Don Quijote - 12
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de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que
pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre
unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un
temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad,
el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y
espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento
dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar
donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
— Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como
suele llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de
resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la
Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes
y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos
caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo
tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más
claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos
árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que
parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y
aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales
cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo,
temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no
está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto
que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta
aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las
cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no
más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y
desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a
la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por
acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor
ternura del mundo y a decille:
— Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa
aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie, bien podemos torcer el
camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y, pues no
hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más, que
yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien
conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que, no es bien tentar
a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por
milagro; y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle
de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de
entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y, cuando todo esto no
mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se
habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a
quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por
venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más y no menos; pero, como
la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando
más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me
quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo
Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no
quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo, a lo
menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí me muestra la ciencia que
aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas,
porque la boca de la Bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche
en la línea del brazo izquierdo.
— ¿Cómo puedes tú, Sancho —dijo don Quijote—, ver dónde hace esa línea, ni
dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura
que no parece en todo el cielo estrella alguna?
— Así es —dijo Sancho—, pero tiene el miedo muchos ojos y vee las cosas
debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto que, por buen
discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día.
— Falte lo que faltare —respondió don Quijote—; que no se ha de decir por
mí, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer
lo que debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles;
que Dios, que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y
tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar
tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y
quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con
él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su
industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando
apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el
cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don
Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino
a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
— Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha
ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y
espolear, y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra
el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía las piernas al
caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura,
tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante
se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la
industria de Sancho; y así, le dijo:
— Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de
esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
— No hay que llorar —respondió Sancho—, que yo entretendré a vuestra merced
contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y
echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros
andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de
acometer esta tan desemejable aventura que le espera.
— ¿A qué llamas apear o a qué dormir? —dijo don Quijote—. ¿Soy yo, por
ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme
tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que
viere que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío —respondió Sancho—, que no lo dije
por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el
otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin
osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que
todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún
cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo
que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía.
— Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la
acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y
estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien
que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y
advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos
dieron a sus consejas no fue así comoquiera, que fue una sentencia de Catón
Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para quien le fuere a buscar", que
viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no
vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro
camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos
sobresaltan.
— Sigue tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, y del camino que hemos de
seguir déjame a mí el cuidado.
— «Digo, pues —prosiguió Sancho—, que en un lugar de Estremadura había un
pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o
cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz
andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora
llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...»
— Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, repitiendo
dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y
cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
— De la misma manera que yo lo cuento —respondió Sancho—, se cuentan en mi
tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que
vuestra merced me pida que haga usos nuevos.
— Di como quisieres —respondió don Quijote—; que, pues la suerte quiere que
no pueda dejar de escucharte, prosigue.
— «Así que, señor mío de mi ánima —prosiguió Sancho—, que, como ya tengo
dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una
moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de
bigotes, que parece que ahora la veo.»
— Luego, ¿conocístela tú? —dijo don Quijote.
— No la conocí yo —respondió Sancho—, pero quien me contó este cuento me
dijo que era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a
otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y
viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de
manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo
y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad
de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo
vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante que, por
no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la
viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso
bien, mas que nunca le había querido.»
— Ésa es natural condición de mujeres —dijo don Quijote—: desdeñar a quien
las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
— «Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso por obra su determinación, y,
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para
pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él,
y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con
unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo
y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas,
llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo,
sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río
Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la
parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su
ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la
Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus
ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía
junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una
persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le
pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el
barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a
pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va
pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no
será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y
tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por
otra cabra, y otra, y otra...»
— Haz cuenta que las pasó todas —dijo don Quijote—: no andes yendo y
viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
— ¿Cuántas han pasado hasta agora? —dijo Sancho.
— ¡Yo qué diablos sé! —respondió don Quijote—.
— He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha
acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
— ¿Cómo puede ser eso? —respondió don Quijote—. ¿Tan de esencia de la
historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra
una del número no puedes seguir adelante con la historia?
— No señor, en ninguna manera —respondió Sancho—; porque, así como yo
pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me
respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la
memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y
contento.
— ¿De modo —dijo don Quijote— que ya la historia es acabada?
— Tan acabada es como mi madre —dijo Sancho.
— Dígote de verdad —respondió don Quijote— que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y
que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en
toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no
me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener
turbado el entendimiento.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay
más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del
pasaje de las cabras.
— Acabe norabuena donde quisiere —dijo don Quijote—, y veamos si se puede
mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo:
tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho
hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo
que más se debe creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que
otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en
su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar
de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por
bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero,
con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza
con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en
quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto,
alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no
eran muy pequeñas. Hecho esto —que él pensó que era lo más que tenía que
hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia—, le sobrevino otra
mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y
ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo
en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue
tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien
diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
— ¿Qué rumor es ése, Sancho?
— No sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva debe de ser, que las
aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni
alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le
había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como
el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por
línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que
algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él
fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso,
dijo:
— Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
— Sí tengo —respondió Sancho—; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced
ahora más que nunca?
— En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar —respondió don Quijote.
— Bien podrá ser —dijo Sancho—, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra
merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
— Retírate tres o cuatro allá, amigo —dijo don Quijote (todo esto sin
quitarse los dedos de las narices)—, y desde aquí adelante ten más cuenta
con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que
tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
— Apostaré —replicó Sancho— que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi
persona alguna cosa que no deba.
— Peor es meneallo, amigo Sancho —respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas,
viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó
a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él
de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar
manotadas; porque corvetas —con perdón suyo— no las sabía hacer. Viendo,
pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó
que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas,
y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran
castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no
cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo
sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le
mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra vez se
lo había dicho; y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por
cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se
le acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y embajada que había de
llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga
de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su
testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de
todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese
servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin
cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de
su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de
aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor
desta historia que debía de ser bien nacido, y, por lo menos, cristiano
viejo. Cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que
mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a
caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del
golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su
jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y,
habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles
sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía,
de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las
peñas, estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios
que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo
de aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y,
sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas,
encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella
temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba
también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el
cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de
Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una punta,
pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de
aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos
toda la noche los había tenido. Y eran —si no lo has, ¡oh lector!, por
pesadumbre y enojo— seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes
aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo.
Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con
muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y viole que
tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes
señales de querer reventar con ella, y no pudo su melanconía tanto con él
que, a la vista de Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio Sancho que
su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de
apretarse las ijadas con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces
sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero; de
lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir, como
por modo de fisga:
— «Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del cielo, en
esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo
soy aquél para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los
valerosos fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que don Quijote dijo la
vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en
tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como
los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de
pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba
tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante
en ellas, con mucha humildad le dijo:
— Sosiéguese vuestra merced; que, por Dios, que me burlo.
— Pues, porque os burláis, no me burlo yo —respondió don Quijote—. Venid
acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos fueron mazos de
batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que
convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado, a dicha, siendo,
como soy, caballero, a conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de
batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en
mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y
nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en
seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y,
cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que
quisiéredes.
— No haya más, señor mío —replicó Sancho—, que yo confieso que he andado
algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en
paz (así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y
salvo como le ha sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de
contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de
vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
— No niego yo —respondió don Quijote— que lo que nos ha sucedido no sea cosa
digna de risa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas
tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.
— A lo menos —respondió Sancho—, supo vuestra merced poner en su punto el
lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios
y a la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la
colada; que yo he oído decir: "Ése te quiere bien, que te hace llorar"; y
más, que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen a
un criado, darle luego unas calzas; aunque no sé lo que le suelen dar tras
haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras
palos ínsulas o reinos en tierra firme.
— Tal podría correr el dado —dijo don Quijote— que todo lo que dices viniese
a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los
primeros movimientos no son en mano del hombre, y está advertido de aquí
adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar
demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerías he leído, que son
infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor
como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía:
tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más. Sí,
que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde fue de la ínsula Firme; y
se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano,
inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues, ¿qué diremos
de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para
declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De
todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer
diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero. Así
que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos
cordelejo, porque, de cualquiera manera que yo me enoje con vos, ha de ser
mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido
llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de
perder, como ya os he dicho.
— Está bien cuanto vuestra merced dice —dijo Sancho—, pero querría yo saber,
por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir
al de los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en
aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por días, como peones de
albañir.
— No creo yo —respondió don Quijote— que jamás los tales escuderos
estuvieron a salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado a ti
en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder;
que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la
caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro
mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más
peligroso que el de los aventureros.
— Así es verdad —dijo Sancho—, pues sólo el ruido de los mazos de un batán
pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante
aventurero como es vuestra merced. Mas, bien puede estar seguro que, de
aquí adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de
vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.
— Desa manera —replicó don Quijote—, vivirás sobre la haz de la tierra;
porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo
fuesen.
Capítulo XXI. Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de
Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el
molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote,
por la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así,
torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían
llevado el día de antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la
cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas le
hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
— Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas,
especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que
buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar
por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de
batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño,
hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino,
sobre que yo hice el juramento que sabes.
— Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace —dijo Sancho—,
que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y
pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre
unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un
temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad,
el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y
espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento
dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar
donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
— Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como
suele llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de
resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la
Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes
y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos
caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo
tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más
claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos
árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que
parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y
aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales
cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo,
temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no
está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto
que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta
aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las
cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no
más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y
desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a
la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por
acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor
ternura del mundo y a decille:
— Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa
aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie, bien podemos torcer el
camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y, pues no
hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más, que
yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien
conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que, no es bien tentar
a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por
milagro; y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle
de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de
entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y, cuando todo esto no
mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se
habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a
quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por
venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más y no menos; pero, como
la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando
más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me
quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo
Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no
quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo, a lo
menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí me muestra la ciencia que
aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas,
porque la boca de la Bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche
en la línea del brazo izquierdo.
— ¿Cómo puedes tú, Sancho —dijo don Quijote—, ver dónde hace esa línea, ni
dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura
que no parece en todo el cielo estrella alguna?
— Así es —dijo Sancho—, pero tiene el miedo muchos ojos y vee las cosas
debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto que, por buen
discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día.
— Falte lo que faltare —respondió don Quijote—; que no se ha de decir por
mí, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer
lo que debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles;
que Dios, que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y
tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar
tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y
quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con
él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su
industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando
apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el
cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don
Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino
a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
— Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha
ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y
espolear, y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra
el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía las piernas al
caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura,
tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante
se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la
industria de Sancho; y así, le dijo:
— Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de
esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
— No hay que llorar —respondió Sancho—, que yo entretendré a vuestra merced
contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y
echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros
andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de
acometer esta tan desemejable aventura que le espera.
— ¿A qué llamas apear o a qué dormir? —dijo don Quijote—. ¿Soy yo, por
ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme
tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que
viere que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío —respondió Sancho—, que no lo dije
por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el
otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin
osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que
todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún
cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo
que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía.
— Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la
acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y
estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien
que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y
advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos
dieron a sus consejas no fue así comoquiera, que fue una sentencia de Catón
Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para quien le fuere a buscar", que
viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no
vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro
camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos
sobresaltan.
— Sigue tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, y del camino que hemos de
seguir déjame a mí el cuidado.
— «Digo, pues —prosiguió Sancho—, que en un lugar de Estremadura había un
pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o
cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz
andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora
llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...»
— Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, repitiendo
dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y
cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
— De la misma manera que yo lo cuento —respondió Sancho—, se cuentan en mi
tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que
vuestra merced me pida que haga usos nuevos.
— Di como quisieres —respondió don Quijote—; que, pues la suerte quiere que
no pueda dejar de escucharte, prosigue.
— «Así que, señor mío de mi ánima —prosiguió Sancho—, que, como ya tengo
dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una
moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de
bigotes, que parece que ahora la veo.»
— Luego, ¿conocístela tú? —dijo don Quijote.
— No la conocí yo —respondió Sancho—, pero quien me contó este cuento me
dijo que era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a
otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y
viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de
manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo
y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad
de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo
vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante que, por
no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la
viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso
bien, mas que nunca le había querido.»
— Ésa es natural condición de mujeres —dijo don Quijote—: desdeñar a quien
las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
— «Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso por obra su determinación, y,
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para
pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él,
y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con
unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo
y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas,
llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo,
sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río
Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la
parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su
ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la
Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus
ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía
junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una
persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le
pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el
barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a
pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va
pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no
será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y
tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por
otra cabra, y otra, y otra...»
— Haz cuenta que las pasó todas —dijo don Quijote—: no andes yendo y
viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
— ¿Cuántas han pasado hasta agora? —dijo Sancho.
— ¡Yo qué diablos sé! —respondió don Quijote—.
— He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha
acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
— ¿Cómo puede ser eso? —respondió don Quijote—. ¿Tan de esencia de la
historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra
una del número no puedes seguir adelante con la historia?
— No señor, en ninguna manera —respondió Sancho—; porque, así como yo
pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me
respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la
memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y
contento.
— ¿De modo —dijo don Quijote— que ya la historia es acabada?
— Tan acabada es como mi madre —dijo Sancho.
— Dígote de verdad —respondió don Quijote— que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y
que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en
toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no
me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener
turbado el entendimiento.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay
más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del
pasaje de las cabras.
— Acabe norabuena donde quisiere —dijo don Quijote—, y veamos si se puede
mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo:
tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho
hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo
que más se debe creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que
otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en
su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar
de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por
bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero,
con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza
con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en
quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto,
alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no
eran muy pequeñas. Hecho esto —que él pensó que era lo más que tenía que
hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia—, le sobrevino otra
mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y
ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo
en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue
tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien
diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
— ¿Qué rumor es ése, Sancho?
— No sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva debe de ser, que las
aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni
alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le
había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como
el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por
línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que
algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él
fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso,
dijo:
— Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
— Sí tengo —respondió Sancho—; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced
ahora más que nunca?
— En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar —respondió don Quijote.
— Bien podrá ser —dijo Sancho—, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra
merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
— Retírate tres o cuatro allá, amigo —dijo don Quijote (todo esto sin
quitarse los dedos de las narices)—, y desde aquí adelante ten más cuenta
con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que
tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
— Apostaré —replicó Sancho— que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi
persona alguna cosa que no deba.
— Peor es meneallo, amigo Sancho —respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas,
viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó
a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él
de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar
manotadas; porque corvetas —con perdón suyo— no las sabía hacer. Viendo,
pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó
que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas,
y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran
castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no
cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo
sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le
mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra vez se
lo había dicho; y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por
cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se
le acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y embajada que había de
llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga
de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su
testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de
todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese
servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin
cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de
su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de
aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor
desta historia que debía de ser bien nacido, y, por lo menos, cristiano
viejo. Cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que
mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a
caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del
golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su
jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y,
habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles
sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía,
de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las
peñas, estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios
que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo
de aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y,
sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas,
encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella
temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba
también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el
cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de
Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una punta,
pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de
aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos
toda la noche los había tenido. Y eran —si no lo has, ¡oh lector!, por
pesadumbre y enojo— seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes
aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo.
Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con
muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y viole que
tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes
señales de querer reventar con ella, y no pudo su melanconía tanto con él
que, a la vista de Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio Sancho que
su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de
apretarse las ijadas con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces
sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero; de
lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir, como
por modo de fisga:
— «Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del cielo, en
esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo
soy aquél para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los
valerosos fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que don Quijote dijo la
vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en
tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como
los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de
pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba
tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante
en ellas, con mucha humildad le dijo:
— Sosiéguese vuestra merced; que, por Dios, que me burlo.
— Pues, porque os burláis, no me burlo yo —respondió don Quijote—. Venid
acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos fueron mazos de
batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que
convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado, a dicha, siendo,
como soy, caballero, a conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de
batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en
mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y
nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en
seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y,
cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que
quisiéredes.
— No haya más, señor mío —replicó Sancho—, que yo confieso que he andado
algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en
paz (así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y
salvo como le ha sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de
contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de
vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
— No niego yo —respondió don Quijote— que lo que nos ha sucedido no sea cosa
digna de risa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas
tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.
— A lo menos —respondió Sancho—, supo vuestra merced poner en su punto el
lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios
y a la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la
colada; que yo he oído decir: "Ése te quiere bien, que te hace llorar"; y
más, que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen a
un criado, darle luego unas calzas; aunque no sé lo que le suelen dar tras
haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras
palos ínsulas o reinos en tierra firme.
— Tal podría correr el dado —dijo don Quijote— que todo lo que dices viniese
a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los
primeros movimientos no son en mano del hombre, y está advertido de aquí
adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar
demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerías he leído, que son
infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor
como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía:
tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más. Sí,
que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde fue de la ínsula Firme; y
se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano,
inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues, ¿qué diremos
de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para
declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De
todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer
diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero. Así
que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos
cordelejo, porque, de cualquiera manera que yo me enoje con vos, ha de ser
mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido
llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de
perder, como ya os he dicho.
— Está bien cuanto vuestra merced dice —dijo Sancho—, pero querría yo saber,
por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir
al de los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en
aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por días, como peones de
albañir.
— No creo yo —respondió don Quijote— que jamás los tales escuderos
estuvieron a salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado a ti
en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder;
que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la
caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro
mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más
peligroso que el de los aventureros.
— Así es verdad —dijo Sancho—, pues sólo el ruido de los mazos de un batán
pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante
aventurero como es vuestra merced. Mas, bien puede estar seguro que, de
aquí adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de
vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.
— Desa manera —replicó don Quijote—, vivirás sobre la haz de la tierra;
porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo
fuesen.
Capítulo XXI. Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de
Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el
molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote,
por la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así,
torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían
llevado el día de antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la
cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas le
hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
— Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas,
especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que
buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar
por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de
batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño,
hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino,
sobre que yo hice el juramento que sabes.
— Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace —dijo Sancho—,
que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y
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