Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 07

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suyas, amotinóse en la plaza la parcialidad contraria á nuestro jaque,
clamando que para eso no se sacaba al novillo, y que el que no supiese
torear la pagase, y que había sido una mala partida meterse entre dos
que riñen á su salvo: que aquello de ayudar al capeador había sido una
alevosía contra el toro; y aun es fama que alguno de los más leídos,
que debía ser sobrino del cura, trató aquello de traición semejante á
la de Beltrán Claquín, como le llama nuestro Mariana, cuando volviendo
lo de abajo arriba dijo en Montiel: _Ni quito ni pongo rey._ Como
quiera que fuese, creció la zambra, enronqueciéronse las voces,
alzáronse los palos, y no se sabe en qué hubiera parado aquella nueva
discordia de Agramante, á no haberse aparecido en medio de la confusión
la divina Astrea, disfrazada en figura de alcalde, que el mismo diablo
no la conociera, con medio pino en la mano en vez de balanza y sin
venda, porque es sabido que el que no ve con los ojos abiertos, excusa
tapárselos para no ver; y á su decisión prometieron resignarse todos.
Alegaron las partes, escuchólas á entrambas aquel rústico Laín Calvo,
que fué milagro que se cansó en oírlas para sentenciar (aunque hay
quien asegura que se durmió mientras hablaron), y dijo en conclusión
alzando la voz estentórea: «Señores, por la vara que tengo en la mano,
y tenía el tal medio pino que llevamos referido, juro á bríos que me
he enterado, aunque me esté mal el decirlo: y condeno á los dos primos
á una multa para mis urgencias, es decir, para las urgencias de la
justicia, que soy yo, por haber quitado la acción al animal; y declaro
que en lo sucesivo nadie sea osado á ayudar en función de esta clase á
ningún mozo, por lo menos hasta después de la primera embestida, porque
el primer golpe es de derecho del toro, y nadie se lo puede quitar. Y
Dios sea con todos». Con cuya decisión debió quedar el pueblo sosegado
y usted convencido. ¿Me ha entendido usted, señor bachiller? Pregúntolo
porque, si no me ha entendido ahora, excusa hacer más preguntas, que
ya nunca me entenderá.
«Así, pues, líbrese de la primera embestida, y no lo deje para la
segunda; y desengáñese, que en las Batuecas si nos quita el adular, nos
quita el vivir; es preciso contentarse con decir en todo papel impreso,
que la comedia estuvo de lo lindo; que todos los actores, incluso los
que no la representaron, se sobrepujaron á sí mismos, que es frase que
quiere decir mucho aunque no hay un cristiano que la entienda; que
la decoración fué cosa exquisita; que el público anduvo acertado en
aplaudirla; que la invención última es el _summum_ del saber humano;
que el edificio y que la fuente, y que el monumento son otras tantas
maravillas; que aquella otra cosa está planteada sobre las bases más
sólidas y los auspicios más felices; que la paz y la gloria, y la
dicha y el contento llegaron á su colmo; que el cólera no viene á las
Batuecas porque describe triángulos acutángulos, y es cosa averiguada
que todo el que describe esta figura al andar no puede pasar de cierto
punto; entreverar un articulejo de volapiés, que esto á nadie ofende
sino al toro; ingerir tal cual examen analítico de la obra última entre
si diré, si no diré lo que hay en la materia, tal cual anacreóntica,
donde se le digan á Filis cuatro frioleras de gusto, con su poco de
acertijo, y algún sonetuelo de circunstancias, que es cosa que sabe
como cada fruta en su tiempo, y en las demás materias ¡chitón! que
las noticias no son para dadas, la política no es planta del país, la
opinión es solo del tonto que la tiene, y la verdad estése en su punto.
Además de que la lengua se nos ha dado para callar, bien así como se
nos dió el libre albedrío para hacer solo el gusto de los demás, los
ojos para ver solo lo que nos quieran enseñar, los oídos para solo oir
lo que nos quieran decir, y los pies para caminar adonde nos lleven.
«Y á alguno conozco yo, señor bachiller, que argüía á uno de estos
que pregonan la felicidad presente; y arguyéndole con ejemplos bien
palpables, le repetía á cada punto: ¿Con que estamos bien? Á lo que,
le fué respondido como respondió Bossuet al jorobado: «Para batuecos,
amigo mío, no podemos estar mejor».
Así ves, Andrés mío, á los batuecos, á quienes una larga costumbre de
callar ha entorpecido la lengua, no acertar á darse mutuamente los
buenos días, tener miedo pazguatos y apocados á su propia sombra cuando
se la encuentran á su lado en una pared, y guardándose consideraciones
á sí mismos por no hacerse enemigos, sucediéndoles precisamente que se
mueren de miedo de morirse, que es la especie de muerte más miserable
de que puede hombre morir. Bien como le sucedió á un enfermo á quien
un médico brusista había mandado no comer si quería evitar la muerte,
que comiendo, según decía, le amenazaba; el cual á poco tiempo de este
régimen dietético se murió de hambre.
Por lo demás, querido Andrés, te confieso que trae muchas ventajas el
no hablar, y no quiero citarte para convencerte entre otros ejemplos
sino el pícaro resultado y la larga cola, que más bien parece maza
que cola, que nos han traído aquellas palabras que se hablaron en los
principios del mundo, esto es, las que dijo á Eva la serpiente acerca
del asunto de la manzana: trance primero en que empezó ya á hacer la
lengua de las suyas, y á dar á conocer para qué había de servir en
el mundo. Sin lengua, ¿qué sería, Andrés, de los chismosos, canalla
tan perjudicial en cualquiera república bien ordenada? ¿qué de los
abogados? Ni existiera sin lengua la mentira, ni hubiera sido precisa
la invención de la mordaza, ni entrara nunca el pecado por los oídos,
ni hubiera murmuradores ni bachilleres, que son el gusano y polilla
de todo buen orden. Con lo cual creo haberte convencido de otra
ventaja que llevan los batuecos á los demás hombres, y de qué cosa
sea tan especial el miedo, ó llámese la prudencia, que á tal silencio
los reduce. Te diré más todavía: en mi opinión no habrán llegado al
colmo de su felicidad mientras no dejen de hablar eso mismo poco que
hablan, aunque no es gran cosa, y semeja solo al suave é interrumpido
murmullo del viento cuando silba por entre las ramas de los cipreses
de un vasto cementerio; entonces gozarán de la paz del sepulcro, que
es la paz de las paces. Y para que veas que no es solo Dios el que
desapruebe el hablar demasiado, como arriba llevo apuntado, te traeré
otra autoridad recordándote al famoso filósofo griego (y no me hagas
gestos al oir esto de filósofo), que enseñaba á sus discípulos por
espacio de cinco años á callar antes de enseñarles ninguna otra cosa,
que fué idea peregrina, y sería aquella cátedra lo que habría que oir,
de donde concluyo, porque me canso, que cada batueco es un Platón, y no
me parece que lo ha encarecido poco tu amigo el bachiller.
P.D. Se me olvidaba decirte que á mi última salida de las Batuecas se
susurraba que hablaban ya. ¡Pobres batuecos! ¡Y ellos mismos se lo
creían!
* * * * *


MANÍA DE CITAS Y DE EPÍGRAFES

Hombres conocemos para quienes sería cosa imposible empezar un escrito
cualquiera sin echarle delante, á manera de peón caminero, un epígrafe
que le vaya abriendo el camino, y salpicarlo todo después de citas
latinas y francesas, las cuales, como suelen ir en letra bastardilla,
tienen la triple ventaja de hacer muy variada la visualidad del
impreso, de manifestar que el autor sabe latín, cosa rara en estos
tiempos en que todo el mundo lo aprende, y de probar que ha leído los
autores franceses, mérito particular en una época en que no hay español
que no trueque toda su lengua por un par de palabritas de por allá.
Nosotros, como somos tan bobalicones, no sabemos á qué conducen los
epígrafes, y quisiéramos que nos lo explicasen, porque en el ínterin
que llega este caso, creemos que el pedantismo ha sido siempre en todas
las naciones el precursor de las épocas de decadencia de las letras.
Verdad es que estamos muy seguros de que no ha de ir á menos nuestra
literatura; esto es en realidad caso tan imposible como caerse una cosa
que está caída; pero por eso mismo no quisiéramos tener los síntomas de
una enfermedad, cuyo único y verdadero antídoto acertamos á poseer.
Si el autor que escribe dice una verdad, y sienta una idea luminosa, no
sabemos qué más valor le han de dar _los pocos sabios que en el mundo
han sido_ reunidos en su apoyo, y si su aserción es falsa, ó sienta
una idea despreciable, no consideremos que haya Horacio ni Aristóteles
capaz de disculpar su tontería. Agrégase á esto, que por lo regular
suele tergiversarse el sentido de los autores pasados para acomodar su
texto á nuestra idea, á veces en materias cuya posible existencia ni
siquiera sospechó la docta antigüedad.
Verdad es que el vulgo, que ignora la lengua en que se le trae la
cita, suele quedar deslumbrado. Éste es el origen del aplauso y de la
algazara que se arma en el teatro siempre que un autor, conocedor del
corazón humano, ingiere en su drama uno ó muchos latines, ó palabras
técnicas y científicas que entienden pocos; cada cual se apresura á
reirse para que no piense el que tiene al lado que no ha entendido
toda la picardía de aquella palabra. Tal es la condición de nuestra
pueril vanidad. Sucede también que se lee con desprecio ó indiferencia
á un autor moderno, y solo se le empieza á respetar desde que se ve
la autoridad del antiguo, como si estos hombres con quienes se vive
diariamente no fuesen capaces de decir por sí solos cosa alguna que
valga la pena de ser leída, porque está probado que no hay cosa para
ser tenido en mucho como morirse, á lo cual se agrega que el vulgo
ignora cuán fácil es encontrar en el día textos para todo, y que es más
difícil tener mucho saber que aparentarlo. Todo esto es verdad, y es lo
único que en apoyo de las citas y epígrafes encontramos; pero el hombre
verdaderamente superior desprecia estas vulgaridades.
Nosotros, que no somos hombres superiores, ni nos creemos vulgo,
tomaremos de buena gana un medio igualmente apartado de ambos extremos,
y desearíamos que, más celosos de nuestro orgullo nacional, no fuésemos
por agua á los ríos extranjeros teniéndolos caudalosos en nuestra casa.
Cansados estamos ya del _utile dulci_ tan repetido, del _lectorem
delectando_, etc., del _obscurus fio_, etc., del _parturiens montes_,
del _on sera ridicule_, etc., del _C'est un droit qu'à la porte_, etc.,
y de toda esa antigua retahila de viejísimos proverbios literarios
desgastados bajo la pluma de todos los pedantes, y que, por buenos que
sean, han perdido ya para nuestro paladar, como manjar repetido, toda
su antigua novedad y su picante sainete.
_Creemos que casi todo está dicho y escrito en castellano._ No
atreviéndonos, pues, á desterrar del todo esta manía, porque el vulgo
no crea que sabemos menos, ó tenemos menos libros que nuestros hermanos
en Apolo, traeremos siempre en nuestro apoyo autoridades españolas, que
no nos han de faltar aunque tratásemos de poner á cada artículo siete
epígrafes y cincuenta citas, como lo hacía cierto Duende satírico de
pícara recordación, que algunas veces se las hemos contado; de suerte
que no había modo de entrar á sus cuadernos sino atropellando á una
infinidad de varones respetables que le esperaban al pobre lector á la
puerta, como para darle una cencerrada al ver donde se metía.
Sin embargo, por si el público curioso dudase de nuestra mucha
latinidad y de nuestros adelantamientos en la lengua francesa, nos
reservamos el derecho de darle al fin de la publicación de nuestros
números, si lo creyésemos conducente para nuestra buena opinión, una
listita de los epígrafes y citas más ó menos oportunas que hubiéramos
podido usar en el discurso de nuestras habladurías, lo cual podremos
hacer cómodamente, aun sin saber mucho latín ni francés, con solo
echarnos á copiarlos de los libros y papeles que andan impresos, que
cada uno trae por lo menos en su frontis su epígrafe, que le viene
bien, además de muchas citas en el discurso de la obra, que le vienen
mal, y de otras que de ninguna manera le vienen ni bien ni mal.

* * * * *


EL CASARSE PRONTO Y MAL

Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de
empeños y desempeños, tenía otro, no hace mucho tiempo, que en esto
suele venir á parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana,
la cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace
ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario,
se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los
de labor, se paseaba las tardes de los de guardar, se velaba hasta las
diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos, y andaba siempre señor
padre, que entonces no se llamaba _papá_, con la mano más besada que
reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa, temeroso de que
las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen á las manos algún libro
de los prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, á
pretexto de inclinar á la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos
que esta educación fuese mejor ni peor que la del día; sólo sabemos
que vinieron los franceses, y como aquella buena ó mala educación no
estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en
la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no
fué necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia
imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo
y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá
efectivamente que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo
mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionóse mi hermana de las costumbres
francesas, y ya no fué el pan pan, ni el vino vino: casóse, y siguiendo
en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que
tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino, emigró á Francia.
Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como
esta segunda educación tenía tan malos cimientos como la primera, y
como quiera que esta débil humanidad nunca sepa detenerse en el justo
medio, pasó del Año cristiano á Pigault Lebrun, y se dejó de misas y
devociones, sin saber más ahora por qué las dejaba que antes por qué
las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que
podría leer sin orden ni método cuanto libro le viniese á las manos, y
qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de las
luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio
social en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el
muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que _padre_ y _madre_
eran cosa de brutos, y que á _papá_ y _mamá_ se les debía tratar de
_tú_, porque no hay amistad que iguale á la que une á los padres con
los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos
de los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre los primeros á
los segundos): verdades todas que respeto tanto ó más que las del siglo
pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su
cara.
No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque
ya han caducado los nombres de nuestro calendario, salió despreocupado,
puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este siglo.
Leyó, hacinó, confundió; fué superficial, vano, presumido, orgulloso,
terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se le había dado.
Murió, no sé á qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó á España con
mi hermana toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía
los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayéndonos
entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso
se sabe en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el
muchacho quince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se
metía en cuestiones, y era hablador, y raciocinador como todo muchacho
bien educado; y fué el caso que oía hablar todos los días de aventuras
escandalosas y de los amores de fulanito con la menganita, y le pareció
en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear enamorarse.
Por su desgracia acertó á gustar á una joven, personita muy bien
educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una casa,
pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para
ella todos los días, una novela sentimental con la más desatinada
afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y
cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz
de contralto. Hubo guiños y apretones desesperados de pies y manos, y
varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay
más que decir sino que á los cuatro días se veían los dos inocentes
por la ventanilla de la puerta y escurrían su correspondencia por
las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo á los criados,
y por último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó
al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que
habían dado principio á sus amores porque no se dijese que vivían
sin su trapillo, se llegaron á imaginar primero, y á creer después á
pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera
y terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que
previeron en qué podía venir á parar aquella inocente afición ya
conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal,
pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y de
sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición
á sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: 1.ª
que hay despreocupados por este estilo; y 2.ª que somos nobles, lo que
equivale á decir, que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos
no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego á la
nobleza, aunque no conservaba bienes; y ésta es una de las razones por
que estaba mi sobrinito destinado á morirse de hambre si no se le hacía
meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido
un oficio, ¡oh! ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera?
Averiguóse, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro, ni más
dote que su instrucción novelesca y sus _duettos_, fincas que no bastan
para sostener el boato de unas personas de su clase. Averigua también
la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo
de su nobleza, hubo aquello de decirle: «Caballerito, ¿con qué objeto
entra usted en mi casa?--Quiero á Elenita, respondió mi sobrino.--¿Y
con qué fin, caballerito?--Para casarme con ella.--Pero no tiene
usted empleo ni carrera.--Eso es cuenta mía...--Sus padres de usted no
consentirán...--Sí, señor, usted no conoce mis papás.--Perfectamente;
mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede
mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la
quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas.--Entiendo.--Me
alegro, caballerito»; y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero
bien decidido á romper por todos los inconvenientes.
Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese á
trasladar al papel la escena de la niña con la mamá; pero diremos
en suma que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de
corresponder al mancebo, á todo lo cual la malva respondió con cuatro
desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija
para escoger marido, y no fueron bastantes á disuadirla las reflexiones
acerca de la ninguna fortuna de su elegido: todo era para ella tiranía
y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad;
concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, que en
cuanto á comer, ni eso hacía falta á los enamorados, porque en ninguna
novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les
habían de faltar unas sopas de ajo.
Poco más ó menos fué la escena de Augusto con mi hermana, porque
aunque no sea legítima consecuencia, también concluía de que concluía
que los padres no deben tiranizar á los hijos, que los hijos no deben
obedecer á los padres: insistía en que era independiente; que en cuanto
á haberle criado y educado nada le debía, pues lo había hecho por una
obligación imprescindible, y á lo del ser que le había dado, menos,
pues no se lo había dado por él, sino por las razones que dice nuestro
Cadalso entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.
Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado
infructuosamente varios medios de seducción y rapto, no dudó nuestro
paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en
boga de sacar á la niña por el vicario; púsose el plan en ejecución
y á los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su
madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos,
y Elena depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende,
de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que
nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada
noche. Por fin amaneció el día feliz, otorgóse la demanda; un amigo
prestó á mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal,
estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual á la que
aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del
amigo.
Pero ¡oh dolor! pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar á su
Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro
no sabía más que disputar. Ello sin embargo el amor no alimenta, y era
indispensable buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana á buscar dinero, cosa más difícil de
encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder llevar á su casa
con qué dar de comer á su mujer le detenía hasta la noche. Pasemos
un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras
que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la
infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía
se quieren; pero en casa donde no hay harina todo es mohína; las más
inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor como
ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto
del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua
llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos á
otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta á la mujer que le
ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella
desobediencia á la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; á los
continuos reproches se sigue en fin el odio.
¡Oh si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal
entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y que le impide
prestarse para sustentar á su familia á ocupaciones groseras, no le
impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en
todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos
un velo sobre el cuadro á que dió la locura la primera pincelada, y
apresurémonos á dar nosotros la última.
En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos
que sus padres alborotan la casa con sus juegos infantiles. Ya el
himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de
los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería á los ojos
de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad
divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica: sus ojos
brillantes se han marchitado, sus encantos están ajados, su talle
perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes
y sus manos feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna
consideración. Augusto no es á los ojos de su esposa aquel hombre
amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un
hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio,
déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de
su esposo, que les presta dinero, y les promete aun protección! ¡Qué
movimiento en él! ¡qué actividad! ¡qué heroísmo! ¡qué amabilidad! ¡qué
adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡qué no permitir que
ella trabaje en labores groseras! ¡qué asiduidad, y qué delicadeza en
acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡qué interés,
en fin, el que se toma cuando le descubre por su bien que su marido se
distrae con otra!...
¡Oh, poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si
hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener, hubiera
sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin á la seducción y á la falaz
esperanza de mejor suerte.
Una noche vuelve mi sobrino á su casa; sus hijos están solos.--¿Y mi
mujer? ¿y sus ropas?--Corre á casa de su amigo.--¿No está en Madrid?
¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela á la policía, se
informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano
han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos
muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje, y hétele
persiguiendo á los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja, y no es
posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega; son las diez de la
noche, corre á la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente
la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz
que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla
los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no
es hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le
convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae,
al seno de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre;
persigue á su miserable esposa, pero una ventana inmediata se abre y la
adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja sin reflexionar
de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia
su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del
teatro del crimen, y encerrándose, antes que le sorprendan, en su
habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para
dictar á su madre la carta siguiente:
«Madre mía, dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos,
y si queréis hacerlos verdaderamente despreocupados, empezad por
instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre á respetar lo
que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les
podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora.
Que aprendan á domar sus pasiones y á respetar á aquéllos á quien
lo deben todo. Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi
deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa despreocupación.
Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Á Dios para siempre».
Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda,
y la catástrofe que le sucedió me privó para siempre de un sobrino, que
con el más bello corazón se ha hecho desgraciado á sí y á cuantos le
rodean.
No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído
aquella carta, y llamádome, para mostrármela, postrada en su lecho, y
entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.
«Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz...» son las
palabras que vagan errantes sobre los labios moribundos. Y esta funesta
impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar
á mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les
tengo reservados.

* * * * *


EL CASTELLANO VIEJO

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de
vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que
no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema,
sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento
de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo
ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga á
aceptar á veces ciertos convites á que parecería el negarse grosería, ó
por lo menos ridícula afectación de delicadeza.
Andábame días pasados por esas calles á buscar materiales para mis
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