Don Quijote - 20
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pensó, se salió de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita una
carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de
cómo él se iba adonde gentes no le viesen.
»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello;
y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus
padres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el
juicio sus padres y no sabían qué medio se tomar para hallarla. Esto que
supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don
Fernando, que no hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todo
cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el
cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, por
atraerle a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de que
era cristiano y que estaba más obligado a su alma que a los respetos
humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin
tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para
entretener la vida, que ya aborrezco.
»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué hacerme, pues a don Fernando no
hallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grande
hallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo traje
que traía; y oí decir que se decía que me había sacado de casa de mis
padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de
caída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida, sino
añadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de mis buenos
pensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí de la ciudad con mi
criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que de
fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso
desta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero, como suele decirse
que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio
de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces
fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su mesma
bellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión
que, a su parecer, estos yermos le ofrecían; y, con poca vergüenza y menos
temor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores; y, viendo que yo con
feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos,
dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a
usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de
mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de manera
que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un
derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y luego, con más
ligereza que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas,
sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que esconderme en ellas y huir
de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando.
»Con este deseo, ha no sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un
ganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañas
desta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando
estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan si
pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitud
fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que
yo no era varón, y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado;
y, como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé
derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo, como le hallé
para el criado; y así, tuve por menor inconveniente dejalle y asconderme de
nuevo entre estas asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas.
Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento
alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi
desventura y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vida
entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin
culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la
suya y en las ajenas tierras.»
Capítulo XXIX. Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras
cosas de mucho gusto y pasatiempo
— Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad
ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las
lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse en
mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que
será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego
(lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré
pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser
hallada de los que me buscan; que, aunque sé que el mucho amor que mis
padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la
vergüenza que me ocupa sólo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de
parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser
vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajeno
de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró
bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los
que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y,
aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la
mano Cardenio, diciendo:
— En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico
Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de
poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que
Cardenio estaba vestido; y así, le dijo:
— Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque
yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi
desdicha no le he nombrado.
— Soy —respondió Cardenio— aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis
dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien
el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha
traído a que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humano
consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino
cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Teodora,
soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que
aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el que no
tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel
que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver
tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una carta
que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la
pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas la
vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no ha
querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá
por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues, siendo
verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que
a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros
desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puede
casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser
vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar
que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y
no se ha enajenado ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no de
muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos,
señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues
yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que
yo os juro, por la fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta
veros en poder de don Fernando, y que, cuando con razones no le pudiere
atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me
concede el ser caballero, y poder con justo título desafialle, en razón de
la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza
dejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué
gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para
besárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por
entrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogó,
aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían
reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómo
buscar a don Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que
más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y
acetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado
suspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos
voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con la
estrañeza de la locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que
había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la
pendencia que con don Quijote había tenido y contóla a los demás, mas no
supo decir por qué causa fue su quistión.
En esto, oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza,
que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a
voces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo
cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de
hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había
dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del
Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado
de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le
ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corría
peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun
arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso, que mirasen lo que se
había de hacer para sacarle de allí.
El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de
allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían
pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A
lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el
barbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que
la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester
para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de
caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando
pedían sus dones a los andantes caballeros.
— Pues no es menester más —dijo el cura— sino que luego se ponga por obra;
que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin
pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para
vuestro remedio y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y
una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y
otras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran
señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para
lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión
de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire y
hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues
tanta belleza desechaba.
Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle —como era así
verdad— que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura;
y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan
fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
— Esta hermosa señora —respondió el cura—, Sancho hermano, es, como quien no
dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de
Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual
es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y,
a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto,
de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.
— Dichosa buscada y dichoso hallazgo —dijo a esta sazón Sancho Panza—, y más
si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto,
matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sí matará
si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no
tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra
merced, entre otras, señor licenciado, y es que, porque a mi amo no le tome
gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le
aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado
de recebir órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a su imperio y yo al
fin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que
no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la
Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder
tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, sería
nunca acabar. Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case
luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamo
por su nombre.
— Llámase —respondió el cura— la princesa Micomicona, porque, llamándose su
reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
— No hay duda en eso —respondió Sancho—, que yo he visto a muchos tomar el
apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá,
Juan de Úbeda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar allá en
Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
— Así debe de ser —dijo el cura—; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré
en ello todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su
simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos
disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de
venir a ser emperador.
Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se
había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho
que los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese
que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía
todo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni
Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la
pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester
por entonces su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos los
fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había
de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría,
sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.
Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote
entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así como
Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio del
azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en llegando
junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a
Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de
rodillas ante las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por levantarla,
ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
— De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la
vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y
prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviada
doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo
corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer
a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso
nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
— No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oiré
más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
— No me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si primero, por
la vuestra cortesía, no me es otorgado el don que pido.
— Yo vos le otorgo y concedo —respondió don Quijote—, como no se haya de
cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi
corazón y libertad tiene la llave.
— No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor —replicó la
dolorosa doncella.
Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito
le dijo:
— Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es
cosa de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta
princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
— Sea quien fuere —respondió don Quijote—, que yo haré lo que soy obligado y
lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.
Y, volviéndose a la doncella, dijo:
— La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme
quisiere.
— Pues el que pido es —dijo la doncella— que la vuestra magnánima persona se
venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de
entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un
traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi
reino.
— Digo que así lo otorgo —respondió don Quijote—, y así podéis, señora,
desde hoy más, desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre
nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda de
Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino y
sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a
despecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que
en la tardanza dicen que suele estar el peligro.
La menesterosa doncella pugnó, con mucha porfía, por besarle las manos, mas
don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo
consintió; antes, la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y
comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le
armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un
árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su
señor; el cual, viéndose armado, dijo:
— Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.
Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la
risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos
sin conseguir su buena intención; y, viendo que ya el don estaba concedido
y con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se
levantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los dos la subieron en
la mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó
en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la
pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba
con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy a
pique, de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de
casar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de Micomicón. Sólo le
daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la
gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual
hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo:
— ¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con
ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán
de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con
que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no
tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender
treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de
volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he
de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo!
Con esto, andaba tan solícito y tan contento que se le olvidaba la
pesadumbre de caminar a pie.
Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué
hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista,
imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que con
unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba a
Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía y diole un herreruelo
negro, y él se quedó en calzas y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes
parecía Cardenio, que él mesmo no se conociera, aunque a un espejo se
mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto
que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que
ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían
que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos se
pusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, así como salió della don
Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando
señales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena pieza
estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces:
— Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriote
don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y
remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes.
Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a
don Quijote; el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer aquel
hombre, se le puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció y quedó como
espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo
consintió, por lo cual don Quijote decía:
— Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a
caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.
— Eso no consentiré yo en ningún modo —dijo el cura—: estése la vuestra
grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y
aventuras que en nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno
sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas mulas destos señores
que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo. Y aun haré cuenta
que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que
cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace encantado
en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto.
— Aún no caía yo en tanto, mi señor licenciado —respondió don Quijote—; y yo
sé que mi señora la princesa será servida, por mi amor, de mandar a su
escudero dé a vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse
en las ancas, si es que ella las sufre.
— Sí sufre, a lo que yo creo —respondió la princesa—; y también sé que no
será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés y tan
cortesano que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie,
pudiendo ir a caballo.
— Así es —respondió el barbero.
Y, apeándose en un punto, convidó al cura con la silla, y él la tomó sin
hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero,
la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto
basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que, a
darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la
venida por don Quijote. Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayó
en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el
suelo; y, como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a
cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habían derribado las
muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin
sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:
— ¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y
arrancado del rostro, como si las quitaran aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta,
acudió luego a las barbas y fuese con ellas adonde yacía maese Nicolás,
dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se
las puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto
ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían; y, cuando se las tuvo
puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de
antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando
tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a
más que pegar barbas se debía de estender, pues estaba claro que de donde
las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que,
pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba.
— Así es —dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los
tres mudando, hasta que llegasen a la venta, que estaría hasta dos leguas
de allí. Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y
el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote
dijo a la doncella:
— Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere.
Y, antes que ella respondiese, dijo el licenciado:
— ¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es, por ventura, hacia
el de Micomicón?; que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí; y
así, dijo:
— Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.
— Si así es —dijo el cura—, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de
allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar
con la buena ventura; y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin
borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar a vista de la gran
laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá
del reino de vuestra grandeza.
— Vuestra merced está engañado, señor mío —dijo ella—, porque no ha dos años
que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso,
he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la
Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España,
y ellas me movieron a buscarle, para encomendarme en su cortesía y fiar mi
justicia del valor de su invencible brazo.
— No más: cesen mis alabanzas —dijo a esta sazón don Quijote—, porque soy
enemigo de todo género de adulación; y, aunque ésta no lo sea, todavía
ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora
mía, que ora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear
en vuestro servicio hasta perder la vida; y así, dejando esto para su
tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa que le ha traído
por estas partes, tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que me
pone espanto.
— A eso yo responderé con brevedad —respondió el cura—, porque sabrá vuestra
merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro
barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mío que ha
muchos años que pasó a Indias me había enviado, y no tan pocos que no pasan
de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y, pasando ayer por
estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron
hasta las barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero
ponérselas postizas; y aun a este mancebo que aquí va —señalando a
Cardenio— le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno que es pública fama por
todos estos contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes que
dicen que libertó, casi en este mesmo sitio, un hombre tan valiente que, a
pesar del comisario y de las guardas, los soltó a todos; y, sin duda
alguna, él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco
carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de
cómo él se iba adonde gentes no le viesen.
»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello;
y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus
padres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el
juicio sus padres y no sabían qué medio se tomar para hallarla. Esto que
supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don
Fernando, que no hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todo
cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el
cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, por
atraerle a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de que
era cristiano y que estaba más obligado a su alma que a los respetos
humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin
tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para
entretener la vida, que ya aborrezco.
»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué hacerme, pues a don Fernando no
hallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grande
hallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo traje
que traía; y oí decir que se decía que me había sacado de casa de mis
padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de
caída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida, sino
añadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de mis buenos
pensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí de la ciudad con mi
criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que de
fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso
desta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero, como suele decirse
que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio
de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces
fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su mesma
bellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión
que, a su parecer, estos yermos le ofrecían; y, con poca vergüenza y menos
temor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores; y, viendo que yo con
feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos,
dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a
usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de
mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de manera
que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un
derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y luego, con más
ligereza que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas,
sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que esconderme en ellas y huir
de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando.
»Con este deseo, ha no sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un
ganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañas
desta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando
estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan si
pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitud
fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que
yo no era varón, y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado;
y, como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé
derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo, como le hallé
para el criado; y así, tuve por menor inconveniente dejalle y asconderme de
nuevo entre estas asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas.
Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento
alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi
desventura y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vida
entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin
culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la
suya y en las ajenas tierras.»
Capítulo XXIX. Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras
cosas de mucho gusto y pasatiempo
— Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad
ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las
lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse en
mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que
será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego
(lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré
pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser
hallada de los que me buscan; que, aunque sé que el mucho amor que mis
padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la
vergüenza que me ocupa sólo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de
parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser
vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajeno
de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró
bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los
que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y,
aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la
mano Cardenio, diciendo:
— En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico
Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de
poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que
Cardenio estaba vestido; y así, le dijo:
— Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque
yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi
desdicha no le he nombrado.
— Soy —respondió Cardenio— aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis
dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien
el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha
traído a que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humano
consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino
cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Teodora,
soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que
aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el que no
tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel
que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver
tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una carta
que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la
pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas la
vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no ha
querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá
por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues, siendo
verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que
a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros
desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puede
casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser
vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar
que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y
no se ha enajenado ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no de
muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos,
señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues
yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que
yo os juro, por la fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta
veros en poder de don Fernando, y que, cuando con razones no le pudiere
atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me
concede el ser caballero, y poder con justo título desafialle, en razón de
la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza
dejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué
gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para
besárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por
entrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogó,
aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían
reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómo
buscar a don Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que
más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y
acetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado
suspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos
voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con la
estrañeza de la locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que
había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la
pendencia que con don Quijote había tenido y contóla a los demás, mas no
supo decir por qué causa fue su quistión.
En esto, oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza,
que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a
voces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo
cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de
hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había
dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del
Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado
de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le
ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corría
peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun
arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso, que mirasen lo que se
había de hacer para sacarle de allí.
El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de
allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían
pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A
lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el
barbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que
la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester
para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de
caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando
pedían sus dones a los andantes caballeros.
— Pues no es menester más —dijo el cura— sino que luego se ponga por obra;
que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin
pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para
vuestro remedio y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y
una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y
otras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran
señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para
lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión
de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire y
hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues
tanta belleza desechaba.
Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle —como era así
verdad— que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura;
y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan
fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
— Esta hermosa señora —respondió el cura—, Sancho hermano, es, como quien no
dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de
Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual
es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y,
a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto,
de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.
— Dichosa buscada y dichoso hallazgo —dijo a esta sazón Sancho Panza—, y más
si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto,
matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sí matará
si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no
tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra
merced, entre otras, señor licenciado, y es que, porque a mi amo no le tome
gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le
aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado
de recebir órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a su imperio y yo al
fin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que
no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la
Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder
tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, sería
nunca acabar. Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case
luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamo
por su nombre.
— Llámase —respondió el cura— la princesa Micomicona, porque, llamándose su
reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
— No hay duda en eso —respondió Sancho—, que yo he visto a muchos tomar el
apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá,
Juan de Úbeda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar allá en
Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
— Así debe de ser —dijo el cura—; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré
en ello todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su
simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos
disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de
venir a ser emperador.
Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se
había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho
que los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese
que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía
todo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni
Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la
pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester
por entonces su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos los
fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había
de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría,
sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.
Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote
entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así como
Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio del
azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en llegando
junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a
Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de
rodillas ante las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por levantarla,
ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
— De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la
vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y
prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviada
doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo
corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer
a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso
nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
— No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oiré
más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
— No me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si primero, por
la vuestra cortesía, no me es otorgado el don que pido.
— Yo vos le otorgo y concedo —respondió don Quijote—, como no se haya de
cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi
corazón y libertad tiene la llave.
— No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor —replicó la
dolorosa doncella.
Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito
le dijo:
— Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es
cosa de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta
princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
— Sea quien fuere —respondió don Quijote—, que yo haré lo que soy obligado y
lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.
Y, volviéndose a la doncella, dijo:
— La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme
quisiere.
— Pues el que pido es —dijo la doncella— que la vuestra magnánima persona se
venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de
entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un
traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi
reino.
— Digo que así lo otorgo —respondió don Quijote—, y así podéis, señora,
desde hoy más, desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre
nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda de
Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino y
sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a
despecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que
en la tardanza dicen que suele estar el peligro.
La menesterosa doncella pugnó, con mucha porfía, por besarle las manos, mas
don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo
consintió; antes, la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y
comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le
armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un
árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su
señor; el cual, viéndose armado, dijo:
— Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.
Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la
risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos
sin conseguir su buena intención; y, viendo que ya el don estaba concedido
y con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se
levantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los dos la subieron en
la mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó
en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la
pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba
con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy a
pique, de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de
casar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de Micomicón. Sólo le
daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la
gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual
hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo:
— ¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con
ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán
de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con
que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no
tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender
treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de
volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he
de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo!
Con esto, andaba tan solícito y tan contento que se le olvidaba la
pesadumbre de caminar a pie.
Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué
hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista,
imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que con
unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba a
Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía y diole un herreruelo
negro, y él se quedó en calzas y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes
parecía Cardenio, que él mesmo no se conociera, aunque a un espejo se
mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto
que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que
ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían
que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos se
pusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, así como salió della don
Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando
señales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena pieza
estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces:
— Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriote
don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y
remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes.
Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a
don Quijote; el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer aquel
hombre, se le puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció y quedó como
espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo
consintió, por lo cual don Quijote decía:
— Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a
caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.
— Eso no consentiré yo en ningún modo —dijo el cura—: estése la vuestra
grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y
aventuras que en nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno
sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas mulas destos señores
que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo. Y aun haré cuenta
que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que
cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace encantado
en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto.
— Aún no caía yo en tanto, mi señor licenciado —respondió don Quijote—; y yo
sé que mi señora la princesa será servida, por mi amor, de mandar a su
escudero dé a vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse
en las ancas, si es que ella las sufre.
— Sí sufre, a lo que yo creo —respondió la princesa—; y también sé que no
será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés y tan
cortesano que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie,
pudiendo ir a caballo.
— Así es —respondió el barbero.
Y, apeándose en un punto, convidó al cura con la silla, y él la tomó sin
hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero,
la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto
basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que, a
darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la
venida por don Quijote. Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayó
en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el
suelo; y, como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a
cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habían derribado las
muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin
sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:
— ¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y
arrancado del rostro, como si las quitaran aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta,
acudió luego a las barbas y fuese con ellas adonde yacía maese Nicolás,
dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se
las puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto
ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían; y, cuando se las tuvo
puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de
antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando
tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a
más que pegar barbas se debía de estender, pues estaba claro que de donde
las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que,
pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba.
— Así es —dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los
tres mudando, hasta que llegasen a la venta, que estaría hasta dos leguas
de allí. Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y
el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote
dijo a la doncella:
— Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere.
Y, antes que ella respondiese, dijo el licenciado:
— ¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es, por ventura, hacia
el de Micomicón?; que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí; y
así, dijo:
— Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.
— Si así es —dijo el cura—, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de
allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar
con la buena ventura; y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin
borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar a vista de la gran
laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá
del reino de vuestra grandeza.
— Vuestra merced está engañado, señor mío —dijo ella—, porque no ha dos años
que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso,
he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la
Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España,
y ellas me movieron a buscarle, para encomendarme en su cortesía y fiar mi
justicia del valor de su invencible brazo.
— No más: cesen mis alabanzas —dijo a esta sazón don Quijote—, porque soy
enemigo de todo género de adulación; y, aunque ésta no lo sea, todavía
ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora
mía, que ora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear
en vuestro servicio hasta perder la vida; y así, dejando esto para su
tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa que le ha traído
por estas partes, tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que me
pone espanto.
— A eso yo responderé con brevedad —respondió el cura—, porque sabrá vuestra
merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro
barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mío que ha
muchos años que pasó a Indias me había enviado, y no tan pocos que no pasan
de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y, pasando ayer por
estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron
hasta las barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero
ponérselas postizas; y aun a este mancebo que aquí va —señalando a
Cardenio— le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno que es pública fama por
todos estos contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes que
dicen que libertó, casi en este mesmo sitio, un hombre tan valiente que, a
pesar del comisario y de las guardas, los soltó a todos; y, sin duda
alguna, él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco
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