Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 11

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las noches apagaba mi luz, diciéndome á mi mismo con la más pueril
credulidad en mis propias resoluciones: _¡Eh! ¡mañana le escribiré!_ Da
gracias á que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero
¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!


EL MUNDO TODO ES MÁSCARAS
TODO EL AÑO ES CARNAVAL
(Artículo del Bachiller)
¿Qué gente hay allá arriba, que anda
tal estrépito? ¿Son locos?
_Moratín, Comed á nueva_

No hace muchas noches que me hallaba encerrado en mi cuarto, y
entregado á profundas meditaciones filosóficas, nacidas de la
dificultad de escribir diariamente para el público. ¿Cómo contentar
á los necios y á los discretos, á los cuerdos y á los locos, á los
ignorantes y los entendidos que han de leerme, y sobre todo á los
dichosos y á los desgraciados que con tan distintos ojos suelen ver una
misma cosa?
* * * * *
Animado con esta reflexión, cogí la pluma y ya iba á escribir nada
menos que un elogio de todo lo que veo á mi alrededor, el cual pensaba
rematar con cierto discurso encomiástico acerca de lo adelantado que
está el arte de la declamación en el país, para contentar á todo el que
se me pusiera por delante, que esto es lo que conviene en estos tiempos
tan valentones que corren; pero tropecé con el inconveniente de que los
hombres sensatos habían de sospechar que el dicho elogio era burla, y
esta reflexión era más pesada que la anterior.
Al llegar aquí arrojé la pluma, despechado y decidido á consultar
todavía con la almohada si en los términos de lo lícito me quedaba algo
que hablar, para lo cual determiné verme con un amigo, abogado _por
más señas_, lo que basta para que se infiera si debe de ser hombre
entendido, y que éste, registrando su _Novísima_ y sus _Partidas_, me
dijese para de aquí en adelante qué es lo que me está prohibido, pues
en verdad que es mi mayor deseo ir con la corriente de las cosas sin
andarme á buscar _cotujas en el golfo_, ni el mal fuera de mi casa,
cuando dentro de ella tengo el bien.
En esto estaba ya para dormirme, á lo cual había contribuido no poco el
esfuerzo que había hecho para componer mi elogio de modo que tuviera
trazas de cosa formal; pero Dios no lo quiso así, ó á lo que yo tengo
por más cierto, un amigo que me alborotó la casa, y que se introdujo en
mi cuarto dando voces en los términos siguientes, ú otros semejantes.
«_¡Vamos á las máscaras!_ bachiller, me gritó.--¿Á las máscaras?--No
hay remedio; tengo un coche á la puerta: ¡á las máscaras! Iremos
á algunas casas particulares y concluiremos la noche en uno de
los grandes bailes de suscripción.--Que te diviertas: yo me voy á
acostar.--¡Qué despropósito! No lo imagines: precisamente te traigo un
dominó negro y una careta.--¡Á Dios! Hasta mañana.--¿Adónde vas? Mira,
mi querido Munguía, tengo interés en que vengas conmigo; sin ti no voy,
y perderé la mejor ocasión del mundo...--¿De veras?--Te lo juro.--En
ese caso, vamos. ¡Paciencia! Te acompañaré». De mala gana entré dentro
de un amplio ropaje, bajé la escalera, y me dejé arrastrar al compás de
las exclamaciones de mi amigo, que no cesaba de gritarme: «¡Cómo nos
vamos á divertir! ¡Qué noche tan deliciosa hemos de pasar!».
Era el coche alquilón; á ratos parecía que andábamos tanto atrás
como adelante, á modo de quien pisa nieve, á ratos que estábamos
columpiándonos en un mismo sitio; llegó por fin á ser tan completa la
ilusión, que temeroso yo de alguna pesada burla de carnaval, parecida
al viaje de D. Quijote y Sancho en el Clavileño, abrí la ventanilla más
de una vez, deseoso de investigar si después de media hora de viaje
estaríamos todavía á la puerta de mi casa, ó si habríamos pasado ya la
línea, como en la aventura de la barca del Ebro.
Ello parecerá increíble, pero llegamos, quedándome yo sin embargo en
la duda de si habría andado el coche hacia la casa, ó la casa hacia el
coche; subimos la escalera, verdadera imagen de la primera confusión de
los elementos: un Edipo, sacando el reloj y viendo la hora que era; una
vestal, atándose una liga elástica, y dejando á su criado los chanclos
y el capote escocés para la salida; un Romano coetáneo de Catón dando
órdenes á su cochero para encontrar su landó dos horas después; un
Indio no conquistado todavía por Colón, con su papeleta impresa en la
mano y bajando de un birlocho; un Oscar acabando de fumar un cigarrillo
de papel para entrar en el baile; un Moro santiguándose asombrado al
ver el gentío; cien dominós, en fin, subiendo todos los escalones sin
que se sospechara que hubiese dentro quien los moviese, y tapándose
todos las caras, sin saber los más para qué, y muchos sin ser conocidos
de nadie.
Después de un modesto reconocimiento del billete y del sello y la
rúbrica y la contraseña, entramos en una salita que no tenía más
defecto que estar las paredes demasiado cerca unas de otras; pero ello
es más preciso tener máscaras que sala donde colocarlas. Algún ciego
alquilado para toda la noche, como la araña y la alfombra, y para
descansarle un _piano_, _tan piano_ que nadie lo consiguió oir jamás,
eran la música del baile, donde nadie bailó. Poníanse, sí, de vez en
cuando á modo de parejas la mitad de los concurrentes, y dábanse con la
mayor intención de ánimo sendos encontrones á derecha é izquierda, y
aquello era el bailar, si se nos permite esta expresión.
Mi amigo no encontró lo que buscaba, y según yo llegué á presumir,
consistió en que no buscaba nada, que es precisamente lo mismo que á
otros muchos les acontece. Algunas madres, sí, buscaban á sus hijas,
y algunos maridos á sus mujeres; pero ni una sola hija buscaba á su
madre, ni una sola mujer á su marido. «Acaso, decían, se habrán quedado
dormidas entre la confusión en alguna otra pieza...--Es posible, decía
yo para mí, pero no es probable».
Una máscara vino disparada hacia mí. «¿Eres tú? me preguntó
misteriosamente.--Yo soy, le respondí seguro de no mentir.--Conocí el
dominó; pero esta noche es imposible: Paquita está ahí, mas el marido
se ha empeñado en venir; no sabemos por dónde diantres ha encontrado
billetes.--¡Lástima grande!--¡Mira tú qué ocasión! Te hemos visto,
y no atreviéndose á hablarte ella misma, me envía para decirte que
mañana sin falta os veréis en la _Sartén_... Dominó encarnado y lazos
blancos.--Bien.--¿Estás?--No faltaré».
«¿Y tu mujer, hombre?» le decía á un ente rarísimo que se había
vestido todo de cuernecitos de abundancia, un dominó negro que
llevaba otro igual del brazo. «Durmiendo estará ahora; por más que
he hecho no he podido decidirla á que venga; no hay otra más enemiga
de diversiones.--Así descansas tú en su virtud: ¿piensas estar aquí
toda la noche?--No, hasta las cuatro.--Haces bien». En esto se había
alejado el de los cuernecillos, y entreoí estas palabras: «Nada ha
sospechado.--¿Cómo era posible? si salí una hora después que él...--¿Á
las cuatro ha dicho?--Sí.--Tenemos tiempo. ¿Estás segura de la
criada?--No hay cuidado alguno, porque...». Una oleada cortó el hilo de
mi curiosidad; las demás palabras del diálogo se confundieron con las
repetidas voces de _¿Me conoces? Te conozco_, etc., etc.
¿Pues no parecía estrella mía haber traído esta noche un dominó igual
al de todos los amantes, más feliz por cierto que Quevedo, que se
parecía de noche á cuantos esperaban para pegarlos? «¡Chis! ¡Chis! Por
fin te encontré, me dijo otra máscara esbelta asiéndome del brazo, y
con su voz tierna y agitada por la esperanza satisfecha. ¿Hace mucho
que me buscabas?--No, por cierto, porque no esperaba encontrarte.--¡Ay!
¡Cuánto me has hecho pasar desde antes de anoche! No he visto hombre
más torpe; yo tuve que componerlo todo; y la fortuna fué haber
convenido antes en no darnos nuestros nombres, ni aun por escrito. Si
no...--¿Pues qué hubo?--¿Qué había de haber? El que venía conmigo era
Carlos mismo.--¿Qué dices?--Al ver que me alargabas el papel, tuve que
hacerme la desentendida y dejarlo caer, pero él le vió y le cogió. ¡Qué
angustias!--¿Y cómo saliste del paso?--Al momento me ocurrió una idea.
¿Qué papel es ése? le dije. Vamos á verle; será de algún enamorado: se
lo arrebato, veo que empieza _querida Anita_; cuando no vi mi nombre,
respiré; empecé á echarlo á broma. ¿Quién será el desesperado? le decía
riéndome á carcajada.--Veamos; y él mismo leyó el billete, donde me
decías que esta noche nos veríamos aquí, si podía venir sola. Si vieras
cómo se reía.--¡Cierto que fué gracioso!--Sí, pero, por Dios, _don
Juan, de éstas, pocas_». Acompañé largo rato á mi amante desconocida,
siguiendo la broma lo mejor que pude... el lector comprenderá
fácilmente que bendije las máscaras, y sobre todo el talismán de mi
impagable dominó.
Salimos por fin de aquella casa, y no pude menos de soltar la carcajada
al oir á un máscara que á mi lado bajaba: «¡Pésia á mí! le decía á
otro; no ha venido; toda la noche he seguido á otra creyendo que era
ella, hasta que se ha quitado la careta. ¡La vieja más fea de Madrid!
No ha venido; en mi vida pasé rato más amargo. ¿Quién sabe si el papel
de la otra noche lo habrá echado todo á perder? Si don Carlos lo
cogió...--Hombre, no tengas cuidado.--¡Paciencia! Mañana será otro día.
Yo con ese temor me he guardado muy bien de traer el dominó cuyas señas
le daba en la carta.--Hiciste muy bien.--Perfectísimamente, repetí yo
para mí, y salimos riendo de los azares de la vida.
Bajamos atropellando un rimero de criados y capas tendidos aquí y allí
por la escalera. La noche no dejó de tener tampoco algún contratiempo
para mí. Yo me había llevado la querida de otro; en justa compensación
otro se había llevado mi capa, que debía parecerse á la suya, como
se parecía mi dominó al del desventurado querido. «Ya estás vengado,
exclamé, oh burlado mancebo». Felizmente yo al entregarla en la puerta
había tenido la previsión de despedirme de ella tiernamente para toda
mi vida. ¡Oh previsión oportuna! Ciertamente que no nos volveremos á
encontrar mi capa y yo en este mundo perecedero; había salido ya de la
casa, había andado largo trecho, y aún volvía la cabeza de rato en rato
hacia sus altas paredes, como Héctor al dejar á su Andrómaca, diciendo
para mí: «Allí quedó, allí la dejé, allí la vi por la última vez».
Otras casas recorrimos, en todas el mismo cuadro: en ninguna nos admiró
encontrar intrigas amorosas, madres burladas, chasqueados esposos ó
solícitos amantes; no soy de aquéllos que echan de menos la acción en
una buena cantatriz, ó alaban la voz de un mal comediante, y por tanto
no voy á buscar virtudes á las máscaras. Pero nunca llegué á comprender
el afán que por asistir al baile había manifestado tantos días seguidos
don Cleto, que hizo toda la noche de una silla cama y del estruendo
arrullo: no entiendo todavía á don Jorge cuando dice que estuvo en la
función, habiéndolo visto desde que entró hasta que salió en derredor
de una mesa en un verdadero _ecarté_. Toda diferencia estaba en él con
respecto á las demás noches en ganar ó perder, vestido de moharracho.
Ni me sé explicar de una manera satisfactoria la razón en que se fundan
para creer ellos mismos que se divierten un enjambre de máscaras que vi
buscando siempre, y no encontrando jamás, sin hallar á quien embromar
ni quien los embrome, que no bailan, que no hablan, que vagan errantes
de sala en sala, como si de todas los echaran, imitando el vuelo de la
mosca, que parece no tener nunca objeto determinado. ¿Es por ventura
un apetito desordenado de hallarse donde se hallan todos, hijo de la
pueril vanidad del hombre? ¿Es por aturdirse á sí mismos y creerse
felices por espacio de una noche entera? ¿Es por dar á entender que
también tienen un interés y una intriga? Algo nos inclinamos á creer lo
último cuando observamos que los más de éstos os dicen, si los habéis
conocido: «¡Chitón! ¡Por Dios! No digáis nada á nadie». Seguidlos,
y os convenceréis que no tienen motivos ni para descubrirse ni para
taparse. Andan, sudan, gastan, salen quebrantados del baile... nunca
empero se les olvida salir los últimos, y decir al despedirse: «¿Mañana
es el baile en Solís?--Pues hasta mañana.--¿Pasado mañana es en San
Bernardino? ¡Diez onzas diera por un billete!».
Ya que sin respeto á mis lectores me he metido en estas reflexiones
filosóficas, no dejaría pasar en silencio antes de concluirlas la
más principal que me ocurría. ¿Qué mejor careta ha menester don
Braulio que su hipocresía? Pasa en el mundo por un santo, oye misa
todos los días, y reza sus devociones; á merced de esta máscara que
tiene constantemente adoptada, mirad cómo engaña, cómo intriga, cómo
murmura, cómo roba... ¡Qué empeño de no parecer Julianita lo que es!
¿Para eso sólo se pone un rostro de cartón sobre el suyo? ¿Teme que
sus facciones delaten su alma? Viva tranquila; tampoco ha menester
careta. ¿Veis su cara angelical? ¡Qué suavidad! ¡Qué atractivo! ¡Cuán
fácil trato debe de tener! No puede abrigar vicio alguno.--Miradla por
dentro, observadores de superficies: no hay día que no engañe á un
nuevo pretendiente; veleidosa, infiel, perjura, desvanecida, envidiosa,
áspera con los suyos, insufrible y altanera con su esposo: ésa es la
hermosura perfecta, cuya cara os engaña más que su careta. ¿Veis aquel
hombre tan amable y tan cortés, tan comedido con las damas en sociedad?
¡Qué deferencia! ¡Qué previsión! ¡Cuán sumiso debe ser! No le escojas
sólo por eso para esposo, encantadora Amelia; es un tirano grosero
de la que entrega su corazón. Su cara es también más pérfida que su
careta; por ésta no estás expuesta á equivocarte, porque nada juzgas
por ella; ¡¡pero la otra!!... imperfecta discípula de Lavater, crees
que debe ser tu clave, y sólo puede ser un pérfido guía, que te entrega
á tu enemigo.
Bien presumirá el lector que al hacer estas metafísicas indagaciones
algún pesar muy grande debía afligirme; pues nunca está el hombre más
filósofo que en sus malos ratos: el que no tiene fortuna se encasqueta
su filosofía como un falto de pelo su _bisoñé_: la filosofía es
efectivamente para el desdichado lo que la peluca para el calvo, de
ambas maneras se les figura á entrambos que ocultan á los ojos de los
demás la inmensa laguna que dejó en ellos por llenar la naturaleza
madrastra.
Así era: un pesar me afligía. Habíamos entrado ya en uno de los
principales bailes de esta corte; el continuo traspirar, el estar
en pie la noche entera, la hora avanzada y el mucho cavilar habían
debilitado mis fuerzas en tales términos que el hambre era á la sazón
mi maestro de filosofía. Así de mi amigo, y de común acuerdo nos
decidimos á cenar lo más espléndidamente posible. ¡Funesto error!
Así se refugiaban máscaras á aquel estrecho local, y se apiñaban y
empujaban unas á otras como si fuera de la puerta las esperase el
más inminente peligro. Iban y venían los mozos aprovechando claros y
describiendo sinuosidades, como el arroyo que va buscando para correr
entre las breñas las rendijas y agujeros de las piedras. Era tarde ya;
apenas había un plato de que disponer; pedimos sin embargo de lo que
había, y nos trajeron varios restos de manjares que alguno que había
cenado antes que nosotros había tenido la previsión de dejar sobrantes.
_Hicimos semblante_ de comer, según decían nuestros antepasados, y como
dicen ahora nuestros vecinos, y pagamos como si hubiéramos comido. Ésta
ha sido la primera vez en mi vida, salí diciendo, que me ha costado
dinero un rato de hambre.
Entrámonos de nuevo en el salón de baile, y cansado ya de observar y de
oir sandeces, prueba irrefragable de lo reducido que es el número de
hombres dotados por el cielo con travesura y talento, toda mi ambición
se limitó á conquistar con los codos y los pies un rincón donde
ceder algunos minutos á la fatiga. Allí me recosté, púseme la careta
para poder dormir sin excitar la envidia de nadie, y columpiándose
mi imaginación entre mil ideas opuestas, hijas de la confusión de
sensaciones encontradas de un baile de máscaras, me dormí, mas no tan
tranquilamente como lo hubiera yo deseado.
Los fisiólogos saben mejor que nadie, según dicen, que el sueño y
el ayuno, prolongado sobre todo, predisponen la imaginación débil y
acalorada del hombre á las visiones nocturnas y aéreas que vienen á
tomar en nuestra irritable fantasía formas corpóreas cuando están
nuestros párpados aletargados por Morfeo. Más de cuatro que han pasado
en este bajo suelo por haber visto realmente lo que realmente no
existe, han debido al sueño y al ayuno sus estupendas apariciones.
Esto es precisamente lo que á mí me aconteció, porque al fin, según
expresión de Terencio, _homo sum et nihil humani á me alienum puto_. No
bien había cedido al cansancio, cuando imaginé hallarme en una profunda
oscuridad; reinaba el silencio en torno mío; poco á poco una luz
fosfórica fué abriéndose paso lentamente por entre las tinieblas, y una
redoma mágica se me fué acercando misteriosamente por sí sola, como un
luminoso meteoro. Saltó un tapón con que venía herméticamente cerrada,
un torrente de luz se escapó de su cuello destapado, y todo volvió á
quedar en la oscuridad. Entonces sentí una mano fría como el mármol que
se encontró con la mía; un sudor yerto me cubrió; sentí el crujir de
la ropa de una fantasma bulliciosa que ligeramente se movía á mi lado,
y una voz, semejante á un leve soplo me dijo con acentos que no tienen
entre los hombres signos representativos: _Abre los ojos, bachiller;
si te inspiro confianza sígueme_; el aliento me faltó, flaquearon
mis rodillas; pero la fantasma despidió de sí un pequeño resplandor,
semejante al que produce un fumador en una escalera tenebrosa aspirando
el humo de su cigarro, y á su escasa luz reconocí brevemente á Asmodeo,
héroe del _Diablo Cojuelo_. «Te conozco, me dijo; no temas: vienes á
observar el carnaval en un baile de máscaras. ¡Necio! ven conmigo;
doquiera hallarás máscaras, doquiera carnaval, sin esperar al segundo
mes del año».
Arrebatóme entonces insensible y rápidamente, no sé si sobre algún
dragón alado, ó vara mágica, ó cualquier otro bagaje de esta especie.
Ello fué que alzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos suspendidos
en la atmósfera sobre Madrid, como el águila que se columpia en el
aire buscando con vista penetrante su temerosa presa, fué obra de un
instante. Entonces vi al través de los tejados como pudiera al través
del vidrio de un excelente anteojo de larga vista.
«Mira, me dijo mi extraño _cicerone_. ¿Qué ves en esa casa?--Un joven
de sesenta años disponiéndose á asistir á una _suaré_; pantorrillas
postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todas las maneras
afectadas de un seductor de veinte años; una persuasión sobre todo
indestructible de que su figura hace conquistas todavía...
«¿Y allí?--Una mujer de cincuenta años.--Obsérvala; se tiñe los blancos
cabellos.--¿Qué es aquello?--Una caja de dientes; á la izquierda
una pastilla de olor; á la derecha un _polizón_.--¡Cómo se ciñe el
corsé! va á exhalar el último aliento.--Repara su gesticulación
de coqueta.--¡Ente execrable! ¡Horrible desnudez!--Más de una ha
deslumbrado tus ojos en algún sarao que debieras haber visto en ese
estado para ahorrarte algunas locuras.
«¿Quién es aquél más allá?--Un hombre que pasa entre vosotros los
hombres por sensato; todos le consultan: es un célebre abogado; la
librería que tiene al lado es el disfraz con que os engaña. Acaba de
asegurar á un litigante con sus libros en la mano que su pleito es
imperdible; el litigante ha salido; mira cómo cierra los libros en
cuanto salió, como tú arrojarás la careta en llegando á tu casa. ¿Ves
su sonrisa maligna? Parece decir: venid aquí, necios; dadme vuestro
oro; yo os daré papeles, yo os haré frases. Mañana seré juez; seré el
intérprete de Temis. ¿No te parece ver al loco de Cervantes que se
creía Neptuno?
«Observa más abajo: un moribundo; ¿oyes cómo se arrepiente de sus
pecados? Si vuelve á la vida, tornará á las andadas. Á su cabecera
tiene á un hombre bien vestido; un bastón en la mano, una receta en la
otra: _Ó la tomas, ó te pego. Aquí tienes la salud_, parece decirle:
_yo sano los males, yo los conozco_; observa con qué seriedad lo dice;
parece que cree él mismo; parece perdonarle la vida que se le escapa
ya al infeliz. No hay cuidado, sale diciendo; ya sube en su bombé;
¿oyes el chasquido del látigo?--Sí.--Pues oye también el último ay
del moribundo, que va á la eternidad, mientras que el doctor corre á
embromar á otro con su disfraz de sabio.
«Ven á ese otro barrio.--¿Qué es eso? Un duelo. ¿Ves esas caras tan
compungidas?--Sí.--Míralas con este anteojo.--¡Cielos! La alegría
rebosa dentro, y cuenta los días que el decoro le podrá impedir salir
al exterior.
«Mira una boda; con qué buena fe se prometen los novios eterna
constancia y fidelidad.
* * * * *
«¿Quién es aquél?--Un militar; observa cómo se paga de aquel oro
que adorna su casaca. ¡Qué de trapitos de colores se cuelga de los
ojales! ¡Qué vano se presenta! _Yo sé ganar batallas_, parece que va
diciendo.--¿Y no es cierto? Ha ganado la de ***.--¡Insensato! Ésa no la
ganó él, sino que la perdió el enemigo.--Pero...--No es lo mismo.--¿Y
la otra de ***?--La casualidad.--Se está vistiendo de grande uniforme,
es decir, disfrazando; con ese disfraz todos le dan V. E., él y los que
así le ven creen que ya no es un hombre como todos.
* * * * *
«Ya lo ves; en todas partes hay máscaras todo el año; aquel mismo
amigo que te quiere hacer creer que lo es, la esposa que dice que te
ama, la querida que te repite que te adora, ¿no te están embromando
toda la vida? ¿Á qué, pues, esa prisa de buscar billetes? Sal á la
calle, y verás las máscaras de balde. Sólo te quiero enseñar, antes
de volverte á llevar donde te he encontrado, concluyó Asmodeo, una
casa donde dicen especialmente que no las hay este año. Quiero
desencantarte». Al decir esto pasábamos por el teatro. «Mira allí,
me dijo, á un autor de comedia. Dice que es un gran poeta. Está muy
persuadido de que ha escrito los sentimientos de Orestes, y de Nerón, y
de Otelo... ¡Infeliz! ¿Pero qué mucho? Un inmenso concurso se lo cree
también. ¡Ya se ve! ni unos ni otros han conocido á aquellos señores.
Repara, y ríete á tu salvo. ¿Ves aquellos grandes palos pintados,
aquellos lienzos corredizos? Dicen que aquello es el campo, y casas, y
habitaciones, ¡y qué más sé yo! ¿Ves aquél que sale ahora? Aquél dice
que es el grande sacerdote de los Griegos, y aquel otro Edipo; ¿los
conoces tú?--Sí; por más señas que esta mañana los vi en misa.--Pues
míralos; ahora se desnudan, y el gran sacerdote, y Edipo, y Jocasta,
y el pueblo tebano entero se van á cenar sin más acompañamiento, y
dejándose á su patria entre bastidores, algún carnero verde, ó si
quieres un excelente _beefsteak_ hecho en casa de Genyeis. ¿Quieres oir
á Semíramis?--¿Estás loco, Asmodeo? ¿Á Semíramis?--Sí; mírala; es una
excelente conocedora de la música de Rossini. ¿Oiste qué bien cantó
aquel adagio? Pues es la viuda de Nino; ya espira; á imitación del
cisne, canta y muere».
Al llegar aquí estábamos ya en el baile de máscaras: sentí un golpe
ligero en una de mis mejillas. ¡Asmodeo! grité. Profunda oscuridad;
silencio de nuevo en torno mío. ¡Asmodeo! quise gritar de nuevo;
despiértame empero el esfuerzo. Llena aún mi fantasía de mi nocturno
viaje, abro los ojos, y todos los trajes apiñados, todos los países me
rodean en breve espacio; un Chino, un marinero, un abate, un Indio, un
Ruso, un Griego, un Romano, un Escocés... ¡Cielos! ¿Qué es esto? ¿Ha
sonado ya la trompeta final? ¿Se han congregado ya los hombres de todas
las épocas y de todas las zonas de la tierra á la voz del Omnipotente
en el valle de Josafat?... Poco á poco vuelvo en mí, y asustando á un
Turco y una monja entre quienes estoy, exclamo con toda la filosofía de
un hombre que no ha cenado, é imitando las expresiones de Asmodeo, que
aún suenan en mis oídos: «_El mundo todo es máscaras: todo el año es
carnaval._»


CONCLUSIÓN

No tratamos de inculpar en modo alguno por los cuadros que vamos
á describir al justo gobierno que tenemos: no hay nación tan bien
gobernada donde no tengan entrada más ó menos abusos, donde el
gobierno más enérgico no pueda ser sorprendido por las arterías y
manejos de los subalternos. Contraria del todo es nuestra idea.
Precisamente ahora que vemos á la cabeza de nuestro gobierno
una reina que, de acuerdo con su augusto esposo, nos conduce
rápidamente de mejora en mejora, nosotros, deseosos de cooperar
por todos términos como buenos y sumisos vasallos á sus benéficas
intenciones, nos atrevemos á apuntar en nuestras habladurías
aquellos abusos que desgraciadamente, y por la esencia de las
cosas, han sido siempre en todas partes harto frecuentes, creyendo
que cuando la autoridad protege abiertamente la virtud y el orden,
nunca se la podrá desagradar levantando la voz contra el vicio y
el desorden, y mucho menos si se hacen las críticas generales,
embozadas con la chanza y la ironía, sin aplicaciones de ninguna
especie, y en un folleto que más tiende á excitar en su lectura
alguna ligera sonrisa, que á gobernar el mundo.
Protestamos contra toda alusión, toda aplicación personal, como en
nuestros números anteriores. Sólo hacemos pinturas de costumbres,
no retratos.
(_Página 128 de este tomo 1.º_)

Trece números y diez meses va á hacer que, acosados del enemigo malo
que nos inducía á hablar, dimos principio á nuestras habladurías. ¿Qué?
¿No queda más que hablar? nos dirán.--Mucho nos falta efectivamente
que decir, pero acabamos de entrar en cuentas con nosotros mismos, y
hecha abstracción de lo que no se debe, de lo que no se quiere, ó de lo
que no se puede decir, que para nosotros es lo más, podemos asegurar
á nuestros lectores que dejamos el puesto humildemente á quien quiera
iluminar la parte del cuadro que nuestro pobre pincel ha dejado oscura.
Confesamos que á acometer tan arriesgada empresa no conocíamos la
cara al miedo; pero en el día no nos queremos salvar, si no es cierto
que temblamos de pies á cabeza al sentar la pluma en el papel. En
unos tiempos en que la irritabilidad de nuestras modernas costumbres
exige que tengamos á la vez en la misma mano la espada y la pluma para
convencer á estocadas al que no pueden convencer razones; en unos
tiempos en que es preciso matar en duelo á los necios, uno á uno, no
nos sentimos con fuerza para tan larga tarea; _mate, pues, Moros quien
quisiere, que á mí no me han hecho mal_.
Considere además el juicioso lector que contra todo nuestro gusto
hemos echado diez meses en verter media docena de ideas, que acaso en
horas habíamos concebido, y todo para decirlas á fuerza de lagunas y
paliativos, de la ridícula y única manera que las pudieran oir los
mismos que no quieren entenderlas. Desconfiados ya en un principio de
nuestras flacas fuerzas, nunca nos propusimos trazar un plan mucho
más extendido... ¿Cómo no hemos de exclamar arrojando la pluma: «No
servimos para escribir aquí; nuestras ideas están en contradicción con
las buenas ó con las del mayor número?». ¿Cómo pudiera no pesarnos con
verdadera atrición de haber contado ligeramente con la buena voluntad
de los amigos de la verdad, que realmente no debe de tener muchos
entre nosotros? Ya en otra parte dijimos que donde quiera que volvemos
los pasos encontramos una pared insuperable, pared que fuera locura
pretender derribar. Pongámoslo al contrario como cada uno un ladrillito
más con nuestras propias manos; vivamos entre nuestras cuatro paredes,
sin disputar vanamente si nos ha de sorprender la muerte como á los
carneros de Casti, asados ó cocidos, y si del otro lado imaginan
algunos que está la felicidad, que nosotros no vemos en el mundo por
ninguna parte, Dios se la tenga muchos años por allá, y se la dé á
quien más le convenga, pues ya está visto que á nosotros, pobrecitos
habladores, no nos debe en manera alguna de convenir.
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