Don Quijote - 14
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por que allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto
condenado le sirvió de lengua, y dijo:
— Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las
acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
— Eso es —dijo Sancho Panza—, a lo que a mí me parece, haber salido a la
vergüenza.
— Así es —replicó el galeote—; y la culpa por que le dieron esta pena es por
haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero
decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas
y collar de hechicero.
— A no haberle añadido esas puntas y collar —dijo don Quijote—, por
solamente el alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras,
sino a mandallas y a ser general dellas; porque no es así comoquiera el
oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la
república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien
nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay
de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de
lonja; y desta manera se escusarían muchos males que se causan por andar
este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como
son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años y
de poca experiencia, que, a la más necesaria ocasión y cuando es menester
dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano y
no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones
por que convenía hacer elección de los que en la república habían de tener
tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: algún día lo
diré a quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que
me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta
fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque
bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la
voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no
hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas
simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que
vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer
querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
— Así es —dijo el buen viejo—, y, en verdad, señor, que en lo de hechicero
que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé
que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se
holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me
aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver,
según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y túvole Sancho tanta compasión,
que sacó un real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió
con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
— Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y
con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con
todas, que resultó de la burla crecer la parentela, tan intricadamente que
no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros,
víame a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis
años, consentí: castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con
ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa
con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y
nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan
buena como su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy
grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos, venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta
años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía
diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan
grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la
una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o piedeamigo, de
la cual decendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se
asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado,
de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la
cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre
con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía
aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y
tan grande bellaco que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban
seguros dél, sino que temían que se les había de huir.
— ¿Qué delitos puede tener —dijo don Quijote—, si no han merecido más pena
que echalle a las galeras?
— Va por diez años —replicó la guarda—, que es como muerte cevil. No se
quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de
Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
— Señor comisario —dijo entonces el galeote—, váyase poco a poco, y no
andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no
Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y
cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.
— Hable con menos tono —replicó el comisario—, señor ladrón de más de la
marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.
— Bien parece —respondió el galeote— que va el hombre como Dios es servido,
pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.
— Pues, ¿no te llaman ansí, embustero? —dijo la guarda.
— Sí llaman —respondió Ginés—, mas yo haré que no me lo llamen, o me las
pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que
darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber
vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte,
cuya vida está escrita por estos pulgares.
— Dice verdad —dijo el comisario—: que él mesmo ha escrito su historia, que
no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.
— Y le pienso quitar —dijo Ginés—, si quedara en docientos ducados.
— ¿Tan bueno es? —dijo don Quijote.
— Es tan bueno —respondió Ginés— que mal año para Lazarillo de Tormes y para
todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le sé
decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan
donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen.
— ¿Y cómo se intitula el libro? —preguntó don Quijote.
— La vida de Ginés de Pasamonte —respondió el mismo.
— ¿Y está acabado? —preguntó don Quijote.
— ¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si aún no está acabada mi vida?
Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última
vez me han echado en galeras.
— Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? —dijo don Quijote.
— Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué
sabe el bizcocho y el corbacho —respondió Ginés—; y no me pesa mucho de ir
a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas
cosas que decir, y en las galeras de España hay mas sosiego de aquel que
sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo de
escribir, porque me lo sé de coro.
— Hábil pareces —dijo don Quijote.
— Y desdichado —respondió Ginés—; porque siempre las desdichas persiguen al
buen ingenio.
— Persiguen a los bellacos —dijo el comisario.
— Ya le he dicho, señor comisario —respondió Pasamonte—, que se vaya poco a
poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los
pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su
Majestad manda. Si no, ¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que
saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta; y
todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es
mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus
amenazas, mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no le maltratase,
pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún
tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a todos los de la cadena, dijo:
— De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio
que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a
padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy
contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo
en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y,
finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra
perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte
teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria de manera
que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando que muestre con vosotros
el efeto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la
orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a
los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque sé que una de las
partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por
mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de
desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en
mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios
y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas —añadió don Quijote—,
que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada
uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al
malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean
verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros;
y, cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de
mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
— ¡Donosa majadería! —respondió el comisario— ¡Bueno está el donaire con que
ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como
si tuviéramos autoridad para soltarlos o él la tuviera para mandárnoslo!
Váyase vuestra merced, señor, norabuena, su camino adelante, y enderécese
ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
— ¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! —respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto que, sin que tuviese
lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, malherido de una
lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas
quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero,
volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de
a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los
aguardaba; y, sin duda, lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasión
que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando
romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las
guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a
don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el
primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y, arremetiendo al
comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando
al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo
el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de
las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los
que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la
cual, a campana herida, saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo
a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen y se emboscasen en la
sierra, que estaba cerca.
— Bien está eso —dijo don Quijote—, pero yo sé lo que ahora conviene que se
haga.
Y, llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían
despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la
redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
— De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los
pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis
visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido;
en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados de esa cadena que
quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vais a la ciudad
del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le
digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar,
y le contéis, punto por punto, todos los que ha tenido esta famosa aventura
hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde
quisiéredes a la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
— Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible
de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los
caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando
meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la Santa
Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que
vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y
montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y
credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y ésta es
cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o
en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto,
digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar
que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a
nosotros eso como pedir peras al olmo.
— Pues ¡voto a tal! —dijo don Quijote, ya puesto en cólera—, don hijo de la
puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos
solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don
Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de
querer darles libertad, viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a
los compañeros, y, apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras
sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el
pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de
bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y
pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don
Quijote que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta
fuerza que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre
él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o
cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo
pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias
calzas le querían quitar si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le
quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás
despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de
escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a
presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote; el jumento,
cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando
que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los
oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra
pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote,
mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había
hecho.
Capítulo XXIII. De lo que le aconteció al famoso don Quijote en Sierra
Morena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera
historia se cuentan
Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a su escudero:
— Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar
agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado
esta pesadumbre; pero ya está hecho: paciencia, y escarmentar para desde
aquí adelante.
— Así escarmentará vuestra merced —respondió Sancho— como yo soy turco;
pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño,
créame ahora y escusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa
Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da a ella por cuantos
caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus
saetas me zumban por los oídos.
— Naturalmente eres cobarde, Sancho —dijo don Quijote—, pero, porque no
digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez
quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de
ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir a
nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer
a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora
para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que
mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me
repliques más, que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro,
especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de
miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente a la
Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de los doce tribus
de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los
hermanos y hermandades que hay en el mundo.
— Señor —respondió Sancho—, que el retirar no es huir, ni el esperar es
cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es
guardarse hoy para mañana y no aventurarse todo en un día. Y sepa que,
aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen
gobierno; así que, no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba
en Rocinante, si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me
dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
Subió don Quijote, sin replicarle más palabra, y, guiando Sancho sobre su
asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba,
llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por
no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a esto haber visto que
de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que
sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron
y buscaron los galeotes.
Así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón,
pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba.
Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes
soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. Iba pensando
en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra
se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado —después que le pareció que
caminaba por parte segura— sino de satisfacer su estómago con los relieves
que del despojo clerical habían quedado; y así, iba tras su amo sentado a
la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando en su
panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de
aquella manera, un ardite.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la
punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo
cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó
fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida
a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto,
que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que
viese lo que en la maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una
cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había,
que eran cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo, no
menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de
escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
— ¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de
provecho!
Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido. Éste le
pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él.
Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su
lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don
Quijote, dijo:
— Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante
descaminado debió de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le
debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte.
— No puede ser eso —respondió Sancho—, porque si fueran ladrones, no se
dejaran aquí este dinero.
— Verdad dices —dijo don Quijote—, y así, no adivino ni doy en lo que esto
pueda ser; mas, espérate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna
cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que
deseamos.
Abrióle, y lo primero que halló en él escrito, como en borrador, aunque de
muy buena letra, fue un soneto, que, leyéndole alto porque Sancho también
lo oyese, vio que decía desta manera:
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acertar la medicina.
— Por esa trova —dijo Sancho— no se puede saber nada, si ya no es que por
ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
— ¿Qué hilo está aquí? —dijo don Quijote.
— Paréceme —dijo Sancho— que vuestra merced nombró ahí hilo.
— No dije sino Fili —respondió don Quijote—, y éste, sin duda, es el nombre
de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser
razonable poeta, o yo sé poco del arte.
— Luego, ¿también —dijo Sancho— se le entiende a vuestra merced de trovas?
— Y más de lo que tú piensas —respondió don Quijote—, y veráslo cuando
lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi señora Dulcinea
del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros
andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos; que
estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los
enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros
tienen más de espíritu que de primor.
— Lea más vuestra merced —dijo Sancho—, que ya hallará algo que nos
satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote y dijo:
— Esto es prosa, y parece carta.
— ¿Carta misiva, señor? —preguntó Sancho.
— En el principio no parece sino de amores —respondió don Quijote.
— Pues lea vuestra merced alto —dijo Sancho—, que gusto mucho destas cosas
de amores.
— Que me place —dijo don Quijote.
Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta
manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes
volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas.
Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que
yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas
ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han
derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco
que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que
los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes
arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
— Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la
escribió es algún desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos
pudo leer y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos,
desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los
unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin
dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e
inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no
escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal
golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de
ciento. Y, aunque no halló mas de lo hallado, dio por bien empleados los
vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas,
las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda
la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la
entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quién fuese
el dueño de la maleta, conjeturando, por el soneto y carta, por el dinero
en oro y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal
enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber
conducido a algún desesperado término. Pero, como por aquel lugar
inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder
informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino
que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre
con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna estraña
aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que, por cima de una montañuela que
delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de risco en
risco y de mata en mata, con estraña ligereza. Figurósele que iba desnudo,
la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies
descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones,
al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos que por muchas
partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y, aunque
pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó
el Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo procuró, no pudo seguille,
porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas
asperezas, y más siendo él de suyo pisacorto y flemático. Luego imaginó don
Quijote que aquél era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de
buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallarle;
y así, mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la una parte de
la montaña, que él iría por la otra y podría ser que topasen, con esta
diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de
delante.
— No podré hacer eso —respondió Sancho—, porque, en apartándome de vuestra
merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de
sobresaltos y visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí
adelante no me aparte un dedo de su presencia.
— Así será —dijo el de la Triste Figura—, y yo estoy muy contento de que te
quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el
ánima del cuerpo. Y vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz
de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con
aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño
de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
condenado le sirvió de lengua, y dijo:
— Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las
acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
— Eso es —dijo Sancho Panza—, a lo que a mí me parece, haber salido a la
vergüenza.
— Así es —replicó el galeote—; y la culpa por que le dieron esta pena es por
haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero
decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas
y collar de hechicero.
— A no haberle añadido esas puntas y collar —dijo don Quijote—, por
solamente el alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras,
sino a mandallas y a ser general dellas; porque no es así comoquiera el
oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la
república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien
nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay
de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de
lonja; y desta manera se escusarían muchos males que se causan por andar
este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como
son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años y
de poca experiencia, que, a la más necesaria ocasión y cuando es menester
dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano y
no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones
por que convenía hacer elección de los que en la república habían de tener
tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: algún día lo
diré a quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que
me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta
fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque
bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la
voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no
hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas
simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que
vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer
querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
— Así es —dijo el buen viejo—, y, en verdad, señor, que en lo de hechicero
que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé
que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se
holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me
aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver,
según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y túvole Sancho tanta compasión,
que sacó un real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió
con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
— Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y
con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con
todas, que resultó de la burla crecer la parentela, tan intricadamente que
no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros,
víame a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis
años, consentí: castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con
ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa
con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y
nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan
buena como su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy
grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos, venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta
años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía
diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan
grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la
una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o piedeamigo, de
la cual decendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se
asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado,
de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la
cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre
con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía
aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y
tan grande bellaco que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban
seguros dél, sino que temían que se les había de huir.
— ¿Qué delitos puede tener —dijo don Quijote—, si no han merecido más pena
que echalle a las galeras?
— Va por diez años —replicó la guarda—, que es como muerte cevil. No se
quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de
Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
— Señor comisario —dijo entonces el galeote—, váyase poco a poco, y no
andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no
Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y
cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.
— Hable con menos tono —replicó el comisario—, señor ladrón de más de la
marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.
— Bien parece —respondió el galeote— que va el hombre como Dios es servido,
pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.
— Pues, ¿no te llaman ansí, embustero? —dijo la guarda.
— Sí llaman —respondió Ginés—, mas yo haré que no me lo llamen, o me las
pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que
darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber
vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte,
cuya vida está escrita por estos pulgares.
— Dice verdad —dijo el comisario—: que él mesmo ha escrito su historia, que
no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.
— Y le pienso quitar —dijo Ginés—, si quedara en docientos ducados.
— ¿Tan bueno es? —dijo don Quijote.
— Es tan bueno —respondió Ginés— que mal año para Lazarillo de Tormes y para
todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le sé
decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan
donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen.
— ¿Y cómo se intitula el libro? —preguntó don Quijote.
— La vida de Ginés de Pasamonte —respondió el mismo.
— ¿Y está acabado? —preguntó don Quijote.
— ¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si aún no está acabada mi vida?
Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última
vez me han echado en galeras.
— Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? —dijo don Quijote.
— Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué
sabe el bizcocho y el corbacho —respondió Ginés—; y no me pesa mucho de ir
a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas
cosas que decir, y en las galeras de España hay mas sosiego de aquel que
sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo de
escribir, porque me lo sé de coro.
— Hábil pareces —dijo don Quijote.
— Y desdichado —respondió Ginés—; porque siempre las desdichas persiguen al
buen ingenio.
— Persiguen a los bellacos —dijo el comisario.
— Ya le he dicho, señor comisario —respondió Pasamonte—, que se vaya poco a
poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los
pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su
Majestad manda. Si no, ¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que
saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta; y
todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es
mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus
amenazas, mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no le maltratase,
pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún
tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a todos los de la cadena, dijo:
— De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio
que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a
padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy
contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo
en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y,
finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra
perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte
teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria de manera
que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando que muestre con vosotros
el efeto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la
orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a
los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque sé que una de las
partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por
mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de
desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en
mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios
y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas —añadió don Quijote—,
que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada
uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al
malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean
verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros;
y, cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de
mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
— ¡Donosa majadería! —respondió el comisario— ¡Bueno está el donaire con que
ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como
si tuviéramos autoridad para soltarlos o él la tuviera para mandárnoslo!
Váyase vuestra merced, señor, norabuena, su camino adelante, y enderécese
ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
— ¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! —respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto que, sin que tuviese
lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, malherido de una
lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas
quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero,
volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de
a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los
aguardaba; y, sin duda, lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasión
que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando
romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las
guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a
don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el
primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y, arremetiendo al
comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando
al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo
el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de
las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los
que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la
cual, a campana herida, saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo
a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen y se emboscasen en la
sierra, que estaba cerca.
— Bien está eso —dijo don Quijote—, pero yo sé lo que ahora conviene que se
haga.
Y, llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían
despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la
redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
— De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los
pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis
visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido;
en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados de esa cadena que
quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vais a la ciudad
del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le
digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar,
y le contéis, punto por punto, todos los que ha tenido esta famosa aventura
hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde
quisiéredes a la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
— Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible
de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los
caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando
meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la Santa
Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que
vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y
montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y
credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y ésta es
cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o
en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto,
digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar
que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a
nosotros eso como pedir peras al olmo.
— Pues ¡voto a tal! —dijo don Quijote, ya puesto en cólera—, don hijo de la
puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos
solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don
Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de
querer darles libertad, viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a
los compañeros, y, apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras
sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el
pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de
bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y
pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don
Quijote que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta
fuerza que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre
él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o
cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo
pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias
calzas le querían quitar si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le
quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás
despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de
escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a
presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote; el jumento,
cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando
que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los
oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra
pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote,
mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había
hecho.
Capítulo XXIII. De lo que le aconteció al famoso don Quijote en Sierra
Morena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera
historia se cuentan
Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a su escudero:
— Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar
agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado
esta pesadumbre; pero ya está hecho: paciencia, y escarmentar para desde
aquí adelante.
— Así escarmentará vuestra merced —respondió Sancho— como yo soy turco;
pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño,
créame ahora y escusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa
Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da a ella por cuantos
caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus
saetas me zumban por los oídos.
— Naturalmente eres cobarde, Sancho —dijo don Quijote—, pero, porque no
digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez
quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de
ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir a
nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer
a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora
para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que
mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me
repliques más, que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro,
especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de
miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente a la
Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de los doce tribus
de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los
hermanos y hermandades que hay en el mundo.
— Señor —respondió Sancho—, que el retirar no es huir, ni el esperar es
cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es
guardarse hoy para mañana y no aventurarse todo en un día. Y sepa que,
aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen
gobierno; así que, no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba
en Rocinante, si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me
dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
Subió don Quijote, sin replicarle más palabra, y, guiando Sancho sobre su
asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba,
llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por
no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a esto haber visto que
de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que
sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron
y buscaron los galeotes.
Así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón,
pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba.
Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes
soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. Iba pensando
en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra
se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado —después que le pareció que
caminaba por parte segura— sino de satisfacer su estómago con los relieves
que del despojo clerical habían quedado; y así, iba tras su amo sentado a
la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando en su
panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de
aquella manera, un ardite.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la
punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo
cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó
fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida
a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto,
que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que
viese lo que en la maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una
cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había,
que eran cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo, no
menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de
escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
— ¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de
provecho!
Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido. Éste le
pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él.
Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su
lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don
Quijote, dijo:
— Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante
descaminado debió de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le
debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte.
— No puede ser eso —respondió Sancho—, porque si fueran ladrones, no se
dejaran aquí este dinero.
— Verdad dices —dijo don Quijote—, y así, no adivino ni doy en lo que esto
pueda ser; mas, espérate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna
cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que
deseamos.
Abrióle, y lo primero que halló en él escrito, como en borrador, aunque de
muy buena letra, fue un soneto, que, leyéndole alto porque Sancho también
lo oyese, vio que decía desta manera:
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acertar la medicina.
— Por esa trova —dijo Sancho— no se puede saber nada, si ya no es que por
ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
— ¿Qué hilo está aquí? —dijo don Quijote.
— Paréceme —dijo Sancho— que vuestra merced nombró ahí hilo.
— No dije sino Fili —respondió don Quijote—, y éste, sin duda, es el nombre
de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser
razonable poeta, o yo sé poco del arte.
— Luego, ¿también —dijo Sancho— se le entiende a vuestra merced de trovas?
— Y más de lo que tú piensas —respondió don Quijote—, y veráslo cuando
lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi señora Dulcinea
del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros
andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos; que
estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los
enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros
tienen más de espíritu que de primor.
— Lea más vuestra merced —dijo Sancho—, que ya hallará algo que nos
satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote y dijo:
— Esto es prosa, y parece carta.
— ¿Carta misiva, señor? —preguntó Sancho.
— En el principio no parece sino de amores —respondió don Quijote.
— Pues lea vuestra merced alto —dijo Sancho—, que gusto mucho destas cosas
de amores.
— Que me place —dijo don Quijote.
Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta
manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes
volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas.
Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que
yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas
ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han
derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco
que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que
los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes
arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
— Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la
escribió es algún desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos
pudo leer y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos,
desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los
unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin
dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e
inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no
escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal
golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de
ciento. Y, aunque no halló mas de lo hallado, dio por bien empleados los
vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas,
las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda
la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la
entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quién fuese
el dueño de la maleta, conjeturando, por el soneto y carta, por el dinero
en oro y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal
enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber
conducido a algún desesperado término. Pero, como por aquel lugar
inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder
informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino
que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre
con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna estraña
aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que, por cima de una montañuela que
delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de risco en
risco y de mata en mata, con estraña ligereza. Figurósele que iba desnudo,
la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies
descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones,
al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos que por muchas
partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y, aunque
pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó
el Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo procuró, no pudo seguille,
porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas
asperezas, y más siendo él de suyo pisacorto y flemático. Luego imaginó don
Quijote que aquél era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de
buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallarle;
y así, mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la una parte de
la montaña, que él iría por la otra y podría ser que topasen, con esta
diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de
delante.
— No podré hacer eso —respondió Sancho—, porque, en apartándome de vuestra
merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de
sobresaltos y visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí
adelante no me aparte un dedo de su presencia.
— Así será —dijo el de la Triste Figura—, y yo estoy muy contento de que te
quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el
ánima del cuerpo. Y vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz
de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con
aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño
de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
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