Don Quijote - 73
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discretos, la culpa del asno no se ha de echar a la albarda; y, pues deste
suceso vuestra merced tiene la culpa, castíguese a sí mesmo, y no revienten
sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las mansedumbres de
Rocinante, ni por la blandura de mis pies, queriendo que caminen más de lo
justo.
En estas razones y pláticas se les pasó todo aquel día, y aun otros cuatro,
sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto día, a la entrada
de un lugar, hallaron a la puerta de un mesón mucha gente, que, por ser
fiesta, se estaba allí solazando. Cuando llegaba a ellos don Quijote, un
labrador alzó la voz diciendo:
— Alguno destos dos señores que aquí vienen, que no conocen las partes, dirá
lo que se ha de hacer en nuestra apuesta.
— Sí diré, por cierto —respondió don Quijote—, con toda rectitud, si es que
alcanzo a entenderla.
— «Es, pues, el caso —dijo el labrador—, señor bueno, que un vecino deste
lugar, tan gordo que pesa once arrobas, desafió a correr a otro su vecino,
que no pesa más que cinco. Fue la condición que habían de correr una
carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiéndole preguntado al
desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado, que
pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro a cuestas, y así se
igualarían las once arrobas del flaco con las once del gordo.»
— Eso no —dijo a esta sazón Sancho, antes que don Quijote respondiese—. Y a
mí, que ha pocos días que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo
sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito.
— Responde en buen hora —dijo don Quijote—, Sancho amigo, que yo no estoy
para dar migas a un gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio.
Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos
alrededor dél la boca abierta, esperando la sentencia de la suya:
— Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de
justicia alguna; porque si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede
escoger las armas, no es bien que éste las escoja tales que le impidan ni
estorben el salir vencedor; y así, es mi parecer que el gordo desafiador se
escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus
carnes, de aquí o de allí de su cuerpo, como mejor le pareciere y
estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso, se igualará y
ajustará con las cinco de su contrario, y así podrán correr igualmente.
— ¡Voto a tal —dijo un labrador que escuchó la sentencia de Sancho— que este
señor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canónigo! Pero a
buen seguro que no ha de querer quitarse el gordo una onza de sus carnes,
cuanto más seis arrobas.
— Lo mejor es que no corran —respondió otro—, porque el flaco no se muela
con el peso, ni el gordo se descarne; y échese la mitad de la apuesta en
vino, y llevemos estos señores a la taberna de lo caro, y sobre mí la capa
cuando llueva.
— Yo, señores —respondió don Quijote—, os lo agradezco, pero no puedo
detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer
descortés y caminar más que de paso.
Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos
admirados de haber visto y notado así su estraña figura como la discreción
de su criado, que por tal juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores dijo:
— Si el criado es tan discreto, ¡cuál debe de ser el amo! Yo apostaré que si
van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de
corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y
ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la
mano o con una mitra en la cabeza.
Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo raso y
descubierto; y otro día, siguiendo su camino, vieron que hacia ellos venía
un hombre de a pie, con unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la
mano, propio talle de correo de a pie; el cual, como llegó junto a don
Quijote, adelantó el paso, y medio corriendo llegó a él, y, abrazándole por
el muslo derecho, que no alcanzaba a más, le dijo, con muestras de mucha
alegría:
— ¡Oh mi señor don Quijote de la Mancha, y qué gran contento ha de llegar al
corazón de mi señor el duque cuando sepa que vuestra merced vuelve a su
castillo, que todavía se está en él con mi señora la duquesa!
— No os conozco, amigo —respondió don Quijote—, ni sé quién sois, si vos no
me lo decís.
— Yo, señor don Quijote —respondió el correo—, soy Tosilos, el lacayo del
duque mi señor, que no quise pelear con vuestra merced sobre el casamiento
de la hija de doña Rodríguez.
— ¡Válame Dios! —dijo don Quijote—. ¿Es posible que sois vos el que los
encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decís, por
defraudarme de la honra de aquella batalla?
— Calle, señor bueno —replicó el cartero—, que no hubo encanto alguno ni
mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en la estacada como
Tosilos lacayo salí della. Yo pensé casarme sin pelear, por haberme
parecido bien la moza, pero sucedióme al revés mi pensamiento, pues, así
como vuestra merced se partió de nuestro castillo, el duque mi señor me
hizo dar cien palos por haber contravenido a las ordenanzas que me tenía
dadas antes de entrar en la batalla, y todo ha parado en que la muchacha es
ya monja, y doña Rodríguez se ha vuelto a Castilla, y yo voy ahora a
Barcelona, a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si
vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una
calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón,
que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.
— Quiero el envite —dijo Sancho—, y échese el resto de la cortesía, y
escancie el buen Tosilos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en
las Indias.
— En fin —dijo don Quijote—, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo y el
mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este correo es
encantado, y este Tosilos contrahecho. Quédate con él y hártate, que yo me
iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y, sacando
un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz
compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas,
con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque
olía a queso. Dijo Tosilos a Sancho:
— Sin duda este tu amo, Sancho amigo, debe de ser un loco.
— ¿Cómo debe? —respondió Sancho—. No debe nada a nadie, que todo lo paga, y
más cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y bien se lo digo a él;
pero, ¿qué aprovecha? Y más agora que va rematado, porque va vencido del
Caballero de la Blanca Luna.
Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido, pero Sancho le
respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; que otro día,
si se encontrasen, habría lugar par ello. Y, levantándose, después de
haberse sacudido el sayo y las migajas de las barbas, antecogió al rucio,
y, diciendo ''a Dios'', dejó a Tosilos y alcanzó a su amo, que a la sombra
de un árbol le estaba esperando.
Capítulo LXVII. De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y
seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con
otros sucesos en verdad gustosos y buenos
Si muchos pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado,
muchos más le fatigaron después de caído. A la sombra del árbol estaba,
como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le acudían y picaban
pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que
había de hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal
condición del lacayo Tosilos.
— ¿Es posible —le dijo don Quijote— que todavía, ¡oh Sancho!, pienses que
aquél sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber
visto a Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al Caballero de
los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que
me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos que dices qué ha
hecho Dios de Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en
las manos del olvido los enamorados pensamientos que en mi presencia la
fatigaban?
— No eran —respondió Sancho— los que yo tenía tales que me diesen lugar a
preguntar boberías. ¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está vuestra merced ahora en
términos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente amorosos?
— Mira, Sancho —dijo don Quijote—, mucha diferencia hay de las obras que se
hacen por amor a las que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un
caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que
sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres
tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a
despecho de la vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba,
que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve
esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mías las tengo
entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como
los de los duendes, aparentes y falsos, y sólo puedo darle estos acuerdos
que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea, a quien
tú agravias con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas
carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los
gusanos que para el remedio de aquella pobre señora.
— Señor —respondió Sancho—, si va a decir la verdad, yo no me puedo
persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los
desencantos de los encantados, que es como si dijésemos: "Si os duele la
cabeza, untaos las rodillas". A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas
historias vuesa merced ha leído que tratan de la andante caballería no ha
visto algún desencantado por azotes; pero, por sí o por no, yo me los daré,
cuando tenga gana y el tiempo me dé comodidad para castigarme.
— Dios lo haga —respondió don Quijote—, y los cielos te den gracia para que
caigas en la cuenta y en la obligación que te corre de ayudar a mi señora,
que lo es tuya, pues tú eres mío.
En estas pláticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mesmo sitio
y lugar donde fueron atropellados de los toros. Reconocióle don Quijote;
dijo a Sancho:
— Éste es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos
pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia,
pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te
parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores,
siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas,
y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y
llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por
los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando
allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los
limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con abundantísima
mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los
durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil
colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz
la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el
canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos
hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros
siglos.
— Pardiez —dijo Sancho—, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de
vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiller Sansón
Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer seguir, y
hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al
cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de
holgarse.
— Tú has dicho muy bien —dijo don Quijote—; y podrá llamarse el bachiller
Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará sin duda, el
pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el barbero Nicolás se podrá
llamar Miculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó Nemoroso; al cura no sé
qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su nombre, llamándole
el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre
peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi señora cuadra así al
de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que
mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.
— No pienso —respondió Sancho— ponerle otro alguno sino el de Teresona, que
le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama
Teresa; y más, que, celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis
castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas.
El cura no será bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere
el bachiller tenerla, su alma en su palma.
— ¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué vida nos hemos de dar, Sancho
amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas
zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues, ¡qué
si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues! Allí se verá
casi todos los instrumentos pastorales.
— ¿Qué son albogues —preguntó Sancho—, que ni los he oído nombrar, ni los he
visto en toda mi vida?
— Albogues son —respondió don Quijote— unas chapas a modo de candeleros de
azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no
muy agradable ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad
de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son
todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a
saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía,
y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra
lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y
maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que
acaban, son conocidos por arábigos. Esto te he dicho, de paso, por
habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y
hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo
algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en estremo el
bachiller Sansón Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostaré que debe
de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga también maese
Nicolás, no dudo en ello, porque todos, o los más, son guitarristas y
copleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado; el
pastor Carrascón, de desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él más puede
servirse, y así, andará la cosa que no haya más que desear.
A lo que respondió Sancho:
— Yo soy, señor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el día en que en
tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de hacer cuando
pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de
zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no
dejarán de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevará la
comida al hato. Pero, ¡guarda!, que es de buen parecer, y hay pastores más
maliciosos que simples, y no querría que fuese por lana y volviese
trasquilada; y también suelen andar los amores y los no buenos deseos por
los campos como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los
reales palacios, y, quitada la causa se quita el pecado; y ojos que no
veen, corazón que no quiebra; y más vale salto de mata que ruego de hombres
buenos.
— No más refranes, Sancho —dijo don Quijote—, pues cualquiera de los que has
dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he
aconsejado que no seas tan pródigo en refranes y que te vayas a la mano en
decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto, y "castígame mi madre,
y yo trómpogelas".
— Paréceme —respondió Sancho— que vuesa merced es como lo que dicen: "Dijo
la sartén a la caldera: Quítate allá ojinegra". Estáme reprehendiendo que
no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.
— Mira, Sancho —respondió don Quijote—: yo traigo los refranes a propósito,
y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tráeslos tan por los
cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo mal, otra
vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la
experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el refrán que no
viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero dejémonos desto,
y, pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún trecho, donde
pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.
Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho, a
quien se le representaban las estrechezas de la andante caballería usadas
en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en
los castillos y casas, así de don Diego de Miranda como en las bodas del
rico Camacho, y de don Antonio Moreno; pero consideraba no ser posible ser
siempre de día ni siempre de noche, y así, pasó aquélla durmiendo, y su amo
velando.
Capítulo LXVIII. De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote
Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en
parte que pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana se va a pasear a
los antípodas, y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don
Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al
segundo; bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba
el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena
complexión y pocos cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que
despertó a Sancho y le dijo:
— Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que
eres hecho de mármol, o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni
sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo
me desmayo de ayuno cuanto tú estás perezoso y desalentado de puro harto.
De buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus
sentimientos, por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche,
la soledad en que estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia
entre nuestro sueño. Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de
aquí, y con buen ánimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos
azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te
lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez,
porque sé que los tienes pesados. Después que te hayas dado, pasaremos lo
que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y tú tu firmeza, dando desde
agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea.
— Señor —respondió Sancho—, no soy yo religioso para que desde la mitad de
mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del
dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje
dormir y no me apriete en lo del azotarme; que me hará hacer juramento de
no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.
— ¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y
mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí
te has visto gobernador, y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser
conde, o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de
ellas más de cuanto tarde en pasar este año; que yo post tenebras spero
lucem.
— No entiendo eso —replico Sancho—; sólo entiendo que, en tanto que duermo,
ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que
inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que
quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío
que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas
se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con
el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es
que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca
diferencia.
— Nunca te he oído hablar, Sancho —dijo don Quijote—, tan elegantemente como
ahora, por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces
sueles decir: "No con quien naces, sino con quien paces".
— ¡Ah, pesia tal —replicó Sancho—, señor nuestro amo! No soy yo ahora el que
ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos
en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los suyos
esta diferencia: que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a
deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que
por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote y puso
mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose a los
lados el lío de las armas, y la albarda de su jumento, tan temblando de
miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el
ruido, y, llegándose cerca a los dos temerosos; a lo menos, al uno, que al
otro, ya se sabe su valentía.
Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de
seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto
el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos
de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de
tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad
de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo
las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando
por añadidura a Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con que
llegaron los animales inmundos, puso en confusión y por el suelo a la
albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote.
Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió a su amo la espada, diciéndole
que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos,
que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:
— Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo
castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y
le piquen avispas y le hollen puercos.
— También debe de ser castigo del cielo —respondió Sancho— que a los
escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y
les embista la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a
quien servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos
alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generación; pero, ¿qué
tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Ahora bien: tornémonos a
acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos.
— Duerme tú, Sancho —respondió don Quijote—, que naciste para dormir; que
yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día, daré rienda
a mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete, que, sin que tú lo
sepas, anoche compuse en la memoria.
— A mí me parece —respondió Sancho— que los pensamientos que dan lugar a
hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere,
que yo dormiré cuanto pudiere.
Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño
suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don
Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque —que Cide
Hamete Benengeli no distingue el árbol que era—, al son de sus mesmos
suspiros, cantó de esta suerte:
-Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das, terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso;
mas, en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza y no le paso.
Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída,
la que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien
como aquél cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con
la ausencia de Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho,
despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros;
miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería, y maldijo
la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los dos a su comenzado
camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez
hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el corazón
de don Quijote y azoróse el de Sancho, porque la gente que se les llegaba
traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra. Volvióse don Quijote
a Sancho, y díjole:
— Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera
atado los brazos, esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por
tortas y pan pintado, pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.
Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar
palabra alguna rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y
pechos, amenazándole de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la
boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del
camino; y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando
todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don
Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le llevaban o qué
querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a
cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo,
porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un
aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar quisiera.
Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y
más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían:
— ¡Caminad, trogloditas!
— ¡Callad, bárbaros!
— ¡Pagad, antropófagos!
— ¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones
carniceros!
Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los
miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí:
— ¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros
perritas, a quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a
mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los
palos, y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan
desventurada!
Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacía
qué serían aquellos nombres llenos de vituperios que les ponían, de los
cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien y temer mucho mal. Llegaron,
en esto, un hora casi de la noche, a un castillo, que bien conoció don
Quijote que era el del duque, donde había poco que habían estado.
— ¡Váleme Dios! —dijo, así como conoció la estancia— y ¿qué será esto? Sí
que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los
vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor.
Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de
manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá
en el siguiente capítulo.
Capítulo LXIX. Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso
desta grande historia avino a don Quijote
Apeáronse los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y
arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio,
alrededor del cual ardían casi cien hachas, puestas en sus blandones, y,
por los corredores del patio, más de quinientas luminarias; de modo que, a
pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la
falta del día. En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del
suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor
del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien
candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de
suceso vuestra merced tiene la culpa, castíguese a sí mesmo, y no revienten
sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las mansedumbres de
Rocinante, ni por la blandura de mis pies, queriendo que caminen más de lo
justo.
En estas razones y pláticas se les pasó todo aquel día, y aun otros cuatro,
sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto día, a la entrada
de un lugar, hallaron a la puerta de un mesón mucha gente, que, por ser
fiesta, se estaba allí solazando. Cuando llegaba a ellos don Quijote, un
labrador alzó la voz diciendo:
— Alguno destos dos señores que aquí vienen, que no conocen las partes, dirá
lo que se ha de hacer en nuestra apuesta.
— Sí diré, por cierto —respondió don Quijote—, con toda rectitud, si es que
alcanzo a entenderla.
— «Es, pues, el caso —dijo el labrador—, señor bueno, que un vecino deste
lugar, tan gordo que pesa once arrobas, desafió a correr a otro su vecino,
que no pesa más que cinco. Fue la condición que habían de correr una
carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiéndole preguntado al
desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado, que
pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro a cuestas, y así se
igualarían las once arrobas del flaco con las once del gordo.»
— Eso no —dijo a esta sazón Sancho, antes que don Quijote respondiese—. Y a
mí, que ha pocos días que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo
sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito.
— Responde en buen hora —dijo don Quijote—, Sancho amigo, que yo no estoy
para dar migas a un gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio.
Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos
alrededor dél la boca abierta, esperando la sentencia de la suya:
— Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de
justicia alguna; porque si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede
escoger las armas, no es bien que éste las escoja tales que le impidan ni
estorben el salir vencedor; y así, es mi parecer que el gordo desafiador se
escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus
carnes, de aquí o de allí de su cuerpo, como mejor le pareciere y
estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso, se igualará y
ajustará con las cinco de su contrario, y así podrán correr igualmente.
— ¡Voto a tal —dijo un labrador que escuchó la sentencia de Sancho— que este
señor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canónigo! Pero a
buen seguro que no ha de querer quitarse el gordo una onza de sus carnes,
cuanto más seis arrobas.
— Lo mejor es que no corran —respondió otro—, porque el flaco no se muela
con el peso, ni el gordo se descarne; y échese la mitad de la apuesta en
vino, y llevemos estos señores a la taberna de lo caro, y sobre mí la capa
cuando llueva.
— Yo, señores —respondió don Quijote—, os lo agradezco, pero no puedo
detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer
descortés y caminar más que de paso.
Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos
admirados de haber visto y notado así su estraña figura como la discreción
de su criado, que por tal juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores dijo:
— Si el criado es tan discreto, ¡cuál debe de ser el amo! Yo apostaré que si
van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de
corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y
ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la
mano o con una mitra en la cabeza.
Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo raso y
descubierto; y otro día, siguiendo su camino, vieron que hacia ellos venía
un hombre de a pie, con unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la
mano, propio talle de correo de a pie; el cual, como llegó junto a don
Quijote, adelantó el paso, y medio corriendo llegó a él, y, abrazándole por
el muslo derecho, que no alcanzaba a más, le dijo, con muestras de mucha
alegría:
— ¡Oh mi señor don Quijote de la Mancha, y qué gran contento ha de llegar al
corazón de mi señor el duque cuando sepa que vuestra merced vuelve a su
castillo, que todavía se está en él con mi señora la duquesa!
— No os conozco, amigo —respondió don Quijote—, ni sé quién sois, si vos no
me lo decís.
— Yo, señor don Quijote —respondió el correo—, soy Tosilos, el lacayo del
duque mi señor, que no quise pelear con vuestra merced sobre el casamiento
de la hija de doña Rodríguez.
— ¡Válame Dios! —dijo don Quijote—. ¿Es posible que sois vos el que los
encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decís, por
defraudarme de la honra de aquella batalla?
— Calle, señor bueno —replicó el cartero—, que no hubo encanto alguno ni
mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en la estacada como
Tosilos lacayo salí della. Yo pensé casarme sin pelear, por haberme
parecido bien la moza, pero sucedióme al revés mi pensamiento, pues, así
como vuestra merced se partió de nuestro castillo, el duque mi señor me
hizo dar cien palos por haber contravenido a las ordenanzas que me tenía
dadas antes de entrar en la batalla, y todo ha parado en que la muchacha es
ya monja, y doña Rodríguez se ha vuelto a Castilla, y yo voy ahora a
Barcelona, a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si
vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una
calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón,
que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.
— Quiero el envite —dijo Sancho—, y échese el resto de la cortesía, y
escancie el buen Tosilos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en
las Indias.
— En fin —dijo don Quijote—, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo y el
mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este correo es
encantado, y este Tosilos contrahecho. Quédate con él y hártate, que yo me
iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y, sacando
un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz
compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas,
con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque
olía a queso. Dijo Tosilos a Sancho:
— Sin duda este tu amo, Sancho amigo, debe de ser un loco.
— ¿Cómo debe? —respondió Sancho—. No debe nada a nadie, que todo lo paga, y
más cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y bien se lo digo a él;
pero, ¿qué aprovecha? Y más agora que va rematado, porque va vencido del
Caballero de la Blanca Luna.
Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido, pero Sancho le
respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; que otro día,
si se encontrasen, habría lugar par ello. Y, levantándose, después de
haberse sacudido el sayo y las migajas de las barbas, antecogió al rucio,
y, diciendo ''a Dios'', dejó a Tosilos y alcanzó a su amo, que a la sombra
de un árbol le estaba esperando.
Capítulo LXVII. De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y
seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con
otros sucesos en verdad gustosos y buenos
Si muchos pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado,
muchos más le fatigaron después de caído. A la sombra del árbol estaba,
como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le acudían y picaban
pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que
había de hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal
condición del lacayo Tosilos.
— ¿Es posible —le dijo don Quijote— que todavía, ¡oh Sancho!, pienses que
aquél sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber
visto a Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al Caballero de
los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que
me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos que dices qué ha
hecho Dios de Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en
las manos del olvido los enamorados pensamientos que en mi presencia la
fatigaban?
— No eran —respondió Sancho— los que yo tenía tales que me diesen lugar a
preguntar boberías. ¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está vuestra merced ahora en
términos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente amorosos?
— Mira, Sancho —dijo don Quijote—, mucha diferencia hay de las obras que se
hacen por amor a las que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un
caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que
sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres
tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a
despecho de la vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba,
que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve
esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mías las tengo
entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como
los de los duendes, aparentes y falsos, y sólo puedo darle estos acuerdos
que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea, a quien
tú agravias con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas
carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los
gusanos que para el remedio de aquella pobre señora.
— Señor —respondió Sancho—, si va a decir la verdad, yo no me puedo
persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los
desencantos de los encantados, que es como si dijésemos: "Si os duele la
cabeza, untaos las rodillas". A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas
historias vuesa merced ha leído que tratan de la andante caballería no ha
visto algún desencantado por azotes; pero, por sí o por no, yo me los daré,
cuando tenga gana y el tiempo me dé comodidad para castigarme.
— Dios lo haga —respondió don Quijote—, y los cielos te den gracia para que
caigas en la cuenta y en la obligación que te corre de ayudar a mi señora,
que lo es tuya, pues tú eres mío.
En estas pláticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mesmo sitio
y lugar donde fueron atropellados de los toros. Reconocióle don Quijote;
dijo a Sancho:
— Éste es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos
pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia,
pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te
parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores,
siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas,
y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y
llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por
los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando
allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los
limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con abundantísima
mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los
durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil
colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz
la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el
canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos
hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros
siglos.
— Pardiez —dijo Sancho—, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de
vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiller Sansón
Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer seguir, y
hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al
cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de
holgarse.
— Tú has dicho muy bien —dijo don Quijote—; y podrá llamarse el bachiller
Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará sin duda, el
pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el barbero Nicolás se podrá
llamar Miculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó Nemoroso; al cura no sé
qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su nombre, llamándole
el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre
peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi señora cuadra así al
de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que
mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.
— No pienso —respondió Sancho— ponerle otro alguno sino el de Teresona, que
le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama
Teresa; y más, que, celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis
castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas.
El cura no será bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere
el bachiller tenerla, su alma en su palma.
— ¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué vida nos hemos de dar, Sancho
amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas
zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues, ¡qué
si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues! Allí se verá
casi todos los instrumentos pastorales.
— ¿Qué son albogues —preguntó Sancho—, que ni los he oído nombrar, ni los he
visto en toda mi vida?
— Albogues son —respondió don Quijote— unas chapas a modo de candeleros de
azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no
muy agradable ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad
de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son
todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a
saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía,
y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra
lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y
maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que
acaban, son conocidos por arábigos. Esto te he dicho, de paso, por
habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y
hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo
algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en estremo el
bachiller Sansón Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostaré que debe
de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga también maese
Nicolás, no dudo en ello, porque todos, o los más, son guitarristas y
copleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado; el
pastor Carrascón, de desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él más puede
servirse, y así, andará la cosa que no haya más que desear.
A lo que respondió Sancho:
— Yo soy, señor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el día en que en
tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de hacer cuando
pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de
zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no
dejarán de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevará la
comida al hato. Pero, ¡guarda!, que es de buen parecer, y hay pastores más
maliciosos que simples, y no querría que fuese por lana y volviese
trasquilada; y también suelen andar los amores y los no buenos deseos por
los campos como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los
reales palacios, y, quitada la causa se quita el pecado; y ojos que no
veen, corazón que no quiebra; y más vale salto de mata que ruego de hombres
buenos.
— No más refranes, Sancho —dijo don Quijote—, pues cualquiera de los que has
dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he
aconsejado que no seas tan pródigo en refranes y que te vayas a la mano en
decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto, y "castígame mi madre,
y yo trómpogelas".
— Paréceme —respondió Sancho— que vuesa merced es como lo que dicen: "Dijo
la sartén a la caldera: Quítate allá ojinegra". Estáme reprehendiendo que
no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.
— Mira, Sancho —respondió don Quijote—: yo traigo los refranes a propósito,
y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tráeslos tan por los
cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo mal, otra
vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la
experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el refrán que no
viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero dejémonos desto,
y, pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún trecho, donde
pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.
Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho, a
quien se le representaban las estrechezas de la andante caballería usadas
en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en
los castillos y casas, así de don Diego de Miranda como en las bodas del
rico Camacho, y de don Antonio Moreno; pero consideraba no ser posible ser
siempre de día ni siempre de noche, y así, pasó aquélla durmiendo, y su amo
velando.
Capítulo LXVIII. De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote
Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en
parte que pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana se va a pasear a
los antípodas, y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don
Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al
segundo; bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba
el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena
complexión y pocos cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que
despertó a Sancho y le dijo:
— Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que
eres hecho de mármol, o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni
sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo
me desmayo de ayuno cuanto tú estás perezoso y desalentado de puro harto.
De buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus
sentimientos, por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche,
la soledad en que estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia
entre nuestro sueño. Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de
aquí, y con buen ánimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos
azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te
lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez,
porque sé que los tienes pesados. Después que te hayas dado, pasaremos lo
que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y tú tu firmeza, dando desde
agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea.
— Señor —respondió Sancho—, no soy yo religioso para que desde la mitad de
mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del
dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje
dormir y no me apriete en lo del azotarme; que me hará hacer juramento de
no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.
— ¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y
mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí
te has visto gobernador, y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser
conde, o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de
ellas más de cuanto tarde en pasar este año; que yo post tenebras spero
lucem.
— No entiendo eso —replico Sancho—; sólo entiendo que, en tanto que duermo,
ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que
inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que
quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío
que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas
se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con
el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es
que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca
diferencia.
— Nunca te he oído hablar, Sancho —dijo don Quijote—, tan elegantemente como
ahora, por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces
sueles decir: "No con quien naces, sino con quien paces".
— ¡Ah, pesia tal —replicó Sancho—, señor nuestro amo! No soy yo ahora el que
ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos
en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los suyos
esta diferencia: que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a
deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que
por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote y puso
mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose a los
lados el lío de las armas, y la albarda de su jumento, tan temblando de
miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el
ruido, y, llegándose cerca a los dos temerosos; a lo menos, al uno, que al
otro, ya se sabe su valentía.
Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de
seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto
el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos
de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de
tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad
de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo
las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando
por añadidura a Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con que
llegaron los animales inmundos, puso en confusión y por el suelo a la
albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote.
Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió a su amo la espada, diciéndole
que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos,
que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:
— Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo
castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y
le piquen avispas y le hollen puercos.
— También debe de ser castigo del cielo —respondió Sancho— que a los
escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y
les embista la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a
quien servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos
alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generación; pero, ¿qué
tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Ahora bien: tornémonos a
acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos.
— Duerme tú, Sancho —respondió don Quijote—, que naciste para dormir; que
yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día, daré rienda
a mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete, que, sin que tú lo
sepas, anoche compuse en la memoria.
— A mí me parece —respondió Sancho— que los pensamientos que dan lugar a
hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere,
que yo dormiré cuanto pudiere.
Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño
suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don
Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque —que Cide
Hamete Benengeli no distingue el árbol que era—, al son de sus mesmos
suspiros, cantó de esta suerte:
-Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das, terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso;
mas, en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza y no le paso.
Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída,
la que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien
como aquél cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con
la ausencia de Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho,
despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros;
miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería, y maldijo
la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los dos a su comenzado
camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez
hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el corazón
de don Quijote y azoróse el de Sancho, porque la gente que se les llegaba
traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra. Volvióse don Quijote
a Sancho, y díjole:
— Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera
atado los brazos, esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por
tortas y pan pintado, pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.
Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar
palabra alguna rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y
pechos, amenazándole de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la
boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del
camino; y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando
todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don
Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le llevaban o qué
querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a
cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo,
porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un
aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar quisiera.
Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y
más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían:
— ¡Caminad, trogloditas!
— ¡Callad, bárbaros!
— ¡Pagad, antropófagos!
— ¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones
carniceros!
Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los
miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí:
— ¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros
perritas, a quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a
mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los
palos, y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan
desventurada!
Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacía
qué serían aquellos nombres llenos de vituperios que les ponían, de los
cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien y temer mucho mal. Llegaron,
en esto, un hora casi de la noche, a un castillo, que bien conoció don
Quijote que era el del duque, donde había poco que habían estado.
— ¡Váleme Dios! —dijo, así como conoció la estancia— y ¿qué será esto? Sí
que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los
vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor.
Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de
manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá
en el siguiente capítulo.
Capítulo LXIX. Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso
desta grande historia avino a don Quijote
Apeáronse los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y
arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio,
alrededor del cual ardían casi cien hachas, puestas en sus blandones, y,
por los corredores del patio, más de quinientas luminarias; de modo que, a
pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la
falta del día. En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del
suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor
del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien
candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de
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