Don Quijote - 07
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Toda esta larga arenga —que se pudiera muy bien escusar— dijo nuestro
caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la
edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros,
que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron
escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a
menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado
de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual,
uno de los cabreros dijo:
— Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero
andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle
solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará
mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y
que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay
más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el
son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de
hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros
si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los
ofrecimientos le dijo:
— De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco,
porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y
selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y
deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu
vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el
beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
— Que me place —respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada
encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzó a cantar, diciendo desta manera:
Antonio
-Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
''Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo''.
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que
algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para
dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
— Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta
noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no
permite que pasen las noches cantando.
— Ya te entiendo, Sancho —le respondió don Quijote—; que bien se me trasluce
que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
— A todos nos sabe bien, bendito sea Dios —respondió Sancho.
— No lo niego —replicó don Quijote—, pero acomódate tú donde quisieres, que
los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo
esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va
doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida,
le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se
sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había,
las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se
la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así
fue la verdad.
Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el
bastimento, y dijo:
— ¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
— ¿Cómo lo podemos saber? —respondió uno dellos.
— Pues sabed —prosiguió el mozo— que murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de
aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla
que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
— Por Marcela dirás —dijo uno.
— Por ésa digo —respondió el cabrero—. Y es lo bueno, que mandó en su
testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al
pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama,
y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y
también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se
han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A
todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que
también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo
alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos
los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran
pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a
lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
— Todos haremos lo mesmo —respondieron los cabreros—; y echaremos suertes a
quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
— Bien dices, Pedro —dijo uno—; aunque no será menester usar de esa
diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a
poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro
día me pasó este pie.
— Con todo eso, te lo agradecemos —respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora
aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era
un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el
cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
— «Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que
pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el
cris del sol y de la luna.»
— Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares
mayores —dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
— «Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
— Estéril queréis decir, amigo —dijo don Quijote.
— Estéril o estil —respondió Pedro—, todo se sale allá. «Y digo que con esto
que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy
ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que
viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota''.»
— Esa ciencia se llama astrología —dijo don Quijote.
— No sé yo cómo se llama —replicó Pedro—, mas sé que todo esto sabía, y aún
más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca,
cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico,
habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente
se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que
había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como
Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él
hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos
para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y
todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de
improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y
no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan
estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro
Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en
muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor,
y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor
desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y
caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición.
Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por
otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora
Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el
pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo
sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído
semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años
que sarna.
— Decid Sarra —replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los
vocablos del cabrero.
— Harto vive la sarna —respondió Pedro—; y si es, señor, que me habéis de
andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
— Perdonad, amigo —dijo don Quijote—; que por haber tanta diferencia de
sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más
sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en
nada.
— «Digo, pues, señor mío de mi alma —dijo el cabrero—, que en nuestra aldea
hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se
llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada
mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo,
con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre
todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su
ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la
muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija
Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado
en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar
de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que
le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan
hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella.
Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con
todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por
ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo,
sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era
rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que
a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como
la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza,
dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en
el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor
andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura;
y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser demasiadamente
bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél,
especialmente en las aldeas.
— Así es la verdad —dijo don Quijote—, y proseguid adelante, que el cuento
es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
— La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás
sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades
de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole
que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino
que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se
sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba,
al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que
entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque
decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos
estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que
remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su
tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo
con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así
como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os
sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han
tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno
de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que
la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se
puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún
recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con
que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha
alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña
esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la
compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y
amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos,
aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como
con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra
que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura
atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su
desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben
qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos
a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si
aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos
valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy
lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de
Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si
más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la
hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se
oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas
las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí,
sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus
pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni
tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del
verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo.
Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente
triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando
en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir
a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.» Por
ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que
también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la
muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros
mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
— En cuidado me lo tengo —dijo don Quijote—, y agradézcoos el gusto que me
habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
— ¡Oh! —replicó el cabrero—, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a
los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino
algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a
dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida,
puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de
contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó,
por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo
así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora
Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó
entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido,
sino como hombre molido a coces.
Capítulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
sucesos
Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente,
cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a
don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el
famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote,
que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y
enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la
mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de
legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis
pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de
acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a
caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que
los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se
encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos
juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
— Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza
que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser
famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto
pastor como de la pastora homicida.
— Así me lo parece a mí —respondió Vivaldo—; y no digo yo hacer tardanza de
un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de
Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con
aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les
habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos
se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada
Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel
Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a
don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a
don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella
manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
— La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra
manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los
blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes,
de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por
averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a
preguntar Vivaldo que qué quería decir "caballeros andantes".
— ¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e
historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey
Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey
Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran
Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se
convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a
cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo
a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen
rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de
la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se
cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera
dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació
aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos.
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería
estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en
ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula,
con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso
Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco,
y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y
valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser
caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la
cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo
mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por
estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado
de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me
deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era
don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de lo
cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de
nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta
y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían
que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a
que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
— Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de
las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun
la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
— Tan estrecha bien podía ser —respondió nuestro don Quijote—, pero tan
necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si
va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su
capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que
los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la
tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras
espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco
de los insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del
invierno. Así que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien
se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a
ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino
sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan
tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo
están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir,
ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante
como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento
y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los
caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su
vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a
fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que si a los que
a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,
que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus
esperanzas.
— De ese parecer estoy yo —replicó el caminante—; pero una cosa, entre otras
muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se
ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella
se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a
hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta
gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele
algo a gentilidad.
— Señor —respondió don Quijote—, eso no puede ser menos en ninguna manera, y
caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está
en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante
que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora
delante,vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con
ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie
le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de
todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse
a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la
obra.
— Con todo eso —replicó el caminante—, me queda un escrúpulo, y es que
muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros,
y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los
caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo
el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se
encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno
cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a
parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo,
no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor
fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las
gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que
yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien
encomendarse, porque no todos son enamorados.
— Eso no puede ser —respondió don Quijote—: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los
tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no
se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por
el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo
caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería
dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
— Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si mal no me acuerdo, haber
leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama
caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la
edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros,
que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron
escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a
menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado
de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual,
uno de los cabreros dijo:
— Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero
andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle
solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará
mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y
que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay
más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el
son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de
hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros
si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los
ofrecimientos le dijo:
— De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco,
porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y
selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y
deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu
vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el
beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
— Que me place —respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada
encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzó a cantar, diciendo desta manera:
Antonio
-Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
''Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo''.
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que
algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para
dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
— Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta
noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no
permite que pasen las noches cantando.
— Ya te entiendo, Sancho —le respondió don Quijote—; que bien se me trasluce
que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
— A todos nos sabe bien, bendito sea Dios —respondió Sancho.
— No lo niego —replicó don Quijote—, pero acomódate tú donde quisieres, que
los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo
esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va
doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida,
le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se
sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había,
las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se
la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así
fue la verdad.
Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el
bastimento, y dijo:
— ¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
— ¿Cómo lo podemos saber? —respondió uno dellos.
— Pues sabed —prosiguió el mozo— que murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de
aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla
que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
— Por Marcela dirás —dijo uno.
— Por ésa digo —respondió el cabrero—. Y es lo bueno, que mandó en su
testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al
pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama,
y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y
también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se
han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A
todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que
también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo
alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos
los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran
pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a
lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
— Todos haremos lo mesmo —respondieron los cabreros—; y echaremos suertes a
quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
— Bien dices, Pedro —dijo uno—; aunque no será menester usar de esa
diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a
poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro
día me pasó este pie.
— Con todo eso, te lo agradecemos —respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora
aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era
un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el
cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
— «Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que
pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el
cris del sol y de la luna.»
— Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares
mayores —dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
— «Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
— Estéril queréis decir, amigo —dijo don Quijote.
— Estéril o estil —respondió Pedro—, todo se sale allá. «Y digo que con esto
que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy
ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que
viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota''.»
— Esa ciencia se llama astrología —dijo don Quijote.
— No sé yo cómo se llama —replicó Pedro—, mas sé que todo esto sabía, y aún
más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca,
cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico,
habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente
se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que
había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como
Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él
hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos
para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y
todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de
improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y
no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan
estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro
Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en
muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor,
y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor
desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y
caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición.
Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por
otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora
Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el
pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo
sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído
semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años
que sarna.
— Decid Sarra —replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los
vocablos del cabrero.
— Harto vive la sarna —respondió Pedro—; y si es, señor, que me habéis de
andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
— Perdonad, amigo —dijo don Quijote—; que por haber tanta diferencia de
sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más
sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en
nada.
— «Digo, pues, señor mío de mi alma —dijo el cabrero—, que en nuestra aldea
hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se
llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada
mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo,
con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre
todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su
ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la
muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija
Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado
en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar
de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que
le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan
hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella.
Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con
todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por
ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo,
sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era
rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que
a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como
la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza,
dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en
el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor
andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura;
y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser demasiadamente
bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél,
especialmente en las aldeas.
— Así es la verdad —dijo don Quijote—, y proseguid adelante, que el cuento
es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
— La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás
sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades
de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole
que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino
que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se
sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba,
al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que
entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque
decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos
estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que
remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su
tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo
con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así
como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os
sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han
tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno
de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que
la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se
puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún
recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con
que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha
alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña
esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la
compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y
amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos,
aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como
con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra
que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura
atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su
desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben
qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos
a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si
aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos
valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy
lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de
Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si
más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la
hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se
oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas
las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí,
sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus
pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni
tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del
verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo.
Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente
triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando
en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir
a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.» Por
ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que
también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la
muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros
mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
— En cuidado me lo tengo —dijo don Quijote—, y agradézcoos el gusto que me
habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
— ¡Oh! —replicó el cabrero—, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a
los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino
algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a
dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida,
puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de
contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó,
por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo
así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora
Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó
entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido,
sino como hombre molido a coces.
Capítulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
sucesos
Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente,
cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a
don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el
famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote,
que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y
enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la
mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de
legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis
pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de
acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a
caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que
los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se
encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos
juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
— Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza
que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser
famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto
pastor como de la pastora homicida.
— Así me lo parece a mí —respondió Vivaldo—; y no digo yo hacer tardanza de
un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de
Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con
aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les
habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos
se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada
Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel
Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a
don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a
don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella
manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
— La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra
manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los
blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes,
de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por
averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a
preguntar Vivaldo que qué quería decir "caballeros andantes".
— ¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e
historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey
Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey
Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran
Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se
convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a
cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo
a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen
rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de
la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se
cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera
dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació
aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos.
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería
estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en
ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula,
con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso
Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco,
y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y
valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser
caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la
cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo
mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por
estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado
de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me
deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era
don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de lo
cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de
nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta
y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían
que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a
que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
— Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de
las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun
la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
— Tan estrecha bien podía ser —respondió nuestro don Quijote—, pero tan
necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si
va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su
capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que
los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la
tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras
espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco
de los insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del
invierno. Así que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien
se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a
ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino
sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan
tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo
están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir,
ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante
como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento
y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los
caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su
vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a
fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que si a los que
a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,
que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus
esperanzas.
— De ese parecer estoy yo —replicó el caminante—; pero una cosa, entre otras
muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se
ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella
se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a
hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta
gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele
algo a gentilidad.
— Señor —respondió don Quijote—, eso no puede ser menos en ninguna manera, y
caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está
en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante
que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora
delante,vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con
ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie
le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de
todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse
a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la
obra.
— Con todo eso —replicó el caminante—, me queda un escrúpulo, y es que
muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros,
y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los
caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo
el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se
encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno
cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a
parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo,
no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor
fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las
gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que
yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien
encomendarse, porque no todos son enamorados.
— Eso no puede ser —respondió don Quijote—: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los
tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no
se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por
el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo
caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería
dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
— Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si mal no me acuerdo, haber
leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama
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