Don Quijote - 13
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aporrear el sentido.
— ¡Válate el diablo por hombre! —replicó don Quijote—. ¿Qué va de yelmo a
batanes?
— No sé nada —respondió Sancho—; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto
como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se
engañaba en lo que dice.
— ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijo don
Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un
caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
— Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un
asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
— Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—. Apártate a una parte
y déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del
tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he
deseado.
— Yo me tengo en cuidado el apartarme —replicó Sancho—, mas quiera Dios,
torno a decir, que orégano sea, y no batanes.
— Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los
batanes —dijo don Quijote—; que voto..., y no digo más, que os batanee el
alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había
echado, redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote
veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño
que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y
así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un
enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el
barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que
venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía
de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia,
desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo,
y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y
caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha
facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes
pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin
ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el
lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a
él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
— ¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de tu voluntad lo que con
tanta razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma
sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza,
si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando
se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que
no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se
contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto y que
había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se
taraza y arpa con los dientes aquéllo por lo que él, por distinto natural,
sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual,
tomándola en las manos, dijo:
— Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho como un
maravedí.
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una
parte y a otra, buscándole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo:
— Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada,
debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas
vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.
— ¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote.
— Ríome —respondió él— de considerar la gran cabeza que tenía el pagano
dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
— ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo,
por algún estraño acidente, debió de venir a manos de quien no supo conocer
ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo,
debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra
mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo
que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su trasmutación; que
yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no
le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las
herrerías para el dios de las batallas; y, en este entretanto, la traeré
como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será
bastante para defenderme de alguna pedrada.
— Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la
pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las
muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que
me hizo vomitar las asaduras.along
— No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho —dijo don
Quijote—, que yo tengo la receta en la memoria.
— También la tengo yo —respondió Sancho—, pero si yo le hiciere ni le
probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso ponerme
en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco
sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez
manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y
si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el
aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos
llevare.
— Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, don Quijote—, porque nunca
olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos
nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué
costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?
Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo
ansí, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que
el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este
tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera
tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
— Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de
qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán
de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto
aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que
parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra
merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de
Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas,
si no es bueno el rucio!
— Nunca yo acostumbro —dijo don Quijote— despojar a los que venzo, ni es uso
de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que
el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso,
lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que,
Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como
su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.
— Dios sabe si quisiera llevarle —replicó Sancho—, o, por lo menos, trocalle
con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas
las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por
otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
— En eso no estoy muy cierto —respondió don Quijote—; y, en caso de duda,
hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos
necesidad estrema.
— Tan estrema es —respondió Sancho— que si fueran para mi misma persona, no
los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su
jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron,
bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos:
tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían
puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subieron a caballo, y, sin
tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar
ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante
quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre
le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo
esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro
disignio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
— Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él?
Que, después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han
podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en
el pico de la lengua no querría que se mal lograse.
— Dila —dijo don Quijote—, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay
gustoso si es largo.
— Digo, pues, señor —respondió Sancho—, que, de algunos días a esta parte,
he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas
aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de
caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más eligrosas, no hay quien
las vea ni sepa; y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y en
perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y
así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced,
que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que
tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su
persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del
señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual
según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de
vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no
han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en
la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de
quedar las mías entre renglones.
— No dices mal, Sancho —respondió don Quijote—; mas, antes que se llegue a
ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando
las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que,
cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero
conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos
por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces,
diciendo: ''Éste es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. ''Éste
es —dirán— el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la
Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo
encantamento en que había estado casi novecientos años''. Así que, de mano
en mano, irán pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos
y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de
aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: ''¡Ea, sus! ¡Salgan mis
caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la
caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos, y él
llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y
le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al
aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta,
su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que, en
gran parte de lo descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar.
Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el
caballero y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que
humana; y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en
la intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones por no saber
cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí
le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado,
donde, habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata
con que se cubra; y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer
en farseto. Venida la noche, cenará con el rey, reina e infanta, donde
nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circustantes, y ella
hará lo mesmo con la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy
discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la
puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que, entre
dos gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por un
antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caballero
del mundo. Mandará luego el rey que todos los que están presentes la
prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho
pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por
contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en
tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o lo que es, tiene
una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped
le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia para
ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante,
y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face. Y
aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un
jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras
muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una
doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse
ella, traerá agua la doncella, acuitaráse mucho porque viene la mañana, y
no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora. Finalmente,
la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero,
el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en lágrimas. Quedará
concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o
malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga lo menos que pudiere;
prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y
despídese con tanto sentimiento que estará poco por acabar la vida. Vase
desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor
de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina
y de la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la señora
infanta está mal dispuesta y que no puede recebir visita; piensa el
caballero que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta
poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera
delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la recibe
con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber
quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la
doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de
su caballero sino en subjeto real y grave; consuélase con esto la cuitada;
procura consolarse, por no dar mal indicio de sí a sus padres, y, a cabo de
dos días, sale en público. Ya se es ido el caballero: pelea en la guerra,
vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas,
vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida
a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey,
porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier
suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a
tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es
hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de
estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el
caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero
y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su
escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue
tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
— Eso pido, y barras derechas —dijo Sancho—; a eso me atengo, porque todo,
al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llamándose el
Caballero de la Triste Figura.
— No lo dudes, Sancho —replicó don Quijote—, porque del mesmo y por los
mesmos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes
a ser reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos
o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para
pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por
otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra cosa; que,
puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya
cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar
que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador;
porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy
enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos. Así que, por
esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad
que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de
devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me
hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay
dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su
decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha
deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros
tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta
llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos
fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo
déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y
famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de
ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su
padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir
por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más
gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus
padres.
— Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que algunos desalmados dicen: "No
pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir:
"Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Dígolo porque si el
señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a
mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y
trasponella. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces y se
goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en
esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su
mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta
que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego
dársela su señor por ligítima esposa.
— Eso no hay quien la quite —dijo don Quijote.
— Pues, como eso sea —respondió Sancho—, no hay sino encomendarnos a Dios, y
dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
— Hágalo Dios —respondió don Quijote— como yo deseo y tú, Sancho, has
menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
— Sea par Dios —dijo Sancho—, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde
esto me basta.
— Y aun te sobra —dijo don Quijote—; y cuando no lo fueras, no hacía nada al
caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la
compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí
caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar
señoría, mal que les pese.
— Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! —dijo Sancho.
— Dictado has de decir, que no litado —dijo su amo.
— Sea ansí —respondió Sancho Panza—. Digo que le sabría bien acomodar,
porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me
asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia
para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me
ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de
conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
— Bien parecerás —dijo don Quijote—, pero será menester que te rapes las
barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal
puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de
escopeta se echará de ver lo que eres.
— ¿Qué hay más —dijo Sancho—, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en
casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo
de grande.
— Pues, ¿cómo sabes tú —preguntó don Quijote— que los grandes llevan detrás
de sí a sus caballerizos?
— Yo se lo diré —respondió Sancho—: los años pasados estuve un mes en la
corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era
muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que
no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se
juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que
era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales.
Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
— Digo que tienes razón —dijo don Quijote—, y que así puedes tú llevar a tu
barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y
puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de
más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
— Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo Sancho—, y al de vuestra merced
se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
— Así será —respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que,
mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima,
altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el
famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron
aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas,
que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían
hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de
hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían ansimismo
con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con
escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como
Sancho Panza los vido, dijo:
— Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
— ¿Cómo gente forzada? —preguntó don Quijote—. ¿Es posible que el rey haga
fuerza a ninguna gente?
— No digo eso —respondió Sancho—, sino que es gente que, por sus delitos, va
condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
— En resolución —replicó don Quijote—, comoquiera que ello sea, esta gente,
aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
— Así es —dijo Sancho.
— Pues desa manera —dijo su amo—, aquí encaja la ejecución de mi oficio:
desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
— Advierta vuestra merced —dijo Sancho— que la justicia, que es el mesmo
rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en
pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses
razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y
decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su
Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más
que saber.
— Con todo eso —replicó don Quijote—, querría saber de cada uno dellos en
particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que
dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:
— Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno
destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a
leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos
lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de
hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se
llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan
mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera.
— ¿Por eso no más? —replicó don Quijote—. Pues, si por enamorados echan a
galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
— No son los amores como los que vuestra merced piensa —dijo el galeote—;
que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de
ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la
justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad.
Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa,
acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de
gurapas, y acabóse la obra.
— ¿Qué son gurapas? —preguntó don Quijote.
— Gurapas son galeras —respondió el galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era
natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no
respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él
el primero, y dijo:
— Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
— Pues, ¿cómo —repitió don Quijote—, por músicos y cantores van también a
galeras?
— Sí, señor —respondió el galeote—, que no hay peor cosa que cantar en el
ansia.
— Antes, he yo oído decir —dijo don Quijote— que quien canta sus males
espanta.
— Acá es al revés —dijo el galeote—, que quien canta una vez llora toda la
vida.
— No lo entiendo —dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
— Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa,
confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su
delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber
confesado, le condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes
que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los
demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y
escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones.
Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta
ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y
no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera
de camino.
— Y yo lo entiendo así —respondió don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de
presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
— Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados.
— Yo daré veinte de muy buena gana —dijo don Quijote— por libraros desa
pesadumbre.
— Eso me parece —respondió el galeote— como quien tiene dineros en mitad del
golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha
menester. Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que
vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del
escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera
en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino,
atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una
barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa
— ¡Válate el diablo por hombre! —replicó don Quijote—. ¿Qué va de yelmo a
batanes?
— No sé nada —respondió Sancho—; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto
como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se
engañaba en lo que dice.
— ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijo don
Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un
caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
— Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un
asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
— Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—. Apártate a una parte
y déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del
tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he
deseado.
— Yo me tengo en cuidado el apartarme —replicó Sancho—, mas quiera Dios,
torno a decir, que orégano sea, y no batanes.
— Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los
batanes —dijo don Quijote—; que voto..., y no digo más, que os batanee el
alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había
echado, redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote
veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño
que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y
así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un
enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el
barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que
venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía
de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia,
desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo,
y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y
caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha
facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes
pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin
ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el
lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a
él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
— ¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de tu voluntad lo que con
tanta razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma
sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza,
si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando
se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que
no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se
contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto y que
había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se
taraza y arpa con los dientes aquéllo por lo que él, por distinto natural,
sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual,
tomándola en las manos, dijo:
— Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho como un
maravedí.
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una
parte y a otra, buscándole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo:
— Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada,
debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas
vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.
— ¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote.
— Ríome —respondió él— de considerar la gran cabeza que tenía el pagano
dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
— ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo,
por algún estraño acidente, debió de venir a manos de quien no supo conocer
ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo,
debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra
mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo
que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su trasmutación; que
yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no
le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las
herrerías para el dios de las batallas; y, en este entretanto, la traeré
como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será
bastante para defenderme de alguna pedrada.
— Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la
pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las
muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que
me hizo vomitar las asaduras.along
— No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho —dijo don
Quijote—, que yo tengo la receta en la memoria.
— También la tengo yo —respondió Sancho—, pero si yo le hiciere ni le
probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso ponerme
en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco
sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez
manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y
si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el
aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos
llevare.
— Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, don Quijote—, porque nunca
olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos
nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué
costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?
Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo
ansí, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que
el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este
tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera
tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
— Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de
qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán
de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto
aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que
parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra
merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de
Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas,
si no es bueno el rucio!
— Nunca yo acostumbro —dijo don Quijote— despojar a los que venzo, ni es uso
de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que
el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso,
lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que,
Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como
su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.
— Dios sabe si quisiera llevarle —replicó Sancho—, o, por lo menos, trocalle
con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas
las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por
otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
— En eso no estoy muy cierto —respondió don Quijote—; y, en caso de duda,
hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos
necesidad estrema.
— Tan estrema es —respondió Sancho— que si fueran para mi misma persona, no
los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su
jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron,
bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos:
tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían
puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subieron a caballo, y, sin
tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar
ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante
quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre
le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo
esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro
disignio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
— Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él?
Que, después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han
podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en
el pico de la lengua no querría que se mal lograse.
— Dila —dijo don Quijote—, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay
gustoso si es largo.
— Digo, pues, señor —respondió Sancho—, que, de algunos días a esta parte,
he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas
aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de
caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más eligrosas, no hay quien
las vea ni sepa; y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y en
perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y
así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced,
que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que
tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su
persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del
señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual
según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de
vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no
han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en
la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de
quedar las mías entre renglones.
— No dices mal, Sancho —respondió don Quijote—; mas, antes que se llegue a
ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando
las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que,
cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero
conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos
por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces,
diciendo: ''Éste es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. ''Éste
es —dirán— el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la
Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo
encantamento en que había estado casi novecientos años''. Así que, de mano
en mano, irán pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos
y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de
aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: ''¡Ea, sus! ¡Salgan mis
caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la
caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos, y él
llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y
le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al
aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta,
su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que, en
gran parte de lo descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar.
Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el
caballero y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que
humana; y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en
la intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones por no saber
cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí
le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado,
donde, habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata
con que se cubra; y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer
en farseto. Venida la noche, cenará con el rey, reina e infanta, donde
nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circustantes, y ella
hará lo mesmo con la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy
discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la
puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que, entre
dos gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por un
antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caballero
del mundo. Mandará luego el rey que todos los que están presentes la
prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho
pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por
contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en
tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o lo que es, tiene
una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped
le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia para
ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante,
y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face. Y
aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un
jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras
muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una
doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse
ella, traerá agua la doncella, acuitaráse mucho porque viene la mañana, y
no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora. Finalmente,
la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero,
el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en lágrimas. Quedará
concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o
malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga lo menos que pudiere;
prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y
despídese con tanto sentimiento que estará poco por acabar la vida. Vase
desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor
de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina
y de la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la señora
infanta está mal dispuesta y que no puede recebir visita; piensa el
caballero que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta
poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera
delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la recibe
con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber
quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la
doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de
su caballero sino en subjeto real y grave; consuélase con esto la cuitada;
procura consolarse, por no dar mal indicio de sí a sus padres, y, a cabo de
dos días, sale en público. Ya se es ido el caballero: pelea en la guerra,
vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas,
vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida
a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey,
porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier
suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a
tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es
hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de
estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el
caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero
y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su
escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue
tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
— Eso pido, y barras derechas —dijo Sancho—; a eso me atengo, porque todo,
al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llamándose el
Caballero de la Triste Figura.
— No lo dudes, Sancho —replicó don Quijote—, porque del mesmo y por los
mesmos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes
a ser reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos
o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para
pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por
otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra cosa; que,
puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya
cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar
que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador;
porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy
enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos. Así que, por
esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad
que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de
devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me
hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay
dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su
decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha
deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros
tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta
llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos
fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo
déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y
famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de
ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su
padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir
por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más
gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus
padres.
— Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que algunos desalmados dicen: "No
pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir:
"Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Dígolo porque si el
señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a
mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y
trasponella. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces y se
goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en
esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su
mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta
que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego
dársela su señor por ligítima esposa.
— Eso no hay quien la quite —dijo don Quijote.
— Pues, como eso sea —respondió Sancho—, no hay sino encomendarnos a Dios, y
dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
— Hágalo Dios —respondió don Quijote— como yo deseo y tú, Sancho, has
menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
— Sea par Dios —dijo Sancho—, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde
esto me basta.
— Y aun te sobra —dijo don Quijote—; y cuando no lo fueras, no hacía nada al
caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la
compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí
caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar
señoría, mal que les pese.
— Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! —dijo Sancho.
— Dictado has de decir, que no litado —dijo su amo.
— Sea ansí —respondió Sancho Panza—. Digo que le sabría bien acomodar,
porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me
asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia
para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me
ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de
conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
— Bien parecerás —dijo don Quijote—, pero será menester que te rapes las
barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal
puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de
escopeta se echará de ver lo que eres.
— ¿Qué hay más —dijo Sancho—, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en
casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo
de grande.
— Pues, ¿cómo sabes tú —preguntó don Quijote— que los grandes llevan detrás
de sí a sus caballerizos?
— Yo se lo diré —respondió Sancho—: los años pasados estuve un mes en la
corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era
muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que
no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se
juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que
era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales.
Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
— Digo que tienes razón —dijo don Quijote—, y que así puedes tú llevar a tu
barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y
puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de
más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
— Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo Sancho—, y al de vuestra merced
se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
— Así será —respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que,
mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima,
altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el
famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron
aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas,
que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían
hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de
hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían ansimismo
con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con
escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como
Sancho Panza los vido, dijo:
— Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
— ¿Cómo gente forzada? —preguntó don Quijote—. ¿Es posible que el rey haga
fuerza a ninguna gente?
— No digo eso —respondió Sancho—, sino que es gente que, por sus delitos, va
condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
— En resolución —replicó don Quijote—, comoquiera que ello sea, esta gente,
aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
— Así es —dijo Sancho.
— Pues desa manera —dijo su amo—, aquí encaja la ejecución de mi oficio:
desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
— Advierta vuestra merced —dijo Sancho— que la justicia, que es el mesmo
rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en
pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses
razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y
decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su
Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más
que saber.
— Con todo eso —replicó don Quijote—, querría saber de cada uno dellos en
particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que
dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:
— Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno
destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a
leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos
lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de
hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se
llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan
mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera.
— ¿Por eso no más? —replicó don Quijote—. Pues, si por enamorados echan a
galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
— No son los amores como los que vuestra merced piensa —dijo el galeote—;
que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de
ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la
justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad.
Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa,
acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de
gurapas, y acabóse la obra.
— ¿Qué son gurapas? —preguntó don Quijote.
— Gurapas son galeras —respondió el galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era
natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no
respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él
el primero, y dijo:
— Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
— Pues, ¿cómo —repitió don Quijote—, por músicos y cantores van también a
galeras?
— Sí, señor —respondió el galeote—, que no hay peor cosa que cantar en el
ansia.
— Antes, he yo oído decir —dijo don Quijote— que quien canta sus males
espanta.
— Acá es al revés —dijo el galeote—, que quien canta una vez llora toda la
vida.
— No lo entiendo —dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
— Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa,
confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su
delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber
confesado, le condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes
que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los
demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y
escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones.
Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta
ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y
no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera
de camino.
— Y yo lo entiendo así —respondió don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de
presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
— Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados.
— Yo daré veinte de muy buena gana —dijo don Quijote— por libraros desa
pesadumbre.
— Eso me parece —respondió el galeote— como quien tiene dineros en mitad del
golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha
menester. Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que
vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del
escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera
en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino,
atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una
barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa
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