Don Quijote - 16
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que es villano como yo y no está armado caballero, bien puedo a mi salvo
satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como
hombre honrado.
— Así es —dijo don Quijote—, pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de lo
sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero si sería
posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el
fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida; pero que, si anduviese mucho por aquellos
contornos, no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Capítulo XXV. Que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena
sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a
la penitencia de Beltenebros
Despidióse del cabrero don Quijote, y, subiendo otra vez sobre Rocinante,
mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy
mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y
Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la
plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo
sufrir tanto silencio, le dijo:
— Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia;
que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis hijos, con
los cuales, por lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque
querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades, de día y de
noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida. Si ya
quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempos de
Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me
viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y
que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida
y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo
esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en
su corazón, como si fuera mudo.
— Ya te entiendo, Sancho —respondió don Quijote—: tú mueres porque te alce
el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que
quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en
cuanto anduviéremos por estas sierras.
— Sea ansí —dijo Sancho—: hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será;
y, comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra
merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O, ¿qué
hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced
pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara
adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y
las coces, y aun más de seis torniscones.
— A fe, Sancho —respondió don Quijote—, que si tú supieras, como yo lo sé,
cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madásima, yo sé que
dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales
blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una
reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel
maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy
sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que
ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y, porque veas
que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya
estaba sin juicio.
— Eso digo yo —dijo Sancho—: que no había para qué hacer cuenta de las
palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced
y encaminara el guijarro a la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos
quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda. Pues,
¡montas que no se librara Cardenio por loco!
— Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a
volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por
las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo
tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido
fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las
tuvo muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le
fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con
prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal
intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo
otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren.
— Ni yo lo digo ni lo pienso —respondió Sancho—: allá se lo hayan; con su
pan se lo coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta.
De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el
que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací,
desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y
muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Mas, ¿quién puede poner
puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
— ¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué de necedades vas, Sancho,
ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu
vida, Sancho, que calles; y de aquí adelante, entremétete en espolear a tu
asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus
cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto
en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que
cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
— Señor —respondió Sancho—, y ¿es buena regla de caballería que andemos
perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el
cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó
comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis
costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
— Calla, te digo otra vez, Sancho —dijo don Quijote—; porque te hago saber
que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el
que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre
y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con
ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante
caballero.
— Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? —preguntó Sancho Panza.
— No —respondió el de la Triste Figura—, puesto que de tal manera podía
correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de
estar en tu diligencia.
— ¿En mi diligencia? —dijo Sancho.
— Sí —dijo don Quijote—, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte,
presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y, porque no es
bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis
razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de
los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el
solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en
el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que
dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto. Digo
asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura
imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta mesma
regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven
para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que quiere
alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y
trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento;
como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo
piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni
descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar
ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís
fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a
quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y
de la caballería militamos. Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo,
Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca
de alcanzar la perfeción de la caballería. Y una de las cosas en que más
este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y
amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer
penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre,
por cierto, significativo y proprio para la vida que él de su voluntad
había escogido. Ansí que, me es a mí más fácil imitarle en esto que no en
hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar
ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y, pues estos lugares
son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar
la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.
— En efecto —dijo Sancho—, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en
este tan remoto lugar?
— ¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís,
haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar
juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales
de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya
pesadumbre se volvió loco y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las
claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó
casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno
nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando,
o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte en todas
las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere,
en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a
contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño,
sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
— Paréceme a mí —dijo Sancho— que los caballeros que lo tal ficieron fueron
provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias, pero
vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha
desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora
Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
— Ahí esta el punto —respondió don Quijote— y ésa es la fineza de mi
negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni
gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que
si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que harta ocasión
tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea
del Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio:
quien está ausente todos los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo, no
gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista
imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la
respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si
fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y
si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.
Ansí que, de cualquiera manera que responda, saldré del conflito y trabajo
en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no
sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien
guardado el yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste del suelo cuando
aquel desagradecido le quiso hacer pedazos. Pero no pudo, donde se puede
echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
— Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni
llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas
vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar
reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas,
como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y
mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien
oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de
Mambrino, y que no salga de este error en más de cuatro días, ¿qué ha de
pensar, sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La
bacía yo la llevo en el costal, toda abollada, y llévola para aderezarla en
mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que algún
día me vea con mi mujer y hijos.
— Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro —dijo don
Quijote— que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero
en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has
echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen
quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no
porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva
de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y les vuelven
según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y
así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de
Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio
que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y
verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta
estima, todo el mundo me perseguirá por quitármele; pero, como ven que no
es más de un bacín de barbero, no se curan de procuralle, como se mostró
bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe
que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora
no le he menester; que antes me tengo de quitar todas estas armas y quedar
desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi
penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña que, casi como
peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su
falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde
y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí
muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores, que hacían el lugar
apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su
penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si
estuviera sin juicio:
— Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la
desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es el sitio donde
el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis
continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos
montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado
corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en
este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste
desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han
traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura
condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana
hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de
habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros,
de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce
sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os
canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi
pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la dé
buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a
que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que
a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante
habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando
movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tú,
escudero mío, agradable compañero en más prósperos y adversos sucesos, toma
bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y
recetes a la causa total de todo ello!
Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y
la silla; y, dándole una palmada en las ancas, le dijo:
— Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan estremado por tus
obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la
frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo,
ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
— Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio; que
a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su
alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le
desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generales
de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo,
cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que
si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será
bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé
cuándo llegaré ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
— Digo, Sancho —respondió don Quijote—, que sea como tú quisieres, que no me
parece mal tu designio; y digo que de aquí a tres días te partirás, porque
quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo
digas.
— Pues, ¿qué más tengo de ver —dijo Sancho— que lo que he visto?
— ¡Bien estás en el cuento! —respondió don Quijote—. Ahora me falta rasgar
las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peñas,
con otras cosas deste jaez que te han de admirar.
— Por amor de Dios —dijo Sancho—, que mire vuestra merced cómo se da esas
calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la
primera se acabase la máquina desta penitencia; y sería yo de parecer que,
ya que vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas y que
no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es
fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en
el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí el cargo, que
yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de peña más
dura que la de un diamante.
— Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho —respondió don Quijote—, mas
quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas,
sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes
de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de
relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí que, mis
calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada
del sofístico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes algunas
hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo
que perdimos.
— Más fue perder el asno —respondió Sancho—, pues se perdieron en él las
hilas y todo. Y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel
maldito brebaje; que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, no que el
estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres días
que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por
vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y
escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a
sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.
— ¿Purgatorio le llamas, Sancho? —dijo don Quijote—. Mejor hicieras de
llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
— Quien ha infierno —respondió Sancho—, nula es retencio, según he oído
decir.
— No entiendo qué quiere decir retencio —dijo don Quijote.
— Retencio es —respondió Sancho— que quien está en el infierno nunca sale
dél, ni puede. Lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán
mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame
yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le
diré tales cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra
merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un
guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta
dulce y melificada volveré por los aires, como brujo, y sacaré a vuestra
merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza
de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que
están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
— Así es la verdad —dijo el de la Triste Figura—; pero, ¿qué haremos para
escribir la carta?
— Y la libranza pollinesca también —añadió Sancho.
— Todo irá inserto —dijo don Quijote—; y sería bueno, ya que no hay papel,
que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en
unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como
el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde será bien, y aun más que
bien, escribilla: que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio; y
tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el
primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si
no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se la des a trasladar a
ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás.
— Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma? —dijo Sancho.
— Nunca las cartas de Amadís se firman —respondió don Quijote.
— Está bien —respondió Sancho—, pero la libranza forzosamente se ha de
firmar, y ésa, si se traslada, dirán que la firma es falsa y quedaréme sin
pollinos.
— La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que, en viéndola, mi sobrina
no pondrá dificultad en cumplilla. Y, en lo que toca a la carta de amores,
pondrás por firma: "Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste
Figura". Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me
sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto
letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre
platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de
cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la
quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he
visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella
echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con
que sus padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han
criado.
— ¡Ta, ta! —dijo Sancho—. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora
Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
— Ésa es —dijo don Quijote—, y es la que merece ser señora de todo el
universo.
— Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como
el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de
chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del
lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora!
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día
encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en
un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así
la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse; que
nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que
le lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, sólo por vella; que ha
muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho
la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso
a vuestra merced una verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en
una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea
debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o
alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le
ha enviado: así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que
deben ser, según deben de ser muchas las vitorias que vuestra merced ha
ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero. Pero, bien
considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la
señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante
della los vencidos que vuestra merced le envía y ha de enviar? Porque
podría ser que, al tiempo que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando
lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se
riese y enfadase del presente.
— Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho —dijo don Quijote—,
que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces
despuntas de agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto
soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. «Has de saber que una viuda
hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un
mozo motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a saber su mayor, y un día
dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión: ''Maravillado
estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan
hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan
soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos
maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced
pudiera escoger como entre peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no
quiero"''. Mas ella le respondió, con mucho donaire y desenvoltura:
''Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo
si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece, pues,
para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles''».
Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale
como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que
alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es
verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las
Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los
libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las
comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de
aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se
las fingen, por dar subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados
y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y
creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del
linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle
algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo.
Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a
amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos
cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna
le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo,
yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y
píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la
principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna
de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los
ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
— Digo que en todo tiene vuestra merced razón —respondió Sancho—, y que yo
soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de
mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me
mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote, y, apartándose a una parte, con mucho
sosiego comenzó a escribir la carta; y, en acabándola, llamó a Sancho y le
dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le
satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como
hombre honrado.
— Así es —dijo don Quijote—, pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de lo
sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero si sería
posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el
fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida; pero que, si anduviese mucho por aquellos
contornos, no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Capítulo XXV. Que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena
sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a
la penitencia de Beltenebros
Despidióse del cabrero don Quijote, y, subiendo otra vez sobre Rocinante,
mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy
mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y
Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la
plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo
sufrir tanto silencio, le dijo:
— Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia;
que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis hijos, con
los cuales, por lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque
querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades, de día y de
noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida. Si ya
quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempos de
Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me
viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y
que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida
y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo
esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en
su corazón, como si fuera mudo.
— Ya te entiendo, Sancho —respondió don Quijote—: tú mueres porque te alce
el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que
quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en
cuanto anduviéremos por estas sierras.
— Sea ansí —dijo Sancho—: hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será;
y, comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra
merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O, ¿qué
hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced
pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara
adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y
las coces, y aun más de seis torniscones.
— A fe, Sancho —respondió don Quijote—, que si tú supieras, como yo lo sé,
cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madásima, yo sé que
dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales
blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una
reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel
maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy
sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que
ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y, porque veas
que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya
estaba sin juicio.
— Eso digo yo —dijo Sancho—: que no había para qué hacer cuenta de las
palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced
y encaminara el guijarro a la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos
quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda. Pues,
¡montas que no se librara Cardenio por loco!
— Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a
volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por
las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo
tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido
fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las
tuvo muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le
fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con
prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal
intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo
otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren.
— Ni yo lo digo ni lo pienso —respondió Sancho—: allá se lo hayan; con su
pan se lo coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta.
De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el
que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací,
desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y
muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Mas, ¿quién puede poner
puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
— ¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué de necedades vas, Sancho,
ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu
vida, Sancho, que calles; y de aquí adelante, entremétete en espolear a tu
asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus
cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto
en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que
cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
— Señor —respondió Sancho—, y ¿es buena regla de caballería que andemos
perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el
cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó
comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis
costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
— Calla, te digo otra vez, Sancho —dijo don Quijote—; porque te hago saber
que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el
que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre
y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con
ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante
caballero.
— Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? —preguntó Sancho Panza.
— No —respondió el de la Triste Figura—, puesto que de tal manera podía
correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de
estar en tu diligencia.
— ¿En mi diligencia? —dijo Sancho.
— Sí —dijo don Quijote—, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte,
presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y, porque no es
bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis
razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de
los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el
solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en
el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que
dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto. Digo
asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura
imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta mesma
regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven
para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que quiere
alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y
trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento;
como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo
piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni
descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar
ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís
fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a
quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y
de la caballería militamos. Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo,
Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca
de alcanzar la perfeción de la caballería. Y una de las cosas en que más
este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y
amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer
penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre,
por cierto, significativo y proprio para la vida que él de su voluntad
había escogido. Ansí que, me es a mí más fácil imitarle en esto que no en
hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar
ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y, pues estos lugares
son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar
la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.
— En efecto —dijo Sancho—, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en
este tan remoto lugar?
— ¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís,
haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar
juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales
de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya
pesadumbre se volvió loco y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las
claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó
casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno
nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando,
o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte en todas
las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere,
en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a
contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño,
sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
— Paréceme a mí —dijo Sancho— que los caballeros que lo tal ficieron fueron
provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias, pero
vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha
desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora
Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
— Ahí esta el punto —respondió don Quijote— y ésa es la fineza de mi
negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni
gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que
si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que harta ocasión
tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea
del Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio:
quien está ausente todos los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo, no
gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista
imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la
respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si
fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y
si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.
Ansí que, de cualquiera manera que responda, saldré del conflito y trabajo
en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no
sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien
guardado el yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste del suelo cuando
aquel desagradecido le quiso hacer pedazos. Pero no pudo, donde se puede
echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
— Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni
llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas
vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar
reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas,
como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y
mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien
oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de
Mambrino, y que no salga de este error en más de cuatro días, ¿qué ha de
pensar, sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La
bacía yo la llevo en el costal, toda abollada, y llévola para aderezarla en
mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que algún
día me vea con mi mujer y hijos.
— Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro —dijo don
Quijote— que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero
en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has
echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen
quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no
porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva
de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y les vuelven
según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y
así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de
Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio
que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y
verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta
estima, todo el mundo me perseguirá por quitármele; pero, como ven que no
es más de un bacín de barbero, no se curan de procuralle, como se mostró
bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe
que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora
no le he menester; que antes me tengo de quitar todas estas armas y quedar
desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi
penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña que, casi como
peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su
falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde
y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí
muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores, que hacían el lugar
apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su
penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si
estuviera sin juicio:
— Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la
desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es el sitio donde
el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis
continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos
montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado
corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en
este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste
desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han
traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura
condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana
hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de
habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros,
de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce
sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os
canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi
pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la dé
buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a
que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que
a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante
habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando
movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tú,
escudero mío, agradable compañero en más prósperos y adversos sucesos, toma
bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y
recetes a la causa total de todo ello!
Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y
la silla; y, dándole una palmada en las ancas, le dijo:
— Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan estremado por tus
obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la
frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo,
ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
— Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio; que
a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su
alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le
desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generales
de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo,
cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que
si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será
bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé
cuándo llegaré ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
— Digo, Sancho —respondió don Quijote—, que sea como tú quisieres, que no me
parece mal tu designio; y digo que de aquí a tres días te partirás, porque
quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo
digas.
— Pues, ¿qué más tengo de ver —dijo Sancho— que lo que he visto?
— ¡Bien estás en el cuento! —respondió don Quijote—. Ahora me falta rasgar
las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peñas,
con otras cosas deste jaez que te han de admirar.
— Por amor de Dios —dijo Sancho—, que mire vuestra merced cómo se da esas
calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la
primera se acabase la máquina desta penitencia; y sería yo de parecer que,
ya que vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas y que
no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es
fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en
el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí el cargo, que
yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de peña más
dura que la de un diamante.
— Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho —respondió don Quijote—, mas
quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas,
sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes
de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de
relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí que, mis
calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada
del sofístico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes algunas
hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo
que perdimos.
— Más fue perder el asno —respondió Sancho—, pues se perdieron en él las
hilas y todo. Y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel
maldito brebaje; que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, no que el
estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres días
que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por
vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y
escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a
sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.
— ¿Purgatorio le llamas, Sancho? —dijo don Quijote—. Mejor hicieras de
llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
— Quien ha infierno —respondió Sancho—, nula es retencio, según he oído
decir.
— No entiendo qué quiere decir retencio —dijo don Quijote.
— Retencio es —respondió Sancho— que quien está en el infierno nunca sale
dél, ni puede. Lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán
mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame
yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le
diré tales cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra
merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un
guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta
dulce y melificada volveré por los aires, como brujo, y sacaré a vuestra
merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza
de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que
están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
— Así es la verdad —dijo el de la Triste Figura—; pero, ¿qué haremos para
escribir la carta?
— Y la libranza pollinesca también —añadió Sancho.
— Todo irá inserto —dijo don Quijote—; y sería bueno, ya que no hay papel,
que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en
unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como
el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde será bien, y aun más que
bien, escribilla: que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio; y
tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el
primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si
no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se la des a trasladar a
ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás.
— Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma? —dijo Sancho.
— Nunca las cartas de Amadís se firman —respondió don Quijote.
— Está bien —respondió Sancho—, pero la libranza forzosamente se ha de
firmar, y ésa, si se traslada, dirán que la firma es falsa y quedaréme sin
pollinos.
— La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que, en viéndola, mi sobrina
no pondrá dificultad en cumplilla. Y, en lo que toca a la carta de amores,
pondrás por firma: "Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste
Figura". Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me
sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto
letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre
platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de
cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la
quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he
visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella
echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con
que sus padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han
criado.
— ¡Ta, ta! —dijo Sancho—. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora
Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
— Ésa es —dijo don Quijote—, y es la que merece ser señora de todo el
universo.
— Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como
el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de
chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del
lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora!
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día
encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en
un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así
la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse; que
nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que
le lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, sólo por vella; que ha
muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho
la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso
a vuestra merced una verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en
una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea
debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o
alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le
ha enviado: así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que
deben ser, según deben de ser muchas las vitorias que vuestra merced ha
ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero. Pero, bien
considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la
señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante
della los vencidos que vuestra merced le envía y ha de enviar? Porque
podría ser que, al tiempo que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando
lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se
riese y enfadase del presente.
— Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho —dijo don Quijote—,
que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces
despuntas de agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto
soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. «Has de saber que una viuda
hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un
mozo motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a saber su mayor, y un día
dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión: ''Maravillado
estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan
hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan
soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos
maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced
pudiera escoger como entre peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no
quiero"''. Mas ella le respondió, con mucho donaire y desenvoltura:
''Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo
si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece, pues,
para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles''».
Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale
como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que
alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es
verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las
Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los
libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las
comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de
aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se
las fingen, por dar subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados
y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y
creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del
linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle
algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo.
Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a
amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos
cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna
le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo,
yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y
píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la
principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna
de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los
ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
— Digo que en todo tiene vuestra merced razón —respondió Sancho—, y que yo
soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de
mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me
mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote, y, apartándose a una parte, con mucho
sosiego comenzó a escribir la carta; y, en acabándola, llamó a Sancho y le
dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le
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