Don Quijote - 34
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Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas
partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas
de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos
ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel
instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo
qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de
su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de
don Quijote, dijo, para templarle la ira:
— No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que
vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin
ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede
sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner
duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero,
decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser,
digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que
vio, tan en ofensa de mi honestidad.
— Por el omnipotente Dios juro —dijo a esta sazón don Quijote—, que la
vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso
delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible
verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la
bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a
nadie.
— Ansí es y ansí será —dijo don Fernando—; por lo cual debe vuestra merced,
señor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, sicut
erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio.
Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el
cual vino muy humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo; y
él se la dio, y, después de habérsela dejado besar, le echó la bendición,
diciendo:
— Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas
veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía
de encantamento.
— Así lo creo yo —dijo Sancho—, excepto aquello de la manta, que realmente
sucedió por vía ordinaria.
— No lo creas —respondió don Quijote—; que si así fuera, yo te vengara
entonces, y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar
venganza de tu agravio.
Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó,
punto por punto: la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron
todos; y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su
amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a
tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño
alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por
fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía y lo afirmaba.
Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía
estaba en la venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron
orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con
don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad de la reina
Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y
procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se
concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí,
para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos
enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y
luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los
cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del
cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y
quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la
que en aquel castillo había visto.
Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo
y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro
de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien
las manos y los pies, de modo que, cuando él despertó con sobresalto, no
pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver
delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su
continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas
aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin
duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo
a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina.
Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su
mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma
enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas
contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba
aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra,
atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allí la
jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que
no se pudieran romper a dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y, al salir del aposento, se oyó una voz
temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el
otro, que decía:
— ¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento la prisión en
que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu
gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león manchado
con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya después de
humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito
consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las
rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de
la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con
su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que
tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te
desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor
de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place,
te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán
defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de
parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás
por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que
conviene que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir
otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.
Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyóla después,
con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por
creer que era verdad lo que oían.
Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió
de todo en todo la significación de ella; y vio que le prometían el verse
ayuntados en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso,
de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para
gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la
voz, y, dando un gran suspiro, dijo:
— ¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégote
que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que
no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver
cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me
han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y
por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este
lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en lo
que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su
bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque,
cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la
ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su
salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo
declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos
servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las
manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el
carro de los bueyes.
Capítulo XLVII. Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la
Mancha, con otros famosos sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro,
dijo:
— Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero
jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los caballeros encantados los
lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos
animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraña
ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de
fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me
lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en
confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos
deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría
ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha
resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también
nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos
de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
— No sé yo lo que me parece —respondió Sancho—, por no ser tan leído como
vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría
afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo
católicas.
— ¿Católicas? ¡Mi padre! —respondió don Quijote—. ¿Cómo han de ser católicas
si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer
esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y
pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste
más de en la apariencia.
— Par Dios, señor —replicó Sancho—, ya yo los he tocado; y este diablo que
aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy
diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según
se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero éste
huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo
que Sancho decía.
— No te maravilles deso, Sancho amigo —respondió don Quijote—, porque te
hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores
consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden
oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es que como ellos,
dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir
género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que
deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te
parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él
quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y, temiendo don Fernando
y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su
invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar
con la partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a
Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha
presteza.
Ya en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le
acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del
arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía,
y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas
a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con
sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, salió la ventera, su
hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de
dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:
— No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los
que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran,
no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de
poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el
mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos de
su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que
procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la
virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que
supo su primer inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará
de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas
damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que, de
voluntad y a sabiendas, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas
prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de
ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este
castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas
como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y
el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y
de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea
y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos,
diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo
que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le
diese que saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de todo aquello que él
viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de
Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura
ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a
abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había
hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del curioso
impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los
llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo
agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía:
Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y
coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también
lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la
guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque
no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el
carro. Y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su
dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus
escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a
Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus
poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y
reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de
los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos
los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia
como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.
Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que
llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para
reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de
parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía, detrás de un
recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba y mucho
mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y así,
tornaron a proseguir su camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venían hasta
seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales
fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los
bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar
presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía.
Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de
los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los
demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro,
cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote,
enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar
aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender, viendo
las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso
salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno
de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:
— Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque
nosotros no lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
— ¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y perictos
en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos
mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.
Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los
caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder
de modo que no fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:
— En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las Súmulas
de Villalpando. Ansí que, si no está más que en esto, seguramente podéis
comunicar conmigo lo que quisiéredes.
— A la mano de Dios —replicó don Quijote—. Pues así es, quiero, señor
caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y
fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos
que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos
nombres jamás la Fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de
aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos
crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su
nombre en el templo de la inmortalidad para que sirva de ejemplo y dechado
en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que
han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las
armas.
— Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha —dijo a esta sazón el cura—;
que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por
la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja.
Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar
en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas
en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en
escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo,
estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había
acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían.
En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para
adobarlo todo, dijo:
— Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso
de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre; él
tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los
demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto
ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído
decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan,
y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores.
Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:
— ¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco, y
pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos
encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro,
y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde
reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la
liberalidad. !Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, ésta
fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y
yo fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la
bondad de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis
servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda
de la Fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer
estaban en pinganitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me
pesa, pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus
puertas hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le verán
entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es
más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento
que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta
prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes
que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.
— ¡Adóbame esos candiles! —dijo a este punto el barbero—. ¿También vos,
Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo
que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan
encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería! En
mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los
cascos la ínsula que tanto deseáis.
— Yo no estoy preñado de nadie —respondió Sancho—, ni soy hombre que me
dejaría empreñar, del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo,
y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas
peores; y cada uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre, puedo
venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar
tantas mi señor que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo
habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a
Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado
falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese
aquí, porque es peor meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus
simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este
mesmo temor, había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante:
que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen
gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantóse con sus criados y con él:
estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida,
locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el principio y
causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo
puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su
tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura.
Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia
de don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:
— Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales
en la república estos que llaman libros de caballerías; y, aunque he leído,
llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que
hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al
cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma
cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y, según a mí
me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de
las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden
solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario de lo que hacen las
fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el
principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo
puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates;
que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y
concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación
le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no
nos puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura puede haber, o qué
proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o
fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante
como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y
que, cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay
de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra
ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de
entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su
fuerte brazo? Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o
emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido
caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá
contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar
adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y
mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni
las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se me respondiese
que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que
así, no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles
hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto
más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las
fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren,
escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las
grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y
entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría
juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la
verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que
se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de
fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al
principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con
tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o
un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el
estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las
cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones,
disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto
artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana,
como a gente inútil.
El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de
buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que,
por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías,
había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contóle el
escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y
dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo
cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena:
que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese
mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin
empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas,
rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes
que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las
astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a
sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente
en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico
suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima
dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y
comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés,
valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos,
partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas
de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos
ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel
instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo
qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de
su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de
don Quijote, dijo, para templarle la ira:
— No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que
vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin
ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede
sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner
duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero,
decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser,
digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que
vio, tan en ofensa de mi honestidad.
— Por el omnipotente Dios juro —dijo a esta sazón don Quijote—, que la
vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso
delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible
verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la
bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a
nadie.
— Ansí es y ansí será —dijo don Fernando—; por lo cual debe vuestra merced,
señor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, sicut
erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio.
Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el
cual vino muy humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo; y
él se la dio, y, después de habérsela dejado besar, le echó la bendición,
diciendo:
— Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas
veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía
de encantamento.
— Así lo creo yo —dijo Sancho—, excepto aquello de la manta, que realmente
sucedió por vía ordinaria.
— No lo creas —respondió don Quijote—; que si así fuera, yo te vengara
entonces, y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar
venganza de tu agravio.
Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó,
punto por punto: la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron
todos; y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su
amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a
tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño
alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por
fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía y lo afirmaba.
Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía
estaba en la venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron
orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con
don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad de la reina
Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y
procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se
concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí,
para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos
enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y
luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los
cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del
cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y
quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la
que en aquel castillo había visto.
Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo
y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro
de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien
las manos y los pies, de modo que, cuando él despertó con sobresalto, no
pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver
delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su
continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas
aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin
duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo
a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina.
Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su
mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma
enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas
contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba
aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra,
atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allí la
jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que
no se pudieran romper a dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y, al salir del aposento, se oyó una voz
temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el
otro, que decía:
— ¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento la prisión en
que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu
gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león manchado
con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya después de
humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito
consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las
rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de
la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con
su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que
tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te
desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor
de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place,
te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán
defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de
parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás
por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que
conviene que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir
otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.
Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyóla después,
con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por
creer que era verdad lo que oían.
Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió
de todo en todo la significación de ella; y vio que le prometían el verse
ayuntados en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso,
de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para
gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la
voz, y, dando un gran suspiro, dijo:
— ¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégote
que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que
no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver
cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me
han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y
por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este
lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en lo
que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su
bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque,
cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la
ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su
salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo
declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos
servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las
manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el
carro de los bueyes.
Capítulo XLVII. Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la
Mancha, con otros famosos sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro,
dijo:
— Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero
jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los caballeros encantados los
lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos
animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraña
ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de
fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me
lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en
confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos
deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría
ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha
resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también
nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos
de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
— No sé yo lo que me parece —respondió Sancho—, por no ser tan leído como
vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría
afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo
católicas.
— ¿Católicas? ¡Mi padre! —respondió don Quijote—. ¿Cómo han de ser católicas
si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer
esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y
pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste
más de en la apariencia.
— Par Dios, señor —replicó Sancho—, ya yo los he tocado; y este diablo que
aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy
diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según
se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero éste
huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo
que Sancho decía.
— No te maravilles deso, Sancho amigo —respondió don Quijote—, porque te
hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores
consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden
oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es que como ellos,
dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir
género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que
deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te
parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él
quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y, temiendo don Fernando
y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su
invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar
con la partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a
Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha
presteza.
Ya en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le
acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del
arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía,
y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas
a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con
sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, salió la ventera, su
hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de
dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:
— No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los
que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran,
no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de
poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el
mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos de
su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que
procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la
virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que
supo su primer inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará
de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas
damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que, de
voluntad y a sabiendas, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas
prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de
ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este
castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas
como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y
el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y
de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea
y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos,
diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo
que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le
diese que saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de todo aquello que él
viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de
Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura
ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a
abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había
hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del curioso
impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los
llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo
agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía:
Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y
coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también
lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la
guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque
no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el
carro. Y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su
dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus
escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a
Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus
poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y
reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de
los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos
los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia
como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.
Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que
llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para
reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de
parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía, detrás de un
recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba y mucho
mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y así,
tornaron a proseguir su camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venían hasta
seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales
fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los
bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar
presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía.
Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de
los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los
demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro,
cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote,
enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar
aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender, viendo
las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso
salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno
de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:
— Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque
nosotros no lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
— ¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y perictos
en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos
mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.
Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los
caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder
de modo que no fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:
— En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las Súmulas
de Villalpando. Ansí que, si no está más que en esto, seguramente podéis
comunicar conmigo lo que quisiéredes.
— A la mano de Dios —replicó don Quijote—. Pues así es, quiero, señor
caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y
fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos
que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos
nombres jamás la Fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de
aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos
crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su
nombre en el templo de la inmortalidad para que sirva de ejemplo y dechado
en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que
han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las
armas.
— Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha —dijo a esta sazón el cura—;
que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por
la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja.
Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar
en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas
en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en
escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo,
estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había
acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían.
En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para
adobarlo todo, dijo:
— Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso
de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre; él
tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los
demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto
ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído
decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan,
y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores.
Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:
— ¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco, y
pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos
encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro,
y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde
reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la
liberalidad. !Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, ésta
fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y
yo fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la
bondad de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis
servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda
de la Fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer
estaban en pinganitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me
pesa, pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus
puertas hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le verán
entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es
más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento
que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta
prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes
que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.
— ¡Adóbame esos candiles! —dijo a este punto el barbero—. ¿También vos,
Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo
que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan
encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería! En
mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los
cascos la ínsula que tanto deseáis.
— Yo no estoy preñado de nadie —respondió Sancho—, ni soy hombre que me
dejaría empreñar, del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo,
y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas
peores; y cada uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre, puedo
venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar
tantas mi señor que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo
habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a
Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado
falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese
aquí, porque es peor meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus
simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este
mesmo temor, había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante:
que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen
gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantóse con sus criados y con él:
estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida,
locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el principio y
causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo
puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su
tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura.
Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia
de don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:
— Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales
en la república estos que llaman libros de caballerías; y, aunque he leído,
llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que
hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al
cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma
cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y, según a mí
me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de
las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden
solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario de lo que hacen las
fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el
principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo
puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates;
que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y
concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación
le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no
nos puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura puede haber, o qué
proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o
fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante
como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y
que, cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay
de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra
ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de
entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su
fuerte brazo? Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o
emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido
caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá
contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar
adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y
mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni
las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se me respondiese
que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que
así, no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles
hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto
más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las
fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren,
escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las
grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y
entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría
juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la
verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que
se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de
fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al
principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con
tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o
un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el
estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las
cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones,
disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto
artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana,
como a gente inútil.
El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de
buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que,
por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías,
había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contóle el
escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y
dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo
cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena:
que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese
mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin
empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas,
rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes
que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las
astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a
sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente
en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico
suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima
dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y
comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés,
valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos,
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