Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 23

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Entraron en seguida los embajadores del rey Carlos de Francia, sexto de
este nombre, los cuales dijeron á su alteza, después de las primeras
fórmulas de etiqueta, cómo se hallaba bastante malo el rey su amo de
resultas de habérsele prendido fuego en un baile de máscaras á una piel
de salvaje de que iba vestido. Aseguraron después á los cortesanos en
confianza, que lo que en Francia más se temía no eran las resultas de
este accidente, sino que corría el rumor de que el buen rey Carlos VI
estaba á punto de perder la razón; que se había observado ya muchas
veces tal cual desatino en su conducta, que pasaba los días enteros
sin hablar, y otras extravagancias de esta especie. Estos embajadores
trajeron en presente dos truenos grandes, como entonces se llamaban,
que fueron la admiración de los cortesanos, por haberse reducido ya á
tan cortos límites una arma que había empezado por no poderse usar sino
en las murallas de una plaza sitiada, que se había podido trasladar
de un punto á otro después por medio de una máquina convenientemente
montada, y que ya podía manejar y disparar casi un hombre solo, si bien
con trabajo. Apreció mucho este regalo el rey Enrique, y despachó á los
embajadores, los cuales volvieron para su tierra, no sin dejar alguna
moda de las de su traje en la corte del rey de Castilla, pues eran
muy galanos, y venían lindamente ataviados. Al día siguiente salieron
ya varios jóvenes donceles con el pantalón muy ajustado, y dos mangas
perdidas recortadas como las habían visto en los embajadores: moderaron
la barba que antes se dejaban crecer en derredor de la cara, porque
los embajadores no la traían, y hubo quien sacó el zapato retorcido y
puntiagudo, que entonces se llevaba, con más de seis pulgadas de punta,
ni más ni menos que el asta de un toro.
Presentóse en seguida de los embajadores franceses un demandadero de
Calatrava, el cual anunció á su alteza la infausta noticia de la muerte
del maestre.
--La sabíamos, dijo el rey, y hoy mismo le nombraré sucesor.
--Hernán Pérez, dijo el de Villena dándole con el codo.
--Entiendo, señor, contestó el taimado escudero.
Apenas se había retirado el demandadero, cuando se dejó ver en las
puertas del salón, precedida de dos dueñas vestidas de negro, una dama
enlutada y con antifaz que le tapaba completamente el rostro... Grande
fué la sorpresa de los cortesanos todos: examinaban detenidamente sus
contornos, por ver si descubrían quién fuese la que de aquella manera
se presentaba. Llegóse la tapada lentamente hasta los pies del trono,
y prosternóse en actitud de esperar á que su alteza le diese licencia
para hablar.
--Condestable, dijo curioso y admirado don Enrique, ¿por qué no me
habéis prevenido que hoy nos las habíamos de haber con fantasmas? Vive
Dios que hubiera preparado mi alma á recibirlas dignamente: ¿sabéis
quién sea esta dolorida?
--Ha burlado sin duda la vigilancia de los ballesteros: si su presencia
te incomoda, señor, harásela salir.
--Es mujer, condestable, y su manera de presentarse encierra algún
misterio que es fuerza aclarar. Alzad, señora, prosiguió don Enrique,
alzad, y declarad qué causa extraordinaria os fuerza á venir de esta
manera.
--¡Justicia, señor, justicia! exclamó con doliente voz la arrodillada
dama.
--Alzad y contad vuestras cuitas, repuso su alteza: nunca el rey de
Castilla negó justicia á nadie.
--Señor, prosiguió la dama levantándose y mirando en derredor con
notable inquietud, como si buscase á alguien que apoyase la demanda que
iba á hacer, señor, un crimen se ha cometido en tus dominios, en tu
villa de Madrid, en tu propio palacio.
--¿Un crimen?
--Un crimen, y crimen destinado á quedar impune. Los poderosos que
rodean insolentemente tu trono, validos de tu favor, son, señor, los
que infringen tu justicia, y los que la arrostran. Doña María de
Albornoz, la ilustre condesa de Cangas y Tineo, ha sido asesinada.
--Lo sabemos, dueña, dijo don Enrique, y ya hemos dado nuestras órdenes
para que se descubran los autores de tan horrible atentado.
--¿Los autores, señor? Uno hay no más, y ése no corre los campos
fugitivo á esconder como debiera debajo la tierra su insolente rostro;
ése se ampara en tu misma corte. Ése nos oye.
--¿En mi corte? dijo don Enrique mirando dudoso á todas partes.
Agolpáronse al oir estas palabras los cortesanos para escuchar más
de cerca á la atrevida acusadora. Don Enrique de Villena, de cuyo
semblante había desaparecido su natural serenidad desde el momento en
que había columbrado el sentido de las palabras de la dama, la miraba
con ojos indagadores, y afectando una curiosidad hija del interés
que le convenía aparentar por el descubrimiento del perpetrador del
asesinato de su esposa.
--Hernán, dijo en voz baja á su escudero durante la pausa que se siguió
á las últimas palabras de la tapada, Hernán Pérez, ¿qué quiere decir
esto?
Hernán Pérez estaba tan inquieto como el conde: por una parte creía que
la tapada no podía ser otra que una persona que muy de cerca le tocaba.
Su voz, aunque disfrazada, le había hecho un efecto singular; por otra
parte no podía concebir que se diese tal paso sin su noticia.--Señor,
contestó al conde, sea lo que fuere, tu escudero no desmiente nunca su
fidelidad.
--En tu corte, prosiguió la dama: él nos oye, y él recibe tus
beneficios...
--Nombradle, dijo el rey, nombradle.
--Sí, añadió con voz trémula el de Villena, echando el resto á su mal
sostenido disimulo; ¿quién es?
--¡Vos! respondió una voz tonante, vos.
--¿Yo? preguntó don Enrique: ¿yo?
--¡Don Enrique! exclamó el rey mirando alternativamente al de Villena y
á la tapada.
--¡Don Enrique! repitieron en voz confusa casi á un mismo tiempo los
señores todos que rodeaban el trono.
--¡Santo cielo! exclamó el agitado conde volviéndose al rey con ademán
y gesto hipócrita. ¿No me bastaba, señor, que una fatal estrella me
privase de mi esposa; era preciso que la calumnia se uniese á la
alevosía, y que don Enrique de Villena se viese así ultrajado en tu
misma corte y en tu presencia misma? Toma, señor, los honores que me
has dado, recoge las distinciones con que me has honrado; toma esta
espada, acepta esa banda que mal pudiera llevar con honor quien vió de
esa manera el suyo atropellado...
--Serenaos, don Enrique, dijo tranquilamente después de un breve rato
de meditación el rey justiciero, serenaos: conservad esas distinciones
que tan bien os están, y tened presente que la calumnia se embota en el
inocente como la punta de la lanza en el bruñido peto.
--¿La calumnia? repitió mirando de nuevo en derredor la dueña
desconsolada.
--Dueña, dijo don Enrique entonces con entereza, ¿sabéis el nombre que
habéis tomado en boca, y la persona á quien ultrajáis?...
--La verdad nunca puede ser ultraje.
--¿Sabéis á ciencia cierta lo que dijisteis?...
--Juráralo si fuera menester.
--¿Qué caución dais de vuestras palabras? ¿quién sois? ¿por qué venís
tapada á acusar al delincuente? La verdad trae la cara descubierta á la
faz del sol. La mentira es la que se esconde.
--¿Quién yo soy, señor? si pudiera decirlo no viniera de este modo.
¿No es posible que circunstancias personales me impidan descubrirme en
público? Tomad, señor, dijo entonces la tapada presentando á su alteza
un anillo que en el dedo traía. Ese anillo puede decir quién soy algún
día.
Tomó su alteza el anillo y examinóle detenidamente.--¿Conocéis ese
anillo, Abenzarsal, ó la seña que dice esa dama?
--Señor, dijo Abenzarsal al oído de su alteza, las piedras forman un
nombre.
--Guardadle, pues.
--Además, señor, no trato de huir; póngome bajo tu salvaguardia; sé
que desde el punto en que tomo sobre mí esta acusación mil peligros me
rodean.
--¿Y sabéis, incauta dueña, que la pena del talión espera al
impostor?...
--Sólo sé que el crimen debe denunciarse y desenmascararse al criminal.
--¿Sabéis que si os faltan pruebas, ó un caballero que sostenga vuestra
acusación, seréis puesta en tormento y?...
--¡En tormento! dijo espantada la dama volviendo á mirar en derredor
con inquietud. ¡En tormento!
--Á tiempo estáis de desdeciros...
--Desdecirme... exclamó la dama enlutada clavando en don Enrique los
ojos, que aparecían en medio de su antifaz como los relámpagos que
rasgan la negra nube en medio de una noche tempestuosa. Jamás.
--En ese caso es forzosa la muerte del delincuente ó la vuestra.
--¡Nadie, nadie! dijo entre dientes la demandante mirando á las
puertas, y escuchando con la mayor ansiedad. ¿No hay un caballero,
exclamó entonces con despecho volviéndose á los cortesanos todos, no
hay un cortesano siquiera del poderoso rey de Castilla que sepa empuñar
una lanza por la inocencia, que salga por una mujer?
Leve y susurrante murmullo corrió por la asamblea á esta invitación
desesperada. Pero lucían en los pechos y en los brazos de los más
caballeros jóvenes prendas del amor de sus damas: un caballero que
tenía la suya no podía adoptar otra. No era además seguro que la
acusadora no hubiese perdido el juicio, cuando con tan poco apoyo y
favor osaba habérselas con el más poderoso señor de Castilla. ¿Quién
la conocía? Nadie: ¿quién estaba seguro de no ser víctima del rencor
del de Villena si tomaba la defensa de la advenediza?--¡Oh oprobio! ¡oh
mengua! ¡oh caballeros! exclamó sollozando la desairada hermosa. ¡He
aquí la corte de don Enrique III! Lo veo, aunque tarde: la inocencia
no encuentra defensa entre los hombres. No importa. Insisto en la
acusación.
--Faraute, dijo entonces su alteza, haced vuestro deber.
Adelantóse un faraute, y en la fórmula del tiempo anunció tres veces
en alta voz la acusación hecha á don Enrique de Villena; preguntó si
algún caballero tomaba la demanda de la acusadora, y sucediendo á sus
voces sepulcral silencio, intimó á aquélla que en el plazo preciso de
tres días había de presentar un defensor ó las pruebas de su acusación,
y que cumplido el plazo sin presentarle sería puesta en tormento y
llevada al suplicio, donde le sería la lengua cortada y arrojada á los
canes, después de ello ajusticiada por calumniadora.
No pudo oir esta última parte de la intimación la desolada dama sin
exhalar un gemido de terror, y abandonándola sus fuerzas, dejóse caer
en brazos de una de las dueñas que la habían acompañado.
Movido á lástima el rey al ver su situación, alzóse en el trono, y
puesto en pie,--Don Enrique, dijo, estoy seguro de vuestra inocencia, y
el cielo en todo caso saldrá por ella. Aflígeme sin embargo el estado
de esa desgraciada, y la administración de la justicia exige que yo
satisfaga la vindicta pública. Dadme, Abenzarsal, ese anillo. Quiero yo
mismo requerir por última vez un defensor. Ricoshombres, caballeros,
¿quién de vosotros toma esta demanda? El caballero que se proclame
su defensor recibirá este anillo como prenda de la dama que va á
defender, y si sale con victoria de la prueba á hierro y demuestra en
el palenque, con el favor de Dios, la verdad de la acusación, que no
creemos, este anillo le servirá de seguro para los días de su vida: la
persona que me lo presente logrará la gracia que pida, y su dueño será
libre de toda pena en el momento de presentarlo. ¿Quién de vosotros
toma la demanda de la acusadora?
--¡Yo! exclamó una voz estentórea que resonó fuera de la cámara todavía.
--¡Él es! gritó con penetrante alarido la enlutada, y el exceso de la
alegría, pudiendo más en su alma que el pasado dolor, la derribó sin
sentido en brazos de sus dos dueñas.
Volvieron los ojos los cortesanos á mirar quién fuese el temerario que
en tan arriesgada demanda se entrometía, y don Enrique de Villena,
cuya alegría se había manifiestamente conocido por algunos instantes,
dirigió miradas de fuego y de incertidumbre hacia el advenedizo
defensor de su acusadora.
Entraba éste ya por la cámara con ademán resuelto y pasos precipitados.
Venía armado de pies á cabeza, y su sobreveste negra y su penacho del
mismo color, que ondeaba funestamente sobre su capacete, parecían
anunciar la muerte á todo el que se opusiese á su bizarro valor.
--Yo, repitió con voz fuerte entrando. Dirigiéndose en seguida hacia el
trono, arrodillóse y pidió licencia á su alteza para tomar la demanda
de la desconocida, fuese la que fuese.
Mirábanse unos á otros los circunstantes, no sabían qué pensar de
las aventuras de la mañana.--Condestable, dijo el rey volviéndose á
Rui López Dávalos, ¿será que hoy no hayamos de conocer á ninguno de
nuestros vasallos? ¿qué decís, conde de Cangas, de este defensor? ¿le
conocéis?
--No responderé nunca, señor, á la acusación de dos enmascarados.
--¿Y responderéis á la mía? preguntó alzándose la visera el denodado
mancebo.
--¡Macías! exclamó el rey. ¡Macías! repitieron asombrados los más de
los que presentes estaban. Don Enrique fué el único que sobrecogido de
la ira y del terror, ni acertaba á pronunciar palabra ni osaba levantar
los ojos del suelo, al cual se los habían hecho bajar mal su grado la
seguridad y la audacia de las miradas de Macías.
--Perdóneme tu alteza, prosiguió éste vuelto á don Enrique el Doliente,
si me hallo en tu palacio sin haberme presentado antes á recibir tus
órdenes: tu alteza conoce mi lealtad, y sólo poderosísimas causas
pueden habérmelo impedido.
--Sensible es á mi corazón, doncel, que cuando os veo después de tan
larga ausencia sea para declararos contrario de mi muy amado pariente
el conde de Cangas y Tineo, y para defender contra él una acusación que
estimo calumniosa.
--El cielo, señor, puede sólo decidir esta querella.
--Aquí, pues, tenéis, dijo el rey presentando á Macías el anillo de la
tapada, que ya había vuelto en sí de su desmayo, la prenda de la dama
que elegís.
--Perdóneme tu alteza, exclamó la dama arrojándose en medio del rey y
de Macías: permite que no reciba de mi mano ese anillo hasta el día en
que haya de verificarse el combate. Yo informaré á la persona de tu
confianza que elijas de mis circunstancias, y quedaré hasta que las
sepas en tu poder, si necesario fuese. Como prenda de que os admito
por mi campeón, aceptad ese lazo, noble caballero.
Arrodillóse el mancebo, á quien palpitaba violentamente el corazón
dentro del pecho, y mientras que su dama rodeaba su cuello con
una banda negra que tenía por lema estas dos palabras bordadas:
_imposible_, _venganza_:--¿Será posible, le dijo en voz baja, que
insistáis en ocultaros de quien ha de ser vuestro caballero, no sólo
acaso en la lid?...
--_Imposible_, repuso por lo bajo también la tapada.
--¿Qué tenéis, pues, derecho á exigir de mí?... repuso Macías.
--_Venganza_, volvió á contestar la dama concluyendo de anudarle el
lazo.
--Y bien, Macías, ¿tenéis que pedirme alguna gracia? dijo el rey.
--Ninguna, respondió el doncel, sino que oiga tu alteza y apruebe mi
desafío. Oíd, ricos-hombres, caballeros y escuderos. Yo, Macías, doncel
del poderoso rey de Castilla don Enrique III, á ti, don Enrique de
Aragón y Villena, conde de Cangas y Tineo, tomamos por testigos á todos
los aquí presentes, te desafiamos de mal caballero, descortés y aleve,
y te retamos á muerte como matador de tu esposa la muy ilustre doña
María de Albornoz, á ti y á todos los caballeros de tu casa, á lanza
ó á espada, á pie ó á caballo, mientras corra la sangre en las venas,
renunciando á tu merced, como tú debes renunciar á la mía, y sobre esto
Dios y la Virgen de Atocha me ayuden. Á ti solo, ó á varios.
Al decir estas palabras arrojó Macías su guante. Gran suspensión y
silencio siguió á esta acción determinada.
--Conde de Cangas y Tineo, dijo el rey volviéndose á alzar en el trono
y comenzando á bajar los escalones, Macías, mi doncel, ricos-hombres,
caballeros, escuderos aquí presentes, yo don Enrique, rey de Castilla,
concedo el juicio de Dios á mi doncel Macías y á don Enrique de Villena
para que en combate singular riñan cuerpo á cuerpo, y declaro traidor
y aleve y digno de muerte al que fuere en la lid vencido si saliere
del vencimiento con vida. Dios sea en favor de la inocencia y de la
justicia. Conde, ¿qué hacéis? añadió viendo que don Enrique inmóvil no
recogía el guante que le había arrojado su contrario.
--Espero, señor, que no permitirás que yo descienda de la clase en que
el parentesco que nos une y los honores con que me has distinguido me
han colocado para rebatir cuerpo á cuerpo con un simple doncel de tu
alteza una calumnia que desprecio y...
--Si os empeñáis, contestó el rey picado, igualaré al doncel Macías...
--No es necesario, señor, replicó Hernán Pérez adelantándose á recoger
la prenda abandonada; no es necesario: yo la alzaré por mi señor...
--Teneos... gritó Macías poniendo un pie en el guante: sois escudero.
--Le armaré, dijo el conde, y será vuestro igual; y en tanto, Hernán,
alzad el guante por mí. Ó yo ó vos. Bastamos cualquiera de los dos para
castigar la insolencia del campeón de las damas desconocidas.
Iba á responder Macías á este sarcasmo; pero el rey, volviéndose á
entrambos,--Conde, dijo, espero que vos, ó un caballero en vuestro
lugar, sostendréis vuestra buena fama. Os hago maestre de Calatrava;
espero que ni los caballeros de la orden ni Su Santidad desaprobarán
esta elección que recae en mi misma sangre.
--Señor, dijo inclinándose con mal rebozada alegría el conde, estoy
pronto á aceptar esta nueva honra si los caballeros de la orden...
--¡Viva el maestre don Enrique! clamaron tumultuariamente varios de los
presentes.
--Bien, señores, bien, dijo el rey; no esperaba menos de mis leales
caballeros de Calatrava. Á vos, Macías, os doy un hábito de Santiago, y
os cubriré yo mismo. Habéis manifestado hoy valor y cortesanía. Espero
que entraréis á mi cámara en cuanto os desarméis.
Inclinóse Macías en señal de gratitud, y el rey se retiró diciendo
al condestable:--Rui, me recordaréis que debo fijar el día del
combate.--Vos, Abrahem Abenzarsal, encargaos de esa dueña en vuestra
cámara hasta que órdenes posteriores mías os indiquen dónde puede
permanecer durante el plazo que falte para el combate.
El físico en consecuencia intimó la orden á la dama enlutada, y la
encaminó con un paje á su cámara. Retiróse el rey, y con su marcha
desaparecieron en pocos momentos los más de los cortesanos.--No ha sido
del todo feliz el día, dijo Abenzarsal á don Enrique, que se retiraba
con su escudero; pero no importa, son nuestros: haced por dirigir á la
noche á Hernán Pérez á mi cámara.--¿Habéis hecho algo? preguntó don
Enrique.--Espero hacer.--Dicho esto se separaron por no dar sospechas.
Don Enrique y su escudero se fueron, departiendo acerca de los muchos
sucesos buenos y malos que habían pasado aquel día, y acerca de quién
podía ser la dama, si bien muy pocas dudas les quedaban, y ya se
proponía salir de ellas al momento el escudero.
Entre tanto rodeaban á Macías varios caballeros, quién á darle la bien
venida, quién á preguntarle nuevas de Calatrava. Entre los muchos que
se le acercaban, tocóle uno en el hombro con misteriosa familiaridad.
--¡Ah! sois vos, padre mío, buen Abrahem, le dijo Macías con un
estremecimiento involuntario, y una nube de tristezas envolvió su
frente.--Bien venido á la _corte_. --¡Á la corte!--Sí: á Dios, joven
osado.--Escuchad; esas palabras... me dijisteis, es verdad... _¡corte,
corte_ funesta!--Á Dios.--¿No podéis explicaros?--Ahora imposible:
si queréis verme, al anochecer os esperaré en mi cámara.--¿Cierto,
Abrahem? Esperadme.--Á Dios.--Á Dios.
Siguió el astrólogo con su aparente prisa la dirección de su cámara, y
Macías, distraído, revolviendo mil confusas ideas en su imaginación,
quedó entre sus curiosos amigos, á quienes ni contestaba ya acorde, ni
podía apenas atender. ¡Tal era la impresión que la palabra _corte_,
pronunciada por el físico, había hecho en su imaginación!--Macías
ha perdido la cabeza, iban diciendo sus amigos al despedirse de él:
ese maldito hechicero, en cuyas comisiones ha andado, le ha turbado
el juicio. ¡Habéis visto qué desconcierto! ¡qué distracción! Ó está
enamorado, ó ha perdido el seso.

* * * * *


CAPÍTULO XVIII

Melisendra está en Sansueña,
Vos en París descuidado,
Vos ausente, ella mujer.
Harto os he dicho; miraldo.
_Rom. de Gaiferos_

En cuanto había llegado á su habitación don Enrique de Villena, se
había despedido de él el escudero, ansioso de saber definitivamente si
era su esposa la que por obsequio á la memoria de la condesa se había
presentado con tanta osadía en la corte del rey de Castilla. Pesábale
en gran manera que hubiese cabido en la imaginación de su consorte
tan heroica determinación, pero lo que con más cuidado le traía era
la circunstancia de haber llegado tan á punto el doncel para tomar
sobre sí su demanda, y la exclamación de la tapada al oir la voz de
su defensor, circunstancias entrambas que ligaba mal que bien con el
músico de la noche anterior á la desaparición de la condesa. Podía ser
casual esta coincidencia; podían muy bien, su consorte por amistad á
doña María de Albornoz, y Macías por amor á esa misma, ó por cortesanía
de caballero ocioso, encontrarse en el mismo camino. Esta reflexión,
sin embargo, no bastaba á declarar sus dudas, y pensó en el partido que
debería tomar si no encontraba á Elvira en su cuarto.
Sucedióle sin embargo lo que no pensaba. Llamó el escudero á su
habitación, y la primera persona con quien dió fué con el listo paje,
el cual con aire sumamente alegre:
--Buenos días, le dijo, señor Hernán Pérez; bien hacéis en venir,
porque desde que la señora condesa ha desaparecido no hay medio de
alegrar á mi prima. Venid, venid á consolarla; mis esfuerzos todos son
inútiles.
--¡Vuestra prima, señor paje! dijo con asombro y gravedad el escudero.
¿Supongo que no os queréis burlar de mí?
--¿Yo burlarme, señor escudero, pesia mi alma? Para burlas estamos por
cierto, y no se cesa de llorar hoy en esta habitación. Entrad vos mismo
y lo veréis.
Abrió Hernán Pérez la mampara inmediata, y quedóse como de piedra
cuando contra todas sus esperanzas vió levantarse al presentarse él á
Elvira, que con afectuosas palabras:
--Esposo, le dijo, cuán mal lo hacéis conmigo: vos tenéis secretos
para mí, vos pasáis los días enteros lejos de mí: hoy, sobre todo,
me habéis dejado sola, y sabéis que no tenía ya la compañía de la
condesa...
--Perdonad, Elvira, si... yo... ya sabéis que... Pero nunca pudo decir
más el asombrado escudero. Su esposa estaba vestida de negro, sí, pero
su ropa no manifestaba haber salido aquella mañana; por otra parte, la
dama enlutada había quedado en palacio.
--¿Qué tenéis? ¿Traéis mala nueva?
--Sí por cierto, contestó más repuesto Hernán Pérez; os traigo la de
que me he vuelto loco.
--Muy cuerdo lo decís.
--Jurara que os había visto en otra parte...
--Puede...
--¿Cómo? ¿puede?...
--Tantas veces me habéis dicho que no me separe un punto de vuestra
imaginación, que me veis en todas partes tal cual soy... que... ¿no es
cierto?
--Sí, replicó mordiéndose los labios el desairado esposo. Pero esta
mañana no os creí yo ver de ese modo. En fin, parece que estáis aquí...
--¿Os estorbo, Vadillo? habladme con el corazón en la mano... ¿Queréis
que salga efectivamente?...
--No, no es eso; es que me he vuelto loco, ya lo he dicho.
--Lindo humor traéis, esposo. Si hubierais perdido una amiga, si os
persiguiese una voz que os gritase continuamente en vuestro pecho: _Un
crimen se ha cometido, y el criminal está impune..._
--¿Qué decís? ¿ois vos esa voz?
--Os digo que no puedo desechar de mi imaginación que esa pobre condesa
ha sido malamente muerta, y que una persona...
--¡Silencio! gritó con terror Vadillo.
--¡Silencio! ¿por qué? Esta noche lo he soñado.
--¿Qué habéis soñado?
--Tonterías; pero cuando está una afligida y prevenida por una idea...
no sé qué efecto...
--Contad.
--Nada; soñé que había estado en la corte no sé por qué accidente, y
que una dueña enlutada se había aparecido á pedir justicia...
--Proseguid, dijo temblando Vadillo.
--Sus facciones eran las de la condesa, su voz la misma: arrojéme á
abrazarla y...
--¿Vos?
--Yo, y me rechazó: «Aparta, dijo; estoy manchada de sangre: ¿no la ves
correr aún?». Un chorro entonces pareció salpicarme toda y temblé...
Pero ¡Dios mío! vos tembláis también.
--No.
--Sí.
--Bien, sí... Estoy mortal, añadió para sí levantándose Vadillo: si
habrá muerto efectivamente la condesa; ¿sería capaz el conde?... ¡Qué
horror! Por otra parte, conociéndome, si lo hubiera hecho, me lo
hubiera ocultado... yo le afeé... ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Yo he sido
cómplice de un asesinato? La dueña enlutada no podía ser sino la sombra
misma de la condesa. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Virgen santísima! gritó Vadillo
fuera de sí.
--Esposo, ¿qué es eso? ¿sabéis que empiezo á temer que sea cierta la
pérdida de vuestra razón?... Contadme por Dios...
--Nada; imposible; en dos palabras: ¿vos no habéis salido?
--¡Qué pregunta!
--¿No saldréis?
--¡Qué aire!
--Á Dios. Elvira, á Dios. No me esperéis hasta la noche. Asuntos de
importancia me llaman al lado de don Enrique...
--¿Os vais? ¿Para eso habéis venido? Mirad...
--Bien sé que me queréis, que me sois fiel; soy un loco... pero...
la condesa... ya sabéis... ahora dejadme por Dios, dejadme, vuestra
presencia me hace mal.
Separóse al decir esto casi por fuerza de los brazos de su esposa, la
cual quedó sollozando en un sillón con el paje al lado.
--Esto es mejor, dijo el paje. ¿Lloráis de veras?
--Jaime, sí. Hace una tantas cosas contra su voluntad; las
consideraciones del mundo...
--¿Cómo? ¿Lo decís porque tenéis que agasajar y poner buen semblante á
vuestro esposo?
--¿Qué dices, Jaime? preguntó lanzando un suspiro Elvira: ¿quién te ha
dicho eso? es mentira, mentira. Yo amo á mi esposo; ni pudiera amar
sino á él: ¡es tan bueno!
--Pues entonces, dijo el paje, no os entiendo: yo por mí, si no os
viera llorar, ahora me reiría, soltaría la carcajada.
--¿Por qué? ¿Porque una circunstancia desgraciada le ha puesto en el
caso bien triste de no poder distinguir la verdad del engaño? ¿Porque
una mujer tenga mil veces que parecer artificiosa con su esposo, se
habrá de deducir que éste es risible? Ah, Jaime, en todo engaño ten
lástima siempre al engañador, que en realidad ése es el más risible, y
ése es acaso realmente el engañado.
Después de esta pequeña reprimenda no osó hablar el pajecillo.
--Mira, Jaime, si va lejos ya Hernán Pérez.
--Tan lejos que no lo alcanzaría el mismo Hernando, que no hay corza
que no alcance.
--Vamos, pues, paje; no hay tiempo que perder: ya tienes tus
instrucciones. Prudencia y silencio... Como la muerte, ¿estás?
--Como la muerte, respondió el paje. Dichas estas palabras, Elvira y el
paje pasaron á otra pieza, donde no nos es lícito penetrar con ellos.
Hernán Pérez entre tanto recorría con más terror que celos las inmensas
galerías del alcázar: cada pisada suya le parecía las de la condesa.
Hay muchos hombres valientes, temerarios contra un millar de enemigos
armados en un día de batalla, y que perecen de terror ante la idea de
un muerto y el recuerdo de una fantasma; que treparían los primeros
á la brecha, y no subirían nunca solos una escalera oscura. En aquel
momento Hernán Pérez era de éstos: el menor ruido que hubiera oído
realmente, la menor sombra que se hubiera puesto delante de sus ojos le
hubiera derribado por tierra sin sentido. Tal traía él la imaginación
llena de ideas de muertes y apariciones, de sombras y emplazamientos.
Llegó por fin á la cámara de don Enrique. Abrióla de golpe, y
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