Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 10

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él de manos puercas; pero también recaía en un señor excelente que lo
sabía emplear. El año que menos, podía decir por Navidades que había
venido á dar al cabo de los doce meses sobre unos quinientos reales
en varias partidas de á medio duro y tal, á doncellas desacomodadas y
otras pobres gentes por ese estilo, porque eso sí, era muy caritativo,
y daba limosnas... ¡Ui! De esta manera, ¿qué importa que haya algo
de manos puercas? Se da á Dios lo que se quita á los hombres, si es
que es quitar aprovecharse de aquellos gajecillos inocentes que se
vienen ellos solos rodados. Si saliera uno á saltearlo á un camino
á los pasajeros, vaya; pero cuando se trata de cogerlo en la misma
oficina, con toda la comodidad del mundo, y sin el menor percance...
Supongo, v. gr., que tienes un negociado, y que del negociado sale un
negocio; que sirves á un amigo por el gusto de servirle no más; esto me
parece muy puesto en razón; cualquiera haría otro tanto. Este amigo,
que debe su fortuna á un triste informe tuyo, es muy regular, si es
agradecido, que te deslice en la mano la finecilla de unas oncejas...
No, sino ándate en escrúpulos, y no las tomes; otro las tomará, y lo
peor de todo, se picará el amigo, y con razón. Luego si él es el dueño
de su dinero, ¿por qué ha de mirar nadie con malos ojos que se lo dé
á quien le viniere á las mientes, ó lo tire por la ventana? Sobre que
el agradecimiento es una gran virtud, y que es una grandísima grosería
desairar á un hombre de bien, que... Vamos... bueno estaría el mundo si
desapareciesen de él las virtudes, si no hubiera empleados serviciales,
ni corazones agradecidos.
Lo mismo digo acerca de que te va á pedir un favor una señora, acaso
bien parecida, ó con alguna hija que lo es. ¿Cómo te niegas á oir á
una señora que va con su hija? Era preciso tener entrañas de tigre.
Yo te aseguro que éste sería para mí uno de los puntos en que nunca se
quedaría rezagada mi galantería. ¡Jesús! ¡Una señora!
Agrega á esto que para ser oficinista con saber darse tono, con hacer
esperar á los hombres y á las feas en la sala de audiencia, diciendo el
portero que el señor oficial está sumamente ocupado, con no conocer á
nadie al entrar y al salir, con ahuecar la voz, estirarse el corbatín y
perder el expediente, ya está más que aprendido el oficio. No es decir
esto que no los haya por otro estilo; pero ya tendría yo la curiosidad
de ver algunos.
Luego hay hombres que no sirven para otra cosa entre nosotros, y son
los más. «¿Qué ha de ser usted sino empleado? me decía días pasados
un ultra-batueco. ¿Querrá usted que en estas Batuecas, unas gentes
acostumbradas á su oficina, y sus once, y su Gaceta, y su cigarro,
vayan á enfrascarse en la cabeza media docena de ciencias y artes
útiles, como las llaman, para vivir de otra manera que han vivido
hasta ahora, sin el descanso de la mesada, ni los gajes de manos
puercas? Bien sabe Dios que eso es tontería, porque yo y los que á mí
se me parecen, que no son pocos, tenemos las cabezas mejores que para
ciencias y artes para moldes de pelucas, y lo digo con vanidad. Á buen
seguro que mi padre y aun mi abuelo nunca supieron lo que era un libro;
era todo lo más si sabían firmar, y el uno murió de ochenta y cinco
años, y el otro de noventa; ni conocieron nunca lo que era dolerles una
uña; y no le parezca á usted que eran unos pelagatos, porque fueron
empleados toda su vida, tanto que se puede decir que les salieron los
dientes en la oficina, y cuando murieron, el uno tenía una venera y el
otro tenía dos».
Y tenía razón el batueco. Ya ves tú, pues, que si no pretendo no es
porque desconozca yo lo que lleva consigo un empleo. Yo no le encuentro
á esta carrera más inconveniente que uno, y es que hay pocos empleos;
sino ya tendría yo el mío; ésta es nuestra desgracia, porque como
las revoluciones conforme han dado en hacerlas en el día no son sino
cuestiones de nombre, todo el toque está en estos altos y bajos, en
saber cuáles de unos ó de otros han de ser dueños del cotarro. Ello
no hay sino diez empleos (que es el mal que nos aflige) y veinte
pretendientes. Yo considero que todo estaba arreglado con que hubiera
veinte empleos y diez pretendientes; ni yo sé cómo no han dado en esto,
siendo una verdad que salta á los ojos.
Asómbrate sin embargo: como hay hombres para todo, un batueco de
estos que á ratos no lo parecen, me decía ayer hablando de esto: «Los
batuecos que quieren bien á su patria han de empezar por apartar el
pensamiento de los empleos, y quemar todos los memoriales hechos y por
hacer; si el gobierno necesita hombres, hombres buscará, pues ya sabe
dónde están, y bien conocidos son; al que no le busquen que no se haga
buscar él, sino que hinque el codo y se aplique. Si hay un país en que
pueda un hombre hacerse un bienestar por cualquier ramo de artes ó
ciencias es éste, donde hay de ellas tanta escasez. Pero si esperan á
llamar buen gobierno á aquel que á cada vecino le dé veinte y cuatro
mil reales de renta por su manifiesta adhesión, nunca le habrá para
las Batuecas, porque el que más y el que menos somos adictos y muy
adictos á tomar la paga el último día del mes y aunque sea el primero
del siguiente. Agregue usted á esto que el seguir en el carril de
hasta ahora es desnudar á un santo para vestir á otro, y santo por
santo, voto á bríos que bien se está quien se está vestido. Sí, señor
don Andrés; aquí no tendremos un principio de esperanza, sino cuando
conozcan todos la necesidad de no sacar más sangre de este cuerpo
ya desangrado; cuando tengan mis compatriotas ideas moderadas, un
plan uniforme, una marcha prudente, menos egoísmo, menos miedo, menos
partidos y colores, menos pereza y holgazanería; cuando el cielo nos
envíe luz para ver, y aplicación para trabajar; cuando tengamos, en
fin, el verdadero deseo de ser felices, que mucho lleva adelantado para
serlo quien de veras lo desea, porque el cielo es tan bueno que querrá
probablemente todo lo que nosotros de veras queramos».
Mira tú, mi Bachiller, por dónde se apeó el batueco. ¡Vaya que hay
hombres locos! ¡Luz para ver! Mejor nos estamos á oscuras; de esta
manera Dios sabe lo que uno puede topar á tientas; vez hay que se anda
uno á buscar tal cosa, y se encuentra debajo de la mano tal otra que
no había visto. Lo más que puede suceder es que hagamos, jugando á
buscar el bien, lo que hace el que juega á dar con la piñata, que suele
dejársela á las espaldas, y atinar con un palo á los concurrentes, que
esto ya se ha visto.
Yo, como sé que todas esas quimeras que á uno le cuentan son bobadas,
porque me llamo Niporesas, y conozco mi patria y mis batuecos como mi
casa y mis hijos, á mis empleos me atengo; la semilla ha de caer en
buena tierra, y si no, no echarla.
Y con esto concluyo mi carta, que las cartas no han de ser tan largas
como nuestro remedio, ni tan cortas como nuestros alcances.
Te he contestado cumplidamente á la tuya. Te he dado noticias de mi
familia y de mi persona, y aun de mis opiniones; ahora ruega tú á Dios
que los que me protegen me den pronto un empleillo de ésos de manos
puercas, para dar en tierra con mi desconfianza, porque de no, me habré
de meter á descontento, y es mal oficio. Si por el contrario me lo dan,
le serviré como cada batueco, ó me servirá él á mí por mejor decir;
entonces sí que diré que vivimos en la prosperidad, como algunos
quieren que lo crea por pruebas que no son pruebas. Tu amigo,
_Andrés Niporesas_.

NOTAS:
[19] No tratamos de inculpar en modo alguno por los cuadros que vamos
á describir al justo gobierno que tenemos: no hay nación tan bien
gobernada donde no tengan entrada más ó menos abusos, donde el gobierno
más enérgico no pueda ser sorprendido por las arterias y manejos de los
subalternos. Contraria del todo es nuestra idea. Precisamente ahora que
vemos á la cabeza de nuestro gobierno una reina, que de acuerdo con su
augusto esposo nos conduce rápidamente de mejora en mejora, nosotros,
deseosos de cooperar por todos términos como buenos y sumisos vasallos
á sus benéficas intenciones, nos atrevemos á apuntar en nuestras
habladurías aquellos abusos que desgraciadamente y por la esencia de
las cosas han sido siempre en todas partes harto frecuentes, creyendo
que cuando la autoridad protege abiertamente la virtud y el orden,
nunca se la podrá desagradar levantando la voz contra el vicio y el
desorden, y mucho menos si se hacen las críticas generales, embozadas
con la chanza y la ironía, sin aplicaciones de ninguna especie, y en un
folleto que más tiende á excitar en su lectura alguna ligera sonrisa
que á gobernar el mundo.
Protestamos contra toda alusión, toda aplicación personal, como en
nuestros números anteriores. Sólo hacemos pinturas de costumbres, no
retratos. Más adelante hablamos de los empleos y empleados, se entiende
de los malos; los buenos, que respetamos, nunca se darán por ofendidos;
los malos no merecen respetos de nadie.

* * * * *


VUELVA USTED MAÑANA

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal á la
pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores
estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no
entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la
historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que
pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto
cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha
cerrado y cerrará las puertas del cielo á más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente, no hace muchos días, cuando se
presentó en mi casa un extranjero de estos que en buena ó mala parte
han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada é hiperbólica,
de estos que ó creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos,
francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, ó que
son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer
caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto
como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por ésos caminos, y
preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de
algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de
los azares de un camino, comunes á todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquéllos que se conocen á primera
ni segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo
compararíamos de buena gana á esos juegos de manos sorprendentes é
inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una
grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su
poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas
extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas
nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al
abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más
quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no
las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su
torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen
muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no
tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan
fácilmente penetrar.
Un extranjero de estos fué el que se presentó en mi casa, provisto
de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal
cual especulación industrial ó mercantil eran los motivos que á nuestra
patria le conducían.
Acostumbrado á la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró
formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo
si no se encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital.
Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto
amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle á que se
volviese á su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro
fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fué
preciso explicarme más claro. «Mirad, le dije, Mr. Sans-délai, que así
se llamaba; vos venís decidido á pasar quince días, y á solventar en
ellos vuestros asuntos.--Ciertamente, me contestó. Quince días, y es
mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos
de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes,
y por la noche ya sé quien soy. En cuanto á mis reclamaciones, pasado
mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas
en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable
(pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se
juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto á mis especulaciones,
en qué pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado
mis proposiciones. Serán buenas ó malas, y admitidas ó desechadas
en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo
que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi
asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí,
y me vuelvo á mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días». Al
llegar aquí Mr. Sans-délai traté de reprimir una carcajada que me
andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró
sofocar mi inoportuna jovialidad, no fué bastante á impedir que se
asomase á mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus
planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado. «Permitidme,
Mr. Sans-délai, le dije entre socarrón y formal, permitidme que os
convide á comer para el día en que llevéis quince meses de estancia
en Madrid.--¿Cómo?--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.--¿Os
burláis?--No por cierto.--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto
que la idea es graciosa!--Sabed que no estáis en vuestro país activo y
trabajador.--¡Oh! los Españoles que han viajado por el extranjero han
adquirido la costumbre de hablar mal de su país por hacerse superiores
á sus compatriotas.--Os aseguro que en los quince días con que contáis
no habréis podido hablar siquiera á una sola de las personas cuya
cooperación necesitáis.--¡Hipérboles! Yo les comunicaré á todos mi
actividad.--Todos os comunicarán su inercia».
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto á dejarse
convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de
que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos á buscar un
genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en
amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen
señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que
necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo
definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos
días. Sonreime y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos. «Vuelva usted
mañana, nos respondió la criada, porque el señor no se ha levantado
todavía.--Vuelva usted mañana, nos dijo al siguiente día, porque el amo
acaba de salir.--Vuelva usted mañana, nos respondió el otro, porque
el amo está durmiendo la siesta.--Vuelva usted mañana, nos respondió
el lunes siguiente, porque hoy ha ido á los toros». ¿Qué día, á qué
hora se ve á un español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana, nos
dijo, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en
limpio». Á los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una
noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no
servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije á mi amigo, desesperado ya
de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las
reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y
empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un
traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar
el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes.
Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor
urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar.
El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas
de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este
país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le
había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con
su tardanza á comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días
para plancharle una camisola; y el sombrerero, á quien le había enviado
su sombrero á variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y
sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían á una sola cita, ni avisaban
cuando faltaban, ni respondían á sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué
exactitud!
«¿Qué os parece de esta tierra, Mr. Sans-délai? le dije al llegar á
estas pruebas.--Me parece que son hombres singulares...--Pues así son
todos. No comerán por no llevar la comida á la boca».
Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras
para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
Á los cuatro días volvimos á saber el éxito de nuestra pretensión.
«Vuelva usted mañana, nos dijo el portero. El oficial de la mesa no
ha venido hoy».--Grande causa le habrá detenido, dije yo entre mí.
Fuímonos á dar un paseo, y nos encontramos ¡qué casualidad! al oficial
de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al
hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.
Martes era al día siguiente, y nos dijo el portero: «Vuelva
usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia
hoy.--Grandes negocios habrán cargado sobre él», dije yo. Como soy el
diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el
agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al
brasero, y con una charada del _Correo_ entre manos que le debía costar
trabajo el acertar. «Es imposible verle hoy, le dije á mi compañero; su
señoría está en efecto ocupadísimo».
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el
expediente había pasado á informe, por desgracia á la única persona
enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía
salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe,
y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros
no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del
informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin
duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia
de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita
oficina de que el tal expediente no correspondía á aquel ramo; era
preciso rectificar ese pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y
mesa correspondientes, y hétenos caminando después de tres meses á la
cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y
sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fué el caso al llegar
aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó
al otro. «De aquí se remitió con fecha tantos, decían en uno.--Aquí no
ha llegado nada, decían en otro.--¡Voto va! dije yo á Mr. Sans-délai;
¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de
Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún
tejado de esta activa población?».
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta á los empeños! ¡vuelta á la prisa! ¡qué
delirio! «Es indispensable, dijo el oficial con voz campanuda, que esas
cosas vayan por sus trámites regulares». Es decir, que el toque estaba
como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente
tantos ó cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar á
la firma, ó al informe, ó á la aprobación, ó al despacho, ó debajo de
la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen
que decía: «Á pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente,
negado».--«¡Ah, ah! Mr. Sans-délai, exclamé riéndome á carcajadas:
éste es nuestro negocio. Pero Mr. Sans-délai se daba á todos los
oficinistas, que es como si dijéramos á todos los diablos. «¿Para
esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré
conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: _Vuelva
usted mañana_, y cuando este dichoso _mañana_ llega en fin, nos dicen
redondamente que no? ¿Y vengo á darles dinero? ¿y vengo á hacerles
favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para
oponerse á nuestras miras.--¿Intriga, Mr. Sans-délai? No hay hombre
capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera
intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más
fácil negar las cosas que enterarse de ellas».
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que
me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
«Ese hombre se va á perder, me decía un personaje muy grave y muy
patriótico.--Ésa no es una razón, le repuse: si él se arruina, nada
se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de
su osadía ó de su ignorancia.--¿Cómo ha de salir con su intención?--Y
suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse; ¿no puede
uno aquí morirse siquiera sin tener un empeño para el oficial de
la mesa?--Puede perjudicar á los que hasta ahora han hecho de otra
manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.--¿Á los que lo han
hecho de otra manera, es decir, peor?--Sí, pero lo han hecho.--Sería
lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Conque,
porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será
preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se
debiera mirar si no podrían perjudicar los antiguos al moderno.--Así
está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos
haciendo.--Por esa razón deberían darle á usted papilla todavía como
cuando nació.--En fin, señor Fígaro, es un extranjero.--¿Y por qué no
lo hacen los naturales del país?--Con esas socaliñas vienen á sacarnos
la sangre.--Señor mío, exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia:
está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen
la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos á todo lo
bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de
no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las
naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han
encontrado otro remedio que el de recurrir á los que sabían más que
ellas.
«Un extranjero, seguí, que corre á un país que le es desconocido,
para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital
nuevo, contribuye á la sociedad, á quien hace un inmenso beneficio
con su talento y su dinero. Si pierde, es un héroe; si gana es muy
justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas
que no podíamos acarrearnos solos. Este extranjero que se establece
en este país no viene á sacar de él el dinero, como usted supone;
necesariamente se establece y se arraiga en él, y á la vuelta de media
docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros
intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma
cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido
una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez
de extraer el dinero, ha venido á dejar un capital suyo que traía,
invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento,
que vale por lo menos tanto como el dinero; ha dado de comer á los
pocos ó muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse;
ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población
con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos
los gobiernos sabios y prudentes han llamado á sí á los extranjeros; á
su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de
esplendor; á los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia
ha debido el llegar á ser una de las primeras naciones en muchísimo
menos tiempo que el que han tardado otras en llegar á ser las últimas;
á los extranjeros han debido los Estados-Unidos... pero veo por sus
gestos de usted, concluí interrumpiéndome oportunamente á mí mismo,
que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe
convencer. ¡Por cierto, si usted mandara podríamos fundar en usted
grandes esperanzas!».
Concluida esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai. «Me marcho,
señor Fígaro, me dijo: en este país no hay tiempo para hacer nada;
sólo me limitaré á ver lo que haya en la capital de más notable.--¡Ay!
mi amigo, le dije, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca
paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.--¿Es
posible?--¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...».
Un gesto de Mr. Sans-délai me indicó que no le había gustado el
recuerdo.
«_Vuelva usted mañana_, nos decían en todas partes, porque hoy
no se ve.--Ponga usted un memorialito para que le den á usted un
permiso especial». Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del
memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el
empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir: _Soy extranjero._
¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos! Aturdíase
mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días
tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente,
después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más
largo que otro, se restituyó mi recomendado á su patria maldiciendo de
esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al
extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre
todo, que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver
siempre mañana, y que á la vuelta de tanto mañana, enteramente futuro,
lo mejor ó más bien lo único que había podido hacer bueno había sido
marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya á esto que
estoy escribiendo), tendrá razón el buen Mr. Sans-délai en hablar mal
de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de
mañana con gusto á visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión
para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana ú otro
día no tienes, como sueles, pereza de volver á la librería, pereza de
sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que
tengo que darte todavía, te contaré cómo á mí mismo que todo esto veo
y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de
esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más
de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y
las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más
actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de
hacer una visita justa ó necesaria, á relaciones sociales que hubieran
podido valerme de mucho en el trascurso de mi vida; te confesaré que no
hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré
que me levanto á las once, y duermo siesta; que paso haciendo quinto
pie de la mesa de un café hablando ó roncando, como buen español, las
siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el
café me arrastro lentamente á mi tertulia diaria (porque de pereza no
tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en
un sitial, y bostezando sin cesar, las doce ó la una de la madrugada;
que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en
fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve
en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fué de pereza.
Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo,
como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo,
que llamé _Vuelva usted mañana_; que todas las noches y muchas tardes
he querido durante todo este tiempo escribir algo en él, y todas
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