Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 35

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la incertidumbre en que los dejamos, bien á nuestro pesar, que hacia
aquellas horas, pero sin que hayamos podido averiguar si antes ó
después, el jefe del destacamento, que guardaba la puerta principal del
castillo, creyó deber tomar órdenes del alcaide, de cuya ausencia total
durante la noche estaba no poco admirado. Subió, pues, al salón que se
habían reservado Rui Pero y Ferrus, y en vano llamó repetidas veces.
Asombrado de esta circunstancia, no dudó en reunir algunos hombres,
los cuales quebrantaron con sus hachas de armas la cerradura, y les
dieron entrada en el salón. Allí fueron encontrados amordazados, en
la misma forma singular que los dejamos, Ferrus y Rui Pero mirándose
todavía, y sin dar otra respuesta á las preguntas del jefe que un
sonido desigual ronco y desapacible, muy semejante al ruido gutural que
produce un sordo-mudo para mover la pública conmiseración. Desatóse
á los alcaides, dióse la alarma, y en pocos minutos era el castillo
todo un teatro de actividad difícil de pintar: corrían unos sin saber
adónde, ni de qué enemigos se habían de guardar; tocaban algunos
bocinas en son de guerra; preparaban otros sus armas; recorríanse las
escaleras y galerías; oíanse votos y juramentos, pésames y proyectos
de venganza. Abríanse unas puertas, derribábanse aquéllas cuyas llaves
habían echado por dentro nuestros atrevidos paladines... en una
palabra, era el castillo todo desorden y confusión. Nuestras leyendas,
empero, tan prolijas por lo regular en todos los pormenores de sus
relatos, parecen haberse descuidado sobremanera en esta ocasión; pues
ni una sola palabra dicen por la cual podamos inferir, sospechar ó
barruntar siquiera si cuando se dió esta alarma en el castillo habían
salido ya al campo los fugitivos, ó si fué ocasión de que su intento
se malograse. Lo cual prueba, además de otras muchas cosas que no son
de este lugar, que no es tan fácil el oficio de historiador y cronista
como generalmente se cree, sobre todo si no ha de dejarse olvidada
ninguna de las circunstancias que puede anhelar saber el impaciente
lector.

* * * * *


CAPÍTULO XXXVII

El rey moro de Granada
Más quisiera la su fin;
La su seña muy preciada
Entrególa á don Ozmin.
El poder le dió sin falla
Á don Ozmin su vasallo,
Y excusóse de batalla
Con cinco mil de caballo.
_Historia de Alonso XI, escrita en coplas redondillas_
Dos mil vidas diera juntas
Por ser el desafiado.
_Batalla de Rugero y Rodamonte_

Curiosos estarán nuestros lectores, si es que hemos sabido hacerles
interesantes los personajes de nuestra desaliñada narración, de saber
el estado de la desdichada Elvira, á quien dejamos con la reja de su
cámara abierta, ella desvanecida en tierra, y abriéndose su puerta
para dar entrada al pajecillo, ó á su mismo esposo, únicos poseedores
de la llave. Mucho sentimos que la complicación de sucesos que bajo
nuestra pluma se aglomeran, no nos haya permitido sacarlos antes de tan
incómoda duda; pero todavía sentimos más que el tiempo, que todo lo
devora, nos prive aun ahora del placer de satisfacerlos completamente.
Recordarán, sin embargo, en disculpa nuestra, que cuando se abrió la
puerta de la cámara, Elvira estaba desmayada, y nada por consiguiente
pudo ver de lo que en torno suyo pasaba: el que entró nada contó nunca,
razón que tenemos para sospechar que fué Hernán Pérez, á quien no le
podía convenir que nada de ello se supiese; y el cronista de aquellos
tiempos, el famoso Pero López de Ayala, se hallaba en el sarao, y nada
trae tampoco por consiguiente en sus escritos de semejante escena.
Por los resultados que ésta tuvo, volvemos á repetir que debió de ser
Hernán Pérez. Hubo quien aseguró que había visto hablar al astrólogo
con él mucho después de haber vuelto á entrar éste en el alcázar, y
como ya conocemos la mala intención del judío, es de presumir que
alarmase al marido acerca de lo que en su cámara pasaba; la reja
abierta, la puerta cerrada y el estado de Elvira debieron acabar
de abrir los ojos á Hernán Pérez acerca de lo que allí podía haber
ocurrido.
Lo único que podremos afirmar es que Hernán Pérez de Vadillo, de
resultas sin duda de la violenta escena que debió tener con su esposa,
decidió aquella noche misma su separación; buscó á su alteza, y le
expuso con voz trémula y agitada cómo sabía que su esposa era la
acusadora de don Enrique de Villena. Añadióle que él había recibido del
conde de Cangas la rara prueba de confianza de que pudiese en su nombre
defender su parte en el combate; suplicóle en vista de ello que tomase
á su cargo la acusadora; y por más que se hizo para averiguar la causa
de tan extraña conducta, sólo se pudo sacar en limpio de las cortadas
razones de Hernán Pérez que éste había tenido un rompimiento con su
esposa; advirtióse desde entonces que cuanto hablaba eran palabras
de aborrecimiento y execración, y dirigidas á adelantar el plazo del
combate, de resultas del cual debía él morir ó morir Elvira. El odio
más reconcentrado y profundo había sucedido en su corazón al amor
conyugal. No se pudo negar don Enrique el Doliente á la justa demanda
del ofendido Hernán, y en consecuencia encargó al judío Abenzarsal de
la custodia de Elvira, la cual pasó á poder de éste con su inseparable
pajecillo aquella misma noche. Decidióse al mismo tiempo que se
verificaría el combate, donde quiera que estuviese la corte, al
quinceno día, por cumplirse entonces el plazo que había dado su alteza
al justicia mayor Diego López de Stúñiga para presentarle el reo de la
muerte de doña María de Albornoz. Si éste le presentaba con las pruebas
legales del delito, excusaríase la prueba del combate. De lo contrario,
no quedando otro medio que recurrir al juicio de Dios, sería aquél
inevitable.
Con respecto á Elvira, sólo diremos que desde aquella funesta noche en
balde intentó tener con su esposo una explicación: negóse éste á todas
sus demandas, y la infeliz, sumida en la mayor desesperación, esperó en
un continuo llanto y congoja el día en que había de desenlazarse tan
terrible drama, y en que había de verse expuesta á los riesgos de un
combate por causa suya, y por una imprudente generosidad, que no era
tiempo ya de remediar, la vida de su desdichado amante, si es que éste
no había perecido ya, como tenía motivos para creerlo, en la funesta
noche de su última entrevista.
Puesta á recaudo como estaba, y no permitiéndosele comunicación alguna
sino con el paje, sólo pudo saber en el particular lo que todo el mundo
sabía, esto es, que el doncel había desaparecido, cosa que no daba poco
que decir en la corte. No se le podía ocultar á Elvira que cualquiera
que hubiera sido la suerte del doncel, su tenacidad, y el empeño con
que á todo trance había querido defender su moribunda virtud había
tenido gran parte en ella. No le podía pesar de ello; pero era bien
triste reflexionar cuán horrible premio daba el cielo á su conducta.
Ora pensando en su esposo, ora en su crítica situación, ora en un amor
desdichado que en vano había pretendido lanzar de su pecho por todos
los medios posibles, pasábase la desgraciada Elvira los días y las
noches de claro en claro sin dar reposo á la lucha de encontrados
sentimientos, que tenían dividida su deplorable existencia.
La nueva que llegó á la corte el día mismo que debía haberse trasladado
á Otordesillas hizo variar de determinación á don Enrique el Doliente,
como ya saben nuestros lectores, y el día del combate la cogió por
tanto en Andújar.
Amaneció este día, y nadie en la corte pudo dar razón al rey, cuidadoso
é impaciente, del ignorado paradero del doncel: don Luis Guzmán fué el
único que pudo exponer sencillamente cómo Hernando, fiel criado del
doncel, le había visitado en la noche del sarao, manifestándole sus
dudas y temores, y encargándole el equipaje de su amo mientras él se
dedicaba á averiguar su paradero, de que tenía vagas sospechas. Pero
afirmó en seguida que desde entonces no había vuelto á tener noticia
alguna ni del doncel ni de Hernando. Todos los que conocían, sin
embargo, el pundonor caballeresco de Macías, no dudaban un punto que se
presentaría en la lid el día emplazado, tanto más cuanto que se habían
publicado los convenientes edictos y pregones; á no ser que hubiese
muerto, acontecimiento que nadie tenía motivos de sospechar. Muchos
achacaron la ausencia del doncel á alguna hechicería de don Enrique
de Villena y del judío, pero desde sospecharlo á saberlo había tanta
distancia como hay de la mentira á la verdad.
Regocijábanse en tanto secretamente aquellos dos intrigantes del feliz
éxito de su manejo; sobre todo Villena, que había conseguido llevar á
cabo su proyecto sin necesidad de cargar su conciencia con el peso de
sangre ajena, descansando en la vigilancia de su emancipado juglar y
en la fortaleza de su castillo, lleno todo de gentes á su devoción,
curábase poco ya del combate, que mal podía verificarse sin la
presencia del doncel. Verdad es que debía quedar condenada Elvira como
calumniadora, pero esperaba que su mucho valimiento, y el que debía
aumentársele sobre todo con el triunfo que el cielo le preparaba aquel
día, le bastaría para salvar la vida de la infeliz Elvira; cosa que
intentaba pedir inmediatamente á su alteza, proponiendo la conmutación
de la pena que imponía la ley en un encierro perpetuo. De esta manera
conciliaba el buen don Enrique, con el triunfo de sus intrigas,
la tranquilidad de su conciencia, haciendo por una y otra parte
transacciones con su ambición, y con la voz secreta que le gritaba en
el fondo de su corazón, que no dejaba de ser culpable por haber evitado
la muerte de Elvira y del doncel.
Á pesar de la ausencia de éste, anunciaron los farautes el aplazado
combate, y reunida la pequeña corte que llevaba consigo don Enrique el
Doliente, éste se constituyó en audiencia sentándose debajo del dosel
regio preparado para la ceremonia que debía verificarse.
Sentado su alteza, y rodeado del buen condestable Rui López Dávalos, de
su físico Abenzarsal, de su camarero mayor, y de las demás dignidades
de palacio, compareció ante el trono, llamado por un faraute, el
ilustre don Enrique de Villena, conde de Cangas y Tineo, precediéndole
dos farautes suyos, y un escudero con el estandarte en que se veía
lucir su escudo de armas ricamente recamado; seguíanle numerosos
caballeros y escuderos de su casa, vasallos suyos. Requerido por el
faraute de su alteza, expuso brevemente la demanda que de justicia
había hecho en otra ocasión sobre la muerte de su esposa la condesa
doña María de Albornoz. Concluida esta ceremonia, pidió cuenta su
alteza á su canciller mayor del sello de la puridad de lo que en el
asunto había determinado: recordó éste el cargo que había dado su
alteza de averiguar el hecho al justicia mayor, cometiéndole el cuidado
del castigo. Adelantóse entonces Diego López de Stúñiga, é hizo breve
relación de los pasos que había dado para la averiguación de aquel
horrendo crimen, el cual sin embargo había permanecido oculto, sin
duda, añadió, por los incomprensibles juicios de Dios, que se reservaba
el castigo de tan gran maldad. Oído el justicia mayor, prosiguió
el canciller relatando cómo en ese tiempo se había presentado una
acusadora del mismo don Enrique de Villena, achacándole aquel propio
crimen del que él había pedido satisfacción, y lo demás ocurrido en el
caso.
Hizo entonces su alteza comparecer á la acusadora, la cual, guiada de
Abenzarsal, á cuya custodia estaba confiada, pareció y expuso de nuevo
en la misma forma que la había hecho la funesta acusación, no sin
acompañarla de abundosas lágrimas, que manifestaban bien á las claras
el estado en que se hallaba.
Tomósele de ella juramento, así como á don Enrique de la denegación del
delito, el cual prestaron ambos sobre los santos Evangelios.
Pidiéronse pruebas en seguida á la acusadora; no pudiendo la cual
presentarlas, recordó el canciller que fundado en esto mismo se había
dignado su alteza ordenar la prueba del combate.
Alzóse en seguida un faraute de su alteza, y en voz alta repitió que
era llegado el día en que aquél debía verificarse; lo cual hizo por
medio de largas fórmulas, de que nos dispensarán nuestros lectores.
El canciller en seguida pidió los gajes al acusado y acusadora, que le
entregaron, aquél el guante arrojado por Macías el día de la acusación,
ésta el anillo que en prenda de su persona había entregado al rey en
el propio día. Recogidos ambos por el canciller, fuéles preguntado
á los dos si se hallaban prontos para la prueba del combate que su
alteza había ordenado: esta pregunta estremeció á Elvira, que se vió
sola en el mundo en aquel tremendo instante; pero Villena respondió á
ella con insolente sonrisa de triunfo y de satisfacción. Requeridos
á presentarse ante su alteza los combatientes ó sus campeones
representantes, adelantóse el hidalgo Hernán Pérez de Vadillo, que se
había mantenido oculto basta entonces en el grupo de caballeros de la
comitiva de don Enrique de Villena; Elvira al verle no fué dueña de sí
por más tiempo, lanzó un agudo chillido, y ocultó su cabeza entre los
brazos de una dueña que la seguía. No se alteró el implacable Vadillo;
hincándose por el contrario de hinojos ante su señor natural, pidióle
la venia, dada la cual anuncióse como el campeón de don Enrique.
Este golpe inesperado, y que pocos en la corte sabían, hizo todo el
efecto que el lector puede imaginar, reflexionando como reflexionaron
los presentes que iba á presentarse un caso singular en semejantes
combates. La mujer acusadora por una parte, y el marido campeón del
acusado por otra. Elvira al recibir tan terrible golpe se precipitó á
los pies del trono exclamando:--¡Santo Dios! ¡Rey justiciero, no lo
permitirás, señor!...
Era tarde ya, empero, para deshacer lo hecho, y el faraute impuso
silencio á la acusadora, con duro gesto y ademán, separándola del trono.
Requirióse entonces á Elvira de que presentase su campeón, y á este
requerimiento se sucedió el más profundo silencio. Leíase en los ojos
de Elvira la ansiedad con que esperaba el fin de aquella ceremonia.
En aquel momento hubiera dado su existencia porque no compareciese el
doncel. Temblaba á cada ruido que se oía; todo era para ella preferible
al espantoso espectáculo de ver pelear por su causa á su esposo y á su
amante.
Por último, vino á sacarla de su mortal angustia el tercer
requerimiento del faraute.
Apenas había acabado éste de pronunciarle, cuando prosternándose
Elvira y elevando al cielo las manos y los ojos: --Nadie, exclamó con
loca alegría, nadie. ¡Yo os doy gracias, Dios mío! Señor, continuó
dirigiéndose al rey, no tengo campeón; soy, pues, calumniadora; ¡la
muerte presto; la muerte!
--Señor, se adelantó á decir el canciller al rey, que se levantaba
para decidir en tan arduo caso, debo hacer presente á tu alteza que
antes de declarar infame al doncel tu favorito es fuerza esperarle en
el palenque todo el día de hoy; si entonces no compareciere, á pesar
de los pregones que habrán de repetirse en ese tiempo tres veces, la
acusadora será ejecutada.
--Ya lo ois, señora, continuó su alteza; dentro de una hora concurrirá
la corte al sitio del combate.
Una nube de tristeza profundísima enturbió la frente pálida de Elvira,
que quedó sumergida en el silencio de la desesperación. Don Enrique
de Villena triunfaba, y una mal reprimida sonrisa se dibujaba en
sus labios. Hernán Pérez de Vadillo parecía desesperado de no tener
contrario, y de la inopinada tardanza.
--Señora, dijo don Luis Guzmán, que veía con despecho triunfar á su
enemigo, llegándose al oído de la infeliz acusadora; si mi brazo puede
seros útil, ved que diera mil vidas por ser el acusador.
--¡Ah! señor, repuso Elvira dirigiendo al caballero una mirada de
agradecimiento, dejad morir á una desdichada. Levantó entonces los
ojos al cielo, y añadió para sí con dolorosa expresión: ¡Él ha muerto
también! ¡Y mi esposo me desprecia! Bajó en seguida los ojos, y dos
farautes, notando el pequeñísimo diálogo que quisiera prolongar don
Luis Guzmán, la separaron, advirtiendo á éste que la ley prevenía toda
incomunicación con la acusadora.
Bajó entre tanto su alteza del trono, y preparóse la corte á asistir al
sitio del combate, donde debía esperarse el campeón de Elvira.
Don Luis Guzmán vió salir á todos con despecho reconcentrado. Su
silencio y su gesto manifestaban cuánto destrozaba su alma impetuosa el
próximo triunfo que esperaba á su rival, y que él había tratado en vano
de impedir con su intempestiva y no aceptada generosidad.

* * * * *


CAPÍTULO XXXVIII

Traidor sois, Payo Rodríguez,
El mayor que ser podía.
Yo vos haré de conocer
Ser verdad lo que decía.
Entraré con vos en lid
Y en ella vos vencería.
--Mentides, Rui Páez Viedma,
Pai Rodríguez respondía,
Por eso sois vos reptado,
No yo que nada debía.
Diéronse luego sus gajes,
Y en el campo entrado habían.
Procuran de se matar;
Muy cruel batalla habían.
_Sepúlveda, rom._

--¿Pararemos aquí, si os parece? decía deteniendo su mula á la puerta
de la hospedería de Andújar un hombre de quien ya hemos dado una
pequeña muestra en la cena á oscuras que describimos en capítulos
anteriores.
--Como gustéis, repuso su compañero de viaje, á quien sólo por su
muletilla favorita habrán conocido ya nuestros lectores.
--¡Ah, de la hospedería! ¡Buena gente!
--¿Quién es la buena gente? replicó una voz agria y descompasada,
semejante al desapacible chirrido de una chicharra, la cual salía del
endeble cuerpo de una vieja mal humorada que acababa de asomarse á una
fenestra. No hay posada.
--Como gustéis, replicó apeándose Nuño; pero reparad, buena Beatriz,
que somos, es decir, que soy vuestro compadre el de Arjonilla...
--¡Si digo que está llena la casa! no hay posada, compadre, tornó á
decir la vieja.
--Como gustéis, Beatriz; pero ved que no la pido para mí, sino para
esta mi bestia, que es como sabéis la niña de mis ojos; no hay mula
mejor en la comarca: miradla despacio; es compra que le hice al prior
del convento de Arjonilla; miradla, y compadeceos y hacedla un lugar en
la cuadra.
--Os digo, replicó la vieja, que como no queráis meterla conmigo en
mi camaranchón, no hay donde. Y no os canséis, Nuño, concluyó la
vieja; cerró después de golpe la ventana, y se alejó con un gruñido
prolongado, como se aleja tronando la tempestad.
--¡Buenas noches! dijo soltando una carcajada el compañero de viaje de
Nuño.
--¡Maldita vieja! dijo Nuño. ¡Cuerpo de Cristo!
--Vaya, Nuño, no os desesperéis. Está visto que ha venido media
Andalucía á la fama del juicio de Dios que se celebra por la prueba del
combate en este pueblo, que Dios bendiga.
--¿Y qué hacemos, señor montero? ¿Os parece que nos recibirá en su
audiencia el señor justicia mayor con mulas y todo?
--Paréceme que no; pero pudieran quedar las bestias con el mozo en las
afueras del pueblo.
--Como gustéis, repuso el buen Nuño.
Apeáronse nuestros viajeros, y dejadas las caballerías al mozo,
dirigiéronse hacia el palacio donde se hallaba la corte hospedada.
--He aquí lo que digo, iba refunfuñando el montero. Dad el pie, y os
tomarán la mano. Ofrecíme á hacer un servicio á Peransúrez, y exigióme
ciento. ¿No era bastante andar un día entero tras unos hábitos viejos
de nuestro padre san Francisco, que no fué poca fortuna encontrar,
merced á las muchas liebres que regala uno al padre sacristán? No,
sino veníos después con letras para el señor justicia mayor de no sé
qué dueña ó qué doncella encantada... ¡Voto va! ¡Muchacho! añadió el
montero deteniendo á uno que corría hacia la plaza del pueblo, ¿nos
daréis razón del señor justicia mayor?
--¡Ah señor! en mala hora venís, repuso el muchacho; ya no dejan
pasar los archeros y ballesteros hacia palacio; la corte va á salir
al palenque... ¿no veis cómo corre todo el mundo? Si venís á ver el
duelo, mejor haréis en llegaros á la plaza. Acaso podréis acercaros al
señor justicia mayor, que ha de estar allí, dijo el muchacho, y siguió
corriendo. Agrupábase la gente cada vez más por todas partes, y bien
vieron nuestros viajeros que no les quedaba más recurso que seguir el
consejo del muchacho.
--¡Ea! vamos, dijo Nuño; si allí le podemos dar alcance, sea en buen
hora; si no, tenga Peransúrez paciencia, y acabada la fiesta haréis su
comisión: ¿ha de correr tanta prisa?
--Mucho me dijo que urgía, pero á la buena de Dios. El hombre propone...
--Y Dios dispone, concluyó el buen Nuño. Siguieron en seguida el curso
de la gente, y no tardaron en llegar á la plaza.
Habíase construido un palenque de ochenta pasos de ancho y de cuarenta
de largo: en una extremidad un cadalso se hallaba levantado, y
ricamente entapizado de paños negros; en él debían sentarse los jueces
del campo. Hacia el comedio de uno de los lados un balconcillo de
madera, forrado de paño color de grana bordado de oro, debía servir
para el rey y su comitiva. Al uno y otro lado del palenque dos garitas,
semejantes á las que se construyen en el día para los centinelas,
estaban destinadas para dos hombres, que debían dar desde ellas lanzas
y armas nuevas á los combatientes, en el caso de romper las suyas en
los primeros encuentros sin acabarse el duelo.
Al rededor del palenque, y donde habían dejado lugar para ello las
bocas-calles, habían arrimado los habitantes carros y carretas para ver
más cómodamente el tremendo combate. Coronaba ya la concurrencia los
puntos más altos de la plaza, y empujábanse las gentes unas á otras en
los más bajos para alcanzar puesto cuando llegaron Nuño y su compañero.
--¿Habéis oído decir por qué es el duelo? preguntaban unos.
--Sí, respondían otros. El nigromante de don Enrique de Villena, que
hechizó á su mujer, es acusado por ello.
--Bien hecho; no, sino que nos hechicen cada y cuando quieran esas
gentes que tienen pacto con el diablo.
--Callad, maldicientes, gritaba una vieja. ¿Qué sabéis vosotros de lo
que decís? No la hechizó, sino que la condesa desapareció, y aseguran
que fué muerta por unos bribones pagados, á causa de unos amores, lo
cual se supo porque noches antes le habían dado una serenata...
--¡Ah! ¡ah! ¡ah! mirad la madre Susana con lo que nos viene, exclamaba
otro. Matóla su marido, sí, señor, y hay quien sabe el porqué.
¿Hubiera, si no, una dama tan discreta y hermosa como la señora Elvira,
muy amiga por cierto de la condesa y que estaba en sus secretos,
cometido la ligereza de?...
--Eso no, ¡pesia mí! maese Pedro, interrumpió un mozalbete mal
encarado; ¡que no ha menester una mujer muchos motivos para cometer una
ligereza!
--¡Calle el deslenguado! gritaba una doncella bien apuesta y ataviada
para el combate como para una función; ¿qué sabe él lo que son mujeres?
Deje crecer sus barbas y hable de tirar piedras.
--En hora buena, replicó el mozo; pero lo que yo digo es que el combate
no se verificará...
--¿No, eh?
--No, señor; porque el campeón de la acusadora no parece.
--Sí, parecerá, repuso un recién llegado. En alguna redoma.
--¡Oh! y qué bien decís, ¡voto á tal! hay quien asegura que entre el
judío... maldiga Dios á los judíos.
--Amén.
--Amén.
--Amén.
--Pues sí; hay quien dice que entre el judío y el de Villena han echado
un conjuro al señor doncel, aquel caballero tan cumplido, y le tienen
en una redoma más larga que la cigüeña de la torre, donde ha menester
cuarenta días para convertirse luego en un cuervo como el rey Artus.
--¡Otra tenemos! gritó soltando la carcajada un petimetre incrédulo de
aquel tiempo. ¡Buena está la invención de la redoma! El hecho de verdad
es que ese caballero tan cumplido andaba enredado en amores con la dama
acusadora; halos sorprendido el marido, y...
--¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios nos perdone, y qué cosas oye uno á los
barbilampiños de estos tiempos! exclamó una dueña quintañona, hincando
el codo para pasar, y mirando con ojos zainos á un mancebito que
parecía más reservado que el que tenía la palabra. ¡He aquí por tierra
en un instante el honor de una dueña!
--Vaya, madre, no se enfade, repuso el que había recibido la repasata,
y cuide de su honra, sin andar enderezando la de nadie, que todos
habemos menester...
--¿Qué irá á decir el desvergonzado? interrumpió toda azorada y
encendida la quisquillosa mojigata.
--¡Ea! ¡ea! dijo Nuño; dejen esas cuestiones, y miren á los trompeteros
que se entran ya en el palenque. Seor montero, veníos hacia acá,
continuó, y veamos de dar vuelta á la plaza, por si podemos llegar á
dar esas letras que traéis al señor justicia mayor.
Acababan de entrar efectivamente en el palenque dos trompeteros
anunciando con fúnebre sonido el principio de la ceremonia del combate.
Venía detrás de las trompetas un rey de armas y dos farautes. Seguían
ministriles con instrumentos músicos, y varios ministros del justicia
mayor: dos notarios para testimoniar y dar fe de lo que acaeciese; los
dos jueces del campo elegidos por su alteza que fueron el muy buen
condestable don Rui López Dávalos y el juicioso y entendido en armas y
letras don Pedro López de Ayala. Detrás el justicia mayor Diego López
de Stúñiga, vestido como los demás de gala y ceremonia, cerraba la
comitiva. Subió toda al cadalso revestido de paño negro, en el cual
se colocó según la preeminencia de puestos debida al empleo de cada
uno, y á ella se agregaron dos persevantes. Entró en seguida en su
balconcillo, ó mirador, su alteza acompañado de su físico Abenzarsal,
del arzobispo de Toledo, de su confesor fray Juan Enríquez, y de varias
dignidades de palacio que á semejantes oficios debían seguirle.
Proveyeron los jueces la liza de gente de armas que asegurase el campo,
y fueron treinta buenos escuderos con más ballesteros y piqueros, de
los cuales colocáronse unos en ala bajo el balconcillo de su alteza, y
otros en varios puntos extremos de la liza.
Entró en seguida un eclesiástico, y dirigiéndose hacia el extremo
enfrente de los jueces, donde habían hecho levantar éstos un altar con
preciosas reliquias y ricos ornamentos, y en el cual debía celebrarse
el santo sacrificio de la misa.
Enfrente del balconcillo de su alteza habíanse levantado, bastante
apartados entre sí, dos pequeños cadalsos de tablazón revestidos de
paños negros bordados de oro; hasta el uno entró conducida y custodiada
por cuatro archeros una mujer joven cubierta de un velo negro que
la tapaba toda: ocultaba su blanca espalda y torneada garganta su
cabellera brillante como el ébano. No era ya aquella perfecta hermosura
fresca y lozana que había deslumbrado tantas veces á la corte toda de
don Enrique el Doliente. Su rostro pálido y prolongado por la continua
aflicción; sus ojos hundidos y rodeados de un cerco oscuro; su frente
mancillada por la adusta mano del dolor; su mano descarnada y trémula;
su paso vacilante y sus ardientes lágrimas manifestaban cuán grande era
su pesar. Seguíala al lado, vestido de gala, el pajecillo Jaime, que de
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