Don Quijote - 46
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tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las
espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y
bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si
fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los saludó
cortésmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le
dijo:
— Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no
importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
— En verdad —respondió el de la yegua— que no me pasara tan de largo, si no
fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese
caballo.
— Bien puede, señor —respondió a esta sazón Sancho—, bien puede tener las
riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado
del mundo: jamás en semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna, y una vez
que se desmandó a hacerla la lastamos mi señor y yo con las setenas. Digo
otra vez que puede vuestra merced detenerse, si quisiere; que, aunque se la
den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la arrostre.
Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don
Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el
arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo verde a
don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole
hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas,
y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el
traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.
Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante
manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de
su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro,
sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos
tiempos atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote la atención con que
el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y, como era tan
cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le
salió al camino, diciéndole:
— Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera
de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese
maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le
digo, que soy caballero
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los
brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise
resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que, tropezando
aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido
gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y
favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de
caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas
he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo.
Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de
imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia.
Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que
yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la
Triste Figura; y, puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso
decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente
quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza,
ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez
de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante,
habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en
responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio
le dijo:
— Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no
habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto;
que, puesto que, como vos, señor, decís, que el saber ya quién sois me lo
podría quitar, no ha sido así; antes, agora que lo sé, quedo más suspenso y
maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el
mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? No me puedo
persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare
doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en
vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que
con esa historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y
verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los
fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de
las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas
historias.
— Hay mucho que decir —respondió don Quijote— en razón de si son fingidas, o
no, las historias de los andantes caballeros.
— Pues, ¿hay quien dude —respondió el Verde— que no son falsas las tales
historias?
— Yo lo dudo —respondió don Quijote—, y quédese esto aquí; que si nuestra
jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho
mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son
verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don
Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo
confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros razonamientos, don
Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su
condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
— Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un
lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que
medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi
mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza
y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso, o
algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance
y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de
caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más
los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento,
que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto
que déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y
amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y
no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se
murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los
otros; oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer
alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la
hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón
más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy
devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de
Dios nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del
hidalgo; y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer
milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo
derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas
veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
— ¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son éstos?
— Déjenme besar —respondió Sancho—, porque me parece vuesa merced el primer
santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.
— No soy santo —respondió el hidalgo—, sino gran pecador; vos sí, hermano,
que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.
Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la
profunda malencolía de su amo y causado nueva admiración a don Diego.
Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las
cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del
verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los
de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.
— Yo, señor don Quijote —respondió el hidalgo—, tengo un hijo, que, a no
tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy; y no porque él sea
malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y
ocho años: los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina
y griega; y, cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, halléle tan
embebido en la de la poesía, si es que se puede llamar ciencia, que no es
posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara,
ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su
linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las
virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en el
muladar. Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en
tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal
epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos
de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los
referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de
los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y, con todo el mal cariño
que muestra tener a la poesía de romance, le tiene agora desvanecidos los
pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de
Salamanca, y pienso que son de justa literaria.
A todo lo cual respondió don Quijote:
— Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han
de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan
vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la
virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para
que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su
posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia no lo
tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso; y cuando no se
ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que
le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen
seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y, aunque la de la
poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar
a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una
doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen
cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son
todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han
de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni
traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por
los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud,
que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio;
hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes
sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera,
si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias
alegres y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del
ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se
encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la
gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y
príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo. Y así, el que con los
requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y
estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo que
decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme
a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande
Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en
griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos
escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las
estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto así,
razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no
se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el
castellano, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo,
a lo que yo, señor, imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance,
sino con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni
otras ciencias que adornen y despierten y ayuden a su natural impulso; y
aun en esto puede haber yerro; porque, según es opinión verdadera, el poeta
nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale
poeta; y, con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudio ni
artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est Deus in
nobis..., etcétera. También digo que el natural poeta que se ayudare del
arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte
quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza,
sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte
con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea, pues, la conclusión
de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por
donde su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de
ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias,
que es el de las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las
letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y
espada, y así le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los
obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa
merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y
castíguele, y rómpaselas, pero si hiciere sermones al modo de Horacio,
donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente él lo hizo,
alábele: porque lícito es al poeta escribir contra la invidia, y decir en
sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros vicios, con que no
señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia,
se pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta
fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es
lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren,
tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes veen la milagrosa
ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran,
los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a
quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie
los que con tales coronas veen honrados y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto,
que fue perdiendo de la opinión que con él tenía, de ser mentecato. Pero, a
la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había
desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto
estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática
el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don
Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por
donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que
debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que
viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los
pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó donde su amo estaba, a
quien sucedió una espantosa y desatinada aventura.
Capítulo XVII. De donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y
pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote, con la felicemente acabada
aventura de los leones
Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le
trujese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le
vendían; y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo qué hacer dellos,
ni en qué traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó
de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver
lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:
— Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que allí
descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis
armas.
El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no
descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres
banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer
moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio
crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de
ser aventuras y más aventuras, y así, respondió al hidalgo:
— Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me
aperciba, que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles,
y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de
acometer.
Y, volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de
sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don
Quijote, y, sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se
la encajó en la cabeza; y, como los requesones se apretaron y exprimieron,
comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo
que recibió tal susto, que dijo a Sancho:
— ¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me
derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo,
en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que
agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso
sudor me ciega los ojos.
Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor
no hubiese caído en el caso. Limpióse don Quijote y quitóse la celada por
ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo
aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y en
oliéndolas dijo:
— Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí
me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero.
A lo que, con gran flema y disimulación, respondió Sancho:
— Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... Pero
cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener
atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? ¡Hallado le habéis el
atrevido! A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo
de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa
merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia
y hacer que me muela, como suele, las costillas. Pues en verdad que esta
vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor,
que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa
que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en
la celada.
— Todo puede ser —dijo don Quijote.
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando,
después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada,
se la encajó; y, afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y
asiendo la lanza, dijo:
— Ahora, venga lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el
mesmo Satanás en persona.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que
el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don
Quijote delante y dijo:
— ¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué
banderas son aquéstas?
A lo que respondió el carretero:
— El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el
general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas
son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya.
— Y ¿son grandes los leones? —preguntó don Quijote.
— Tan grandes —respondió el hombre que iba a la puerta del carro—, que no
han pasado mayores, ni tan grandes, de Africa a España jamás; y yo soy el
leonero, y he pasado otros, pero como éstos, ninguno. Son hembra y macho;
el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van
hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es
menester llegar presto donde les demos de comer.
A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco:
— ¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han
de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de
leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y
echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaña les daré a conocer
quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores
que a mí los envían.
— ¡Ta, ta! —dijo a esta sazón entre sí el hidalgo—, dado ha señal de quién
es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los
cascos y madurado los sesos.
Llegóse en esto a él Sancho y díjole:
— Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don
Quijote no se tome con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer
pedazos a todos.
— Pues, ¿tan loco es vuestro amo —respondió el hidalgo—, que teméis, y
creéis que se ha de tomar con tan fieros animales?
— No es loco —respondió Sancho—, sino atrevido.
— Yo haré que no lo sea —replicó el hidalgo.
Y, llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese
las jaulas, le dijo:
— Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que
prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la
quitan; porque la valentía que se entra en la juridición de la temeridad,
más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no
vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y
no será bien detenerlos ni impedirles su viaje.
— Váyase vuesa merced, señor hidalgo —respondió don Quijote—, a entender con
su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su
oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones.
Y, volviéndose al leonero, le dijo:
— ¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con
esta lanza os he de coser con el carro!
El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:
— Señor mío, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las
mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones,
porque si me las matan, quedaré rematado para toda mi vida; que no tengo
otra hacienda sino este carro y estas mulas.
— ¡Oh hombre de poca fe! —respondió don Quijote—, apéate y desunce, y haz lo
que quisieres, que presto verás que trabajaste en vano y que pudieras
ahorrar desta diligencia.
Apeóse el carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes
voces:
— Séanme testigos cuantos aquí están cómo contra mi voluntad y forzado abro
las jaulas y suelto los leones, y de que protesto a este señor que todo el
mal y daño que estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con más
mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro
antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño.
Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era
tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él
sabía lo que hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que él
entendía que se engañaba.
— Ahora, señor —replicó don Quijote—, si vuesa merced no quiere ser oyente
desta que a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en
salvo.
Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de
tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los
molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las
hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.
— Mire, señor —decía Sancho—, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga;
que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de
león verdadero, y saco por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal
uña, es mayor que una montaña.
— El miedo, a lo menos —respondió don Quijote—, te le hará parecer mayor
que la mitad del mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya
sabes nuestro antiguo concierto: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
A éstas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había
de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán
oponérsele, pero viose desigual en las armas, y no le pareció cordura
tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote;
el cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio
ocasión al hidalgo a que picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero
a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo más que pudiesen,
antes que los leones se desembanastasen.
Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que
llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba
menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no
por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del
carro. Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien
desviados, tornó a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había
requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no se curase de
más intimaciones y requirimientos, que todo sería de poco fruto, y que se
diese priesa.
En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo
considerando don Quijote si sería bien hacer la batalla antes a pie que a
caballo; y, en fin, se determinó de hacerla a pie, temiendo que Rocinante
se espantaría con la vista de los leones. Por esto saltó del caballo,
arrojó la lanza y embrazó el escudo, y, desenvainando la espada, paso ante
paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente, se fue a poner delante
del carro, encomendándose a Dios de todo corazón, y luego a su señora
Dulcinea.
Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera
historia exclama y dice: ''¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso
don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes
del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de
los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa
hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué
alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre
todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con
sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de
muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más
fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos
sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto
por faltarme palabras con que encarecerlos''.
Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el
hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a
don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer
en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la
primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de
grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo
fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y
desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y, con casi
dos palmos de lengua que sacó fuera, se despolvoreó los ojos y se lavó el
rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes
con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma
temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya
espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y
bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si
fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los saludó
cortésmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le
dijo:
— Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no
importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
— En verdad —respondió el de la yegua— que no me pasara tan de largo, si no
fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese
caballo.
— Bien puede, señor —respondió a esta sazón Sancho—, bien puede tener las
riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado
del mundo: jamás en semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna, y una vez
que se desmandó a hacerla la lastamos mi señor y yo con las setenas. Digo
otra vez que puede vuestra merced detenerse, si quisiere; que, aunque se la
den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la arrostre.
Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don
Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el
arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo verde a
don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole
hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas,
y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el
traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.
Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante
manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de
su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro,
sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos
tiempos atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote la atención con que
el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y, como era tan
cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le
salió al camino, diciéndole:
— Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera
de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese
maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le
digo, que soy caballero
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los
brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise
resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que, tropezando
aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido
gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y
favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de
caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas
he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo.
Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de
imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia.
Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que
yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la
Triste Figura; y, puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso
decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente
quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza,
ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez
de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante,
habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en
responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio
le dijo:
— Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no
habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto;
que, puesto que, como vos, señor, decís, que el saber ya quién sois me lo
podría quitar, no ha sido así; antes, agora que lo sé, quedo más suspenso y
maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el
mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? No me puedo
persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare
doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en
vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que
con esa historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y
verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los
fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de
las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas
historias.
— Hay mucho que decir —respondió don Quijote— en razón de si son fingidas, o
no, las historias de los andantes caballeros.
— Pues, ¿hay quien dude —respondió el Verde— que no son falsas las tales
historias?
— Yo lo dudo —respondió don Quijote—, y quédese esto aquí; que si nuestra
jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho
mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son
verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don
Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo
confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros razonamientos, don
Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su
condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
— Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un
lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que
medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi
mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza
y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso, o
algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance
y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de
caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más
los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento,
que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto
que déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y
amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y
no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se
murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los
otros; oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer
alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la
hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón
más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy
devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de
Dios nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del
hidalgo; y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer
milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo
derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas
veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
— ¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son éstos?
— Déjenme besar —respondió Sancho—, porque me parece vuesa merced el primer
santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.
— No soy santo —respondió el hidalgo—, sino gran pecador; vos sí, hermano,
que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.
Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la
profunda malencolía de su amo y causado nueva admiración a don Diego.
Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las
cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del
verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los
de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.
— Yo, señor don Quijote —respondió el hidalgo—, tengo un hijo, que, a no
tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy; y no porque él sea
malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y
ocho años: los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina
y griega; y, cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, halléle tan
embebido en la de la poesía, si es que se puede llamar ciencia, que no es
posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara,
ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su
linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las
virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en el
muladar. Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en
tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal
epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos
de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los
referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de
los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y, con todo el mal cariño
que muestra tener a la poesía de romance, le tiene agora desvanecidos los
pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de
Salamanca, y pienso que son de justa literaria.
A todo lo cual respondió don Quijote:
— Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han
de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan
vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la
virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para
que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su
posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia no lo
tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso; y cuando no se
ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que
le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen
seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y, aunque la de la
poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar
a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una
doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen
cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son
todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han
de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni
traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por
los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud,
que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio;
hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes
sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera,
si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias
alegres y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del
ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se
encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la
gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y
príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo. Y así, el que con los
requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y
estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo que
decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme
a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande
Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en
griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos
escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las
estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto así,
razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no
se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el
castellano, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo,
a lo que yo, señor, imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance,
sino con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni
otras ciencias que adornen y despierten y ayuden a su natural impulso; y
aun en esto puede haber yerro; porque, según es opinión verdadera, el poeta
nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale
poeta; y, con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudio ni
artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est Deus in
nobis..., etcétera. También digo que el natural poeta que se ayudare del
arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte
quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza,
sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte
con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea, pues, la conclusión
de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por
donde su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de
ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias,
que es el de las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las
letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y
espada, y así le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los
obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa
merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y
castíguele, y rómpaselas, pero si hiciere sermones al modo de Horacio,
donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente él lo hizo,
alábele: porque lícito es al poeta escribir contra la invidia, y decir en
sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros vicios, con que no
señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia,
se pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta
fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es
lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren,
tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes veen la milagrosa
ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran,
los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a
quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie
los que con tales coronas veen honrados y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto,
que fue perdiendo de la opinión que con él tenía, de ser mentecato. Pero, a
la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había
desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto
estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática
el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don
Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por
donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que
debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que
viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los
pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó donde su amo estaba, a
quien sucedió una espantosa y desatinada aventura.
Capítulo XVII. De donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y
pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote, con la felicemente acabada
aventura de los leones
Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le
trujese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le
vendían; y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo qué hacer dellos,
ni en qué traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó
de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver
lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:
— Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que allí
descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis
armas.
El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no
descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres
banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer
moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio
crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de
ser aventuras y más aventuras, y así, respondió al hidalgo:
— Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me
aperciba, que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles,
y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de
acometer.
Y, volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de
sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don
Quijote, y, sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se
la encajó en la cabeza; y, como los requesones se apretaron y exprimieron,
comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo
que recibió tal susto, que dijo a Sancho:
— ¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me
derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo,
en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que
agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso
sudor me ciega los ojos.
Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor
no hubiese caído en el caso. Limpióse don Quijote y quitóse la celada por
ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo
aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y en
oliéndolas dijo:
— Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí
me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero.
A lo que, con gran flema y disimulación, respondió Sancho:
— Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... Pero
cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener
atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? ¡Hallado le habéis el
atrevido! A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo
de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa
merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia
y hacer que me muela, como suele, las costillas. Pues en verdad que esta
vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor,
que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa
que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en
la celada.
— Todo puede ser —dijo don Quijote.
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando,
después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada,
se la encajó; y, afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y
asiendo la lanza, dijo:
— Ahora, venga lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el
mesmo Satanás en persona.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que
el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don
Quijote delante y dijo:
— ¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué
banderas son aquéstas?
A lo que respondió el carretero:
— El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el
general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas
son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya.
— Y ¿son grandes los leones? —preguntó don Quijote.
— Tan grandes —respondió el hombre que iba a la puerta del carro—, que no
han pasado mayores, ni tan grandes, de Africa a España jamás; y yo soy el
leonero, y he pasado otros, pero como éstos, ninguno. Son hembra y macho;
el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van
hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es
menester llegar presto donde les demos de comer.
A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco:
— ¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han
de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de
leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y
echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaña les daré a conocer
quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores
que a mí los envían.
— ¡Ta, ta! —dijo a esta sazón entre sí el hidalgo—, dado ha señal de quién
es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los
cascos y madurado los sesos.
Llegóse en esto a él Sancho y díjole:
— Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don
Quijote no se tome con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer
pedazos a todos.
— Pues, ¿tan loco es vuestro amo —respondió el hidalgo—, que teméis, y
creéis que se ha de tomar con tan fieros animales?
— No es loco —respondió Sancho—, sino atrevido.
— Yo haré que no lo sea —replicó el hidalgo.
Y, llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese
las jaulas, le dijo:
— Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que
prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la
quitan; porque la valentía que se entra en la juridición de la temeridad,
más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no
vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y
no será bien detenerlos ni impedirles su viaje.
— Váyase vuesa merced, señor hidalgo —respondió don Quijote—, a entender con
su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su
oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones.
Y, volviéndose al leonero, le dijo:
— ¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con
esta lanza os he de coser con el carro!
El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:
— Señor mío, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las
mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones,
porque si me las matan, quedaré rematado para toda mi vida; que no tengo
otra hacienda sino este carro y estas mulas.
— ¡Oh hombre de poca fe! —respondió don Quijote—, apéate y desunce, y haz lo
que quisieres, que presto verás que trabajaste en vano y que pudieras
ahorrar desta diligencia.
Apeóse el carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes
voces:
— Séanme testigos cuantos aquí están cómo contra mi voluntad y forzado abro
las jaulas y suelto los leones, y de que protesto a este señor que todo el
mal y daño que estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con más
mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro
antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño.
Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era
tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él
sabía lo que hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que él
entendía que se engañaba.
— Ahora, señor —replicó don Quijote—, si vuesa merced no quiere ser oyente
desta que a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en
salvo.
Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de
tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los
molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las
hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.
— Mire, señor —decía Sancho—, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga;
que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de
león verdadero, y saco por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal
uña, es mayor que una montaña.
— El miedo, a lo menos —respondió don Quijote—, te le hará parecer mayor
que la mitad del mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya
sabes nuestro antiguo concierto: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
A éstas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había
de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán
oponérsele, pero viose desigual en las armas, y no le pareció cordura
tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote;
el cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio
ocasión al hidalgo a que picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero
a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo más que pudiesen,
antes que los leones se desembanastasen.
Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que
llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba
menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no
por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del
carro. Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien
desviados, tornó a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había
requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no se curase de
más intimaciones y requirimientos, que todo sería de poco fruto, y que se
diese priesa.
En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo
considerando don Quijote si sería bien hacer la batalla antes a pie que a
caballo; y, en fin, se determinó de hacerla a pie, temiendo que Rocinante
se espantaría con la vista de los leones. Por esto saltó del caballo,
arrojó la lanza y embrazó el escudo, y, desenvainando la espada, paso ante
paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente, se fue a poner delante
del carro, encomendándose a Dios de todo corazón, y luego a su señora
Dulcinea.
Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera
historia exclama y dice: ''¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso
don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes
del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de
los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa
hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué
alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre
todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con
sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de
muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más
fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos
sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto
por faltarme palabras con que encarecerlos''.
Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el
hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a
don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer
en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la
primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de
grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo
fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y
desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y, con casi
dos palmos de lengua que sacó fuera, se despolvoreó los ojos y se lavó el
rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes
con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma
temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya
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