Don Quijote - 04
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como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha
desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la
crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan
sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a
la imaginación las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a
pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato
quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante,
dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
que fue el irse camino de su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel
de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que
iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con
otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los
divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por
imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en
sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así,
con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la
lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo
esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír,
levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:
— Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el
mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par
Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura
del que las decía; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver
la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella
confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy
mucho discreto, le dijo:
— Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que
decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis,
de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte
vuestra nos es pedida.
— Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérades vosotros en
confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo
habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno,
como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y
mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
la razón que de mi parte tengo.
— Señor caballero —replicó el mercader—, suplico a vuestra merced, en nombre
de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos
nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída,
y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y
Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de
esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se
sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra
merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte
que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro
le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
— No le mana, canalla infame —respondió don Quijote, encendido en cólera—;
no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no
es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero
vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad
como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había
dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la
mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el
campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la
lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y,
entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
— ¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía,
sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien
intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo
sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le
molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le
dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta
envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la
lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda
aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando
al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar
en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a
probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno,
¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y
toda la atribuía a la falta de su caballo, y no era posible levantarse,
según tenía brumado todo el cuerpo.
Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
caballero
Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su
ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su
locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando
Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no
ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo
esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a
él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con
muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir
con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del
bosque:
-¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que
dicen:
-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí
un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga
de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a
él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se
quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua,
su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante
con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la
visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que
le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y
le dijo:
— Señor Quijana —que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no
había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante—, ¿quién ha puesto a
vuestra merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen
hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía
alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer
caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza,
y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al
asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates
que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y
quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba
unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que
el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el
diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque,
en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez,
cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó
cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió a
preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y
razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del
mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de
Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el
labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por
donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al
pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga
arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
— Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa
que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho,
hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni
verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
— Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de
Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor
Quijana.
— Yo sé quién soy —respondió don Quijote—; y sé que puedo ser no sólo los
que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve
de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por
sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que
anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no
viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le
pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló
toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran
grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
— ¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez —que así se
llamaba el cura—, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen
él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de
mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir,
que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de
ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir
muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e
irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y
a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:
— Sepa, señor maese Nicolás —que éste era el nombre del barbero—, que muchas
veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados
libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales,
arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a
cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había
muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la
batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y
sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le
había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me
tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates
de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha
llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que
bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
— Esto digo yo también —dijo el cura—, y a fee que no se pase el día de
mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego,
porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe
de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de
entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a
voces:
— Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua,
que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el
valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las
otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no
podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:
— Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a
mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate
de mis feridas.
— ¡Mirá, en hora maza —dijo a este punto el ama—, si me decía a mí bien mi
corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora,
que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo,
sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han
parado a vuestra merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron
ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída
con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más
desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
— ¡Ta, ta! —dijo el cura—. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que
yo los queme mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra
cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le
importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del
modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los
disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más
deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su
amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote,
Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento
donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena
gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien
cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así
como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó
luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
— Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí
algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en
pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le
fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues
podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
— No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han
sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y
hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y
allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de
aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera
los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los
cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
— Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue
el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han
tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador
de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
— No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único
en su arte, se debe perdonar.
— Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por
ahora. Veamos esotro que está junto a él.
— Es —dijo el barbero— las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de
Gaula.
— Pues, en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del
padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé
principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando
al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
— Adelante —dijo el cura.
— Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia; y aun todos los
deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
— Pues vayan todos al corral —dijo el cura—; que, a trueco de quemar a la
reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que
me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
— De ese parecer soy yo —dijo el barbero.
— Y aun yo —añadió la sobrina.
— Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por
la ventana abajo.
— ¿Quién es ese tonel? —dijo el cura.
— Éste es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura.
— El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a Jardín de
flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más
verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá
al corral por disparatado y arrogante.
— Éste que se sigue es Florimorte de Hircania —dijo el barbero.
— ¿Ahí está el señor Florimorte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha de
parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas
aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo.
Al corral con él y con esotro, señora ama.
— Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo
que le era mandado.
— Éste es El Caballero Platir —dijo el barbero.
— Antiguo libro es éste —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezca
venia. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El
Caballero de la Cruz.
— Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su
ignorancia; mas también se suele decir: "tras la cruz está el diablo"; vaya
al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
— Éste es Espejo de caballerías.
— Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos de
Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce
Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte
de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el
cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en
otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su
idioma, le pondré sobre mi cabeza.
— Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.
— Ni aun fuera bien que vos le entendiérades —respondió el cura—, y aquí le
perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho
castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos
aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por
mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto
que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y
todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y
depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de
hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro
llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en
las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada,
por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad,
que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio
que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín
de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
— Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las
cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa
única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta
Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una,
porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un
discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda
son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que
guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás,
que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin
hacer más cala y cata, perezcan.
— No, señor compadre —replicó el barbero—; que éste que aquí tengo es el
afamado Don Belianís.
— Pues ése —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen
necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es
menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras
impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o
de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no
los dejéis leer a ninguno.
— Que me place —respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que
tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta
ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela,
por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó
por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del
barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia
del famoso caballero Tirante el Blanco.
— ¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una gran voz—. ¡Que aquí esté Tirante
el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un
tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de
Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el
caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el
alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y
embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de
Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo,
es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y
mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas
de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo
que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,
que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y
leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
— Así será —respondió el barbero—; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros
que quedan?
— Éstos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo,
creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
— Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el
daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin
perjuicio de tercero.
— ¡Ay señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar,
como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío
de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse
pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que
sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y
pegadiza.
— Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestro
amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de
Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo
aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos
los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser
primero en semejantes libros.
— Éste que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del
Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
— Pues la del Salmantino —respondió el cura—, acompañe y acreciente el
número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si
fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa,
que se va haciendo tarde.
— Este libro es —dijo el barbero, abriendo otro— Los diez libros de Fortuna
de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.
— Por las órdenes que recebí —dijo el cura—, que, desde que Apolo fue Apolo,
y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado
libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el
más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que
no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.
Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una
sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
— Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y
Desengaños de celos.
— Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar
del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
— Este que viene es El Pastor de Fílida.
— No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano; guárdese
como joya preciosa.
— Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de varias
poesías.
— Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas; menester
es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus
grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
— Éste es —siguió el barbero— El Cancionero de López Maldonado.
— También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus
versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz
con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo
bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que
está junto a él?
— La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.
— Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más
versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención;
propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que
promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora
se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra
posada, señor compadre.
— Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres, todos juntos: La
Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de
Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
— Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que, en verso
desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la
crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan
sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a
la imaginación las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a
pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato
quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante,
dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
que fue el irse camino de su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel
de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que
iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con
otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los
divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por
imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en
sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así,
con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la
lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo
esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír,
levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:
— Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el
mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par
Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura
del que las decía; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver
la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella
confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy
mucho discreto, le dijo:
— Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que
decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis,
de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte
vuestra nos es pedida.
— Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérades vosotros en
confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo
habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno,
como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y
mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
la razón que de mi parte tengo.
— Señor caballero —replicó el mercader—, suplico a vuestra merced, en nombre
de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos
nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída,
y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y
Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de
esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se
sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra
merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte
que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro
le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
— No le mana, canalla infame —respondió don Quijote, encendido en cólera—;
no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no
es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero
vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad
como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había
dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la
mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el
campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la
lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y,
entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
— ¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía,
sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien
intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo
sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le
molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le
dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta
envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la
lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda
aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando
al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar
en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a
probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno,
¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y
toda la atribuía a la falta de su caballo, y no era posible levantarse,
según tenía brumado todo el cuerpo.
Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
caballero
Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su
ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su
locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando
Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no
ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo
esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a
él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con
muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir
con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del
bosque:
-¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que
dicen:
-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí
un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga
de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a
él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se
quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua,
su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante
con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la
visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que
le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y
le dijo:
— Señor Quijana —que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no
había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante—, ¿quién ha puesto a
vuestra merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen
hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía
alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer
caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza,
y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al
asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates
que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y
quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba
unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que
el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el
diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque,
en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez,
cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó
cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió a
preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y
razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del
mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de
Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el
labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por
donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al
pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga
arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
— Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa
que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho,
hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni
verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
— Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de
Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor
Quijana.
— Yo sé quién soy —respondió don Quijote—; y sé que puedo ser no sólo los
que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve
de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por
sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que
anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no
viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le
pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló
toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran
grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
— ¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez —que así se
llamaba el cura—, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen
él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de
mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir,
que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de
ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir
muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e
irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y
a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:
— Sepa, señor maese Nicolás —que éste era el nombre del barbero—, que muchas
veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados
libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales,
arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a
cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había
muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la
batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y
sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le
había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me
tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates
de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha
llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que
bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
— Esto digo yo también —dijo el cura—, y a fee que no se pase el día de
mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego,
porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe
de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de
entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a
voces:
— Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua,
que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el
valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las
otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no
podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:
— Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a
mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate
de mis feridas.
— ¡Mirá, en hora maza —dijo a este punto el ama—, si me decía a mí bien mi
corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora,
que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo,
sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han
parado a vuestra merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron
ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída
con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más
desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
— ¡Ta, ta! —dijo el cura—. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que
yo los queme mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra
cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le
importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del
modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los
disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más
deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su
amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote,
Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento
donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena
gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien
cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así
como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó
luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
— Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí
algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en
pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le
fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues
podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
— No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han
sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y
hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y
allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de
aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera
los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los
cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
— Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue
el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han
tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador
de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
— No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único
en su arte, se debe perdonar.
— Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por
ahora. Veamos esotro que está junto a él.
— Es —dijo el barbero— las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de
Gaula.
— Pues, en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del
padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé
principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando
al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
— Adelante —dijo el cura.
— Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia; y aun todos los
deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
— Pues vayan todos al corral —dijo el cura—; que, a trueco de quemar a la
reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que
me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
— De ese parecer soy yo —dijo el barbero.
— Y aun yo —añadió la sobrina.
— Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por
la ventana abajo.
— ¿Quién es ese tonel? —dijo el cura.
— Éste es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura.
— El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a Jardín de
flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más
verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá
al corral por disparatado y arrogante.
— Éste que se sigue es Florimorte de Hircania —dijo el barbero.
— ¿Ahí está el señor Florimorte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha de
parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas
aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo.
Al corral con él y con esotro, señora ama.
— Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo
que le era mandado.
— Éste es El Caballero Platir —dijo el barbero.
— Antiguo libro es éste —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezca
venia. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El
Caballero de la Cruz.
— Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su
ignorancia; mas también se suele decir: "tras la cruz está el diablo"; vaya
al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
— Éste es Espejo de caballerías.
— Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos de
Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce
Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte
de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el
cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en
otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su
idioma, le pondré sobre mi cabeza.
— Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.
— Ni aun fuera bien que vos le entendiérades —respondió el cura—, y aquí le
perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho
castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos
aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por
mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto
que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y
todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y
depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de
hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro
llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en
las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada,
por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad,
que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio
que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín
de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
— Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las
cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa
única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta
Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una,
porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un
discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda
son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que
guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás,
que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin
hacer más cala y cata, perezcan.
— No, señor compadre —replicó el barbero—; que éste que aquí tengo es el
afamado Don Belianís.
— Pues ése —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen
necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es
menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras
impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o
de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no
los dejéis leer a ninguno.
— Que me place —respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que
tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta
ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela,
por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó
por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del
barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia
del famoso caballero Tirante el Blanco.
— ¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una gran voz—. ¡Que aquí esté Tirante
el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un
tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de
Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el
caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el
alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y
embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de
Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo,
es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y
mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas
de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo
que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,
que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y
leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
— Así será —respondió el barbero—; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros
que quedan?
— Éstos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo,
creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
— Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el
daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin
perjuicio de tercero.
— ¡Ay señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar,
como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío
de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse
pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que
sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y
pegadiza.
— Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestro
amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de
Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo
aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos
los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser
primero en semejantes libros.
— Éste que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del
Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
— Pues la del Salmantino —respondió el cura—, acompañe y acreciente el
número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si
fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa,
que se va haciendo tarde.
— Este libro es —dijo el barbero, abriendo otro— Los diez libros de Fortuna
de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.
— Por las órdenes que recebí —dijo el cura—, que, desde que Apolo fue Apolo,
y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado
libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el
más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que
no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.
Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una
sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
— Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y
Desengaños de celos.
— Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar
del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
— Este que viene es El Pastor de Fílida.
— No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano; guárdese
como joya preciosa.
— Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de varias
poesías.
— Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas; menester
es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus
grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
— Éste es —siguió el barbero— El Cancionero de López Maldonado.
— También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus
versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz
con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo
bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que
está junto a él?
— La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.
— Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más
versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención;
propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que
promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora
se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra
posada, señor compadre.
— Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres, todos juntos: La
Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de
Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
— Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que, en verso
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