Don Quijote - 31
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puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi
cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel
trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo
siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber
andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal
clara que por allí cerca había ganado; y, mirando todos con atención si
alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con
grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos
voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que
después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el
renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos
los de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza por
el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo:
''¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''
»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero,
considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que
la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos
que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un
gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se
quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino
que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar
sobre nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro
pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya
salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta
caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se
venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero,
como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto
pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos
nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma.
''Sí'', dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde
veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían
conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mí
decir más palabra: ''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena
parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos
es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de
la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos,
sois Pedro de Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho esto el cristiano
cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he
llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún
viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de
verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de
tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis
tenido milagrosa libertad''. ''Así es —respondió el mozo—, y tiempo nos
quedará para contároslo todo''.
»Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se
apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para
llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba.
Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde
la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las
del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo, que
ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No
se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la
gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero
admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón
estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de
verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le
había sacado al rostro tales colores que, si no es que la afición entonces
me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a
lo menos, que yo la hubiese visto.
»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la merced recebida;
y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se
parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que eran imágines suyas, y como
mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que
ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma
Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un
natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le
dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del
pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino
con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de
los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su
información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada, a
reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la
Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le
pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía
del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella
viene; y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo,
vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos
ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el
cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera
venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que
Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que
muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me
mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo
de verme suyo y de que ella sea mía me lo turba y deshace no saber si
hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el
tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos
que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más, señores,
que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo
vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla
contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro
circustancias me ha quitado de la lengua.
Capítulo XLII. Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras
muchas cosas dignas de saberse
Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo:
— Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño
suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso.
Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden
a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en
escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el
mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los demás se le ofrecieron, con
todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas
y tan verdaderas que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus
voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse
con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo
de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese
entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía.
Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno
de sus liberales ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegó a la venta un
coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la
ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.
— Pues, aunque eso sea —dijo uno de los de a caballo que habían entrado—, no
ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:
— Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del
señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi
marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
— Sea en buen hora —dijo el escudero.
Pero, a este tiempo, ya había salido del coche un hombre, que en el traje
mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las
mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había
dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis
años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda que a
todos puso en admiración su vista; de suerte que, a no haber visto a
Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra
tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse
don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y, así como le vio, dijo:
— Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo,
que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad
en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas
y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras
de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y
manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y
abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en
este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que
vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la
hermosura en su estremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a
mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras;
y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo
cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas
de los nuevos güéspedes y a las que la ventera les había dado de la
hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don
Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos
ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía
como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada
a la hermosa doncella.
En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la
que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le
desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y
tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado:
que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los
hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor
que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que
ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y
con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de
lo que pensaban.
El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón
y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que
con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado
le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había
oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y
con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquél era su
hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y,
alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al
cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su
hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las
Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también como aquella doncella era
su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy
rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo qué
modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de
descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba o le recebía con
buenas entrañas.
— Déjeseme a mí el hacer esa experiencia —dijo el cura—; cuanto más, que no
hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el
valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da
indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los
casos de la fortuna en su punto.
— Con todo eso —dijo el capitán— yo querría, no de improviso, sino por
rodeos, dármele a conocer.
— Ya os digo —respondió el cura— que yo lo trazaré de modo que todos
quedemos satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto
el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad
de la cena dijo el cura:
— Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en
Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada era uno
de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería
española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso lo tenía de
desdichado.
— Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? —preguntó el oidor.
— Llamábase —respondió el cura— Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un
lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que a su padre
con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan
verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas
cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su
hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos,
mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la
guerra le había sucedido tan bien que en pocos años, por su valor y
esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de
infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de
campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y
tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima
jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la
perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos
camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le
sucedió uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad sucinta, contó lo que con
Zoraida a su hermano había sucedido; a todo lo cual estaba tan atento el
oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el
cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la
barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora
habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si
habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de allí desviado, el
capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual,
viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande
suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo:
— ¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me
tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas
que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán
tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de
más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso
y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro
padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a
vuestro parecer, le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y
mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está
en el Pirú, tan rico que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha
satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi
padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he
podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al
puesto en que me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de
su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte
sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo,
siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos
sucesos, se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo
supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro
de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de
pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto
por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel
contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen
hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar
y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién
llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras
en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus
riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal,
quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera
hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos
dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión
con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían
le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima.
Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo
que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y
así, se levantó de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por
la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor.
Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que,
tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde
el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:
— Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el
bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y
a vuestra buena cuñada. Éste que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta, la
hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron
en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro
buen pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los
pechos por mirarle algo más apartado; mas, cuando le acabó de conocer, le
abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento,que
los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las
palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron,
apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves
razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron puesta en su punto
la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la
ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana
hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos.
Allí don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos tan
estraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería.
Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a
Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como
pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le
ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas
que de allí a un mes partía la flota de Sevilla a la Nueva España, y
fuérale de grande incomodidad perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del
cautivo; y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada,
acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se
ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal
andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de
hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le
conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que
no poco gusto recibió.
Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo
él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento,
que le costaron tan caros como adelante se dirá.
Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como
menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la
centinela del castillo, como lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de
las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le
prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo
lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor.
Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una
voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía
que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta
confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:
— Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de
tal manera canta que encanta.
— Ya lo oímos, señor —respondió Dorotea.
Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible,
entendió que lo que se cantaba era esto:
Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas,
con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos]
-Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería
bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a
otra parte, la despertó diciéndole:
— Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la
mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que
Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir,
por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el
que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como si
de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose
estrechamente con Teodora, le dijo:
— ¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el
mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los
ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.
— ¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de
mulas.
— No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y el que le tiene en mi
alma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitado
eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole
que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y
así, le dijo:
— Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más y
decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voz
tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero
perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que
canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.
— Sea en buen hora —respondió Clara.
Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también
se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que
proseguían en esta manera:
-Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas:
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.
Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo,
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto;
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual
encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto
y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le
quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la
oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído
de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le
dijo:
— Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino
de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi
padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con
lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo
que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la
iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a
entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas
lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me
quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con
la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me
holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién
comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando
estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o
la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba
señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi
padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a
lo que yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que nos partimos nunca
pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos
días que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de
aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan
al natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible
conocelle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a hurto de mi padre,
de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los
caminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sé quién es, y considero
que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre,
y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene,
ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente,
porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra
merced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca
de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay
más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me
sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de
nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le
quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo
cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel
trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo
siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber
andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal
clara que por allí cerca había ganado; y, mirando todos con atención si
alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con
grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos
voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que
después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el
renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos
los de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza por
el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo:
''¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''
»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero,
considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que
la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos
que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un
gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se
quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino
que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar
sobre nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro
pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya
salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta
caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se
venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero,
como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto
pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos
nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma.
''Sí'', dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde
veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían
conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mí
decir más palabra: ''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena
parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos
es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de
la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos,
sois Pedro de Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho esto el cristiano
cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he
llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún
viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de
verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de
tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis
tenido milagrosa libertad''. ''Así es —respondió el mozo—, y tiempo nos
quedará para contároslo todo''.
»Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se
apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para
llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba.
Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde
la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las
del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo, que
ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No
se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la
gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero
admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón
estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de
verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le
había sacado al rostro tales colores que, si no es que la afición entonces
me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a
lo menos, que yo la hubiese visto.
»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la merced recebida;
y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se
parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que eran imágines suyas, y como
mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que
ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma
Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un
natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le
dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del
pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino
con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de
los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su
información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada, a
reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la
Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le
pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía
del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella
viene; y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo,
vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos
ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el
cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera
venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que
Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que
muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me
mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo
de verme suyo y de que ella sea mía me lo turba y deshace no saber si
hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el
tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos
que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más, señores,
que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo
vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla
contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro
circustancias me ha quitado de la lengua.
Capítulo XLII. Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras
muchas cosas dignas de saberse
Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo:
— Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño
suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso.
Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden
a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en
escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el
mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los demás se le ofrecieron, con
todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas
y tan verdaderas que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus
voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse
con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo
de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese
entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía.
Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno
de sus liberales ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegó a la venta un
coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la
ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.
— Pues, aunque eso sea —dijo uno de los de a caballo que habían entrado—, no
ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:
— Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del
señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi
marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
— Sea en buen hora —dijo el escudero.
Pero, a este tiempo, ya había salido del coche un hombre, que en el traje
mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las
mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había
dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis
años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda que a
todos puso en admiración su vista; de suerte que, a no haber visto a
Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra
tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse
don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y, así como le vio, dijo:
— Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo,
que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad
en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas
y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras
de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y
manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y
abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en
este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que
vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la
hermosura en su estremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a
mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras;
y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo
cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas
de los nuevos güéspedes y a las que la ventera les había dado de la
hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don
Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos
ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía
como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada
a la hermosa doncella.
En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la
que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le
desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y
tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado:
que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los
hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor
que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que
ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y
con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de
lo que pensaban.
El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón
y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que
con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado
le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había
oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y
con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquél era su
hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y,
alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al
cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su
hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las
Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también como aquella doncella era
su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy
rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo qué
modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de
descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba o le recebía con
buenas entrañas.
— Déjeseme a mí el hacer esa experiencia —dijo el cura—; cuanto más, que no
hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el
valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da
indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los
casos de la fortuna en su punto.
— Con todo eso —dijo el capitán— yo querría, no de improviso, sino por
rodeos, dármele a conocer.
— Ya os digo —respondió el cura— que yo lo trazaré de modo que todos
quedemos satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto
el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad
de la cena dijo el cura:
— Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en
Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada era uno
de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería
española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso lo tenía de
desdichado.
— Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? —preguntó el oidor.
— Llamábase —respondió el cura— Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un
lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que a su padre
con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan
verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas
cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su
hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos,
mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la
guerra le había sucedido tan bien que en pocos años, por su valor y
esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de
infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de
campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y
tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima
jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la
perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos
camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le
sucedió uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad sucinta, contó lo que con
Zoraida a su hermano había sucedido; a todo lo cual estaba tan atento el
oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el
cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la
barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora
habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si
habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de allí desviado, el
capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual,
viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande
suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo:
— ¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me
tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas
que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán
tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de
más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso
y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro
padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a
vuestro parecer, le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y
mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está
en el Pirú, tan rico que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha
satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi
padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he
podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al
puesto en que me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de
su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte
sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo,
siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos
sucesos, se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo
supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro
de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de
pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto
por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel
contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen
hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar
y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién
llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras
en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus
riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal,
quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera
hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos
dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión
con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían
le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima.
Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo
que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y
así, se levantó de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por
la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor.
Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que,
tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde
el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:
— Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el
bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y
a vuestra buena cuñada. Éste que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta, la
hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron
en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro
buen pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los
pechos por mirarle algo más apartado; mas, cuando le acabó de conocer, le
abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento,que
los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las
palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron,
apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves
razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron puesta en su punto
la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la
ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana
hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos.
Allí don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos tan
estraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería.
Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a
Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como
pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le
ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas
que de allí a un mes partía la flota de Sevilla a la Nueva España, y
fuérale de grande incomodidad perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del
cautivo; y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada,
acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se
ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal
andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de
hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le
conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que
no poco gusto recibió.
Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo
él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento,
que le costaron tan caros como adelante se dirá.
Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como
menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la
centinela del castillo, como lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de
las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le
prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo
lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor.
Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una
voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía
que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta
confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:
— Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de
tal manera canta que encanta.
— Ya lo oímos, señor —respondió Dorotea.
Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible,
entendió que lo que se cantaba era esto:
Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas,
con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos]
-Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería
bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a
otra parte, la despertó diciéndole:
— Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la
mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que
Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir,
por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el
que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como si
de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose
estrechamente con Teodora, le dijo:
— ¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el
mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los
ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.
— ¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de
mulas.
— No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y el que le tiene en mi
alma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitado
eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole
que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y
así, le dijo:
— Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más y
decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voz
tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero
perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que
canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.
— Sea en buen hora —respondió Clara.
Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también
se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que
proseguían en esta manera:
-Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas:
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.
Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo,
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto;
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual
encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto
y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le
quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la
oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído
de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le
dijo:
— Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino
de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi
padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con
lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo
que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la
iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a
entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas
lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me
quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con
la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me
holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién
comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando
estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o
la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba
señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi
padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a
lo que yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que nos partimos nunca
pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos
días que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de
aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan
al natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible
conocelle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a hurto de mi padre,
de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los
caminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sé quién es, y considero
que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre,
y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene,
ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente,
porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra
merced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca
de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay
más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me
sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de
nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le
quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo
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