Don Quijote - 68
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imposible, porque ni yo las he recebido ni él tampoco; y si esta vuestra
doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo,
señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como
Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como ella dice, como
enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué pedirle
perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor
opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.
— Déosle Dios tan bueno —dijo la duquesa—, señor don Quijote, que siempre
oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con Dios; que,
mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las
doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí
adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.
— Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso don Quijote! —dijo
entonces Altisidora—; y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas,
porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el
descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.
— ¿No lo dije yo? —dijo Sancho—. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues,
a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno.
Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los
circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho
sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.
Capítulo LVIII. Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras
tantas, que no se daban vagar unas a otras
Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los
requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los
espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus
caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
— La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la
tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede
y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor
mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto
el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido;
pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de
nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la
hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos;
que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes
recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de
agradecerlo a otro que al mismo cielo!
— Con todo eso —dijo Sancho— que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se
quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en
una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo
la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre
hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con
algunas ventas donde nos apaleen.
En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero,
cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la
yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una
docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como
sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban
empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los
que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era
lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
— Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y entabladura
que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas
cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.
— Si sois servidos —respondió don Quijote—, holgaría de verlas, pues
imágines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas.
— Y ¡cómo si lo son! —dijo otro—. Si no, dígalo lo que cuesta: que en verdad
que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y, porque vea
vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced, y verla ha por vista de
ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera
imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente
enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que
suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele
decirse. Viéndola don Quijote, dijo:
— Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina:
llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta
otra.
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que
partía la capa con el pobre; y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando
dijo:
— Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue
más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está
partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser
entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de
caritativo.
— No debió de ser eso —dijo Sancho—, sino que se debió de atener al refrán
que dicen: que para dar y tener, seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se
descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada
ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo
don Quijote:
— Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo; éste se llama don
San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo
el mundo y tiene agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San
Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de
su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que
Cristo le hablaba y Pablo respondía.
— Éste —dijo don Quijote— fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios
Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás:
caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte,
trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien
sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase
el mismo Jesucristo.
No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir,
y dijo a los que las llevaban:
— Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque
estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio
de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos
fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano.
Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece
fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos;
pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi
ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por
mejor camino del que llevo.
— Dios lo oiga y el pecado sea sordo —dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres, así de la figura como de las razones de don
Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de
comer, cargaron con sus imágines, y, despidiéndose de don Quijote,
siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado
de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni
suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y
díjole:
— En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede
llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el
discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin
palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos
batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea
Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.
— Tú dices bien, Sancho —dijo don Quijote—, pero has de advertir que no
todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el
vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón
alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos
acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su
casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San
Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas
y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa,
y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada
la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de
poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en
puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza
en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él,
abrazándose con el suelo, dijo: ''No te me podrás huir, África, porque te
tengo asida y entre mis brazos''. Así que, Sancho, el haber encontrado con
estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.
— Yo así lo creo —respondió Sancho—, y querría que vuestra merced me dijese
qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna
batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: "¡Santiago, y cierra,
España!" ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester
cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
— Simplicísimo eres, Sancho —respondió don Quijote—; y mira que este gran
caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo
suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los
españoles han tenido; y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en
todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente
en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos
escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las
verdaderas historias españolas se cuentan.
Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:
— Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de
la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que
llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso,
o, por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño
que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído
decir también que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y
embotan las amorosas saetas, pero en esta Altisidora más parece que se
aguzan que despuntan.
— Advierte, Sancho —dijo don Quijote—, que el amor ni mira respetos ni
guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que
la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las
humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma,
lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella
declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión
que lástima.
— ¡Crueldad notoria! —dijo Sancho—. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé
decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya.
¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de
argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra
merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire,
qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que
en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde
la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas
para espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la
hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra
merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.
— Advierte, Sancho —respondió don Quijote—, que hay dos maneras de
hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra
en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la
liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden
estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en
la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho,
bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y
bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como
tenga los dotes del alma que te he dicho.
En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fuera del
camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se halló don Quijote
enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros
estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a
Sancho:
— Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las más nuevas
aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me
persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en
venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues mándoles yo
que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de
durísimos diamantes, o más fuertes que aquélla con que el celoso dios de
los herreros enredó a Venus y a Marte, así la rompiera como si fuera de
juncos marinos o de hilachas de algodón.
Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron
delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo
menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino
brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro.
Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir
con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de
verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de
los quince ni pasaba de los diez y ocho.
Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al
sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos
cuatro. En fin, quien primero habló fue una de las dos zagalas, que dijo a
don Quijote:
— Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes, que no para
daño vuestro, sino para nuestro pasatiempo, ahí están tendidas; y, porque
sé que nos habéis de preguntar para qué se han puesto y quién somos, os lo
quiero decir en breves palabras. En una aldea que está hasta dos leguas de
aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre
muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas,
vecinos, amigos y parientes, nos viniésemos a holgar a este sitio, que es
uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos
una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los
mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso poeta
Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua
portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el
primero día que aquí llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas
tiendas, que dicen se llaman de campaña, en el margen de un abundoso arroyo
que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de
estos árboles para engañar los simples pajarillos, que, ojeados con nuestro
ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis, señor, de ser nuestro huésped,
seréis agasajado liberal y cortésmente; porque por agora en este sitio no
ha de entrar la pesadumbre ni la melancolía.
Calló y no dijo más. A lo que respondió don Quijote:
— Por cierto, hermosísima señora, que no debió de quedar más suspenso ni
admirado Anteón cuando vio al improviso bañarse en las aguas a Diana, como
yo he quedado atónito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros
entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os puedo
servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podéis mandar; porque no es
ésta la profesión mía, sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo
género de gente, en especial con la principal que vuestras personas
representa; y, si como estas redes, que deben de ocupar algún pequeño
espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos
por do pasar sin romperlas; y porque deis algún crédito a esta mi
exageración, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha,
si es que ha llegado a vuestros oídos este nombre.
— ¡Ay, amiga de mi alma —dijo entonces la otra zagala—, y qué ventura tan
grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote
saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que
tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de
sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre
que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no
hay ningunas que se le igualen.
— Así es la verdad —dijo Sancho—: que yo soy ese gracioso y ese escudero que
vuestra merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la
Mancha historiado y referido.
— ¡Ay! —dijo la otra—. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros
padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo
decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre
todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que
su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la
palma de la hermosura.
— Con razón se la dan —dijo don Quijote—, si ya no lo pone en duda vuestra
sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las
precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo.
Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos
pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de
las zagalas correspondía; contáronle ellas que el que con ellas estaba era
el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de
quien tenía él ya noticia, por haber leído su historia. Ofreciósele el
gallardo pastor, pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de
conceder don Quijote, y así lo hizo.
Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que,
engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban
huyendo. Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas
bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron
enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco
contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia.
Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y
limpias; honraron a don Quijote dándole el primer lugar en ellas; mirábanle
todos, y admirábanse de verle.
Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz,
y dijo:
— Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen
que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo
que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este
pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el
instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me
hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando
éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras
que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la
mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios
sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las
dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y
esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo,
pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo
corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de
mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo
que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a
Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más
hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la
sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea
dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando,
dando una gran voz, dijo:
— ¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar
que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay
cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo
que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de
valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?
Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:
— ¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga
que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso
y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy
discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está
desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con
la razón que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos
quisieren contradecirla.
Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando
admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por
loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en
tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que
no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues
bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto,
salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre Rocinante, embrazando
su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no
lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la
gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y
nunca visto ofrecimiento.
Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino —como os he dicho—, hirió el
aire con semejantes palabras:
— ¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a
pie y de a caballo que por este camino pasáis, o habéis de pasar en estos
dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante,
está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del
mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados
y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso.
Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquí le espero.
Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de
ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor
en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese por el camino
muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las
manos, caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron
bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas,
se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les
podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido corazón, se
estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a
grandes voces comenzó a decir a don Quijote:
— ¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos
toros!
— ¡Ea, canalla —respondió don Quijote—, para mí no hay toros que valgan,
aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad,
malandrines, así a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he
publicado; si no, conmigo sois en batalla.
No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse,
aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de los mansos
cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar
los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre
don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en
tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don
Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se
levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo
allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:
— ¡Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os espera,
el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo
que huye, hacerle la puente de plata!
Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más
caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a
don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a
que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo
y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y
con más vergüenza que gusto, siguieron su camino.
Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede
tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del
descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre
una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin
jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se
sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo
que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el
rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No
comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los
manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor
hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se
acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por
todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso
que se le ofrecía.
— Come, Sancho amigo —dijo don Quijote—, sustenta la vida, que más que a mí
te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de
mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir
comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en
historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de
príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba
palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas
hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de
animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes,
entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la
gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más
cruel de las muertes.
— Desa manera —dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa— no aprobará vuestra
merced aquel refrán que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo
menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero,
que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere;
yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado
el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer
desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a
dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando
despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de
filósofo que de mentecato, y díjole:
— Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían
mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que,
mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos
de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te
doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo,
señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como
Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como ella dice, como
enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué pedirle
perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor
opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.
— Déosle Dios tan bueno —dijo la duquesa—, señor don Quijote, que siempre
oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con Dios; que,
mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las
doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí
adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.
— Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso don Quijote! —dijo
entonces Altisidora—; y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas,
porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el
descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.
— ¿No lo dije yo? —dijo Sancho—. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues,
a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno.
Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los
circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho
sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.
Capítulo LVIII. Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras
tantas, que no se daban vagar unas a otras
Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los
requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los
espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus
caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
— La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la
tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede
y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor
mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto
el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido;
pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de
nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la
hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos;
que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes
recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de
agradecerlo a otro que al mismo cielo!
— Con todo eso —dijo Sancho— que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se
quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en
una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo
la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre
hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con
algunas ventas donde nos apaleen.
En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero,
cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la
yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una
docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como
sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban
empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los
que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era
lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
— Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y entabladura
que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas
cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.
— Si sois servidos —respondió don Quijote—, holgaría de verlas, pues
imágines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas.
— Y ¡cómo si lo son! —dijo otro—. Si no, dígalo lo que cuesta: que en verdad
que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y, porque vea
vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced, y verla ha por vista de
ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera
imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente
enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que
suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele
decirse. Viéndola don Quijote, dijo:
— Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina:
llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta
otra.
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que
partía la capa con el pobre; y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando
dijo:
— Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue
más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está
partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser
entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de
caritativo.
— No debió de ser eso —dijo Sancho—, sino que se debió de atener al refrán
que dicen: que para dar y tener, seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se
descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada
ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo
don Quijote:
— Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo; éste se llama don
San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo
el mundo y tiene agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San
Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de
su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que
Cristo le hablaba y Pablo respondía.
— Éste —dijo don Quijote— fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios
Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás:
caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte,
trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien
sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase
el mismo Jesucristo.
No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir,
y dijo a los que las llevaban:
— Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque
estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio
de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos
fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano.
Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece
fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos;
pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi
ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por
mejor camino del que llevo.
— Dios lo oiga y el pecado sea sordo —dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres, así de la figura como de las razones de don
Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de
comer, cargaron con sus imágines, y, despidiéndose de don Quijote,
siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado
de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni
suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y
díjole:
— En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede
llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el
discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin
palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos
batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea
Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.
— Tú dices bien, Sancho —dijo don Quijote—, pero has de advertir que no
todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el
vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón
alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos
acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su
casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San
Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas
y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa,
y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada
la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de
poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en
puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza
en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él,
abrazándose con el suelo, dijo: ''No te me podrás huir, África, porque te
tengo asida y entre mis brazos''. Así que, Sancho, el haber encontrado con
estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.
— Yo así lo creo —respondió Sancho—, y querría que vuestra merced me dijese
qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna
batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: "¡Santiago, y cierra,
España!" ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester
cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
— Simplicísimo eres, Sancho —respondió don Quijote—; y mira que este gran
caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo
suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los
españoles han tenido; y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en
todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente
en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos
escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las
verdaderas historias españolas se cuentan.
Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:
— Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de
la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que
llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso,
o, por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño
que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído
decir también que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y
embotan las amorosas saetas, pero en esta Altisidora más parece que se
aguzan que despuntan.
— Advierte, Sancho —dijo don Quijote—, que el amor ni mira respetos ni
guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que
la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las
humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma,
lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella
declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión
que lástima.
— ¡Crueldad notoria! —dijo Sancho—. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé
decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya.
¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de
argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra
merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire,
qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que
en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde
la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas
para espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la
hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra
merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.
— Advierte, Sancho —respondió don Quijote—, que hay dos maneras de
hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra
en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la
liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden
estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en
la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho,
bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y
bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como
tenga los dotes del alma que te he dicho.
En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fuera del
camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se halló don Quijote
enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros
estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a
Sancho:
— Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las más nuevas
aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me
persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en
venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues mándoles yo
que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de
durísimos diamantes, o más fuertes que aquélla con que el celoso dios de
los herreros enredó a Venus y a Marte, así la rompiera como si fuera de
juncos marinos o de hilachas de algodón.
Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron
delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo
menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino
brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro.
Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir
con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de
verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de
los quince ni pasaba de los diez y ocho.
Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al
sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos
cuatro. En fin, quien primero habló fue una de las dos zagalas, que dijo a
don Quijote:
— Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes, que no para
daño vuestro, sino para nuestro pasatiempo, ahí están tendidas; y, porque
sé que nos habéis de preguntar para qué se han puesto y quién somos, os lo
quiero decir en breves palabras. En una aldea que está hasta dos leguas de
aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre
muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas,
vecinos, amigos y parientes, nos viniésemos a holgar a este sitio, que es
uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos
una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los
mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso poeta
Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua
portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el
primero día que aquí llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas
tiendas, que dicen se llaman de campaña, en el margen de un abundoso arroyo
que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de
estos árboles para engañar los simples pajarillos, que, ojeados con nuestro
ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis, señor, de ser nuestro huésped,
seréis agasajado liberal y cortésmente; porque por agora en este sitio no
ha de entrar la pesadumbre ni la melancolía.
Calló y no dijo más. A lo que respondió don Quijote:
— Por cierto, hermosísima señora, que no debió de quedar más suspenso ni
admirado Anteón cuando vio al improviso bañarse en las aguas a Diana, como
yo he quedado atónito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros
entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os puedo
servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podéis mandar; porque no es
ésta la profesión mía, sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo
género de gente, en especial con la principal que vuestras personas
representa; y, si como estas redes, que deben de ocupar algún pequeño
espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos
por do pasar sin romperlas; y porque deis algún crédito a esta mi
exageración, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha,
si es que ha llegado a vuestros oídos este nombre.
— ¡Ay, amiga de mi alma —dijo entonces la otra zagala—, y qué ventura tan
grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote
saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que
tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de
sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre
que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no
hay ningunas que se le igualen.
— Así es la verdad —dijo Sancho—: que yo soy ese gracioso y ese escudero que
vuestra merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la
Mancha historiado y referido.
— ¡Ay! —dijo la otra—. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros
padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo
decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre
todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que
su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la
palma de la hermosura.
— Con razón se la dan —dijo don Quijote—, si ya no lo pone en duda vuestra
sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las
precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo.
Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos
pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de
las zagalas correspondía; contáronle ellas que el que con ellas estaba era
el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de
quien tenía él ya noticia, por haber leído su historia. Ofreciósele el
gallardo pastor, pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de
conceder don Quijote, y así lo hizo.
Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que,
engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban
huyendo. Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas
bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron
enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco
contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia.
Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y
limpias; honraron a don Quijote dándole el primer lugar en ellas; mirábanle
todos, y admirábanse de verle.
Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz,
y dijo:
— Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen
que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo
que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este
pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el
instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me
hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando
éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras
que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la
mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios
sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las
dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y
esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo,
pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo
corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de
mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo
que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a
Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más
hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la
sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea
dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando,
dando una gran voz, dijo:
— ¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar
que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay
cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo
que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de
valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?
Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:
— ¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga
que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso
y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy
discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está
desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con
la razón que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos
quisieren contradecirla.
Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando
admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por
loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en
tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que
no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues
bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto,
salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre Rocinante, embrazando
su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no
lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la
gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y
nunca visto ofrecimiento.
Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino —como os he dicho—, hirió el
aire con semejantes palabras:
— ¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a
pie y de a caballo que por este camino pasáis, o habéis de pasar en estos
dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante,
está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del
mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados
y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso.
Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquí le espero.
Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de
ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor
en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese por el camino
muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las
manos, caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron
bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas,
se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les
podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido corazón, se
estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a
grandes voces comenzó a decir a don Quijote:
— ¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos
toros!
— ¡Ea, canalla —respondió don Quijote—, para mí no hay toros que valgan,
aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad,
malandrines, así a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he
publicado; si no, conmigo sois en batalla.
No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse,
aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de los mansos
cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar
los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre
don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en
tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don
Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se
levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo
allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:
— ¡Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os espera,
el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo
que huye, hacerle la puente de plata!
Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más
caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a
don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a
que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo
y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y
con más vergüenza que gusto, siguieron su camino.
Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede
tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del
descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre
una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin
jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se
sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo
que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el
rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No
comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los
manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor
hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se
acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por
todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso
que se le ofrecía.
— Come, Sancho amigo —dijo don Quijote—, sustenta la vida, que más que a mí
te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de
mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir
comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en
historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de
príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba
palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas
hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de
animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes,
entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la
gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más
cruel de las muertes.
— Desa manera —dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa— no aprobará vuestra
merced aquel refrán que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo
menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero,
que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere;
yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado
el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer
desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a
dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando
despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de
filósofo que de mentecato, y díjole:
— Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían
mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que,
mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos
de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te
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