Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 02

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generaciones, el tema de nuestros autores más distinguidos, el faro de
nuestras ideas más originales, la enseña en fin tras que marcha todo
nuestro siglo. El absolutismo se lisonjeaba en vano de oponer entonces
barreras en España á la libertad que se adelantaba á la carrera.
Nuestro país debía cambiar completamente de faz. Fernando VII, al cabo
de una agonía de muchos meses, bajaba al sepulcro en setiembre de 1833,
dejándonos legada una guerra civil de ocho años; y cuando el hombre del
despotismo ilustrado se lisonjeaba poder continuar gobernando con los
mismos principios políticos que hasta entonces, si bien aparentando
plegarlos algo más á las necesidades de los pueblos, he aquí que en
Talavera por primera vez, y luego después en Vitoria, Bilbao y otros
puntos, da el bando carlista los primeros gritos de la rebelión que
debía dar en tierra con las ilusiones del ministro. No puede entrar
en nuestro plan hacer una reseña, ni la más leve siquiera, de los
acontecimientos de entonces contando cómo desde el célebre manifiesto
dado el 4 de octubre por Cea Bermúdez hasta la proclamación, un tanto
obligada, del Estatuto, y desde aquí hasta el restablecimiento de la
constitución de 1812, fueron enlazándose de tal manera las cosas,
y ensanchándose en tales términos el problema de la regeneración
del país, que las necesidades políticas se hicieron cada día más
numerosas, y más grandes también las concesiones en el mismo sentido
que de grado ó por fuerza fué preciso otorgar á la opinión pública,
que imperiosamente las reclamaba. Los mencionamos sólo para que se
observe que, al compás de los progresos del sistema constitucional,
se había necesariamente de extender el horizonte literario de nuestro
autor, cuya pluma iba teniendo mayores y más importantes asuntos en
que ejercerse. La misma censura, que sobrevivió á todas las demás
instituciones del absolutismo como para protestar ella sola contra el
espíritu liberal que las iba derrocando una tras otra, perdiendo una
gran parte de su rudeza primitiva, dejó gozar de cierta independencia
á los escritores; en cuya virtud si no podían hablar con entera
libertad, por lo menos no estaban totalmente privados de decir algo.
Nuevo motivo pues para que el genio de Larra tomase un vuelo vigoroso y
brillante.
Lo que llevamos dicho indica que aquella debía ser la época en que
empezasen los periódicos políticos. Nuestro crítico fué llamado á
trabajar desde luego, aun antes de haber terminado la publicación del
_Pobrecito Hablador_, en el diario que don José María Carnerero acababa
de fundar en aquella época, _la Revista Española_. Las circunstancias,
de que nos hemos hecho cargo, hicieron que desde enero de 1833 hasta
la muerte del rey no diera á luz otra cosa que artículos de crítica
literaria y teatral, con alguno que otro de costumbres. Pero apenas
estalló el movimiento de Vitoria, cuando escribió el célebre de
_Nadie pasa sin hablar al portero_, en que, desplegando ya toda la
originalidad de su estilo y toda la gracia de sus chistes, señalaba de
una manera profunda los dos principales rasgos del carlismo, las dos
llagas que anunciaban anticipadamente su muerte, el desorden y el robo
á que se entregaron sus hordas y la influencia monacal que se hizo
sentir en ellas. Á este artículo siguieron _la Planta nueva_ ó _el
Faccioso_, _la Junta de Castel-o-Branco_ y otros, en que pasó revista
á otros hechos característicos del bando rebelde. Desde entonces Larra
no abandonó nunca la política, que fué para él una fuente inagotable
de ingeniosísimos artículos, en que satirizó á su sabor todas las
anomalías é irregularidades que le ofrecía aquella fecunda época.
Conocido es su mérito en este género de producciones literarias. Sábese
que tenía un talento maravilloso para encontrar el lado ridículo de
los hombres y de las cosas; que sobresalía en hacer resaltar los
contrastes de todo género; que no le igualaba nadie en el arte de
decir lo que quería y como quería; que su estilo, fluido y castigado,
era todo lo ligero y agradable que la sátira política requiere; que,
sin dejarse arrastrar de la causticidad natural del escritor de su
clase, sabía contenerse dentro de los límites de la moderación y del
buen tono para hacer una crítica chistosa, pero decente, de todo lo
que le parecía merecerla. Esta última circunstancia, juntamente con
la de no acostumbrar seguir en sus más punzantes censuras por otras
inspiraciones que las de la justicia más estricta y del patriotismo
más acendrado, es la que le distingue principalmente de todos los
escritores que después han marchado por sus huellas. Jamás dictó sus
juicios la pasión ó el espíritu de partido; siempre le impelió á tomar
la pluma el interés de un gran principio violado, ó la defensa de una
gran verdad desconocida, sin que en ninguna ocasión se propusiera
burlarse de nada, llevado sólo del deseo de hacer burla. Supo, en
una palabra, guardar la distancia conveniente entre la sátira y la
diatriba, y de este modo se granjeó una grande y merecida popularidad
entre los hombres de todas las opiniones. He aquí por qué durarán sus
obras; y es muy posible que las de aquellos otros que no han sabido
elevar después la crítica á tan grande altura, no sobrevivan á los
partidos bajo cuyo espíritu han sido escritas. ¿Quién lee ya hoy _el
Zurriago_?
Los tiempos en que Larra escribió la mayor parte de los artículos
que han hecho tan conocido el nombre de _Fígaro_, que adoptó por
primera vez en _la Revista_, eran muy propicios para que un escritor
de su género aprovechase todas sus cualidades literarias. El gobierno
se veía arrastrado por dos tendencias diferentes, acosado por dos
necesidades encontradas, impelido por dos exigencias opuestas. Por
una parte el espíritu liberal quería imperiosamente concesiones más
latas que las que se le hicieron primero en el despotismo ilustrado
y luego en el Estatuto Real; por otra la opinión pública reclamaba
con no menos energía la conclusión de la guerra civil, que devoraba
todos los recursos y era un obstáculo á la realización de las mejoras
materiales que se esperaban del nuevo régimen. Los diversos ministros
que desde fin de 1833 hasta mediados de 1836 se sucedieron no acertaron
á contentar al uno, ni á satisfacer la otra. En punto á concesiones
liberales, parecíales que el código político de 1834 era una dosis más
que suficiente para calmar la fiebre constitucional del país; y en
cuanto á la lucha que sostenía con el carlismo, todos sus esfuerzos
se reducían á buena voluntad. La impotencia del gobierno resaltaba
en todas las cosas. En hora buena que creyese conveniente no llevar
adelante el desarrollo de las instituciones liberales; pero una parte
de la nación lo deseaba así, y solo podía perdonarle que no lo hiciera
bajo la condición de manifestarse activo y eficaz en dar cima á la
lucha de Navarra: esto es lo que no quiso jamás comprender á la par
de una resistencia ciega á las innovaciones políticas, resistencia
obstinada hasta el punto de que el epíteto de _nacional_ dado á la
milicia ciudadana costase una revolución, miró siempre la cuestión
de guerra con una indiferencia tal, sus generales condujeron con tal
desgracia además las operaciones militares, que todo eran obstáculos
para él y malas posiciones. Tanta torpeza, tanta imprevisión, tantos
errores, tantos desvaríos, no podían menos de ofrecer grande asunto á
un satírico, y no le desperdició Larra. Todos sus artículos de este
tiempo vienen cuajados de alusiones á los absurdos del sistema con
que el gobierno traía descontento á todo el mundo y no lograba casi
nunca más que hacer más manifiestas su incapacidad y falta de tino.
Eco de las legítimas pretensiones del liberalismo, no pierde ocasión
de excitar en ellos al gobierno á que se muestre menos enemigo de las
reformas por aquel deseadas, y más cuidadoso de contener los progresos
de la facción carlista cuyas fuerzas iban en constante aumento. Los
artículos, por ejemplo, de la _Ventaja de las cosas á medio hacer_, las
varias _Cartas de Fígaro_, _la Cuestión trasparente_, _la Alabanza_ ó
_Que me prohiban este_, ofrecen una prueba de sus sentimientos en esta
parte. Los censores y la censura, asunto sobre que el poder no quería
ceder absolutamente nada, no dejan sobre todo un momento de ser el
punto de mira de sus ataques. Sus razones tenía para ello.
La política no era lo único que absorbía toda su actividad de escritor,
ni el solo asunto sobre que recaía su sátira ingeniosa y locuaz. La
crítica literaria, la crítica dramática particularmente le daban
motivo para escribir artículos no menos notables, sin contar los de
costumbres propiamente dichos, que escribió en el mismo intervalo y
que no contribuyeron menos á su celebridad, como _la Vida de Madrid_,
_la Diligencia_, _el Duelo_, _los Calaveras_ y otros muchos por el
estilo. Era el caso que la revolución empezaba á inaugurarse así en
las letras como en el gobierno, y que empezaban á darse á luz nuevos
dramas, nuevas poesías, nuevas historias en los momentos mismos en
que se pedían nuevos derechos, nuevas franquicias, nuevas garantías
constitucionales. Por una coincidencia bastante digna de tomarse en
consideración, eran algunos de los mismos hombres que figuraban en
primer término en la restauración política los que daban el primer
impulso á la restauración literaria. Los nombres del señor Martínez
de la Rosa, duque de Rivas, Quintana, eran conocidos en ambos campos.
Fígaro pues no podía dispensarse de tratar con la especialidad de su
talento los asuntos de una y otra especie. Sus principios en materia
de literatura guardaron una analogía completa con los que en política
profesaba: enemigo de las trabas exageradas con que el clasicismo
contenía el vuelo de todos los grandes ingenios, partidario de las
innovaciones que habían de abrir á los poetas y á los escritores en
general fuentes desconocidas de inspiración, fué uno de los primeros
apóstoles del romanticismo, como uno de los promovedores de las
reformas constitucionales. Quería el progreso, quería la novedad en
todo, y ambas cosas estaban para él simbolizadas en la libertad. «Ese
clamor de libertad de imprenta, tan continuo, tan incesante, tan
justo, puede tener dos principios: puede considerarse como un derecho
meramente político reclamado por un pueblo víctima que hace el último
esfuerzo para romper la cadena; y puede mirarse también como un órgano
meramente literario, exigido por un pueblo ansioso de ilustración.
En el primer caso la imprenta es el baluarte de la libertad civil;
en el segundo, el paladión de los conocimientos humanos». No hemos
creído poder citar palabras más oportunas para hacer ver el profundo
enlace que á los ojos de nuestro autor reinaba entre la literatura
y la política, y la marcha liberal y simultáneamente progresiva que
ambas á dos debían seguir. Así que sus artículos críticos sobre la
una se distinguían por las propias cualidades, se recomendaban por
iguales circunstancias que sus artículos satíricos sobre la otra: la
misma originalidad, el mismo sarcasmo severo pero razonado, los mismos
toques de estilo, la misma imparcialidad en sus juicios. Fígaro no se
desmiente nunca á sí mismo, ya tenga que apreciar el carácter de un
político, ó el talento de un poeta ó el genio de un artista: ni la
razón ni el buen gusto le abandonan un momento.
_La Revista Española_, después _Revista Mensajero_, no fué el solo
periódico que en el tiempo á que nos referimos consignó sus trabajos.
Estuvo también asociado durante una parte del año 35 á la redacción del
_Observador_, que por entonces gozó de cierta celebridad. Sus trabajos
literarios no se redujeron tampoco á los artículos de crítica, así
literarios como políticos, que las circunstancias y vicisitudes del
tiempo le sugerían con frecuencia. Aspirando á adquirir una celebridad
fundada en títulos más lisonjeros, ya que no menos reales que los de
un escritor reducido al ingrato oficio de analizar los de los más,
escribió una novela histórica original, _El doncel de don Enrique
el Doliente_, la comedia de costumbres imitada del francés _No más
mostrador_, el drama original el _Macías_, é hizo algunas traducciones
de mérito, como el conocido _Arte de conspirar_ que publicó bajo su
nombre anagramizado en el de Ramón de Arriala, _el Desafío_ ó _Dos
horas de favor_, etc., etc. En todas estas producciones desplegó el
mismo talento, la propia belleza de estilo, igual tacto en sus asuntos
que en sus artículos satíricos, si bien es preciso convenir en que
considerado como novelista y autor dramático, no es, ni con mucho, tan
original ni tan nuevo que como crítico y pintor de costumbres. Á ser un
escritor de esta clase era principalmente llamado, y bajo este punto
de vista hay que juzgarle para apreciar todo el valor de su mérito
literario.
Acabamos de recorrer la época más interesante de la vida de Larra,
porque en ella fué cuando labró principalmente su reputación. La
atención que hemos dado á sus faenas literarias nos ha impedido
ocuparnos nada de su vida doméstica, que no era tan afortunada á
la verdad como su vida de escritor. Aquel Fígaro, que sabía con un
artículo suyo hacer reir á toda España, no encontraba un bálsamo que
suavizase las llagas de su corazón. Larra no era feliz interiormente.
Él mismo lo manifestó así hablando de los escritores satíricos. «El
escritor satírico, decía, es por lo común como la luna, un cuerpo opaco
destinado á dar luz, y es acaso el único de quien con razón puede
decirse que da lo que no tiene. Ese mismo don de la naturaleza de
ver las cosas tales cuales son y de notar antes en ellas el lado feo
que el hermoso, suele ser su tormento. Llámanle la atención en el sol
más sus manchas que su luz, y sus ojos, verdaderos microscopios, le
hacen notar la fealdad de los poros exagerados, y las desigualdades
de la tez en una Venus, donde no ven los demás sino la proporción de
las funciones y la palidez de los contornos: ve detrás de la acción
aparentemente generosa el móvil mezquino que la produce; ¡y eso llaman
sin embargo ser feliz!...». Y citando después los ejemplos de Molière y
de Moratín, añadía: «Y si nos fuera lícito en fin nombrarnos siquiera
al lado de tan altos modelos, si nos fuera lícito siquiera adjudicarnos
el título de escritores satíricos, confesaríamos ingenuamente que sólo
en momentos de tristeza nos es dado aspirar á divertir á los demás».
Nuestros lectores preguntarán qué razón podría tener Fígaro para
considerarse desgraciado, él que en su corta vida se hizo un lugar tan
distinguido en las letras, él cuya celebridad le granjeó, entre otras
amistades ilustres, la del embajador de Inglaterra en aquella sazón,
sir J. Villiers, hoy lord Clarendon, que tenía un gusto particular de
verle á su lado en todas las brillantes funciones que acostumbraba
á dar en su casa; la del distinguido poeta duque de Rivas, que fué
su padrino de boda; la de los señores Martínez de la Rosa, conde de
Toreno, general Castaños, y la de la misma reina Cristina, que deseó
conocerle y le conoció en efecto, habiendo sido presentado á esta
princesa por su mayordomo mayor, el conde de Torrejón. Sus desgracias
provinieron principalmente de su carácter. Aunque Larra era generoso y
buen amigo, sentía por los hombres en general recelo y desconfianza,
cuyos sentimientos sabía disimular sin embargo. En el trato social
afectaba siempre modales muy distinguidos, y podía servir de modelo
de finura y cortesanía; pero en lo interior de su casa desplegaba un
genio duro, desigual y poco sufrido. Era en una palabra un misántropo
en la realidad, si bien amable y complaciente en la apariencia, y esta
amalgama de afectos encontrados, esta lucha entre su corazón y su
cabeza, no era lo más á propósito para tener su espíritu en sosiego. Y
como estaba dotado por otra parte de bastante elevación en su talento
para no recargar sus escritos de toda la hiel que envenenaba sus
sentimientos, la amargura que dejaban de llevar sus críticas, templadas
casi siempre por la risa y el buen humor, refluía sin remedio sobre su
alma y le atormentaba continuamente. Los goces del esposo y del padre,
que eran los únicos que podían haber endulzado su natural condición
y restituídole algún reposo, apenas fueron gustados por él. Habíase
casado á los veinte años sin destino, sin carrera, sin dinero, sin
recursos de ninguna clase, sin el apoyo mismo de su padre, que había
perdido por acontecimientos pasados. Su talento de escritor suplió
en breve esta falta, que es la causa vulgar, aunque harto frecuente
en nuestros tiempos, de la desavenencia de muchos matrimonios y del
desorden de no pocas familias. El casamiento de Larra no resultó á la
verdad feliz, pero los motivos fueron otros. Fué igualmente su carácter
quien originó su desgracia en esta parte, lanzándole con frenesí en el
torbellino del mundo y obligándole á ahogar entre su ruido y confusión
los gérmenes de dolor que llevaba perpetuamente en su seno. Demasiado
joven todavía, fué presa de mil funestas y tormentosas pasiones que
acabaron de acibarar su existencia. El amor culpable que concibió por
una mujer casada amortiguó en él aquel entrañable cariño que en un
principio tuvo á su esposa y á sus hijos, y le lanzó en una senda de
extravíos y de errores que empañaron su reputación y su buen nombre.
Muy severos tendríamos que ser aquí con su memoria, á fuer de biógrafos
imparciales, si su trágica muerte no hubiera sido un castigo más que
suficiente de las faltas de su vida. Nuestros lectores nos permitirán
pues que pasemos adelante.
De resultas de todos los disgustos y sinsabores que sufrió hacia este
tiempo, trató Fígaro de dejar la España y hacer una excursión al
extranjero, tanto por distraer su ánimo como por estudiar los países
sobre cuya civilización se iba modelando la nuestra sucesivamente.
Quiso visitar la Francia y la Inglaterra; es decir las dos naciones
que han contribuido más á dar á nuestra sociedad la fisonomía y el
color modernos que tanto la distinguen de la sociedad de nuestros
abuelos; y como entonces estaban casi interceptadas las comunicaciones
con el lado allá de los Pirineos á causa de la rebelión de las
provincias vascongadas, emprendió su viaje por Portugal, adonde se
trasladó por Extremadura. Este camino le ofreció ocasión de recorrer
las famosas ruinas romanas de Mérida, á que consagró dos artículos,
y de hacer algunas observaciones interesantes sobre las costumbres
de la provincia. Llegado á Lisboa, fué muy bien recibido en todas
partes, y obsequiado por los sabios y literatos que le conocían de
nombre. Lo propio le sucedió en Londres y París, para cuyas capitales
se embarcó en seguida. En la última de estas dos ciudades debió las
mayores distinciones al señor barón Taylor, su amigo particular, y á
quien conocía ya desde España, que le acompañó á las reuniones y á los
establecimientos dignos de ser visitados por todo viajero que llega á
aquella culta capital, y le asoció para que escribiese en una obra que
entonces se publicaba allí, titulada: _Descripción de la Península_.
Al fin, no pudiendo vivir más tiempo fuera de su patria, se decidió
á volver á España á fines de 1835 después de diez meses de ausencia,
verificando esta vez su viaje directamente por el Pirineo.
_El Español_, periódico célebre por su tamaño jamás conocido en España,
y que acababa de crearse, fué quien recogió en esta época los trabajos
de Fígaro. Volvió éste á su chistosa garrulería contra los abusos
de toda clase, á sus punzantes alusiones contra los desbarros del
gobierno, á sus ingeniosas críticas de los teatros, de los actores y de
los libros. El público continuó mostrándole sus simpatías: es verdad
que sus artículos satíricos no perdieron un punto de la ligereza, de la
amenidad y de la gracia que los hacían leer con tanto gusto. Su viaje
había contribuido á madurar su talento y hacerle adquirir una solidez
y un aplomo que tal vez le faltaban antes: sus críticas teatrales
de esta época se distinguen de las anteriores por una superioridad
incontestable, y algunas de ellas son un modelo en su género: testigos
las de los dramas de Dumas _Antony_ y _Catalina Howard_. Un artículo
de costumbres muy notable también los _Barateros_, lleva impreso sobre
sí tal sello de profundidad y de filosofía, que atestigua la impresión
que durante su viaje hicieron sobre el ánimo de Fígaro las ideas de
los penitenciaristas modernos, muchas de las cuales van abandonándose
cada día como puras ilusiones; pero que entonces pasaban por verdades
positivas, y dieron motivo á nuestro autor para que desarrollase su
talento por un lado desconocido hasta entonces.
Echemos ahora una rápida ojeada sobre los acontecimientos políticos
que por este tiempo se sucedían ó estaban preparando, porque ellos
ejercieron una influencia directa sobre las tareas literarias de
nuestro autor, dándoles una fisonomía especial y determinada hasta el
fin de su vida, que estaba ya bien cercano. Los tres años del 34, 35
y 36 habían sido empleados en una lucha constante entre la monarquía
que quería conservar todo lo que le fuese posible del antiguo régimen
político del país, y la opinión pública que reclamaba para este
instituciones francamente constitucionales. El Estatuto Real fué la
primera concesión eficaz hecha á la segunda por la primera; pero
como no fuese seguida de otras que se consideraban como su legítima
y necesaria consecuencia; como, aunque la ley fundamental pudiera
creerse calcada sobre principios más ó menos liberales, el gobierno
supremo no daba pruebas de liberalismo ni en su espíritu, ni en sus
tendencias, resultó de aquí que el partido que con razón ó sin ella
llevaba la voz popular empezó á trabajar en el parlamento y fuera de
él para realizar las cosas á que aquel se negaba con tanto empeño.
Creyóse, no sin razón, que lo primero que había que hacer era ensanchar
las bases mezquinas é insuficientes bajo que el señor Martínez de la
Rosa había constituido políticamente la nación, y se pidió la reforma
del Estatuto. Después de algunas vicisitudes, tras de algunos motines
mal reprimidos, y en medio de los apuros de la guerra cada vez más
apremiantes, prometiólo al fin la corona como medio de sofocar el
levantamiento en 1835. Diferentes circunstancias se opusieron al
cumplimiento de esta promesa, hasta que por último habiéndose formado
el gabinete del ministerio Isturiz en mayo de 1836, se anunció
solemnemente á la nación que sus deseos y esperanzas más ardientes
iban á tener logro mediante la convocación de las cortes revisoras que
debían ocuparse en formar una nueva constitución.
Este paso, que parecía deber reconciliar definitivamente á todos
los amigos de las ideas constitucionales, los dividió sin embargo
para siempre. Hasta entonces el partido liberal no estaba dividido
en fracciones de ninguna clase: sus diversos miembros estaban solo
separados por líneas casi imperceptibles, y si unos mostraban más
impaciencia que otros por llevar adelante la reforma política,
todos convenían á lo menos en que el progreso era necesario. Pero
el advenimiento del gabinete de mayo los fraccionó en dos bandos
absolutamente distintos, opuestos entre sí, bandos que se han ido
separando cada vez más, que cada día se han profesado mayor antipatía,
mayor enemistad, mayor rencor; bandos en fin cuyo destino no ha
terminado todavía, siendo á estas horas un misterio si llegará alguna
vez para ellos el día de la reconciliación, ó si arrastrados antes de
tristes y miserables pasiones que de un amor sincero á su país cuyo
bien invocan ambos, preferirán irse á perder el uno en el despotismo, y
el otro en la anarquía. ¿Cuáles fueron las causas de esta división tan
fatal? Fueron á nuestro modo de ver muy sencillas. Unos se pusieron de
parte de la corona en aquella ocasión y se hicieron conservadores, ya
porque la autoridad del trono les parecía la única que podía asegurar
el éxito de las reformas políticas así en lo interior como en lo
exterior, ya porque los medios legales les parecían más asequibles y
expeditos que los medios revolucionarios, ya en fin porque el carlismo
amenazaba demasiado cerca para no pensar en poner pronto término de
aquel modo á las contiendas pendientes. Otros por el contrario se
pusieron de parte del pueblo ú obraron en nombre suyo, bien porque el
dogma de la soberanía nacional, único que reconocían como legítimo,
les hiciese rechazar toda constitución emanada del poder real, bien
porque solo viesen con desconfianza las promesas y concesiones de este
último, bien porque la marcha del ministerio Isturiz, que empezó su
carrera con un semigolpe de Estado, no les prometiese que había de
acceder bastante á las exigencias del liberalismo. Á cuyos primeros
motivos de disentimiento hay que añadir los odios personales y
profundos que existían entre los jefes de los respectivos partidos,
que contribuyeron á rebajar notablemente la cuestión, y de una de
política, de principios, de gobierno, que era antes, hicieron otra
de poder, de ambiciones y gabinete; más claro, el combate entre dos
grandes principios políticos se convirtió en lucha entre dos personajes
influyentes, el señor Isturiz y el señor Mendizábal, y de aquí nació la
revolución de la Granja.
Fígaro se decidió por el bando conservador; no ciertamente porque sus
ideas liberales no fuesen suficientemente avanzadas y aun estuviesen
embebidas en el espíritu democrático, como lo demuestran muchos pasajes
de sus obras. No podía suceder otra cosa respecto del traductor de las
célebres _Palabras de un creyente_, de M. Lamennais, y del notable
prólogo que le precede, en que nuestro autor vierte doctrinas que no
rechazarían los más ardientes apóstoles de la democracia moderna. Pero
Fígaro no veía la necesidad de exponer el país á nuevos trastornos, ni
las instituciones á nuevas conmociones, cuando las legítimas exigencias
populares iban á ser satisfechas y asentada la libertad bajo firmes
y seguras bases. Preparábase además por su parte á tomar una parte
directa en el movimiento reformador, pues había sido nombrado diputado
por la provincia de Ávila para las cortes que debían llevarle á efecto;
y esta circunstancia tenía que predisponer su ánimo en favor del
sistema legal. Por consiguiente cuando estalló el movimiento de agosto
se encontró sorprendido y sin comprender unos sucesos, en su concepto
tan irregulares, encontrándose de rechazo lanzado en el partido de la
resistencia, no por simpatía alguna hacia él, sino por la fuerza misma
de las cosas.
Hemos entrado en estos pormenores á fin de hacer comprender cómo el
pensamiento de los escritos de Fígaro, el tono general de ellos y hasta
las formas de su estilo sufrieron grandes é importantes modificaciones.
Ya no es el instinto espontáneo del liberalismo lo que le inspira:
son sus excesos y violencias lo que llama su atención; ya no critica
las cosas preocupado su ánimo de las grandes ideas de perfección y
progreso: es la amargura del hombre desengañado lo que le mueve á
escribir; ya no es la gracia, ni la ligereza, ni la amenidad lo que
resalta principalmente en sus artículos, sino la aspereza, el coraje,
la melancolía. Y es que todas sus esperanzas se han disipado; y es que
todas sus ilusiones se han desvanecido; y es que un presente triste y
desconsolador le hace desconfiar de todo porvenir risueño y fecundo;
¡y es, en fin, que el sentimiento íntimo de las cosas se le escapa por
esta vez! La negación es el más estéril de los pensamientos humanos;
y causa dolor ver á un escritor como Larra condenar los desórdenes
de la revolución, las atrocidades de su gobierno y los desvaríos de
sus ministros en nombre de tan pobre principio. Pero su alma se había
gastado ya en la lucha, y querer otra cosa de él era acaso exigir
demasiado. El carro revolucionario anda demasiado aprisa para que todos
puedan seguir su paso.
El artículo de _El día de difuntos_ de 1836 señala esta nueva fase
de la vida literaria de Larra, y la resume toda, por decirlo así.
No seremos nosotros los que neguemos el verdadero mérito de esta
composición; la profundidad con que está concebida, la filosofía
con que está vaciada, la altura del tono con que está escrita; pero
juzgándola bajo un punto de vista más grande que el de un miserable
escepticismo, ¿tenía razón Fígaro en manifestar tanto desconsuelo,
en sentir tanta amargura, en derramar tanta hiel, permítasenos la
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