Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 19

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órdenes del mundo; á saber, cierta simpatía que con una persona ligada
á la suerte de la de Albornoz alimentaba Macías en todas sus acciones.
Pero si estaba decidido á favorecer á las débiles víctimas del poder
del ambicioso conde, no por eso dejaba de conocer cuán dificultoso era,
si no imposible, introducir á aquellas horas un saludable aviso en la
habitación de la condesa ó de su camarera.
Después de largo rato de discurrir, en que desechó unas ideas, adoptó
otras, volvió á desechar éstas, y á adoptar y desechar otras ciento,
fijóse por fin decididamente en una que debió de parecerle la mejor
y la menos arriesgada de ejecutar si la fortuna le ayudaba. No quiso
despertar á Hernando, que sordamente roncaba, para no ser conocido en
la expedición que premeditaba, si llegaba á sorprenderle fuera del
alcázar la madrugada que á largos pasos andando se venía; endosóse
un basto sayo de montero de su criado, su gorro de lo mismo, su tosco
tabardo de paño buriel, ciñó la espada, y tomando debajo del brazo un
objeto que, como trovador, siempre llevaba consigo, salióse pasito
de su estancia, y sin ser sentido llegó hasta la puerta exterior
del alcázar, evitando por corredores y patios conocidos de él las
centinelas interiores que hubieran podido interrumpir su proyecto;
pero llegado allí estuvo tentado varias veces de volver á su aposento
y desistir de su empresa, cuando se oyó dar el _¿quién va?_ del
ballestero encargado de la guarda de aquel punto.
--Un caballero que desea salir.
--Atrás, ¡voto á Santiago! le respondió una voz, ronca del vino ó del
frío de la noche: buena hora de salir á tomar el fresco, cuando está un
cristiano deseando el relevo para calentarse.
No había meditado el doncel este inconveniente: no quedaba sin embargo
más remedio que desistir y abandonar á la condesa á su destino, ó
descubrir su clase de doncel de su alteza, y como tal lograr que se le
abriesen las puertas. Calculando que de todas suertes habría de saberse
al día siguiente su entrada en el alcázar, puesto que ya no podía por
entonces pensar en volverse á Calatrava, decidióse al segundo partido
prontamente; hizo llamar al jefe del pequeño destacamento, y no tardó
en oir su voz, que denotaba el mal humor de un hombre á quien se ha
sacado intempestivamente del sueño para cumplir con un deber.
--Por la Virgen de Atocha, vive Dios, exclamó observando y dejando
ver su oblonga figura, que he de escarmentar al borracho que á estas
horas...
--Mirad lo que habláis, interrumpió Macías al oir hablar sobre sí,
como quien está debajo de una campana, á aquel amalgama de gordura, de
bestialidad y de sueño.
--¿Quién sois, voto va, el que habláis tan gordo? ¡Aaa! prosiguió
bostezando.
--Por Santiago, ya os debía haber conocido en lo que tenéis de común
con los jabalíes del Pardo. ¿Sois vos, Bernardo?
--¿Quién es, repito, por las muelas de santa Polonia, quién es el que
me conoce tan á fondo?
--Dejadme salir: soy un doncel de su alteza y voy á asuntos del
servicio del rey...
--¿Doncel? metedme el dedo en la boca: más traza tenéis que de doncel
de don villano, repuso el ingenioso Bernardo á caza del equivoquillo...
el vestido...
--¡Voto va, Bernardo, que os haga arrepentir de vuestra insolencia si
insistís en faltar al respeto á... pero... oíd, añadió acercándose á su
oído, ¿conocéis á Macías? miradle aquí.
--¡Ballesteros! echadme á ese aventurero en un cubo de agua fresca:
dice que es un hombre que está en Calatrava. Voto va el santo patrón
del sueño, que ó ha trasegado de la botella á su estómago mucho del
tinto, ó es hechicero.
No pudo sufrir ya más tiempo el doncel el impertinente responder del
ballestero, y asiéndole con mano vigorosa del cuello, llevóle sin
dejarle gañir, ni aun para pedir socorro á los suyos, hacia un farol
que cerca de ellos ardía; y enseñándole entonces su rostro descubierto:
--¿Conocéisme, don Bellaco, portero de los infiernos y hablador que
Dios no perdone? ¿conocéisme? ¿ó habéis menester todavía que os abra yo
los ojos con el puño?
Abría el ballestero unos ojos como tazas, y no acababa de comprender
cómo podía salir del alcázar un hombre que no había entrado en él, pues
lo creía en Calatrava: hubo sin embargo de convencerse, y tendiendo
entonces la pierna hacia atrás y descubriendo su cabeza, pidió mil
excusas al doncel, y fué preciso que éste pusiera treguas también á
sus disculpas y cortesías como á sus impertinencias, sin lo cual nunca
se hubiera visto donde por fin se vió, es decir, en medio del campo y
recibiendo sobre sí una menuda lluvia que á la sazón comenzaba á caer,
lo cual, añadido á la persecución del cerbero del alcázar, no era del
mejor agüero para nuestro osado doncel, que dejaremos rodeando los
altos muros de la fortaleza para dar cumplimiento á sus caballerescos
proyectos.
Mientras que los acontecimientos paralelos de la conversación de don
Enrique con Ferrus y la salida del doncel se verificaban en el alcázar
á una misma hora, dormía inquietamente y luchando con las fantasmas
que su imaginación le representaba la hermosa Elvira, que en su lecho
medio desnuda dejamos. Habíase quedado con sólo un vestido blanco;
cubríale éste desde la garganta hasta los pies, que, desnudos, parecían
dos carámbanos de apretada nieve: su cabello, tendido cuan largo
era, velaba sus hombros, su seno, su talle, y por algunas partes su
cuerpo entero; una mano pendía del lecho, y la opaca claridad de la
luna que penetraba por entre las nubes no muy densas y sus ventanas,
entreabiertas por el calor de la estación, la hacía aparecer un
verdadero ser fantástico, como la hubiera soñado un amante deseoso de
una ocasión.
Su seno y su respiración interrumpida denunciaban la inquietud de su
descanso y el trabajo de su imaginación aun en el sueño.
Fuese casualidad, fuese porque era el que más había dormido, el paje
fué el primero que á un extraño rumor que en aquellas inmediaciones
se oyó hubo de interrumpir el reposo en que yacía. Un laúd suave
y diestramente pulsado adquiría nueva dulzura del silencio de la
noche; oyólo primero el paje entre sueños, pero la realidad tomó en
su fantasía la apariencia de una representación ficticia y se creyó
trasportado á algún sábado de hechiceras, que era la especie de gentes
que él más temía. Había templado algún rato el músico, para llamar la
atención, pero sin ser oído de nadie; y cuando el paje echó de ver la
aventura, y cuando don Enrique había notado la música que le había
obligado á no cerrar su ventana, como arriba dejamos dicho, había
cantado ya con melodiosa voz, si bien varonil, las dos siguientes
coplas, cuyos ecos se llevó el viento antes de que fuesen para nadie de
provecho á que sin duda aspiraban:
En el almenado alcázar
Duerme Zaida sin cuidado.
Guarda, mora, que tus grillos
Te forja un conde cristiano.
Alza y parte, desdichada,
Primero que veas relumbrar su espada.
Vela, tú, si Zaida duerme,
Ó dulce señora mía.
¡Guar del conde que la acecha!
Que un caballero te avisa.
Alza y parte, desdichada,
Primero que veas relumbrar su espada.
Al repetir estos dos últimos versos del estribillo fué cuando el paje,
elevando la voz, llamó á la hermosa Elvira.
--¿Ois, discreta prima?
--¡Cielos! exclamó Elvira sentándose sobre el lecho. ¿Á estas horas?...
--No he podido entender la letra...
--Oigamos, que prosigue.
Volvía efectivamente á empezar de nuevo el músico despechado de no
advertir ninguna señal de inteligencia en las bellas á quienes advertía
su propio riesgo. Repitió, pues, la última copla, que hizo un efecto
bien diferente en el paje, en su alterada prima, que aún no había
vuelto enteramente en sí ríe su asombro, y en don Enrique y Ferrus,
que prestando la mayor atención desde su cámara escuchaban.
--Ferrus, dijo don Enrique á la mitad de la copla, desde aquí no
podemos ver quién es el músico que tan delicadamente se viene á
regalarnos los oídos á deshoras de la noche: el ángulo saliente del
alcázar nos impide reconocerle, y aun su voz llega aquí tan desfigurada
que es imposible entenderle.
--¿Qué quieres, pues, señor? contestó Ferrus.
--Importa á mis fines confirmar ó desvanecer mis sospechas; ¡voto á
Santiago que si fuese!... escucha, Ferrus: baja al soto lo más de prisa
que pudieres...
--¿Yo, señor? interrumpió Ferrus con algún sobresalto.
--En el acto, Ferrus: ni una palabra más, y quiero darte instrucciones
acerca de lo que en todos casos deberás hacer.
No había medio de replicar á una orden tan positiva: oyó Ferrus las
instrucciones que le daban, y se propuso no traspasar los límites
del puente levadizo sin llevar consigo á cierta distancia alguno que
otro ballestero del destacamento de la puerta para que le guardase
las espaldas contra el músico, que podía no gustar de que saliesen á
escucharle al claro de la luna.
--¡Cielos! exclamó la agitada camarera saltando del lecho al oir las
primeras palabras de la letra. Conozco la voz. ¿Es cierto, pues, que ha
vuelto de Calatrava? ¿Sueño todavía? ¿Mas qué sentido encierran esas
palabras? _¡El conde, un caballero te avisa!_ ¡Entiendo, entiendo!
El músico, que oyó aquel rumor en la habitación donde sabía que
habitaba Elvira, clavó los ojos en la ventana, abierta ya de par en
par, distinguió un leve contorno blanco, que parecía salirse del mismo
fondo de las tinieblas, como nos dicen que salió el mundo del caos;
olvidó la prudencia que debiera haber sido su norte, y no pudo resistir
á la tentación de poner en su carta una posdata para sí.
Volviendo á preludiar en su instrumento, añadió á las dos ya cantadas
la siguiente estrofa:
¡Pluguiera á Dios que pudiese
Librarse así el caballero
Que tienes, señora mía,
Entre tus cadenas preso!...
Al llegar aquí no pudo Elvira contener más tiempo el sobresalto y la
agitación que la ofuscaban: _basta_, oyó decir el caballero, _basta,
trovador imprudente_, á una voz que resonó en su oído como la campana
de la población inmediata al caminante perdido, y oyó en pos cerrar con
un ¡ay! doloroso la ventana.
Mas no tardó mucho en volverse á abrir. Cesó de pronto el laúd; el
músico, cuyo bulto había visto hasta entonces Elvira al pie de su
ventana, había mudado entre tanto de sitio, ó había obedecido á la voz
celestial: un ruido como de voces ofensivas y alteradas se oyó un breve
instante; sucedió un confuso ruido de armas, el cual cesó de allí á
poco: sacó Elvira la cabeza por entre los hierros de la reja, como saca
el cuello del agua el infeliz, asido de una tabla, que se siente ahogar
en medio del mar; un prolongado gemido se siguió al silencio, y retumbó
el ruido hueco y resonante de un cuerpo armado que cae en tierra cuan
largo es.
Helóse la palabra en la garganta de la infeliz Elvira, que era toda
oídos, pues nada alcanzaba á ver. Un momento después se oyó el ruido de
un hombre que monta á caballo y parte aceleradamente.
--¡Infeliz! exclamó Elvira después de un momento de pausa glacial; pero
un nuevo rumor la obligó á prestar atención.
--¿Dónde está? dijo una voz de hombre que sobrevino de allí á poco.
--¡Qué sé yo! ¡voto á tal! ¿no le oisteis por aquí? respondió otra.
--Debió caer.
--Y también debió levantarse.
--Ó debieron levantarle; según yo oí, no quedó muy bien parado.
--Volvamos, y el diablo le lleve.
--Llévele en buen hora. ¡Ah!
--¿Qué es eso? ¿Os caéis?
--Voto á tal que con el lodo está el piso que parece mármol. Heme caído.
--¿Con el lodo? ¿eh? á ver, volveos: poneos á la luz de la luna. Por el
alma del cobarde, que es el diablo quien le ha llevado ó el hechicero,
porque aquí ha dejado... toda... su... vida...
--¿Qué decís?
--¿No veis cómo os habéis puesto?
--¿De qué?
--¡De sangre, voto á tal! ¡Y que esto pase por alguna desvanecida!
El diálogo era en todas sus partes destrozador para la infeliz Elvira,
que por los antecedentes que tenía no podía prescindir de ver claro
en este desdichado asunto; cada palabra retumbaba en su alma como el
golpe del martillo que hace entrar á trozos la cuña en la madera:
así entraba la horrible realidad en el alma de Elvira. Pero al oir
la palabra _sangre_, un estremecimiento involuntario la sobrecogió;
la atmósfera pesó como plomo sobre su cabeza al resonar en el aire
el amargo reproche con que la frase concluyó; un ¡ay! penetrante se
escapó de su pecho desgarrado, dió consigo en tierra privada de sentido
la triste camarera, sonando su cabeza sobre el pavimento como piedra
sobre piedra, y nada volvió á oir.
Llegó el _ay_ dolorido á los oídos de los dos que hablaban, y era
efectivamente tan penetrante é inexplicable, que no sólo en aquel siglo
de ignorancia, sino aun en éste, más de un valiente hubiera temblado al
escucharle á aquellas horas, en aquel sitio, sin ver de donde saliese,
y sobre el pedazo de tierra que acababa de ser teatro de una muerte,
según todas las apariencias.
--¿Has oído? dijo uno al otro. ¡Cuerpo de Cristo! aquí ha quedado
su alma para pedir venganza á todo el que pase: ese grito no es de
persona; huyamos.
--Huyamos, repuso el compañero. Sonaron un momento sus pasos
precipitados al rededor del muro. De allí á un momento nada se oía ni
dentro ni fuera, ni en las inmediaciones del funesto alcázar.

* * * * *


CAPÍTULO IX

Ese caballero, amigo,
Díme tú qué señas trae.
_Canción de Rom._

La hora del alba sería cuando el famoso caballero don Enrique de
Villena, cansado de esperar inútilmente á su juglar, á quien había
comprometido, como sabe el lector, en el misterioso y nocturno
acontecimiento de la víspera, vacilando entre mil ideas confusas,
había entregado al descanso sus miembros fatigados. Ni el miedoso
juglar había vuelto, ni él, desde el punto en que le enviara á explorar
quién fuese el músico, había tornado á oir más que el confuso ruido
de las armas de los desconocidos combatientes. No habiendo querido
dar sospechas á nadie en el alcázar de que pudiera tener la menor
parte en los sucesos que él se figuraba haber ocurrido, no se había
determinado, ni á salir en persona á reconocer el estado de las cosas,
ni á despertar á ninguno de sus pacíficos sirvientes. Habíale entre
tanto sorprendido el sueño en medio de la encontrada lucha de sus
opuestos pensamientos, y vestido como estaba se había reclinado en su
rico lecho, determinado á esperar el día y con él la aclaración de los
acontecimientos de la noche. El sol, sin embargo, que á más andar se
venía, amaneciendo por las doradas puertas del oriente, daba la señal
á caballeros y escuderos de tornar á las obligaciones diarias, porque
en la época de nuestra narración no se había introducido aún la moda
regalona de perder las gentes principales las horas más hermosas del
día en el mullido y caliente lecho.
La cámara principal del señor de Cangas y Tineo, inmediata á su
gabinete alquimístico (cuya entrada no era á todos permitida),
presentaba un aspecto imponente, tanto por el lujo y afectación con
que se hallaba alhajada, como por las diversas personas que en ella
se veían reunidas esperando á que se dignase recibir su acostumbrado
homenaje el ilustre pariente de Enrique III. Gentileshombres,
caballeros y escuderos de su casa, oficiales de su servicio, donceles
y pajes conversaban en diversos grupos, pendientes del menor ruido que
pudiera anunciarles la deseada presencia de su señor. Notábase sólo
la falta de dos personas, y no se oían más que preguntas misteriosas
sobre su extraña ausencia.
--¿Qué era del primer escudero? ¿Qué del juglar?
--¿Qué puede causar la tardanza de Fernán Pérez?
--Por el señor Santiago que es cosa difícil de comprender. Cuando
volvíamos anoche de la batida, él se adelantó con un solo montero y se
separó de nosotros. Desde entonces no le volvimos á ver.
--Sí, reponía otro: apostara la mejor pieza de mi arnés á que fué á ver
bajo las ventanas de su amada esposa si andaban Moros en la costa.
--Bravo modo de decirnos que el escudero es celoso.
--¡Dios me perdone! como un Moro.
--¡Oh! entonces, decía un tercero, ya se explica su ausencia Habrá
tardado en conciliar el sueño... al lado de su dama...
--¡Chitón! la puerta de la cámara se ha abierto.
--Es el camarero.
--El camarero, el camarero, repitieron varias voces por lo bajo.
Fijáronse las miradas de todos en Rui Pero, quien con la mayor
inquietud preguntó:
--¿No ha venido aún Ferrus? Su señoría pregunta por su juglar.
--Estará haciendo alguna trova, ó pensando algún donaire, dijo el más
atrevido de los caballeretes.
--Cierto que comienza su tardanza á inquietarme, dijo Rui Pero. Y
acercándose á los principales personajes de aquella pequeña corte:--Su
señoría no se ha desnudado esta noche; Fernán Pérez no parece; Ferrus
tarda, les dijo misteriosamente: temo grandes novedades. Voy á prevenir
á su señoría, añadió en voz alta, y se entró.
Duraron otro rato las misteriosas conversaciones de la cámara; pero no
tardó mucho en venir á interrumpirlas la presencia del primer escudero.
--Dios nos dé su bendición, dijo en entrando, al comenzar este día, y
se santiguó devotamente.
--Dios nos la dé, repitieron los circunstantes, é imitaron, como en las
cortes se usa, la acción del valido. Bien venido sea el escudero de su
señoría, exclamaron después.
--Bien venido, sí, y bien despierto: la trasnochada me ha hecho ser
indolente. Vuestras mercedes me darán licencia que entre á tomar las
órdenes de nuestro amo. Ya hace rato que debiera estar á su lado.
No le dió lugar sin embargo á entrar la salida del conde en persona,
á quien acompañaba su fiel camarero. Hízose como los demás á un lado
respetuosamente Fernán Pérez, y el conde, que le había visto antes
que á otro alguno, disimulándolo sin embargo, como para castigarle
de su tardanza, dirigió comedidamente la palabra á sus principales
cortesanos, después de las ceremonias y fórmulas de uso.
--Caballeros, dijo el conde, asuntos de alguna importancia me obligan á
separarme de vuestras mercedes. Podréis esperarme en la antecámara de
su alteza, adonde no tardaré en seguiros. Fernán Pérez, quedaos.
Inclinaron la cabeza los circunstantes, y hablando entre sí por lo
bajo, dejaron la cámara desocupada, no muy contentos con el frío
recibimiento del distraído conde de Cangas y Tineo.
--Y bien, Fernán Pérez, dijo éste luego que quedaron solos, supongo que
habéis encontrado en completa salud á la hermosa Elvira.
--Esa pregunta, señor...
--¡Oh! no, hacéis bien: no se puede vacilar entre el servicio de una
hermosa y el de un conde. Voy viendo que os debo de armar pronto
caballero, porque ya sin serlo cumplís perfectamente con la orden de
caballería. ¿Á qué hora habéis entrado en Madrid? Rui Pero, dispondréis
que se busque dentro y fuera del alcázar á Ferrus. Su ausencia me
inquieta.--Ya estamos solos, Vadillo. ¿Á qué hora habéis entrado?
--Podrían ser las cuatro, si dicen las horas las estrellas.
--¿Las cuatro? Á esa hora... ¿no habéis visto á la entrada á Ferrus?
--Ojalá, señor, que hubiera visto á Ferrus: algo peor es lo que he
visto.
--¿Peor? explicaos presto.
--Y peor lo que he oído.
--¿Habéis oído?
--Volvía, señor, de la batida, como me dejaste mandado, á la cabeza de
los caballeros y monteros de tu casa: al llegar al alcázar, habíame
adelantado algún tanto para hacer la señal de que nos echaran el
rastrillo, cuando creí oir hacia cierto punto del alcázar, pero de la
otra parte del foso, un laúd asaz bien templado.
--Seguid, Vadillo.
--Parecióme mal que á tales horas se diesen serenatas hacia la parte
precisamente del alcázar que habita...
--Seguid.
--Apreté los ijares al caballo: cuando llegué la música había cesado;
pero un hombre que rodeaba el muro exterior, y que á la sazón se
hallaba debajo de las ventanas de mi señora la condesa...
--¡Vadillo!
--De Elvira, señor... perdonad si mi lengua... ¡maldita sospecha! ahora
caigo en que... aquel hombre, pues, no me pareció bien, y le acometí.
--Por Santiago que acertaste. ¡Es mi hombre! ¿Era el músico?
--Sin duda, puesto que por allí otro alguno no se veía.
--¿Se defendió?
--Trató de defenderse, y trató de hablar; pero mi venablo no le dió
todo el espacio que él quisiera. Le disparé y cayó.
--¿Cayó? adelante, Vadillo. Tu recompensa igualará tu servicio.
--Apeéme del caballo para reconocerle, pero fué imposible: había
llovido, y él cayó en el fango; mi venablo le había pasado por la
frente, y su cara estaba llena de lodo y de sangre: la oscuridad además
y mi turbación no me permitieron conocerle. Figuréme sin embargo que no
debía de estar muerto aún, pues latía su corazón y se quejaba. Deseoso
de saber quién fuese el músico que á aquellas horas osaba comprometer
el honor de las dueñas del alcázar, atravesélo en mi caballo: sin
embargo antes de entrar lo encomendé al cuidado del montero que se
había adelantado conmigo: respondióme de su seguridad. Fuí á dar
órdenes para hospedar á la gente de la batida, y ahora solo espero las
tuyas, gran señor, para reconocer al insolente trovador.
--¡Ah! ¿No sabéis aún quién sea?
-Sólo sé que no está herido de muerte; pero el montero al anunciármelo
añadió que el maestro á quien había recurrido, al hacerle la cura,
había encargado que no se le viese ni hablase. Creí, pues, del caso
esperar á la mañana. Parecióme sin embargo joven y gallardo mancebo.
--Él es, no hay duda. Te tengo en mi poder, mal caballero. Vadillo, es
preciso tenerle á buen recaudo.
--¿Conócesle tú entonces, gran señor?
--Sí, le conozco; tú le conocerás también. Necesito sin embargo á
Ferrus. Á esa misma hora de las cuatro le envié á reconocer al músico;
de entonces acá ha desaparecido. El villano cobarde ha tenido miedo sin
duda; acaso luego se aparecerá y creerá desarmar mi enojo con alguna
juglería. Entre tanto Rui Pero está en el encargo de encontrármele
muerto ó vivo. Sus orejas servirán de pasto á mis lebreles si ha
cometido villanía, por Santiago. Ahora, Vadillo, es preciso no perder
tiempo: supuesto que está en nuestro poder quien pudiera únicamente
desbaratar mis planes, dentro de una hora he de quedar servido. Hernán
Pérez, ¿tenéis valor y resolución?
--Dispón, señor, de mi vida.
--Venid conmigo; prontitud y secreto.
Dicho esto, salieron don Enrique y su primer escudero, y atravesando
apresuradamente las galerías del alcázar, se dirigieron á las
caballerizas del conde: dieron allí varias órdenes, al parecer de la
mayor importancia; separáronse en seguida. El primer escudero buscó y
habló misteriosamente á algunos escuderos de la casa de su señoría.
El movimiento y el sigilo con que ciertos preparativos se hacían
pronosticaban algún proyecto de la mayor importancia. Reuniéronse de
nuevo el conde y su primer escudero, y en otra secreta conferencia
aquél pareció dar á éste instrucciones de grave peso, después de las
cuales se dirigieron entrambos seguidos de los escuderos y armados que
para su plan habían escogido, y desaparecieron entrándose por la cámara
de don Enrique. Nada se trasluce en las crónicas del objeto de aquellas
ignoradas conferencias. El lector sin embargo, si presta un poco de
paciencia, podrá tal vez adivinarle por sus prontos resultados.

* * * * *


CAPÍTULO X

Mate el conde á la condesa,
Que nadie no lo sabría,
Y eche fama que ella es muerta
De un cierto mal que tenía.
_Rom. del conde Alarcos_

Cuando Fernán Pérez de Vadillo hubo dejado su presa al cuidado del
montero, se apresuró á desvanecer las sospechas que en su alma
comenzaban á nacer acerca de la dueña á quien podría haber sido la
serenata dedicada. Era evidente que el trovador se hallaba debajo de
las rejas de doña María de Albornoz; ¿rondaba empero á la condesa, ó
á alguna de sus dueñas y doncellas? ¿era acaso Elvira el objeto de
tan intempestiva música? La conducta irreprensible de la condesa y de
su esposa las ponían en cierto modo á cubierto de cualquier juicio
temerario. Los maridos, sin embargo, que nos lean, no extrañarán que el
celoso escudero fabricase en el aire mil castillos fantásticos hasta la
completa aclaración por lo menos de sus terribles dudas.
El taimado pajecillo entre tanto al oir saltar de su lecho á su
hermosa prima, se había levantado, y había conseguido hacer que ella
volviese en sí de su aturdimiento, golpeando á su cerrada puerta, y
preguntándola si necesitaba algún auxilio, y cuál era la causa de aquel
¡ay! doloroso y del extraordinario ruido que acababa de oir.
Repúsose Elvira lo mejor que pudo, y tranquilizando al paje, mandóle
que se retirase á su lecho, y aun le trató de visionario y de curioso
impertinente. Á lo de curioso nada tenía el pobre Jaime que responder,
pero en cuanto á lo de visionario, él sabía muy bien que no había
soñado lo que realmente había oído, y si obedeció por entonces, no fué
sin reservarse el derecho de averiguar todo el caso en amaneciendo.
Elvira, satisfecha con el silencio del paje, tornó á escuchar, pero
no oyendo ruido alguno que pudiese ponerla en camino de dar con la
verdad de lo sucedido, volvióse al lecho también; de suerte que á la
venida inesperada del celoso escudero pudo disimular convenientemente
la reciente turbación. Después de las primeras preguntas que entre los
dos pasaron acerca de aquella imprevista llegada, en balde trató Fernán
Pérez de sondear mañosamente el alma de su avisada esposa. Nada había
oído, nada sabía de cuanto á Vadillo traía inquieto. Hubo este, pues,
de conformarse y remitir á otra ocasión más favorable la satisfacción
de sus deseos. Concilió el sueño de que tanta falta tenía, y cuando se
despertó se vistió apresuradamente, y despidiéndose de su amada esposa
se dirigió á la cámara de don Enrique, como arriba dejamos indicado.
No deseaba Elvira otra cosa: cada vez más inquieta acerca del oscuro
sentido de las trovas de la noche pasada, presagiaba ya mil próximas
desventuras. Determinó dar aviso á la condesa, quien había oído muy
confusamente los sucesos referidos. Antes empero de dar este importante
paso, llamó al paje y le dijo cómo era inútil que guardase por más
tiempo el secreto de la venida del caballero de Calatrava, puesto que
ella lo había reconocido: añadióle que importaba mucho á la seguridad
de su señora la condesa saber cuál había sido el desventurado lance
de la noche, y hablar al caballero, si había quedado de él con vida y
libertad, para que le aclarase sus misteriosos avisos; prometió el paje
indagar cuanto hubiese en el asunto tanto por dar contento á su querida
prima, como por el interés que en las cosas del caballero trovador se
tomaba Salió, pues, en busca de él, resuelto á no volver mientras no
diese con él y no le indicase el deseo de la condesa, de agradecerle
su fina amistad, é implorar al mismo tiempo su protección y amparo, si
algo sabía que fuese en contra de ella ó de los suyos.
Más tranquila después de esta primera diligencia, acudió la triste
Elvira á la cámara de su señora, á quien encontró levantada, pero
no repuesta de las terribles escenas de la víspera. No contribuyó á
aquietarla lo que Elvira le refirió, y entrambas á dos determinaron
vivir con cautela, no dudando que las palabras del trovador tuviesen
alguna relación con los proyectos que el irritado conde había dejado
traslucir la noche antes, en medio de su colérico arrebato contra su
inocente esposa.
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