Don Quijote - 38
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seguirle, hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no
reprehensores, a lo menos maestros dél. Hácense odiosos a los bien
entendidos, con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para
admitir sus escritos y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren
corregir en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo
tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios; antes,
algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya
aplicación, el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas,
término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del
hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de
Cervantes, así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean
ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y
decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido
España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en
veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido
el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo
de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el
embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de
sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que
vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de
buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor,
deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y, tocando
acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel
de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se
tenían sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria la
primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos,
que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil
demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su
profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo,
soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras:
''Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario
público?'' Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con
mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a
Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre,
haga rico a todo el mundo''. Bien creo que está, para censura, un poco
larga; alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio; mas la verdad
de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el
cuidado; además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué
cebar el pico del adulador, que, aunque afectuosa y falsamente dice de
burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de
febrero de mil y seiscientos y quince.
El licenciado Márquez Torres.
PRIVILEGIO
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha
relación que habíades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la
Mancha, de la cual hacíades presentación, y, por ser libro de historia
agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos
suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio
por veinte años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del
nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la
premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos
mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien.
Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de
diez años, cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el
día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que
para ello vuestro poder hobiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender
el dicho libro que desuso se hace mención; y por la presente damos licencia
y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes para que
durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro
Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo,
nuestro escribano de Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes
y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho
original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o
traigáis fe en pública forma cómo, por corretor por nos nombrado, se vio y
corrigió la dicha impresión por el dicho original, y más al dicho impresor
que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego
dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a
cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha
correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y
tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de otra manera,
pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente
ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis
vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro
en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas
en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y
más, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le
pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y
más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo
contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra
Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra
tercia parte par el que lo denunciare; y más a los del nuestro Consejo,
presidentes, oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la
nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera justicias de
todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a
cada uno en su juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de
aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que
ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena
de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada
en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince
años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector
ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas,
riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que
dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad
que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la
cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta
regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido,
pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo
coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note
de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el
tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna
taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los
presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en
los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de
los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en
la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me
propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en
aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme
hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos,
estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la
justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino
con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me
describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que
hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y,
siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y
más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo
por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro
el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en
efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más
satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no
tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los
términos de mi modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido,
y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa
parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo
su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por
ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por
agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y
imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros
cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y
gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que
dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el
fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte,
con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como
mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía
redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos
palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que
siempre eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco
trabajo hinchar un perro?''»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también
es de loco y de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la
cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en
topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer
sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no
paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la
carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó
el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y
sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó
hueso sano; y cada palo que le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco?
¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de
podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y
retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo,
volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro,
y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a
descargar la piedra, decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto, todos
cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran
podencos; y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se
atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo
malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia
con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso
de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y
Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y
liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me
tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don
Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y
siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de
Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el
hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico
que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La
honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar
a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna
luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza,
viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el
consiguiente, favorecida.
Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que
consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada
del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a
don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se
atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta
también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras,
sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas,
aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las
malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles,
que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.
DEDICATORIA, AL CONDE DE LEMOS
Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas
que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba
calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y
ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá
llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia,
porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe
para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote, que, con
nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que
más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en
lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio,
pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería
fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el
libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con
esto, me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
Preguntéle al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de
costa. Respondióme que ni por pensamiento. ''Pues, hermano —le respondí
yo—, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a
las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan
largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y
emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande
conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me
sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear''.
Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia
los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de
cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que
en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de
entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo,
porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad
posible.
Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estará
Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de
Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y
quince.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra.
Capítulo Primero. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote
cerca de su enfermedad
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera
salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes
sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero
no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas
tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y
apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen
discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo
harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su
señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo
cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado
en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la
primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último
capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su
mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no
tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro
de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla
de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y
amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien
recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con
mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática
vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno,
enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y
desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un
Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la
república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado
otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas
las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron
indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar
gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura,
mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías,
quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era
falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas
que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto
que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio,
ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que
casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y
Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla
de Malta. A esto respondió don Quijote:
— Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con
tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi
consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su
Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
— ¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te
despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu
simplicidad!
Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura,
preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía
era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de
los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
— El mío, señor rapador —dijo don Quijote—, no será impertinente, sino
perteneciente.
— No lo digo por tanto —replicó el barbero—, sino porque tiene mostrado la
esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son
imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.
— Pues el mío —respondió don Quijote— ni es imposible ni disparatado, sino
el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en
pensamiento de arbitrante alguno.
— Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote —dijo el cura.
— No querría —dijo don Quijote— que le dijese yo aquí agora, y amaneciese
mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las
gracias y el premio de mi trabajo.
— Por mí —dijo el barbero—, doy la palabra, para aquí y para delante de
Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a
hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el
prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la
su mula la andariega.
— No sé historias —dijo don Quijote—, pero sé que es bueno ese juramento, en
fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
— Cuando no lo fuera —dijo el cura—, yo le abono y salgo por él, que en este
caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
— Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? —dijo don Quijote.
— Mi profesión —respondió el cura—, que es de guardar secreto.
— ¡Cuerpo de tal! —dijo a esta sazón don Quijote—. ¿Hay más, sino mandar Su
Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado
todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen
sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a
destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y
vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero
andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran
una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas
historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que
no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de
los del inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si alguno déstos hoy
viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia!
Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como
los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el
ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
— ¡Ay! —dijo a este punto la sobrina—; ¡que me maten si no quiere mi señor
volver a ser caballero andante!
A lo que dijo don Quijote:
— Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y
cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
— Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento
breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana
de contarle.
Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y
él comenzó desta manera:
— «En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes
habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna,
pero, aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de
ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento, se
dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta
imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy
concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues
por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que
sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a
pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó
a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que
aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si
le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así
el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que,
puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al
cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a
sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole.
Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora
y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni
disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a
creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo
fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus
parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos
intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha
hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la
merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre.
Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y
desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán se
determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la
mano la verdad de aquel negocio.
»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los
vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor
que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se
estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y
advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor,
viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que
eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de
loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a
despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería
acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con
ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una
jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le
dijo: ''Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya
Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo
merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del
poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza
en Él, que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá
a él si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que
coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha
pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos
vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el
descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte''.
»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra
jaula, frontero de la del furioso, y, levantándose de una estera vieja
donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era
el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: ''Yo soy, hermano, el
que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy
infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho''.
''Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo —replicó el loco—;
sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta''.
''Yo sé que estoy bueno —replicó el licenciado—, y no habrá para qué tornar
a andar estaciones''. ''¿Vos bueno? —dijo el loco—: agora bien, ello dirá;
andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en
la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros
desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella,
que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes
tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy
Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo
y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero
castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su
reprehensores, a lo menos maestros dél. Hácense odiosos a los bien
entendidos, con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para
admitir sus escritos y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren
corregir en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo
tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios; antes,
algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya
aplicación, el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas,
término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del
hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de
Cervantes, así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean
ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y
decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido
España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en
veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido
el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo
de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el
embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de
sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que
vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de
buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor,
deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y, tocando
acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel
de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se
tenían sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria la
primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos,
que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil
demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su
profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo,
soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras:
''Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario
público?'' Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con
mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a
Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre,
haga rico a todo el mundo''. Bien creo que está, para censura, un poco
larga; alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio; mas la verdad
de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el
cuidado; además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué
cebar el pico del adulador, que, aunque afectuosa y falsamente dice de
burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de
febrero de mil y seiscientos y quince.
El licenciado Márquez Torres.
PRIVILEGIO
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha
relación que habíades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la
Mancha, de la cual hacíades presentación, y, por ser libro de historia
agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos
suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio
por veinte años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del
nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la
premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos
mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien.
Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de
diez años, cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el
día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que
para ello vuestro poder hobiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender
el dicho libro que desuso se hace mención; y por la presente damos licencia
y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes para que
durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro
Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo,
nuestro escribano de Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes
y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho
original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o
traigáis fe en pública forma cómo, por corretor por nos nombrado, se vio y
corrigió la dicha impresión por el dicho original, y más al dicho impresor
que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego
dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a
cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha
correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y
tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de otra manera,
pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente
ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis
vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro
en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas
en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y
más, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le
pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y
más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo
contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra
Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra
tercia parte par el que lo denunciare; y más a los del nuestro Consejo,
presidentes, oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la
nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera justicias de
todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a
cada uno en su juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de
aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que
ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena
de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada
en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince
años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector
ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas,
riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que
dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad
que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la
cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta
regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido,
pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo
coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note
de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el
tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna
taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los
presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en
los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de
los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en
la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me
propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en
aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme
hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos,
estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la
justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino
con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me
describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que
hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y,
siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y
más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo
por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro
el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en
efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más
satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no
tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los
términos de mi modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido,
y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa
parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo
su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por
ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por
agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y
imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros
cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y
gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que
dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el
fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte,
con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como
mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía
redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos
palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que
siempre eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco
trabajo hinchar un perro?''»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también
es de loco y de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la
cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en
topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer
sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no
paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la
carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó
el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y
sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó
hueso sano; y cada palo que le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco?
¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de
podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y
retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo,
volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro,
y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a
descargar la piedra, decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto, todos
cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran
podencos; y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se
atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo
malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia
con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso
de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y
Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y
liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me
tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don
Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y
siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de
Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el
hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico
que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La
honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar
a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna
luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza,
viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el
consiguiente, favorecida.
Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que
consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada
del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a
don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se
atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta
también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras,
sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas,
aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las
malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles,
que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.
DEDICATORIA, AL CONDE DE LEMOS
Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas
que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba
calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y
ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá
llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia,
porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe
para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote, que, con
nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que
más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en
lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio,
pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería
fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el
libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con
esto, me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
Preguntéle al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de
costa. Respondióme que ni por pensamiento. ''Pues, hermano —le respondí
yo—, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a
las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan
largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y
emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande
conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me
sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear''.
Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia
los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de
cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que
en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de
entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo,
porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad
posible.
Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estará
Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de
Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y
quince.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra.
Capítulo Primero. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote
cerca de su enfermedad
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera
salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes
sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero
no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas
tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y
apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen
discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo
harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su
señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo
cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado
en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la
primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último
capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su
mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no
tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro
de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla
de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y
amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien
recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con
mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática
vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno,
enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y
desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un
Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la
república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado
otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas
las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron
indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar
gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura,
mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías,
quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era
falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas
que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto
que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio,
ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que
casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y
Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla
de Malta. A esto respondió don Quijote:
— Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con
tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi
consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su
Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
— ¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te
despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu
simplicidad!
Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura,
preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía
era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de
los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
— El mío, señor rapador —dijo don Quijote—, no será impertinente, sino
perteneciente.
— No lo digo por tanto —replicó el barbero—, sino porque tiene mostrado la
esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son
imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.
— Pues el mío —respondió don Quijote— ni es imposible ni disparatado, sino
el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en
pensamiento de arbitrante alguno.
— Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote —dijo el cura.
— No querría —dijo don Quijote— que le dijese yo aquí agora, y amaneciese
mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las
gracias y el premio de mi trabajo.
— Por mí —dijo el barbero—, doy la palabra, para aquí y para delante de
Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a
hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el
prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la
su mula la andariega.
— No sé historias —dijo don Quijote—, pero sé que es bueno ese juramento, en
fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
— Cuando no lo fuera —dijo el cura—, yo le abono y salgo por él, que en este
caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
— Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? —dijo don Quijote.
— Mi profesión —respondió el cura—, que es de guardar secreto.
— ¡Cuerpo de tal! —dijo a esta sazón don Quijote—. ¿Hay más, sino mandar Su
Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado
todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen
sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a
destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y
vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero
andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran
una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas
historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que
no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de
los del inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si alguno déstos hoy
viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia!
Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como
los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el
ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
— ¡Ay! —dijo a este punto la sobrina—; ¡que me maten si no quiere mi señor
volver a ser caballero andante!
A lo que dijo don Quijote:
— Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y
cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
— Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento
breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana
de contarle.
Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y
él comenzó desta manera:
— «En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes
habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna,
pero, aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de
ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento, se
dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta
imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy
concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues
por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que
sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a
pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó
a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que
aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si
le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así
el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que,
puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al
cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a
sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole.
Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora
y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni
disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a
creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo
fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus
parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos
intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha
hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la
merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre.
Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y
desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán se
determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la
mano la verdad de aquel negocio.
»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los
vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor
que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se
estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y
advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor,
viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que
eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de
loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a
despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería
acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con
ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una
jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le
dijo: ''Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya
Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo
merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del
poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza
en Él, que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá
a él si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que
coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha
pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos
vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el
descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte''.
»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra
jaula, frontero de la del furioso, y, levantándose de una estera vieja
donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era
el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: ''Yo soy, hermano, el
que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy
infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho''.
''Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo —replicó el loco—;
sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta''.
''Yo sé que estoy bueno —replicó el licenciado—, y no habrá para qué tornar
a andar estaciones''. ''¿Vos bueno? —dijo el loco—: agora bien, ello dirá;
andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en
la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros
desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella,
que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes
tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy
Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo
y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero
castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su
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