco
más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba
muy bien puesta. En resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera
bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
Pidió, en entrando, un aposento, y, como le dijeron que en la venta no le
había, mostró recebir pesadumbre; y, llegándose a la que en el traje
parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija
y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a
la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta,
pareciéndole que así ella como el que la traía se congojaban por la falta
del aposento, le dijo:
— No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que aquí falta,
pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo esto, si
gustáredes de pasar con nosotras —señalando a Luscinda—, quizá en el
discurso de este camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de
donde sentado se había, y, puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho,
inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su
silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía
hablar cristiano. Llegó, en esto, el cautivo, que entendiendo en otra cosa
hasta entonces había estado, y, viendo que todas tenían cercada a la que
con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:
— Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra
ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido,
ni responde, a lo que se le ha preguntado.
— No se le pregunta otra cosa ninguna —respondió Luscinda— sino ofrecelle
por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodáremos,
donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, con la voluntad que
obliga a servir a todos los estranjeros que dello tuvieren necesidad,
especialmente siendo mujer a quien se sirve.
— Por ella y por mí —respondió el captivo— os beso, señora mía, las manos, y
estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida; que en tal ocasión, y
de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha
de ser muy grande.
— Decidme, señor —dijo Dorotea—: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el
traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
— Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande
cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
— Luego, ¿no es baptizada? —replicó Luscinda.
— No ha habido lugar para ello —respondió el captivo— después que salió de
Argel, su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de
muerte tan cercana que obligase a baptizalla sin que supiese primero todas
las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será
servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona
merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban de
saber quién fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo quiso preguntar
por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso
que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano y la llevó a
sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al
cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría.
Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo
hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que Dorotea
la tuvo por más hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más hermosa que a
Dorotea, y todos los circustantes conocieron que si alguno se podría
igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le
aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga prerrogativa y
gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se
rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al captivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió
que lela Zoraida; y, así como esto oyó, ella entendió lo que le habían
preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y
donaire:
— ¡No, no Zoraida: María, María! —dando a entender que se llamaba María y no
Zoraida.
Estas palabras, el grande afecto con que la mora las dijo, hicieron
derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon,
especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas.
Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole:
— Sí, sí: María, María.
A lo cual respondió la mora:
— ¡Sí, sí: María; Zoraida macange! —que quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de los que venían con don
Fernando, había el ventero puesto diligencia y cuidado en aderezarles de
cenar lo mejor que a él le fue posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse
todos a una larga mesa, como de tinelo, porque no la había redonda ni
cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que
él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la
señora Micomicona, pues él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda y
Zoraida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y
los demás caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y
así, cenaron con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando
de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió
a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
— Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas
cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál
de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo
entrara, y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que
nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a
mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de
la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que
dudar, sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos
que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a
más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras
hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no
saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir, y a lo que
ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los del
cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su
ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas
fuerzas; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se
encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos
mucho entendimiento; o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene
a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así con el
espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas
corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las
estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que
todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte
alguna el cuerpo. Siendo pues ansí, que las armas requieren espíritu, como
las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del
guerrero, trabaja más. Y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a
que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más
que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras...,
y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar
las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le
puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto
la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer
que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno
de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas
atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien
que los hombres pueden desear en esta vida. Y así, las primeras buenas
nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los
ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires:
''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena
voluntad''; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo
enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en
alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les
dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien como
joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que sin ella, en la tierra ni
en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la
guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta
verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al
fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a
los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera, y por tan buenos términos, iba prosiguiendo en su plática
don Quijote que obligó a que, por entonces, ninguno de los que escuchándole
estaban le tuviese por loco; antes, como todos los más eran caballeros, a
quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió
diciendo:
— Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente
pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el
estremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que
no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene
cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en
frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que
no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las
sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante éste que entre
ellos llaman andar a la sopa; y no les falta algún ajeno brasero o
chimenea, que, si no callenta, a lo menos entibie su frío, y, en fin, la
noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias,
conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad
y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena
suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y
dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a
caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos
visto que, habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis,
como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto
mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura,
su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera en
reposar en holandas y damascos: premio justamente merecido de su virtud.
Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero,
se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
Capítulo XXXVIII. Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de
las armas y las letras
Prosiguiendo don Quijote, dijo:
— Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es
más rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma
pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o
nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y
de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto
acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se
suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa,
con sólo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por
averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que
espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades,
en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de
estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y
revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas.
Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su
ejercicio; lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la
cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá
pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y, cuando esto
no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo,
podrá ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba, y que sea
menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de
todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras
veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son
los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda,
habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir a
cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres
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