Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 16

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plantas, la condesa, de rodillas conforme había caído al querer huir,
hacía inconcebibles esfuerzos para desasirse de aquellos lazos crueles
que la detenían.
--¿No firmaréis? repitió cuando la tuvo más sujeta don Enrique: ¿no
firmaréis?...
En este momento se oyó una puerta que, girando sobre goznes ruidosos,
iba á dar entrada en el salón á Elvira, que asustada acudía á las voces
de su señora.
--Sí, gritó levantándose la de Albornoz animada con el ruido de la
puerta, que hacía perder asimismo su posición opresora al conde: sí,
firmaré, firmaré; y añadiendo _pero de esta manera_, y precipitándose
sobre el pergamino lo arrojó al fuego inmediato sin que pudiera
evitarlo don Enrique estupefacto, á quien había quitado la acción la
inesperada visita de Elvira.
--¿Qué tenéis, señora, que dais tantos gritos? preguntó azorada Elvira
echando una mirada exploradora de desconfianza hacia el conde, que con
los brazos cruzados, pero sin pensar en esconder el puñal, parecía su
propia estatua enclavada en medio de su casa.
Arrojóse la condesa en brazos de Elvira sin tener aliento sino para
exhalar tristísimos ayes y profundos suspiros, y regar con abundantes
y ardientes lágrimas el pecho de su camarera, donde ocultó su rostro
avergonzado.
Volvió el conde al mismo tiempo las espaldas, sonriéndose con cierta
expresión sardónica de desprecio y de indignación, y sin proferir una
sola palabra que pudiese dar á Elvira la clave de lo que entre sus
señores había pasado, anduvo varios pasos; escondió su puñal en la
vaina, y al llegar á la pared apretó con su dedo un resorte oculto en
la tapicería, el cual cedió y manifestó una puerta de la altura y ancho
de una persona, secretamente practicada en aquella parte. Por ella
desapareció como un espectro que se hunde en una pared, ó que se borra
y desvanece al mirarle detenidamente; que no otra cosa hubiera parecido
el conde al espectador que le hubiera mirado estando ignorante de la
salida misteriosa, la cual no dejó después de su desaparición la menor
señal de fractura, raya ó llave por donde pudiese conocerse que no era
obra de magia ó de encantamiento.

* * * * *


CAPÍTULO IV

Éste es aquel Albenzayde
Que entre todos tiene fama.
_Floresta de var. rom._

La cámara de don Enrique de Villena, adonde vamos á trasladar á nuestro
lector, era una verdadera rareza en el siglo XV. Una ancha y pesada
mesa, que en balde intentaríamos comparar con ninguna de las que entre
nosotros se usan, era el mueble que más llamaba la atención al entrar
por primera vez en el estudio del sabio. Varios voluminosos libros,
de los cuales algunos abiertos presentaban á la vista del curioso
gruesos caracteres góticos estampados, ó mejor diremos dibujados sobre
pulidas hojas de pergamino; un reloj de arena; un enorme tintero, cuyos
algodones hubieran podido prestar zumo para varios tomos en folio; dos
ó tres lunas redondas, de aquéllas con que solía surtir la reina del
Adriático entonces á las personas ricas; algún espejo metálico girando
sobre un eje á la manera de los modernos tocadores de las damas; varios
instrumentos groseros de matemáticas, que el vulgo creía talismanes
mágicos, y no pocos alambiques y redomas aplicables á usos químicos,
si así podemos llamar á las confecciones misteriosas de los que en
aquella época encanecían buscando la piedra filosofal ó la esencia del
oro; crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de física, eran
los objetos que cubrían la mesa que hemos procurado describir. Veíanse
á otra parte de la habitación armas ofensivas y defensivas, que, según
la estima que en aquellos tiempos belígeros tenían, no dejaban nunca de
verse en las cámaras de los caballeros; una lámpara de cuatro mecheros,
suspendida del artístico artesón, y otra manual y más pequeña colocada
entre la confusión de objetos que llenaban la mesa, iluminaban el
laboratorio del conde de Cangas y Tineo.
Un enorme sillón de baqueta, donde hubieran podido sentarse cómodamente
más de dos personas, completaba el ajuar del misterioso personaje de
nuestros primeros capítulos.
En la noche á que nos referimos, y á una hora medianamente avanzada
consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un
hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento á Ferrus con sólo
notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza con que
paseaba á lo largo y á lo ancho en una habitación de que ciertamente no
era él el dueño. Después de un momento de pausa,--Rui Pero, dijo en voz
baja Ferrus, Rui Pero.
Á esta interpelación se manifestó otro hombre en la cámara.
--¿Habéis llamado, señor Ferrus?
--Sí: ¿se ha recogido todo el mundo?
--Sólo queda en pie el ballestero de la parte exterior de la puerta.
--Bien.
--Y yo, que como camarero de nuestro amo estoy aguardando su venida
para prestarle los servicios de mi cargo.
--Es inútil: yo le serviré.
--Mirad que soy su camarero.
--Le serviré, os he dicho; sé sus intenciones.
--En ese caso me retiraré.
--Es lo mejor que podéis hacer.
--Buenas noches, señor Ferrus.
--Esperad... decidme antes, ¿no habría algún paje cerca, por si fuese
necesario después servirse de una tercera persona?...
--Jaime ha quedado conmigo: está en la antecámara.
--Llamadle.
--Está bien.
--Id con Dios. Ya se fué... no sé por qué razón, dijo para sí luego que
estuvo solo el juglar mirando á todas partes, no sé por qué razón he
de tener miedo, cuando estoy solo en esta cámara. Verdad es que nunca
he podido comprender cómo hay hombres valientes; y eso que en más de
un encuentro me he hallado yo mismo con el enemigo; pero puedo jurar
que me da más miedo esta soledad que la compañía de diez Moros y veinte
Portugueses en un día de batalla. Estas voces que corren de que mi amo
es nigromante y este aparato... ¡Dios me valga! no tocaría á una redoma
de ésas por mil cornados... ¿Quién sabe cuántas legiones de demonios
podrán caber en cada una?... No será malo hacer la señal de la cruz y
santiguarme... ¿Qué es esto?... ¡Ah! no es nada; es mi sobrecapote,
lo estaba pisando: hubiera dicho que tiraban de mí... Disimulemos el
miedo; ya está aquí el paje: es preciso buscar un pretexto para estar
acompañado.
Á esta sazón entraba ya un pajecito que podría tener catorce ó quince
años todo lo más.
--El camarero dice...
--Sí, el camarero dice bien, interrumpió Ferrus sin enterarse, y sin
saber todavía qué pretexto suponer para justificar aquella intempestiva
llamada. ¿Dormías, Jaime?
--Pésia mi alma si he podido en mi vida pegar los ojos en esta maldita
cámara. El miedo me tiene más despierto que una liebre.
--¿El miedo?
--Pienso que puedo hablar francamente con el señor Ferrus, y que no irá
á decir á su señoría...
--Habla sin temor. Vamos, el muchacho es de los míos, dijo para sí el
ingenioso juglar.
--Si va á decir verdad, puedo jurar por el salto que dió el Cid sobre
la puerta de Burgos estando un día á caballo, según nos cuentan...
--Adelante.
--Puedo jurar que no veo sino espíritus del otro mundo... y á cada paso
se me antoja que me arrebatan por los aires...
--¡Eh! interrumpió Ferrus echando una mirada á todas partes. ¡Bah!
niñerías, Jaime, niñerías; yo te creí hombre de más valor. ¡Qué
valiente es uno, añadió para sí, cuando está con un cobarde!
--¿Niñerías? ¿os parece, señor Ferrus, que cuando las gentes han dado
en hablar de la magia blanca ó negra, que ni aun eso quiero saber, de
nuestro amo, no se lo tendrán bien sabido? Si hubierais de dormir, como
yo, algunas noches tabique por medio con nuestro señor conde, ya me
darías noticias de las niñerías; y si no decidme, ¿con quién habla mi
amo cuando no habla con nadie?
--Claro está, con nadie.
--Quiero decir cuando está solo.
--¿Y con quién puede hablar?
--¿Con quién ha de ser? con el diablo que me lleve: ello es que habla,
y que á él nadie le responde, y que se pasa las noches de claro en
claro trabajando y afanando sobre esos cacharros que llama crisoles y
rodeado de llamas, y que anda un olor tal que, Dios me perdone, si se
me pasa por la imaginación hacer conocimiento con el pomo de esencias
de donde lo saca... Venid aquí, añadió el barbilampiño cogiendo de la
mano inesperadamente á Ferrus, que se estremeció al sentirse tocado
en tan crítica circunstancia; venid aquí, decidme qué significan esos
garabatos que escribe sobre ese papel, y si no son signos diabólicos...
¡Mal año para mí! si quiero permanecer más tiempo al servicio del señor
conde... no, sino estéme yo aquí y llévese el diablo mi alma una noche,
sin tener arte ni parte en los productos que sin duda le dará á nuestro
amo por precio de la suya. Os digo que no se pasarán tres días sin que
me torne al servicio de mi hermosa prima Elvira. Á lo menos allí no hay
más hechizos que los de sus ojos.
--¡Tate! señor paje, ¿conque se os entiende también á vos de esotros
hechizos?
--Os aseguro que no estoy para aplaudir vuestras gracias. Mirad bien
esos caracteres.
--Bien, paje, pero no hay necesidad de acercarse tanto: verdad es
que son raros; imagino sin embargo, añadió el coplero afectando una
indiferencia que estaba muy lejos de sentir, imagino que ésos pueden
ser versos, porque has de saber que el conde hace versos... y como ni
tú ni yo sabemos leer ni escribir, acaso maliciemos...
--¡Voto va! ¡no sabéis escribir! ¿Pues no hacéis vos trovas también?
--Cierto que hago trovas, y las canto, que es más; empero no las
escribo.
--¿Eh? ¿no digo yo que ésos serán encantos?... Mirad, Ferrus, os quiero
porque nos soléis hacer reir en el hogar con vuestras sandeces, quiero
decir, con vuestras sales... yo os aconsejaría que imitarais mi
ejemplo, y os vinierais...
--Eso no, señor paje; paso, paso, que antes me dejaré llevar de todos
los espíritus que tengan el menor interés en especular con mis huesos,
que abandonar á mi amo. Verdad es que no las tengo todas conmigo;
pero todos los caballeros de la Tabla Redonda, incluso el rey Artus,
que se volvió cuervo, ni los doce de Francia no me convencerán de que
don Enrique de Villena es tonto, y si él sabe más que yo, quiero yo
perderme cuando él se pierda...
--Á la buena de Dios, señor Ferrus; ¿mas no oí pasos?
--¡Santo cielo! exclamó Ferrus. ¡Ah! sí, es don Enrique; sí, será don
Enrique; vete retirando... poco á poco... ¡Jaime! más despacio; pudiera
ser que no fuese él...
Miraba atento Ferrus á la parte de donde provenía el rumor á tiempo
que el paje, de suyo poco inclinado á esperar aventuras de ninguna
especie, y menos de aquella á que él se figuraba pertenecer la que se
presentaba, se había puesto ya en salvamento en la antecámara, donde
le parecía que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos de
las maléficas redomas que tanto temor le infundían. Santiguábase allí á
su placer, y dábase prisa á besar una santa reliquia, que en el pecho
para tales ocasiones llevaba con más fervor que besaría un enamorado la
blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las suyas.
Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que el ver alguna
desmesurada fantasma ó ridículo endriago que viniese á pedirle cuentas
de su mal pasada vida. Abrióse por fin una puerta tan secreta como la
que en nuestro capítulo anterior hablando del salón dejamos descrita,
y se presentó á los ojos del espantado confidente la persona del mismo
don Enrique, á la cual daba cierto aire nada tranquilizador la escena
que acababa recientemente de pasar entre él y su desdichada esposa, la
de Albornoz.
--¡Maldita tenacidad! entró diciendo con voz iracunda el enojado conde
sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden
que de esperarle en su cámara le tenía anteriormente conferida. Mal
conoce á don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el
camino de sus planes, añadió acercándose á la mesa; resiste, infeliz,
resiste mañana todavía, y conocerás bien pronto quién es don Enrique de
Villena.
--Señor, perdonadme si os he ofendido, exclamó hincándose de hinojos el
espantado Ferrus, é interpretando contra sí el sentido de las últimas
palabras del conde, únicas que había oído distintamente. Perdonadme...
--¡Ah! ¿estás ahí? dijo Enrique volviendo en sí: ¿qué haces en esa
postura, ¿rezas, insensato?
--Sí, gran señor, insensato, pero te juro que mi intención es buena.
--Alza, ¿has perdido el juicio? Bien que nunca le tuviste. Alza,
miserable, ¿no sabrás distinguir jamás cuándo es ocasión de farsas, y
cuándo no?
--Dios me perdone, dijo levantándose Ferrus; Dios me perdone mis muchos
pecados. Dame tus órdenes, y te probará tu esclavo si desconoce la
oportunidad de servirte.
--¿Estás solo?
--Solo, con mi miedo, iba á decir el intempestivo juglar, pero el gesto
mal encarado de su amo le recordó lo que acababa de decirle en aquel
tono que tiene tanto prestigio sobre las almas débiles. Solo, señor,
pronunció titubeando. Jaime es el único que vela en la antecámara.
--Dale las señas de la habitación del caballero que ha llegado esta
mañana de Calatrava. Que llegue á ella, que dé tres golpes, y que
pronuncie mi nombre en voz baja; nada más. Es señal convenida.
Salió Ferrus á obedecer la orden de su señor, y no tardó mucho en
volver á entrar con la noticia de que quedaba desempeñada su comisión
con el mismo celo de que tantas pruebas tenía dadas.
--En buen hora, Ferrus. Llégate más cerca y habla bajo. Conozco
tu celo, y tú conoces mi poder. Hasta la presente creo haberte
recompensado más allá de tus esperanzas, y aun más allá de lo que tus
méritos exigían.
--Estoy harto pagado con el honor de servirte, dijo el astuto juglar.
--Bien, dejemos lisonjas que tú no crees ni yo tampoco; toma esas
monedas: cada cornado que aceptas debe pesar más que plomo en tu
bolsillo si piensas faltarme algún día; del plomo sabría hacer oro
si lo hubiese menester; pero también del oro sabré hacer fuego si tu
conducta...
--Ofendes á Ferrus, señor.
--Quiero creerlo así: escucha, dame el pergamino que te he confiado.
Bien. El maestre de Calatrava ha muerto: ésta es la nueva que aquí me
dan.
--Dios le haya perdonado, y tenga su alma...
--Bien; ésas no son cuentas nuestras. Atiende primero, luego le
encomendarás: en el estado en que está, puede esperar mucho tiempo; lo
mismo es hoy que mañana. Nadie sabe en la corte todavía este importante
suceso. El doncel favorito de Enrique III ha llegado á darme este
aviso, y no ha descansado desde Calatrava hasta Madrid. Es preciso ser
gran maestre de Calatrava antes que nadie piense en pretenderlo.
--Tendrás, señor, por enemigo á don Luis Guzmán, sobrino del muerto.
--Despreciable enemigo: otro tengo más cerca, Ferrus, y más temible.
--¿Más temible y más cerca?
--Sí, más cerca y más temible. Soy casado.
--Cierto que es mal enemigo la mujer propia...
--El instituto de la orden exige voto de castidad.
--También es mal enemigo ese voto.
--Tregua á las chanzas, Ferrus. No es el enemigo el voto, ni en eso
pudiera yo pararme. ¿Pero cómo combinar ese voto con mi estado?
--No serás el primero que se haya divorciado; yo te citaré ejemplos...
--Ninguno ignoro, y el paso ya le he dado, pero inútilmente; he
levantado la caza y he perdido el rastro. La de Albornoz ha dado en
el más raro desatino que se pudiera imaginar, ama á su marido y es
constante.
--Con todo, es mujer.
--Desgraciadamente, como hay pocas.
--¿Es posible?
--Y sin embargo es preciso buscar un medio.
Quedóse un momento pensativo el conde como hombre que busca en su
imaginación agotada algún arbitrio, ó que espera en la inacción que
la casualidad le presente alguna idea luminosa que él se siente
desesperado ya de encontrar.
Ferrus discurría en tanto más de prisa, y aun un buen fisonomista, al
ver sus ojos inciertamente fijos en el conde y sus labios moverse por
sí solos maquinalmente, hubiera conocido cuan importantes reflexiones
ocupaban su cabeza, que era en realidad mejor y más firme de lo que á
él le convenía aparentar. Bajo el velo de una lealtad ciega y de una
estupidez atolondrada, ocultaba vastos planes, que sin duda hubiera
llegado á realizar si la educación ignorante que había recibido en la
clase ínfima de la sociedad no le hubiera rodeado de preocupaciones
y supersticiones vulgares, que continuamente se atravesaban como
obstáculos insuperables en el camino de su ambición. En una palabra, no
era el malvado bastante impío para las exigencias de su ambición. Ya
hacía tiempo que varias conversaciones que había tenido con el conde le
habían iluminado acerca de sus miras de alcanzar un maestrazgo; porque
es de advertir que Villena, acostumbrado á no ver en Ferrus sino un
juglar grosero é incapaz de planes para sí, lo tenía á su lado y en su
favor con preferencia á cualquier otro: contaba con que era bueno para
ejecutar, y á la par incapaz de penetrar los motivos de sus acciones,
las cuales no siempre los tenían tan buenos que pudiese él gustar de
que por el conducto de algún incauto ó taimado confidente llegase
nunca el público á saberlos. Hacíase el conde además la doble ilusión
tan común en los hombres, y especialmente en los de talento, de creer
que era sumamente dificultoso escudriñar las causas de sus acciones
y encontrar el hilo de sus intrigas. Así que, en muchas ocasiones
en que no esperaba nada de la inventiva de su confidente, contábale
sin embargo sus cuitas y hablaba alto delante de él, depositando
en el taimado Ferrus sus más importantes secretos, con la misma
tranquilidad con que deja un Moro sus pecados en el agujero practicado
para el descargo de su conciencia. Si quería Ferrus influir en las
determinaciones de su señor, soltaba las ideas que á su entender había
de aprovechar; pero soltábalas como ideas ocurridas al acaso sin plan
ni conocimiento, y riéndose él primero de su supuesto desatino: tenía
de este modo la habilidad de hacer que creyese don Enrique que eran
suyas propias las ideas que más de una vez le hacía él solo adoptar.
Las más veces se contentaba con escuchar, afectando una completa
inmovibilidad é indiferencia en sus facciones, actitud que le favorecía
mucho para no perder una sola palabra; y en estas ocasiones se hubiera
creído que don Enrique y su juglar eran un solo ente compuesto de dos
personas: la una sublime é inteligente que debía discurrir, hablar y
proponer, y la otra material y bruta encargada de escuchar.
En la circunstancia actual revolvía Ferrus aceleradamente en su
imaginación las ventajas que de lograr Villena el maestrazgo le podrían
resultar, y cierto que no eran pocas. Don Enrique de Villena era rico
por sí, es verdad, pero la pérdida de su marquesado de Villena le
había privado de un sinnúmero de castillos y vasallos, y su condado de
Cangas y Tineo estaba casi en su totalidad reducido á tener bajo su
jurisdicción dos ó tres de los mejores montes de oso de toda España.
Las posesiones que su mujer le había traído en dote eran pingües, mas
nunca había querido contar con ellas como cosa suya, porque habiéndose
llevado siempre mal con la de Albornoz, conocía que tarde ó temprano
había de llegar entre ellos el punto de una eterna separación, y el
caso por consiguiente de restituir lo que sólo en calidad de dote había
recibido. Los maestres de las tres órdenes militares de Santiago,
Calatrava y Alcántara, eran entonces tres potentados á quienes sólo la
corona faltaba para poderse llamar reyes. Una infinidad de riquezas,
castillos y vasallos no reconocían otro dueño, y su inclinación á
cualquier partido hacía un contrapeso casi imposible de vencer por el
mismo rey con todo su poder.
Todo esto sabía Ferrus, y bien se le alcanzaba que cuanto creciese
en gloria su señor crecería él en poder, y aun ¿quién sabe si habría
concebido entre sus miras ambiciosas la de ser armado algún día
caballero, y verse alcaide de alguna fortaleza ó clavero de la orden, ó
aun algo más si el viento le soplaba en popa como hasta la presente le
había felizmente acontecido? Resolvió, pues, en su corazón poner de su
parte cuantos medios estuviesen á su alcance para derribar el obstáculo
que la de Albornoz presentaba á su futura grandeza, sin hacer escrúpulo
alguno hasta de perderla si fuese preciso recurrir á medios violentos,
que al parecer no debía tener adoptados todavía su agitado esposo.
Quiso sin embargo explorar el campo, y soltar alguna expresión por
donde pudiera conocer la firmeza del terreno en que iba á aventurar su
pie mal seguro.
--Es preciso buscar un medio, repitió don Enrique después de otra pausa
de inútil reflexión.
--Si mi mujer, gran señor, se empeñara en estar casada conmigo á la
fuerza, ó me fingiría impotente...
--¿Estás loco? ¿impotente?
--¿Crees, señor, que ella resistiría á esa prueba?... ó... hallaría
algún medio para que se quitase ese obstáculo por el mismo término que
se nos ha quitado el obstáculo del maestre...
--¿Qué quieres decir?... dijo espantado don Enrique.
--¡Eh! dijo Ferrus, afectando una risa estúpida. Digo que si yo, hablo
de mí no más, si yo supiera hacer del plomo oro como ha un rato me han
dicho, también sabría hacer de los vivos muertos: y clavó sus ojos en
los del conde para explorar el efecto que había producido su expresión,
bien como el muchacho después de haber tirado la piedra anda buscando
con los ojos en el espacio el punto que debe marcarle el alcance de su
tiro.
--Lejos de mí semejante idea; si la separación es imposible, no seré
maestre; pero recurrir á una violencia, nunca; todavía no he manchado
con sangre mi diestra: si la intriga no basta no llamaré al puñal ni al
veneno en mi socorro.
--¿La intriga?... repitió vagamente el juglar, convencido de que había
aventurado demasiado: ¿sabes, señor, que si me das licencia yo he de
encontrar de aquí á poco una intriga que te plazga? Tengo una idea, ya
sabes que soy un necio, ó poco menos, pero acaso el espíritu que suele
protegerte se valga de este medio grosero é indigno de tu grandeza para
poner en tus manos el deseado maestrazgo.
--¿Tú, Ferrus?
--Yo, señor: repito que tengo una idea...
--¿La impotencia de que me has hablado? Cierto que la impotencia es
un pretexto excelente, en el último caso... dijo para sí don Enrique,
¿quién se atrevería á probarme lo contrario? ¿Es esa impotencia de que
has hablado? ¿ese medio que me pondría en ridículo y...
--Mejor aún.
--¿Mejor? Habla, Ferrus, habla; te lo mando: me debes tu existencia,
tus ideas.
--¿Y si me engañan mis esperanzas?... ¿si?...
--Habla de todos modos.
--Si quieres que declare mi proyecto, necesito callar un momento y
meditarlo.
--¡Mentecato! ¡necio de mí en creer que de esa cabeza pueda salir una
sola idea luminosa!
--¡De esa cabeza! repitió por lo bajo Ferrus: ¡orgulloso conde! ¿quién
sabe si de ella saldrá un día tu ruina? Y añadió en voz alta: Si me
concedes el permiso de callar, ilustre conde, y el de retirarme en el
acto, el maestrazgo es tuyo.
--¿Mío? ¡imbécil! Y si estoy siendo juguete de una ilusión y de una
quimérica esperanza: juglar, si me haces perder momentos preciosos,
¿qué castigo te sujetas á sufrir?
--La caída de tu gracia, el sentimiento de no haberte podido servir;
¿te parece tan ligero? contestó Ferrus con serenidad.
Este cumplimiento lisonjero del hipócrita desarmó enteramente al
irritado conde. Bien, dijo, te doy permiso; una sola condición quiero
imponerte: supuesto que nada me ocurre á mi propio que pueda ser de
provecho en tan crítica circunstancia, quiero probar tu entendimiento:
¿sabes empero lo que es la vida? ¿Sabes lo que es mi honor? Respeta
la primera en la víctima, y el segundo en tu amo; ¿te acomoda esta
condición?
Una inclinación de cabeza manifestó el asentimiento del juglar.
--En buen hora: á Dios, dijo el conde levantándose, Ferrus: _vida
y honor_; si infringes los tratados, tu sangre me responderá de tu
malicia ó de tu ignorancia, y pagarás cara tu loca presunción: serás la
primera víctima que podrá acusarme de haber borrado un ser de la lista
de los vivientes.
Otra inclinación de cabeza; su elocuente silencio y la resolución con
que Ferrus salió de la cámara tranquilizaron algún tanto al inquieto
Villena, si bien poco ó nada esperaba de la inventiva del juglar.
Volvióse á su sillón después de la marcha del confidente, ora
calculando qué esperanzas podía fundar en su jactancia y seguridad,
ora queriendo adivinar los proyectos del loco, ora disponiéndose en
fin á otra entrevista que debía tener aquella noche misma con un
personaje nuevo, que en el siguiente capítulo daremos á conocer á
nuestros lectores; entrevista que él creía antes que todo, y antes que
el descanso de sus miembros fatigados, necesaria al buen éxito de sus
ambiciosas intrigas.

* * * * *


CAPÍTULO V
De un ardiente vencido,
Dice:--De cuatro elementos,
El fuego tengo en mi pecho,
El aire está en mis suspiros,
Toda el agua está en mis ojos,
Autores de mi castigo.
_Romance del rey Rodrigo_

Hacia otra parte del alcázar de Madrid, y en un aposento que á su
llegada se había secretamente aderezado por las gentes de Villena,
descansaba reclinado en un modesto lecho un caballero á quien no
permitía cerrar los ojos al sueño un amargo pesar, de que eran claros
indicios los hondos y frecuentes suspiros que del pecho lanzaba.
Algo apartado de él, aderezaba una ballesta con aquel silencio
de deferencia propio de un inferior, y á la luz de una mortecina
lámpara que sobre una mesa ardía, aquel mismo Hernando que tan
intempestivamente había distraído de la caza al conde de Cangas y
Tineo, según en el primer capítulo de nuestra verídica historia dejamos
referido.
Á los pies de entrambos dormía un soberbio can, de la familia de los
alanos; y su inquietud y sus sordos ó interrumpidos ronquidos, único
rumor que en medio del profundo silencio variaba la monotonía de los
suspiros de su amo, daban lugar á sospechar que soñaba acaso hallarse
en persecución de algún azorado jabalí en medio del monte enmarañado.
--Hernando, dijo por fin el angustiado caballero, mañana habremos de
madrugar para partir con el alba; recógete y descansa.
--¿Y tú, señor? ¿no tañerás de acogida? respondió Hernando.
Debemos advertir para la más fácil inteligencia de nuestros diálogos
sucesivos que Hernando, hijo de un montero de don Juan I, y montero él
mismo, sólo vivía en la caza y en el monte, y así pensaba él en hablar
otro lenguaje que el de la montería, como por los cerros de Úbeda.
No conocía más amistad que la que con los venados del monte hacía
tantos años tenía establecida, ni más amor que el de su fiel Brabonel:
tal era el nombre del poderoso alano que á sus pies roncaba, al cual
distinguía de todos los demás perros que á la sazón en la corte de don
Enrique tenían nota de valientes, no sólo por su constancia en seguir y
acosar días y noches enteras á la res, sino también por el conocimiento
extremado con que buscaba la osera y escatimaba el rastro y levantaba
al oso donde quiera que estuviese escondido. Pagábale en verdad el leal
Brabonel con usura su marcada afición, y conocíase esto más que en nada
en no querer recibir el alimento sino de la propia mano del laborioso
montero. Sólo se le conocía á Hernando un flaco que contrapesaba
casi siempre con ventaja el cariño que á su perro tenía; á saber,
la fidelidad á su amo, único hombre á quien manifestaba respeto y
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