Don Quijote - 54
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decía; y, teniéndolos por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceñas,
y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias,
don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco.
Capítulo XXX. De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora
Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y
escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal
del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a
él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron
a caballo y se apartaron del famoso río, don Quijote sepultado en los
pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por
entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era
tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más,
eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en
despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa.
Pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.
Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva,
tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio
gente, y, llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería.
Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o
hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de
plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente
que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda
traía un azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquélla alguna
gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la
verdad; y así, dijo a Sancho:
— Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo,
el Caballero de los Leones, besa las manos a su gran fermosura, y que si su
grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a servirla en cuanto mis
fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten
cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.
— ¡Hallado os le habéis el encajador! —respondió Sancho—. ¡A mí con eso!
¡Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y
crecidas señoras en esta vida!
— Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea —replicó don Quijote—, yo
no sé que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder.
— Así es verdad —respondió Sancho—, pero al buen pagador no le duelen
prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no
hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo y de todo se me
alcanza un poco.
— Yo lo creo, Sancho —dijo don Quijote—; ve en buena hora, y Dios te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la
bella cazadora estaba, y, apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo:
— Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el Caballero
de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su
casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se
llamaba el de la Triste Figura, envía por mí a decir a vuestra grandeza sea
servida de darle licencia para que, con su propósito y beneplácito y
consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él
dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura;
que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él
recibirá señaladísima merced y contento.
— Por cierto, buen escudero —respondió la señora—, vos habéis dado la
embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas
piden. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el
de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que
esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho
en hora buena a servirse de mí y del duque mi marido, en una casa de placer
que aquí tenemos.
Levantóse Sancho admirado, así de la hermosura de la buena señora como de
su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía
noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le
había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan
nuevamente. Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se sabe:
— Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda
impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?
— El mesmo es, señora —respondió Sancho—; y aquel escudero suyo que anda, o
debe de andar, en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si
no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la
estampa.
— De todo eso me huelgo yo mucho —dijo la duquesa—. Id, hermano Panza, y
decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis
estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su
amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando
con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire
y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los
estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo
fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al duque, su
marido, le contó, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada suya;
y los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber
entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo
gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el
humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero
andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias
acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun
les eran muy aficionados.
En esto, llegó don Quijote, alzada la visera; y, dando muestras de apearse,
acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado que, al
apearse del rucio, se le asió un pie en una soga del albarda, de tal modo
que no fue posible desenredarle, antes quedó colgado dél, con la boca y los
pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que
le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele,
descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante, que
debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin
vergüenza suya y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado
de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma.
El duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero,
los cuales levantaron a don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y
como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el duque no
lo consintió en ninguna manera, antes, apeándose de su caballo, fue a
abrazar a don Quijote, diciéndole:
— A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera que
vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto;
pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos.
— El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe —respondió don Quijote—,
es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los
abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto.
Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias
que ata y cincha una silla para que esté firme; pero, comoquiera que yo me
halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio
vuestro y al de mi señora la duquesa, digna consorte vuestra, y digna
señora de la hermosura y universal princesa de la cortesía.
— ¡Pasito, mi señor don Quijote de la Mancha! —dijo el duque—, que adonde
está mi señora doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras
fermosuras.
Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y, hallándose allí
cerca, antes que su amo respondiese, dijo:
— No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del
Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído
decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de
barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y
ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama
la señora Dulcinea del Toboso.
Volvióse don Quijote a la duquesa y dijo:
— Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo
escudero más hablador ni más gracioso del que yo tengo, y él me sacará
verdadero si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.
A lo que respondió la duquesa:
— De que Sancho el bueno sea gracioso lo estimo yo en mucho, porque es señal
que es discreto; que las gracias y los donaires, señor don Quijote, como
vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el buen
Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto.
— Y hablador —añadió don Quijote.
— Tanto que mejor —dijo el duque—, porque muchas gracias no se pueden decir
con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el
gran Caballero de la Triste Figura...
— De los Leones ha de decir vuestra alteza —dijo Sancho—, que ya no hay
Triste Figura, ni figuro.
— Sea el de los Leones —prosiguió el duque—. Digo que venga el señor
Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le
hará el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo
y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan.
Ya en esto, Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y,
subiendo en él don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la
duquesa en medio y encaminaron al castillo. Mandó la duquesa a Sancho que
fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones. No se
hizo de rogar Sancho, y entretejióse entre los tres, y hizo cuarto en la
conversación, con gran gusto de la duquesa y del duque, que tuvieron a gran
ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado.
Capítulo XXXI. Que trata de muchas y grandes cosas
Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho, viéndose, a su parecer, en
privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había de hallar en su
castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre
aficionado a la buena vida; y así, tomaba la ocasión por la melena en esto
del regalarse cada y cuando que se le ofrecía.
Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo
llegasen, se adelantó el duque y dio orden a todos sus criados del modo que
habían de tratar a don Quijote; el cual, como llegó con la duquesa a las
puertas del castillo, al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros,
vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finísimo
raso carmesí, y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto,
le dijeron:
— Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la duquesa.
Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el
caso; pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa, y no quiso decender
o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se
hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió
el duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas
doncellas y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran manto de
finísima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del
patio de criados y criadas de aquellos señores, diciendo a grandes voces:
— ¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!
Y todos, o los más, derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y
sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquél fue el
primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante
verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había
leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos.
Sancho, desamparando al rucio, se cosió con la duquesa y se entró en el
castillo; y, remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se
llegó a una reverenda dueña, que con otras a recebir a la duquesa había
salido, y con voz baja le dijo:
— Señora González, o como es su gracia de vuesa merced...
— Doña Rodríguez de Grijalba me llamo —respondió la dueña—. ¿Qué es lo que
mandáis, hermano?
A lo que respondió Sancho:
— Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo,
donde hallará un asno rucio mío; vuesa merced sea servida de mandarle
poner, o ponerle, en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco
medroso, y no se hallará a estar solo en ninguna de las maneras.
— Si tan discreto es el amo como el mozo —respondió la dueña—, ¡medradas
estamos! Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien acá os
trujo, y tened cuenta con vuestro jumento, que las dueñas desta casa no
estamos acostumbradas a semejantes haciendas.
— Pues en verdad —respondió Sancho— que he oído yo decir a mi señor, que es
zahorí de las historias, contando aquella de Lanzarote,
cuando de Bretaña vino,
que damas curaban dél,
y dueñas del su rocino;
y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del
señor Lanzarote.
— Hermano, si sois juglar —replicó la dueña—, guardad vuestras gracias para
donde lo parezcan y se os paguen, que de mi no podréis llevar sino una
higa.
— ¡Aun bien —respondió Sancho— que será bien madura, pues no perderá vuesa
merced la quínola de sus años por punto menos!
— Hijo de puta —dijo la dueña, toda ya encendida en cólera—, si soy vieja o
no, a Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos.
Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la duquesa; y, volviendo y viendo a
la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con quién
las había.
— Aquí las he —respondió la dueña— con este buen hombre, que me ha pedido
encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está
a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé
dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su
rocino, y, sobre todo, por buen término me ha llamado vieja.
— Eso tuviera yo por afrenta —respondió la duquesa—, más que cuantas
pudieran decirme.
Y, hablando con Sancho, le dijo:
— Advertid, Sancho amigo, que doña Rodríguez es muy moza, y que aquellas
tocas más las trae por autoridad y por la usanza que por los años.
— Malos sean los que me quedan por vivir —respondió Sancho—, si lo dije por
tanto; sólo lo dije porque es tan grande el cariño que tengo a mi jumento,
que me pareció que no podía encomendarle a persona más caritativa que a la
señora doña Rodríguez.
Don Quijote, que todo lo oía, le dijo:
— ¿Pláticas son éstas, Sancho, para este lugar?
— Señor —respondió Sancho—, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera
que estuviere; aquí se me acordó del rucio, y aquí hablé dél; y si en la
caballeriza se me acordara, allí hablara.
A lo que dijo el duque:
— Sancho está muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se
le dará recado a pedir de boca, y descuide Sancho, que se le tratará como a
su mesma persona.
Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a don Quijote, llegaron a lo
alto y entraron a don Quijote en una sala adornada de telas riquísimas de
oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas
industriadas y advertidas del duque y de la duquesa de lo que habían de
hacer, y de cómo habían de tratar a don Quijote, para que imaginase y viese
que le trataban como caballero andante. Quedó don Quijote, después de
desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubón de camuza, seco, alto,
tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra;
figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la
risa —que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado—,
reventaran riendo.
Pidiéronle que se dejase desnudar para una camisa, pero nunca lo consintió,
diciendo que la honestidad parecía tan bien en los caballeros andantes como
la valentía. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y, encerrándose
con él en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la
camisa; y, viéndose solo con Sancho, le dijo:
— Dime, truhán moderno y majadero antiguo: ¿parécete bien deshonrar y
afrentar a una dueña tan veneranda y tan digna de respeto como aquélla?
¿Tiempos eran aquéllos para acordarte del rucio, o señores son éstos para
dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueños? Por
quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de
manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela
tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto más es tenido el señor cuanto
tiene más honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas
mayores que llevan los príncipes a los demás hombres es que se sirven de
criados tan buenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti, y
malaventurado de mí, que si veen que tú eres un grosero villano, o un
mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún
caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo, huye, huye destos
inconvinientes, que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer
puntapié cae y da en truhán desgraciado. Enfrena la lengua, considera y
rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos
llegado a parte donde, con el favor de Dios y valor de mi brazo, hemos de
salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda.
Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca, o morderse la
lengua, antes de hablar palabra que no fuese muy a propósito y bien
considerada, como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que
nunca por él se descubriría quién ellos eran.
Vistióse don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echóse el mantón de
escarlata a cuestas, púsose una montera de raso verde que las doncellas le
dieron, y con este adorno salió a la gran sala, adonde halló a las
doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con
aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y
ceremonias.
Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya
los señores le aguardaban. Cogiéronle en medio, y, lleno de pompa y
majestad, le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con
solos cuatro servicios. La duquesa y el duque salieron a la puerta de la
sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan
las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no
aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren
que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos;
destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados,
les hacen ser miserables; destos tales, digo que debía de ser el grave
religioso que con los duques salió a recebir a don Quijote. Hiciéronse mil
corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se
fueron a sentar a la mesa.
Convidó el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo
rehusó, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar.
El eclesiástico se sentó frontero, y el duque y la duquesa a los dos lados.
A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la honra que a su
señor aquellos príncipes le hacían; y, viendo las muchas ceremonias y
ruegos que pasaron entre el duque y don Quijote para hacerle sentar a la
cabecera de la mesa, dijo:
— Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi
pueblo acerca desto de los asientos.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando don Quijote tembló, creyendo sin duda
alguna que había de decir alguna necedad. Miróle Sancho y entendióle, y
dijo:
— No tema vuesa merced, señor mío, que yo me desmande, ni que diga cosa que
no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha
vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal.
— Yo no me acuerdo de nada, Sancho —respondió don Quijote—; di lo que
quisieres, como lo digas presto.
— Pues lo que quiero decir —dijo Sancho— es tan verdad, que mi señor don
Quijote, que está presente, no me dejará mentir.
— Por mí —replicó don Quijote—, miente tú, Sancho, cuanto quisieres, que yo
no te iré a la mano, pero mira lo que vas a decir.
— Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo está el que repica, como
se verá por la obra.
— Bien será —dijo don Quijote— que vuestras grandezas manden echar de aquí a
este tonto, que dirá mil patochadas.
— Por vida del duque —dijo la duquesa—, que no se ha de apartar de mí Sancho
un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto.
— Discretos días —dijo Sancho— viva vuestra santidad por el buen crédito que
de mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el cuento que quiero decir es éste:
«Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los
Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue
hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se
ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro
lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de
donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el
herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo? Dígalo, por su
vida, porque estos señores no me tengan por algún hablador mentiroso.
— Hasta ahora —dijo el eclesiástico—, más os tengo por hablador que por
mentiroso, pero de aquí adelante no sé por lo que os tendré.
— Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de
decir que debes de decir verdad. Pasa adelante y acorta el cuento, porque
llevas camino de no acabar en dos días.
— No ha de acortar tal —dijo la duquesa—, por hacerme a mí placer; antes, le
ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que
si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi
vida.
— «Digo, pues, señores míos —prosiguió Sancho—, que este tal hidalgo, que yo
conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de
ballesta, convidó un labrador pobre, pero honrado.»
— Adelante, hermano —dijo a esta sazón el religioso—, que camino lleváis de
no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo.
— A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido —respondió Sancho—. «Y
así, digo que, llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo
convidador, que buen poso haya su ánima, que ya es muerto, y por más señas
dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé presente, que
había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque...»
— Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que, sin
enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro
cuento.
— «Es, pues, el caso —replicó Sancho— que, estando los dos para asentarse a
la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca...»
Gran gusto recebían los duques del disgusto que mostraba tomar el buen
religioso de la dilación y pausas con que Sancho contaba su cuento, y don
Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia.
— «Digo, así —dijo Sancho—, que, estando, como he dicho, los dos para
sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la
cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la
tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el
labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el
hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar
por fuerza, diciéndole: ''Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me
siente será vuestra cabecera''.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo
que no ha sido aquí traído fuera de propósito.
Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le
parecían; los señores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de
correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de plática
y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la duquesa
a don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había
enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no
podía dejar de haber vencido muchos. A lo que don Quijote respondió:
— Señora mía, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendrán fin.
Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado, pero ¿adónde
la habían de hallar, si está encantada y vuelta en la más fea labradora que
imaginar se puede?
— No sé —dijo Sancho Panza—, a mí me parece la más hermosa criatura del
mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sé yo que no dará
ella la ventaja a un volteador; a buena fe, señora duquesa, así salta desde
el suelo sobre una borrica como si fuera un gato.
— ¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? —preguntó el duque.
— Y ¡cómo si la he visto! —respondió Sancho—. Pues, ¿quién diablos sino yo
fue el primero que cayó en el achaque del encantorio? ¡Tan encantada está
como mi padre!
El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó
en la cuenta de que aquél debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya
historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas
veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y, enterándose
ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el duque, le
dijo:
— Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo
que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama,
imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere
que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y
vaciedades.
Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo:
— Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois
caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en
hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros
hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando
por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no
conocen. ¿En dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo ni hay ahora
caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la
Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades
que de vos se cuentan?
Atento estuvo don Quijote a las razones de aquel venerable varón, y, viendo
que ya callaba, sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y
alborotado rostro, se puso en pie y dijo...
Pero esta respuesta capítulo por sí merece.
Capítulo XXXII. De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con
otros graves y graciosos sucesos
Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como
azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo:
— El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo y el respeto que
siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa tienen y atan las
manos de mi justo enojo; y, así por lo que he dicho como por saber que
saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la
mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa
merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames
vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras
circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme
reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la
buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que
sobre la aspereza, y no es bien que, sin tener conocimiento del pecado que
y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias,
don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco.
Capítulo XXX. De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora
Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y
escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal
del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a
él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron
a caballo y se apartaron del famoso río, don Quijote sepultado en los
pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por
entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era
tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más,
eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en
despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa.
Pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.
Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva,
tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio
gente, y, llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería.
Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o
hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de
plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente
que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda
traía un azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquélla alguna
gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la
verdad; y así, dijo a Sancho:
— Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo,
el Caballero de los Leones, besa las manos a su gran fermosura, y que si su
grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a servirla en cuanto mis
fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten
cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.
— ¡Hallado os le habéis el encajador! —respondió Sancho—. ¡A mí con eso!
¡Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y
crecidas señoras en esta vida!
— Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea —replicó don Quijote—, yo
no sé que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder.
— Así es verdad —respondió Sancho—, pero al buen pagador no le duelen
prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no
hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo y de todo se me
alcanza un poco.
— Yo lo creo, Sancho —dijo don Quijote—; ve en buena hora, y Dios te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la
bella cazadora estaba, y, apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo:
— Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el Caballero
de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su
casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se
llamaba el de la Triste Figura, envía por mí a decir a vuestra grandeza sea
servida de darle licencia para que, con su propósito y beneplácito y
consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él
dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura;
que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él
recibirá señaladísima merced y contento.
— Por cierto, buen escudero —respondió la señora—, vos habéis dado la
embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas
piden. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el
de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que
esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho
en hora buena a servirse de mí y del duque mi marido, en una casa de placer
que aquí tenemos.
Levantóse Sancho admirado, así de la hermosura de la buena señora como de
su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía
noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le
había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan
nuevamente. Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se sabe:
— Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda
impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?
— El mesmo es, señora —respondió Sancho—; y aquel escudero suyo que anda, o
debe de andar, en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si
no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la
estampa.
— De todo eso me huelgo yo mucho —dijo la duquesa—. Id, hermano Panza, y
decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis
estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su
amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando
con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire
y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los
estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo
fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al duque, su
marido, le contó, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada suya;
y los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber
entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo
gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el
humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero
andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias
acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun
les eran muy aficionados.
En esto, llegó don Quijote, alzada la visera; y, dando muestras de apearse,
acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado que, al
apearse del rucio, se le asió un pie en una soga del albarda, de tal modo
que no fue posible desenredarle, antes quedó colgado dél, con la boca y los
pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que
le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele,
descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante, que
debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin
vergüenza suya y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado
de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma.
El duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero,
los cuales levantaron a don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y
como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el duque no
lo consintió en ninguna manera, antes, apeándose de su caballo, fue a
abrazar a don Quijote, diciéndole:
— A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera que
vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto;
pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos.
— El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe —respondió don Quijote—,
es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los
abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto.
Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias
que ata y cincha una silla para que esté firme; pero, comoquiera que yo me
halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio
vuestro y al de mi señora la duquesa, digna consorte vuestra, y digna
señora de la hermosura y universal princesa de la cortesía.
— ¡Pasito, mi señor don Quijote de la Mancha! —dijo el duque—, que adonde
está mi señora doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras
fermosuras.
Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y, hallándose allí
cerca, antes que su amo respondiese, dijo:
— No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del
Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído
decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de
barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y
ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama
la señora Dulcinea del Toboso.
Volvióse don Quijote a la duquesa y dijo:
— Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo
escudero más hablador ni más gracioso del que yo tengo, y él me sacará
verdadero si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.
A lo que respondió la duquesa:
— De que Sancho el bueno sea gracioso lo estimo yo en mucho, porque es señal
que es discreto; que las gracias y los donaires, señor don Quijote, como
vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el buen
Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto.
— Y hablador —añadió don Quijote.
— Tanto que mejor —dijo el duque—, porque muchas gracias no se pueden decir
con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el
gran Caballero de la Triste Figura...
— De los Leones ha de decir vuestra alteza —dijo Sancho—, que ya no hay
Triste Figura, ni figuro.
— Sea el de los Leones —prosiguió el duque—. Digo que venga el señor
Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le
hará el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo
y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan.
Ya en esto, Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y,
subiendo en él don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la
duquesa en medio y encaminaron al castillo. Mandó la duquesa a Sancho que
fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones. No se
hizo de rogar Sancho, y entretejióse entre los tres, y hizo cuarto en la
conversación, con gran gusto de la duquesa y del duque, que tuvieron a gran
ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado.
Capítulo XXXI. Que trata de muchas y grandes cosas
Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho, viéndose, a su parecer, en
privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había de hallar en su
castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre
aficionado a la buena vida; y así, tomaba la ocasión por la melena en esto
del regalarse cada y cuando que se le ofrecía.
Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo
llegasen, se adelantó el duque y dio orden a todos sus criados del modo que
habían de tratar a don Quijote; el cual, como llegó con la duquesa a las
puertas del castillo, al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros,
vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finísimo
raso carmesí, y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto,
le dijeron:
— Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la duquesa.
Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el
caso; pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa, y no quiso decender
o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se
hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió
el duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas
doncellas y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran manto de
finísima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del
patio de criados y criadas de aquellos señores, diciendo a grandes voces:
— ¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!
Y todos, o los más, derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y
sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquél fue el
primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante
verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había
leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos.
Sancho, desamparando al rucio, se cosió con la duquesa y se entró en el
castillo; y, remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se
llegó a una reverenda dueña, que con otras a recebir a la duquesa había
salido, y con voz baja le dijo:
— Señora González, o como es su gracia de vuesa merced...
— Doña Rodríguez de Grijalba me llamo —respondió la dueña—. ¿Qué es lo que
mandáis, hermano?
A lo que respondió Sancho:
— Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo,
donde hallará un asno rucio mío; vuesa merced sea servida de mandarle
poner, o ponerle, en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco
medroso, y no se hallará a estar solo en ninguna de las maneras.
— Si tan discreto es el amo como el mozo —respondió la dueña—, ¡medradas
estamos! Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien acá os
trujo, y tened cuenta con vuestro jumento, que las dueñas desta casa no
estamos acostumbradas a semejantes haciendas.
— Pues en verdad —respondió Sancho— que he oído yo decir a mi señor, que es
zahorí de las historias, contando aquella de Lanzarote,
cuando de Bretaña vino,
que damas curaban dél,
y dueñas del su rocino;
y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del
señor Lanzarote.
— Hermano, si sois juglar —replicó la dueña—, guardad vuestras gracias para
donde lo parezcan y se os paguen, que de mi no podréis llevar sino una
higa.
— ¡Aun bien —respondió Sancho— que será bien madura, pues no perderá vuesa
merced la quínola de sus años por punto menos!
— Hijo de puta —dijo la dueña, toda ya encendida en cólera—, si soy vieja o
no, a Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos.
Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la duquesa; y, volviendo y viendo a
la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con quién
las había.
— Aquí las he —respondió la dueña— con este buen hombre, que me ha pedido
encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está
a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé
dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su
rocino, y, sobre todo, por buen término me ha llamado vieja.
— Eso tuviera yo por afrenta —respondió la duquesa—, más que cuantas
pudieran decirme.
Y, hablando con Sancho, le dijo:
— Advertid, Sancho amigo, que doña Rodríguez es muy moza, y que aquellas
tocas más las trae por autoridad y por la usanza que por los años.
— Malos sean los que me quedan por vivir —respondió Sancho—, si lo dije por
tanto; sólo lo dije porque es tan grande el cariño que tengo a mi jumento,
que me pareció que no podía encomendarle a persona más caritativa que a la
señora doña Rodríguez.
Don Quijote, que todo lo oía, le dijo:
— ¿Pláticas son éstas, Sancho, para este lugar?
— Señor —respondió Sancho—, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera
que estuviere; aquí se me acordó del rucio, y aquí hablé dél; y si en la
caballeriza se me acordara, allí hablara.
A lo que dijo el duque:
— Sancho está muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se
le dará recado a pedir de boca, y descuide Sancho, que se le tratará como a
su mesma persona.
Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a don Quijote, llegaron a lo
alto y entraron a don Quijote en una sala adornada de telas riquísimas de
oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas
industriadas y advertidas del duque y de la duquesa de lo que habían de
hacer, y de cómo habían de tratar a don Quijote, para que imaginase y viese
que le trataban como caballero andante. Quedó don Quijote, después de
desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubón de camuza, seco, alto,
tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra;
figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la
risa —que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado—,
reventaran riendo.
Pidiéronle que se dejase desnudar para una camisa, pero nunca lo consintió,
diciendo que la honestidad parecía tan bien en los caballeros andantes como
la valentía. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y, encerrándose
con él en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la
camisa; y, viéndose solo con Sancho, le dijo:
— Dime, truhán moderno y majadero antiguo: ¿parécete bien deshonrar y
afrentar a una dueña tan veneranda y tan digna de respeto como aquélla?
¿Tiempos eran aquéllos para acordarte del rucio, o señores son éstos para
dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueños? Por
quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de
manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela
tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto más es tenido el señor cuanto
tiene más honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas
mayores que llevan los príncipes a los demás hombres es que se sirven de
criados tan buenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti, y
malaventurado de mí, que si veen que tú eres un grosero villano, o un
mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún
caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo, huye, huye destos
inconvinientes, que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer
puntapié cae y da en truhán desgraciado. Enfrena la lengua, considera y
rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos
llegado a parte donde, con el favor de Dios y valor de mi brazo, hemos de
salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda.
Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca, o morderse la
lengua, antes de hablar palabra que no fuese muy a propósito y bien
considerada, como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que
nunca por él se descubriría quién ellos eran.
Vistióse don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echóse el mantón de
escarlata a cuestas, púsose una montera de raso verde que las doncellas le
dieron, y con este adorno salió a la gran sala, adonde halló a las
doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con
aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y
ceremonias.
Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya
los señores le aguardaban. Cogiéronle en medio, y, lleno de pompa y
majestad, le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con
solos cuatro servicios. La duquesa y el duque salieron a la puerta de la
sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan
las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no
aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren
que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos;
destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados,
les hacen ser miserables; destos tales, digo que debía de ser el grave
religioso que con los duques salió a recebir a don Quijote. Hiciéronse mil
corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se
fueron a sentar a la mesa.
Convidó el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo
rehusó, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar.
El eclesiástico se sentó frontero, y el duque y la duquesa a los dos lados.
A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la honra que a su
señor aquellos príncipes le hacían; y, viendo las muchas ceremonias y
ruegos que pasaron entre el duque y don Quijote para hacerle sentar a la
cabecera de la mesa, dijo:
— Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi
pueblo acerca desto de los asientos.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando don Quijote tembló, creyendo sin duda
alguna que había de decir alguna necedad. Miróle Sancho y entendióle, y
dijo:
— No tema vuesa merced, señor mío, que yo me desmande, ni que diga cosa que
no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha
vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal.
— Yo no me acuerdo de nada, Sancho —respondió don Quijote—; di lo que
quisieres, como lo digas presto.
— Pues lo que quiero decir —dijo Sancho— es tan verdad, que mi señor don
Quijote, que está presente, no me dejará mentir.
— Por mí —replicó don Quijote—, miente tú, Sancho, cuanto quisieres, que yo
no te iré a la mano, pero mira lo que vas a decir.
— Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo está el que repica, como
se verá por la obra.
— Bien será —dijo don Quijote— que vuestras grandezas manden echar de aquí a
este tonto, que dirá mil patochadas.
— Por vida del duque —dijo la duquesa—, que no se ha de apartar de mí Sancho
un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto.
— Discretos días —dijo Sancho— viva vuestra santidad por el buen crédito que
de mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el cuento que quiero decir es éste:
«Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los
Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue
hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se
ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro
lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de
donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el
herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo? Dígalo, por su
vida, porque estos señores no me tengan por algún hablador mentiroso.
— Hasta ahora —dijo el eclesiástico—, más os tengo por hablador que por
mentiroso, pero de aquí adelante no sé por lo que os tendré.
— Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de
decir que debes de decir verdad. Pasa adelante y acorta el cuento, porque
llevas camino de no acabar en dos días.
— No ha de acortar tal —dijo la duquesa—, por hacerme a mí placer; antes, le
ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que
si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi
vida.
— «Digo, pues, señores míos —prosiguió Sancho—, que este tal hidalgo, que yo
conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de
ballesta, convidó un labrador pobre, pero honrado.»
— Adelante, hermano —dijo a esta sazón el religioso—, que camino lleváis de
no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo.
— A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido —respondió Sancho—. «Y
así, digo que, llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo
convidador, que buen poso haya su ánima, que ya es muerto, y por más señas
dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé presente, que
había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque...»
— Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que, sin
enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro
cuento.
— «Es, pues, el caso —replicó Sancho— que, estando los dos para asentarse a
la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca...»
Gran gusto recebían los duques del disgusto que mostraba tomar el buen
religioso de la dilación y pausas con que Sancho contaba su cuento, y don
Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia.
— «Digo, así —dijo Sancho—, que, estando, como he dicho, los dos para
sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la
cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la
tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el
labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el
hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar
por fuerza, diciéndole: ''Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me
siente será vuestra cabecera''.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo
que no ha sido aquí traído fuera de propósito.
Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le
parecían; los señores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de
correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de plática
y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la duquesa
a don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había
enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no
podía dejar de haber vencido muchos. A lo que don Quijote respondió:
— Señora mía, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendrán fin.
Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado, pero ¿adónde
la habían de hallar, si está encantada y vuelta en la más fea labradora que
imaginar se puede?
— No sé —dijo Sancho Panza—, a mí me parece la más hermosa criatura del
mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sé yo que no dará
ella la ventaja a un volteador; a buena fe, señora duquesa, así salta desde
el suelo sobre una borrica como si fuera un gato.
— ¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? —preguntó el duque.
— Y ¡cómo si la he visto! —respondió Sancho—. Pues, ¿quién diablos sino yo
fue el primero que cayó en el achaque del encantorio? ¡Tan encantada está
como mi padre!
El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó
en la cuenta de que aquél debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya
historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas
veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y, enterándose
ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el duque, le
dijo:
— Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo
que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama,
imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere
que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y
vaciedades.
Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo:
— Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois
caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en
hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros
hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando
por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no
conocen. ¿En dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo ni hay ahora
caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la
Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades
que de vos se cuentan?
Atento estuvo don Quijote a las razones de aquel venerable varón, y, viendo
que ya callaba, sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y
alborotado rostro, se puso en pie y dijo...
Pero esta respuesta capítulo por sí merece.
Capítulo XXXII. De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con
otros graves y graciosos sucesos
Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como
azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo:
— El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo y el respeto que
siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa tienen y atan las
manos de mi justo enojo; y, así por lo que he dicho como por saber que
saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la
mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa
merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames
vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras
circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme
reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la
buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que
sobre la aspereza, y no es bien que, sin tener conocimiento del pecado que
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