Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 27

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aquellos tiempos solían practicarlo los poderosos con los débiles, y
encerrándole después en alguno de los castillos del conde, desde donde
no hubiera podido volver á oponer obstáculos en su vida á los planes
del nigromántico, como le llamaba el vulgo justa ó injustamente. Si
este proyecto se había malogrado, no había sido en verdad por culpa del
intrigante maestre, ni de su servicial consejero, sino merced al valor
de Macías, y á la desconfianza, penetración y fuerza sobrenatural del
montero Hernando, quien, luego que había visto salir en aquella forma
á su señor y al escudero, no había dudado un solo momento en seguir
sus pasos á lo lejos, y en espiar todas sus acciones, como el lector
ha visto en nuestro capítulo anterior. Apenas había podido distinguir
en medio de la oscuridad cuál de los dos combatientes era su señor;
pero luego que notó que uno de ellos había caído, creyó que en todo
caso lo más seguro era separarlos, y sólo al asir del que era realmente
su amo le había conocido. No sabemos si era su intención favorecer,
como favoreció, á su enemigo, pero lo que no se puede dudar es que
sin su destreza en herir á los servidores del conde con los venablos
arrojadizos de que se había provisto antes de salir del alcázar, acaso
se hubiera terminado nuestra historia mucho antes de lo que nosotros
mismos deseamos, y de lo que quisiéramos que desearan también nuestros
lectores.

* * * * *


CAPÍTULO XXIV

Todo le parece poco
Respecto de aquel agravio;
Al cielo pide justicia,
Á la tierra pide campo,
Al viejo padre licencia,
Y á la honra esfuerzo y brazo.
_Rom. del Cid_

Después del mal éxito que había tenido la tentativa de don Enrique de
Villena y del judío Abenzarsal para quitar de en medio el estorbo de
Macías, apenas les quedaba á éstos otro recurso que esperar el sesgo
que quisiesen tomar las cosas.
En realidad sólo podían temer ya de él fundadamente el juicio de Dios,
que acerca de la acusación quedaba pendiente, porque las medidas que
había tomado para asegurar el maestrazgo habían sido tales y tan
buenas, que aunque quedaban declarados por la parcialidad de don Luis
de Guzmán gran número de castillos y lugares de la orden, podía
contar el maestre sin embargo con la mayor parte. Estaban por él
Alhama, Arjonilla, Favera, Maella, Macalon, Valdetorno, la Frejueda,
Valderobas, Calenda y otras villas del maestrazgo, con más infinitos
castillos, en los cuales había puesto ya alcaides á su devoción. Con
respecto á Calatrava, donde estaba el primer convento de la orden y el
clavero, hechura todavía del maestre anterior, no se habían apresurado
á prestarle el homenaje debido, sino que habían respondido tanto á él
como á su alteza que convocarían el capítulo para elegir y nombrar
según los estatutos de la orden al maestre. Lisonjeábase el clavero
en su respuesta de que la elección de su alteza hubiese recaído en un
príncipe tan ilustre y de sangre real, y se prometía que los votos
todos unánimes de los comendadores y caballeros serían conformes con
los deseos del rey don Enrique; pero esto era en realidad resistirse
á la arbitrariedad y ganar tiempo con buenas palabras. El artificioso
conde no había creído oportuno, sin embargo, intrigar para que se
acelerase la reunión del capítulo, porque se prometía acabar de ganar
las voluntades de sus enemigos en el ínterin, y sólo don Luis de
Guzmán era el que no perdonaba medio de llevar á cabo cuanto antes sus
intenciones. Presentóse en consecuencia á su alteza con una humilde
demanda, firmada por él y sus parciales: en ella alegaba el derecho de
la orden de elegirse su maestre, y no dejaba de apuntar el que creía
tener á la dignidad de que estaba ya casi en posesión el de Villena. No
fué tan bien recibida esta moción de su alteza como se esperaba; pero
el rey Doliente era demasiado justiciero para atropellar abiertamente
los fueros de una orden tan respetable: convencido además de que el
cielo había designado para maestre á su ilustre pariente, curábase poco
de creer en la posibilidad de otra elección, y así, fué su decisión
que el capítulo se reuniría en cuanto él recibiese las noticias que
esperaba de Otordesillas, que eran en realidad las que más por entonces
le ocupaban, pues deseaba ardientemente que su esposa doña Catalina
diese á luz un príncipe digno de suceder en su corona, si bien estaba
jurada ya princesa heredera por las cortes del reino la infanta doña
María su primogénita. Más de un astrólogo de los que en aquellos
tiempos de credulidad y superstición vivían especulando con la pública
ignorancia le habían lisonjeado con esperanzas conformes con sus
deseos. Quedó, pues, pendiente por entonces el litigio del maestrazgo,
y cada uno de los contrincantes procuró aprovechar aquel intervalo para
engrosar su partido. Don Enrique era entre tanto el mejor librado, pues
disfrutaba á buena cuenta de las prerrogativas y de gran parte de las
rentas y dominios del maestrazgo, que la adulación de sus parciales se
había adelantado á poner á su disposición.
Quedaba en pie solamente la otra merced que en la mañana de la
acusación de Elvira había dispensado su alteza al adversario de
Villena. Pero no tardó mucho Macías en estar en disposición de
concurrir de nuevo á la corte, y de acompañar al rey en sus partidas
de cetrería, especie de caza de que gustaba mucho su alteza, y en que
su doncel sobresalía singularmente: afianzóse más en ella la amistad
que el rey le profesaba; en consecuencia de allí á poco su alteza
mismo quiso, como lo había prometido, poner el hábito de Santiago á
su doncel: esta ceremonia, con toda la solemnidad que de tal padrino
podía esperarse, se verificó en la iglesia de Almudena, con presencia
del maestre de la orden y de todos los comendadores y caballeros
santiaguistas que asistían á la sazón á la corte; favor singular que
hubiera lisonjeado singularmente el amor propio de Macías si hubiese
él podido desechar la funesta idea que le perseguía siempre por
todas partes, desde que por primera vez había visto á Elvira, y en
particular desde que la explicación desgraciada que había tenido en
la cámara del judío no había podido dejarle á ella duda alguna acerca
de su amorosa pasión. El doncel desde aquella funesta noche no había
vuelto á ver al objeto de su amor, que viviendo en el mayor retiro,
y cuidando sólo de la salud de su convaleciente esposo, evitaba toda
ocasión de presentarse en público, fuese porque la tristeza, que cada
vez se arraigaba más en su corazón, la hiciese no hallar gusto sino
en la soledad, fuese porque se hubiese afirmado en quitar al doncel
todo motivo de esperanza; fuese, en fin, por desvanecer en el ánimo de
Fernán Pérez de Vadillo todo género de duda acerca de su irreprensible
conducta. ¿De qué servía empero al doncel no ver personalmente á
Elvira, si un solo momento no se separaba su recuerdo de su ardiente
imaginación?
Entre tanto se restablecía diariamente el hidalgo de sus heridas: el
cuidado de su esposa, la flaqueza que aún le quedaba y la ausencia del
doncel, si no habían bastado á aplacar su rencor, contribuían no poco
á debilitar la fuerza de sus sospechas, y á embotar en gran manera sus
primeros celos. Pero conforme iba volviendo la serenidad al corazón
de su esposo, conforme iba el peligro desapareciendo, volvía á tomar
imperio sobre Elvira el recuerdo de su perdido amante. Le hubiera sido
además imposible olvidarle del todo. En la corte ningún caballero
hacía más papel que Macías: era raro el día que no tenía que oir de
sus mismos criados los elogios suyos, que de boca en boca se repetían.
Ya había bohordado en la plaza con tal primor, que había dejado atrás
á los mejores jugadores de tablas: ya había compuesto una trova ó
una chanzón tan tierna, tan melancólica, que no había dama que no la
supiese de memoria, ni juglar que no la cantase al dulce son de la
vihuela de arco; instrumento de quien dice el arcipreste de Hita, autor
contemporáneo:
La vihuela de arco fas dulses de balladas,
Adormiendo á veces, muy alto á las vegadas,
Voces dulses, sonoras, claras, et bien pintadas,
Á las gentes alegra, todas las tiene pagadas.
¿Y cómo resistir sobre todo á este mágico poder, si al leer la trova
ó la chanzón, donde los demás no veían más que una brillante poesía,
Elvira no podía menos de leer un billete amoroso? Parecía que sus
composiciones la estaban mirando continuamente á ella como los ojos
de su autor. Miraba á veces á su esposo al parecer Elvira, y su
imaginación solía estar muy lejos de él. Una lágrima entonces, dedicada
al doncel, solía asomarse á sus ojos. Vadillo, convaleciente aún,
la miraba absorto y enternecido: «Elvira, le decía, da tregua á tu
aflicción; todo peligro ha huido: me siento mejor ya, y esas lágrimas
que por mí derramas sólo pueden contribuir á afligirme». Volvía en sí
Elvira al oir esas palabras: un oculto sentimiento de vergüenza teñía
sus mejillas de carmín, y la despedazaba la idea de abusar sin querer
de la credulidad de su esposo.
En los primeros días había esperado Elvira á que Hernán Pérez la
hablase del acontecimiento que le había reducido á aquel término; y lo
había esperado con ansia y con temor, pero en balde. El hidalgo, fuese
por amor propio, fuese por no tener bastante seguridad para emprender
una explicación en que él no podía hacer todavía el papel de acusador,
guardó el más rigoroso silencio. En vista de esta conducta, parecióle á
Elvira que lo mejor que podía hacer era aventurar alguna pregunta; pero
igual suerte tuvo su arrojo que su expectativa. No sólo no consiguió
ninguna explicación satisfactoria en este punto, sino que habiendo
conocido que toda conversación relativa á la noche del duelo alteraba
visiblemente á Vadillo, hubo de renunciar á su importuna curiosidad.
Creyendo el hidalgo también que su esposa le negaría haber sido ella
la enlutada encontrada en el cuarto del astrólogo, y que mientras no
tuviese otras pruebas irrecusables sería más bien espantar la caza
que asegurarla el hablar del caso, observaba sobre este particular la
misma conducta que sobre el duelo, reservándose sin embargo dos cosas:
primero, el propósito de espiar más escrupulosamente en lo sucesivo
todos los pasos de Elvira; segundo, la intención decidida de terminar
cuanto antes con cualquiera ocasión y pretexto que fuese el suspendido
duelo con el hombre primero que había aborrecido en su vida, y que
había aborrecido como se aborrece cuando no se aborrece más que á uno.
Constante en estos propósitos, no bien estuvo Hernán Pérez
restablecido, dirigióse á la cámara de su señor el conde de Cangas. Su
semblante dejaba ver todavía la huella de la enfermedad.
--Hernán Pérez, le dijo don Enrique con afabilidad, ¿os han permitido
ya dejar el lecho? Debierais recordar sin embargo que vuestra salud es
harto importante para vuestro señor, y no exponerla con tan temerario
arrojo á una recaída peligrosa.
--Las heridas del cuerpo, gran príncipe, aquéllas que hizo la lanza
ó la espada, repuso Vadillo con reconcentrada tristeza, sánanse
fácilmente: las que recibimos en el honor son las que no se curan sino
de una sola manera.
--¿Qué decís? ¿Será que por fin os habréis decidido á abrirme
francamente vuestro corazón? contestó don Enrique. ¿Será que queráis
explicarme los motivos de vuestra conducta, de ese duelo singular,
cuyos efectos se ven todavía en vuestro rostro, y de esa reconcentrada
melancolía que deja diariamente en él huellas aún más indelebles y
duraderas?
--Señor, contestó Vadillo, ya creo haber manifestado á tu grandeza en
varias ocasiones que mi mayor pena es no poder confiarte las muchas que
agobian á tu escudero.
--Quiero no darme por ofendido, contestó fríamente Villena, de vuestra
inconcebible reserva.
--Perdónala, señor, dijo Vadillo hincándose de rodillas, y permite que
puesto á tus plantas solicite tu escudero de tu grandeza una gracia,
que acaso nunca te hubiera propuesto sino en el campo de batalla, si
una ofensa, y una ofensa mortal, no le obligara á ello.
--Alzad, Vadillo, y decid la gracia, que yo os juro por Santiago que os
será concedida.
--No me levantaré, señor, mientras no sepa que nadie en lo sucesivo
podrá decir impunemente á un hidalgo: «No ha lugar á pacto entre
nosotros, pues no eres caballero». Ármame, señor. Si mis largos
servicios te fueron gratos, si pasando de la clase de doncel, en que
fuí admitido á tu servicio, á la honrosísima que ocupo hoy á tu lado,
no dejé nunca de cumplir con esas sagradas obligaciones que los más
grandes señores no se desdeñan de ejercer; si desempeñé los deberes de
la hospitalidad con tus huéspedes, y los de la mesa contigo; si fué
siempre la fidelidad mi primera virtud; si has tenido pruebas de mi
valor alguna vez, confiéreme, señor, esa orden tan deseada. Y si no
bastan mis méritos, bástame esa hidalguía, de que en balde blasono si
puede cualquiera deshonrarme impunemente como á villano pechero.
--Alzad, Vadillo, dijo don Enrique viendo que había acabado su petición
el afligido escudero. Por mucho que me sorprenda vuestra demanda en
esta coyuntura, continuó, por mucho que me dé que recelar, mal pudiera
negaros una gracia á que sois, Vadillo, tan acreedor.
--Guarde el cielo, señor, tu grandeza...
--Remitid, Vadillo, vanos cumplimientos. Os armaré: os lo prometí en
pública corte no ha mucho tiempo, y torno á repetíroslo ahora. Pero
decidme, ¿qué causa en esta ocasión más que en otra?...
--Tu honor y el mío. Has sido calumniado, atrozmente calumniado; porque
tú me dijiste, señor...
--Calumniado, sí, Vadillo, calumniado. Pongo al cielo por testigo que
podéis, fiado en la justicia de mi causa...
--Bástame tu palabra á desvanecer mis dudas todas. Quiero, pues, que
mi primer hecho de armas, en que gane mi divisa, sea la defensa de mi
señor. Yo alcé en tu nombre el guante que un mancebo temerario arrojó
públicamente en testimonio de desafío. Yo responderé de él: si tu causa
es justa, la victoria es segura.
--¿Cómo pudiera no aceptar vuestra generosa oferta, Hernán Pérez?
Quédame sin embargo una duda: duda que en obsequio vuestro quisiera
desvanecer. Solos estamos: abridme vuestro corazón: decidme, ¿no tenéis
alguna otra causa que os mueva?...
--Señor...
--¿Presumís que puede tenerse noticia de vuestro encuentro con Macías
en el soto... y del arrojo con que os adelantasteis en la corte á alzar
el guante al punto que visteis ser él el mantenedor de la acusación,
sin sospechar al mismo tiempo que causas muy poderosas?... Hablad...
--Acaso las hay. No lo niego.
--Escuchad, añadió Villena en voz casi imperceptible ¿sería cierto que
tuvisteis celos?...
--¿Celos, señor, yo celos? exclamó Hernán con mal reprimido amor
propio. ¿Quién pudo decir?...
--Nadie, Hernán, nadie: yo solo soy el que he creído en este momento...
--¿Vos solo? si supiera...
--¿Y bien? ¿Á mí por qué no descubrirme?... ¿Vuestra esposa sin
embargo?...
--Basta, señor, no hablemos más de eso. ¡Mi esposa, Dios mío! ¡Mi
esposa! Si mi esposa pudiese faltar...
--¿Qué es faltar, Vadillo?
--Si pudiese tan sólo con su pensamiento empañar la más pequeña porción
de mi honor, no necesitara castigar á ningún atrevido, ni que me
armara nadie caballero: dagas tengo aún: la última gota de su sangre,
la última no sería bastante indemnización de tan insolente ultraje.
¡Elvira, á quien amo más que á mí propio! ¡Mi bien! ¡Mi vida!
--Sosegaos, Vadillo; nunca fué mi propósito ofenderos; pero pudierais,
sin que Elvira hubiese empañado nunca vuestro honor...
--Jamás, señor. Si un atrevido hubiera osado poner sus ojos en mi
esposa, ¿viviría aún, viviría? contestó el hidalgo pudiendo disimular
apenas la lucha que existía entre sus palabras y sus ideas.
--Entonces, pues, ¿qué ofensa?...
--Permite, gran señor, que la calle. La hay, lo confieso, y si alguien
pudiera vencerme en la lid, si me pudieran vencer todos, nunca Macías:
un fausto presentimiento me dice que lavaré en su sangre mis ofensas.
Confiéreme la orden de caballería, y yo te respondo, gran señor, de una
victoria pronta y segura.
--Sea, contestó don Enrique, como lo deseáis. Mañana os la conferiré.
Mañana juraréis en mis manos defender su fe, el honor y la hermosura.
Después de este breve diálogo, el candidato besó las manos del conde
de Cangas, y se retiró á esperar con mortal impaciencia el nuevo día
que había de poner término á todas las esperanzas que contentaban por
entonces su ambición.

* * * * *


CAPÍTULO XXV

Agua te echan por el rostro
Para facerlo acordado,
Y vuelto que fuera en sí
Todos le han preguntado
Qué cosa fuera la causa
De verlo así tan parado.
_Rom. del Cid_

Á la mañana siguiente brillaban con fuego extraordinario los ojos
de Fernán Pérez. Leíase en su semblante la alegría que inundaba su
corazón. Efectivamente la orden de caballería era en aquel tiempo la
más alta dignidad á que pudiese aspirar un hombre de armas tomar.
Su virtuoso origen y sus fines, aún más virtuosos, le daban tal
prestigio, que los reyes se honraban con tan honorífico dictado, y un
caballero sólo con serlo tenía derecho á comer en su mesa, honor que
no disfrutaban ya ni sus mismos hijos, hermanos ó sobrinos, mientras
no entraban en aquella noble cofradía. Era preciso ser hidalgo por
parte de padre y madre, y con la antigüedad por lo menos de tres
generaciones: era preciso haber dado pruebas de valor, y gozar de
una reputación pura é inmaculada. Á muchos les costaba además pasar
por el largo noviciado de paje y escudero progresivamente. Los que
habían entrado al servicio y á hacer prueba de su persona con un rey
ó un príncipe de alta categoría, en calidad de pajes, se llamaban
donceles: Macías se había hallado con Enrique III en este caso, y si
se le llamaba todavía públicamente el doncel, era porque habiéndole
tomado Enrique III, con quien se había criado, más afecto que á
otro alguno, habíale conservado aquel nombre por modo de cariño, aun
después de haber recibido la orden de caballería. En el mismo caso
se había hallado con don Enrique de Villena el hidalgo Hernán Pérez:
habíale entrado á servir primero en calidad de paje ó doncel, y había
pasado á ser su escudero. El cargo de escudero en estos tiempos, y
hasta ese nombre, parecen sonar mal á los oídos delicados. Podemos
asegurarles, sin embargo, que no sólo no tenía en aquel tiempo nada
de denigrante, sino que antes era tan honorífico, que muchísimos
grandes, señores y príncipes que habían llegado á ser caballeros por
el orden regular de los grados requeridos para ello en tiempos de paz,
no se habían desdeñado de ejercerlo. En la recepción de escudero, los
padrinos ó madrinas del paje prometían en su nombre religión, fidelidad
y amor, con la misma formalidad é importancia que en la recepción
de un caballero. Reducíase la obligación del escudero á seguir por
todas partes á su señor ó al caballero con quien hacía veces de tal,
llevándole su lanza, su yelmo ó su espada; llevaba del diestro sus
caballos, en los duelos y batallas proveíale de armas, levantábale
si caía, dábale caballo de refresco, reparaba los golpes que iban
dirigidos contra él; pero sólo en grandes peligros le era lícito
tomar armas por sí en las pendencias y encuentros á que asistía. Sus
deberes domésticos se ceñían á trinchar y presentar las viandas en la
mesa, y aun á ofrecer el aguamanil á los convidados antes y después
de comer. Pero estos cargos se desempeñaban con tanta más dignidad
cuanto que los platos los recibía de mano del maestresala, que ya
era por sí una dignidad, aunque más subalterna, y el agua de mano de
los pajes, que la tomaban ellos ya de los domésticos inferiores. En
público, y en los banquetes en que reinaba toda etiqueta y ceremonia,
no podía sentarse el escudero á la mesa de su señor. Para probar que
ni el oficio de doncel ni el de escudero eran sino muy honoríficos,
concluiremos diciendo que en las historias francesas del siglo
XIII hallamos designados estos donceles y escuderos con el nombre
de _valets_, más humillante aún en el día que los de _damoiseau_ y
_écuyer_, que corresponden á aquéllos en la lengua francesa. Diremos
que Villehardouin, en su historia, hablando del príncipe Alexis, hijo
de Isaac, emperador de los Griegos, le llama en repetidas ocasiones el
_valet_ (ó escudero) de Constantinopla, porque aquel príncipe, aunque
heredero del imperio de Oriente, no había recibido todavía la orden de
caballería. Por igual causa son calificados con la misma designación
por los historiadores sus contemporáneos Luis, rey de Navarra, Felipe,
conde de Poitou, Carlos, conde de la Marcha, hijo de Felipe, y otros
infinitos. Entre nosotros fué paje y doncel el famoso y nobilísimo don
Pero Niño, conde de Buelna, y el mismo don Álvaro de Luna, tan célebre
por su prodigioso favor como por su ruidosa desgracia.
En tiempos de guerra, y en los principios de la orden de caballería,
se confería ésta con menos pompa y formalidad: el rey ó el general
creaba caballeros antes y más comúnmente después del combate: en esos
casos reducíanse todas las ceremonias á dar la pescozada ó espaldarazo
dos ó tres veces en el hombro del candidato con el plano de la espada,
diciéndole en alta voz: _Os hago caballero en nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo._ Solía ser otras veces el teatro honroso
donde se confería la orden de los valientes, leales y esforzados, un
torneo, un campo de batalla, el foso de un castillo sitiado ó asaltado,
la brecha abierta ya de una torre, ó una fortaleza feudal. En medio de
la confusión y tumulto de la refriega, arrodillábase el escudero á las
plantas del rey, del general, ó de un caballero cualquiera acreditado
ya por sus altos hechos de armas. Cuando el famoso Bayardo, caballero
sin tacha y sin reproche, confirió de esa suerte la orden de la
caballería al rey Francisco I: «Ó espada mía, exclamó, mil y mil veces
venturosa por haber dado hoy la orden de caballería á un rey tan grande
y tan poderoso, yo te conservaré como preciosa reliquia, y te preferiré
siempre á cualquiera otra». Después, añade el historiador que nos ha
conservado este rasgo singular, dió dos saltos y envainó su espada.
En tiempos de paz, y cuando posteriormente hubo llegado esta famosa
institución á su más alto grado de esplendor y á su verdadero apogeo,
se solía aprovechar, para conferirla á los escuderos que se habían
hecho de ella merecedores, alguna solemnidad. Un día grande de la
Iglesia, el aniversario de una famosa victoria, la boda ó nacimiento
de un príncipe ó una coronación, eran las coyunturas más comúnmente
escogidas, y en tales casos hacíase la promoción con otra pompa y con
más minuciosas formalidades; las cuales complicaron más y más sobre
todo desde el siglo xi, en que pareció tomar aquella orden un carácter
nuevo con la mezcla de ceremonias religiosas y profanas, que para la
admisión de los señores en esta vasta cofradía se exigieron.
Hernán Pérez de Vadillo no podía menos de dar á su nueva dignidad la
importancia que en aquellos siglos tenía. Todo aquel día empleó en
los preparativos de la ceremonia solemne que se preparaba para él. El
condestable Ruy López Dávalos quiso ser su padrino, y obtuvo que fuese
madrina la noble esposa de don Juan de Velasco, camarero mayor de su
alteza. El conde de Cangas y Tineo era un personaje bastante calificado
para que la dignidad que iba á conferir á su escudero llamase la
atención de la corte. Su posición ventajosa, en aquel momento más que
en otro alguno de su vida, le granjeó la asistencia á aquel acto, y la
cooperación de las primeras personas de Castilla. Don Pedro Tenorio,
arzobispo de Toledo, se brindó á oficiar en la ceremonia, y el mismo
rey don Enrique, al señalar para ella la capilla de su regio alcázar,
quiso presenciarla también desde una tribuna, á pesar de sus dolencias.
El candidato ayunó aquel día, conformándose con los usos establecidos:
revestido de una larga túnica cenicienta, verdadero traje de su clase
de escudero, asistió á la comida que dió don Enrique de Villena á los
que debían presenciar la ceremonia. El candidato, colocado aparte en
una mesa pequeña mientras los demás comían en la principal, permaneció
en ella servido por donceles del conde su señor; pero éste, escrupuloso
observador de la etiqueta, le intimó al sentarse que no podría hablar
ni reir durante la comida, ni aun llegar bocado á los labios. Concluida
esta ceremoniosa comida, fué llevado el candidato por sus padrinos,
acompañado de los demás concurrentes, y seguido de gran número de
juglares y ministriles, que tañían gran variedad de instrumentos y
cantaban baladas alusivas al acto que se preparaba, á la capilla del
alcázar. Esperábale ya, custodiada por dos hombres de armas de Villena,
una hermosa armadura blanca sin mote ni divisa, de que le hacía merced
su señor. Separóse de él allí la concurrencia, y quedó Fernán Pérez
de Vadillo velando sus armas y en oración la noche entera, después de
haberse despojado de la túnica escuderil, y haber vestido una cota,
embrazado la adarga y empuñado la lanza. Llegada la mañana, confesó
devotamente con fray Juan Enríquez, confesor de su alteza. No sabremos
decir si vuelto su corazón á Dios hizo sacrificio ante el altar
augusto de la penitencia del rencor y de los sanguinarios proyectos
de venganza que le habían determinado á armarse caballero. Presumimos
que así lo haría, y creemos que si luego más adelante la historia nos
ha conservado algunos rasgos que podrían oponerse á aquella concesión
cristiana, debe achacarse más bien esta inconsecuencia á la flaqueza
del corazón humano, ó á la mezcla extraordinaria de pasiones y religión
que reinaba en aquella época, que á la falta de verdadera contrición
del noble hidalgo. Hecha su confesión, y veladas ya las armas, retiróse
el candidato por el mismo orden que había venido, y llegado á su
habitación vistió el traje de caballero, más rico y adornado que el de
escudero, que acababa de dejar para siempre. Allí recibió las visitas
y felicitaciones de sus deudos y amigos; y varios señores allegados á
don Enrique de Villena vistiéronle sobre la cota de menuda malla una
ancha loriga guarnecida de piel, adorno reservado sólo en aquel tiempo
á personas de categoría, y pusiéronle sobre los hombros un gran manto,
cortado á manera de manto real. En esta forma, y llevando colgada del
cuello la espada, llegó seguido de los padrinos, de los convidados y
de sus amigos, á la real capilla donde esperaban el momento de dar
principio á la augusta ceremonia su alteza en su tribuna, rodeado de
varios dignatarios, el arzobispo, que había salido al altar al verle
llegar, y gran número de damas. Distinguíase entre ellas la madrina
del novel caballero, ricamente ataviada, y á la derecha del buen
condestable, arrodillados los dos al lado de la epístola en ricos
reclinatorios de terciopelo carmesí, en que se veía recamado en oro el
escudo de sus armas respectivas, y de que pendían largos borlones de
aquel precioso metal. Algo detrás, y entre otras damas principales,
se veía á Elvira, esposa del hidalgo, cubierta con un velo, al través
del cual se traslucía sin embargo su hermosura, como suele verse al
través de ligeras nubecillas el resplandor del sol. Á la otra parte se
colocó el poderoso conde de Cangas, acompañado de algunos caballeros
principales y seguido de dos de sus pajes, con su yelmo el uno y
el otro con las espuelas y demás piezas de la armadura que debían
revestirle á Vadillo en acto tan solemne. El resto de la capilla
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