Don Quijote - 06
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que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa
historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se
volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo
mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas
hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no
solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser
tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a
Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a
la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el
cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan
modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que
también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y
verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas,
amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos
que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la
fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto
que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer,
aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no
los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía
aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y
él, sin dejar la risa, dijo:
— Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha".
Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque
luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de
don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y,
haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete
Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para
disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que
yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor,
y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con
mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la
mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don
Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia
cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título
que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y
a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el
nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro
a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas,
y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,
el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre
de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces
la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son
de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la
historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las
alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del
camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del
sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a
la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue
dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el
camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa
contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena
suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo
otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte
de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia
que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella
manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los
estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre
la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él
una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por
los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de
los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en
tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer,
saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la
punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le
cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras
del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese
tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual
don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
— Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me
pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero
me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el
escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
— Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía
bien merecido.
Capítulo X. De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del
peligro en que se vio con una turba de yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los
mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don
Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que
en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía
a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se
hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le
dijo:
— Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de
la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que
sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro
que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
— Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no
son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana
otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que
aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino
más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la
loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y
comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.
Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto
Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que
se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
— Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que,
según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den
noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
— Calla —dijo don Quijote—. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que
caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que
hubiese cometido?
— Yo no sé nada de omecillos —respondió Sancho—, ni en mi vida le caté a
ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en
el campo, y en esotro no me entremeto.
— Pues no tengas pena, amigo —respondió don Quijote—, que yo te sacaré de
las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por
tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de
la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío
en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más
maña en el derribar?
— La verdad sea —respondió Sancho— que yo no he leído ninguna historia
jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más
atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha
sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en
las alforjas.
— Todo eso fuera bien escusado —respondió don Quijote— si a mí se me
acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una
gota se ahorraran tiempo y medicinas.
— ¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? —dijo Sancho Panza.
— Es un bálsamo —respondió don Quijote— de quien tengo la receta en la
memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar
morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por
medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte
del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que
la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber
solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que
una manzana.
— Si eso hay —dijo Panza—, yo renuncio desde aquí el gobierno de la
prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos
servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor;
que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no
he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es
de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
— Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres —respondió don
Quijote.
— ¡Pecador de mí! —replicó Sancho—. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a
hacelle y a enseñármele?
— Calla, amigo —respondió don Quijote—, que mayores secretos pienso
enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja
me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó
a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la
espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
— Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro
Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo
el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino
Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y
otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas,
hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
— Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo
que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del
Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no
comete nuevo delito.
— Has hablado y apuntado muy bien —respondió don Quijote—; y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y
confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite
por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien
imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de
Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
— Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío —replicó
Sancho—; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la
conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre
armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir
vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el
juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced
quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo
no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de
su vida.
— Engáñaste en eso —dijo don Quijote—, porque no habremos estado dos horas
por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella.
— Alto, pues; sea ansí —dijo Sancho—, y a Dios prazga que nos suceda bien, y
que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
muérame yo luego.
— Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando
faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te
vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes
más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde
alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto
a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
— Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de
pan —dijo Sancho—, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente
caballero como vuestra merced.
— ¡Qué mal lo entiendes! —respondió don Quijote—. Hágote saber, Sancho, que
es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman,
sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si
hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en
todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes
comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían,
y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que
no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales,
porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que,
andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin
cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como
las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a
mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.
— Perdóneme vuestra merced —dijo Sancho—; que, como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la
profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de
todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí
las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
— No digo yo, Sancho —replicó don Quijote—, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más
ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban
por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
— Virtud es —respondió Sancho— conocer esas yerbas; que, según yo me voy
imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y
compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con
mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse
priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y
la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos
cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre
para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al
cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer
un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
Capítulo XI. De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor
que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que
despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un
caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban
en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque
los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles
de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los
dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la
redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se
sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don
Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
— Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y
cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de
venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi
lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa
conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por
donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo
que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
— ¡Gran merced! —dijo Sancho—; pero sé decir a vuestra merced que, como yo
tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas
como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho
mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque
sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso
mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si
me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen
consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme
por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo
escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más
cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las
renuncio para desde aquí al fin del mundo.
— Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le
ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros
andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus
huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño.
Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de
bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si
fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque
andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de
noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto.
Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de
bellotas en la mano, y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes
razones:
— Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de
hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos
palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro
trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que
liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las
claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas
abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha
de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin
otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con
que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas,
no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz
entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada
reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de
su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a
los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y
hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en
cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra;
y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro
y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas
y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban
los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y
manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la
verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que
la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto
ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había
sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar,
ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura
y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y
propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la
maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con
todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los
tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros
andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los
huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a
quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a
favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber
vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se
volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo
mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas
hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no
solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser
tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a
Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a
la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el
cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan
modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que
también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y
verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas,
amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos
que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la
fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto
que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer,
aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no
los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía
aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y
él, sin dejar la risa, dijo:
— Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha".
Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque
luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de
don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y,
haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete
Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para
disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que
yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor,
y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con
mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la
mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don
Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia
cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título
que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y
a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el
nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro
a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas,
y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,
el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre
de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces
la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son
de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la
historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las
alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del
camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del
sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a
la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue
dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el
camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa
contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena
suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo
otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte
de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia
que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella
manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los
estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre
la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él
una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por
los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de
los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en
tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer,
saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la
punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le
cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras
del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese
tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual
don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
— Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me
pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero
me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el
escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
— Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía
bien merecido.
Capítulo X. De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del
peligro en que se vio con una turba de yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los
mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don
Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que
en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía
a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se
hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le
dijo:
— Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de
la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que
sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro
que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
— Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no
son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana
otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que
aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino
más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la
loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y
comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.
Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto
Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que
se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
— Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que,
según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den
noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
— Calla —dijo don Quijote—. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que
caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que
hubiese cometido?
— Yo no sé nada de omecillos —respondió Sancho—, ni en mi vida le caté a
ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en
el campo, y en esotro no me entremeto.
— Pues no tengas pena, amigo —respondió don Quijote—, que yo te sacaré de
las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por
tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de
la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío
en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más
maña en el derribar?
— La verdad sea —respondió Sancho— que yo no he leído ninguna historia
jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más
atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha
sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en
las alforjas.
— Todo eso fuera bien escusado —respondió don Quijote— si a mí se me
acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una
gota se ahorraran tiempo y medicinas.
— ¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? —dijo Sancho Panza.
— Es un bálsamo —respondió don Quijote— de quien tengo la receta en la
memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar
morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por
medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte
del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que
la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber
solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que
una manzana.
— Si eso hay —dijo Panza—, yo renuncio desde aquí el gobierno de la
prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos
servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor;
que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no
he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es
de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
— Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres —respondió don
Quijote.
— ¡Pecador de mí! —replicó Sancho—. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a
hacelle y a enseñármele?
— Calla, amigo —respondió don Quijote—, que mayores secretos pienso
enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja
me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó
a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la
espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
— Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro
Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo
el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino
Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y
otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas,
hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
— Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo
que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del
Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no
comete nuevo delito.
— Has hablado y apuntado muy bien —respondió don Quijote—; y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y
confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite
por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien
imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de
Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
— Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío —replicó
Sancho—; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la
conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre
armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir
vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el
juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced
quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo
no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de
su vida.
— Engáñaste en eso —dijo don Quijote—, porque no habremos estado dos horas
por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella.
— Alto, pues; sea ansí —dijo Sancho—, y a Dios prazga que nos suceda bien, y
que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
muérame yo luego.
— Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando
faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te
vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes
más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde
alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto
a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
— Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de
pan —dijo Sancho—, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente
caballero como vuestra merced.
— ¡Qué mal lo entiendes! —respondió don Quijote—. Hágote saber, Sancho, que
es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman,
sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si
hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en
todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes
comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían,
y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que
no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales,
porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que,
andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin
cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como
las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a
mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.
— Perdóneme vuestra merced —dijo Sancho—; que, como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la
profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de
todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí
las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
— No digo yo, Sancho —replicó don Quijote—, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más
ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban
por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
— Virtud es —respondió Sancho— conocer esas yerbas; que, según yo me voy
imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y
compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con
mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse
priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y
la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos
cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre
para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al
cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer
un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
Capítulo XI. De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor
que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que
despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un
caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban
en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque
los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles
de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los
dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la
redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se
sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don
Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
— Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y
cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de
venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi
lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa
conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por
donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo
que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
— ¡Gran merced! —dijo Sancho—; pero sé decir a vuestra merced que, como yo
tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas
como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho
mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque
sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso
mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si
me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen
consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme
por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo
escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más
cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las
renuncio para desde aquí al fin del mundo.
— Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le
ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros
andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus
huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño.
Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de
bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si
fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque
andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de
noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto.
Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de
bellotas en la mano, y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes
razones:
— Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de
hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos
palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro
trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que
liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las
claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas
abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha
de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin
otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con
que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas,
no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz
entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada
reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de
su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a
los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y
hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en
cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra;
y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro
y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas
y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban
los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y
manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la
verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que
la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto
ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había
sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar,
ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura
y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y
propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la
maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con
todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los
tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros
andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los
huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a
quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a
favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber
vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
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