Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 25

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mismo tiempo á que inclina el hermoso rasgo de amistad que habéis...
--No me lisonjeéis, y acabad.
--Todo eso, pues, hará nacer acaso en su imaginación ideas que no habrá
tenido nunca tal vez, y en su corazón una afición...
--Perdonad, Abrahem, si os interrumpo; pero admiro vuestra
penetración. ¿Habéis conocido antes en mi rostro que me sentía
incomodada?...
--¿Será cierto? esta conversación...
--No, la conversación no, repuso la dama reclinándose; pero la
agitación del día, la precipitación además con que he tenido que andar
no me ha permitido tomar alimento, y siento una debilidad...
--¿No os decía yo? La palidez de vuestro rostro me lo anunciaba. Ved
qué necio, yo creía que era la conversación... ¡Qué tontería! Ya veo
que el día que habéis traído hoy es más que suficiente motivo...
--Decís bien.
--Ya sabéis que mi primera ciencia es la de curar; si queréis seguir
mis consejos...
--¡Ah! ¿Creéis que esta debilidad?...
--¿Queréis tomar algún alimento?
--Me será imposible...
--Verdad es... Si quisierais una bebida cordial que os diese fuerzas...
--¿Tenéis?...
--Yo mismo os la prepararía... Os daría descanso y fuerzas...
--Como gustéis, Abrahem.
--La tomaréis, dijo el físico preparando unas yerbas, y podréis
descansar un rato aquí mientras que paso á hablar á su alteza.
--Pero en vuestra ausencia...
--No temáis: nadie viene á mi cámara: el estudio y el retiro en que
vivo alejan de mí las visitas que pudieran turbar vuestro reposo.
Ningún sitio del palacio más seguro que éste; su inmediación á la
cámara del rey, las muchas guardias que custodian las próximas
galerías...
--No, no es que tema ningún peligro; pero...
--Perded miedo; por otra parte tenéis vuestro antifaz, que puede
en todo caso guardaros de la indiscreción, y vuestras dos dueñas
esperan vuestras órdenes en mi antecámara. Á la menor voz, ellas y los
ballesteros...
--Decís bien.
--Perdonad si vuestros mismos intereses me obligan á dejaros sola en mi
habitación; mi ausencia será corta.
--Eso deseo.
--Tomad, pues, señora, esa bebida.
--¿Pero me respondéis de su eficacia?...
--Estoy seguro de ella: apuradla.
--Ya veis si tengo confianza en el físico de su alteza; ni una sola
gota he dejado.
--Obrasteis como prudente, repuso el empírico con una alegría que
disimulaban mal sus ojos llenos de fuego y de esperanza. Reclinaos
ahora un momento.
--No, no hay necesidad.
--Presto conoceréis sus efectos: es maravillosa la virtud de la bebida:
al principio parecerá quitaros las fuerzas; pero después... y obra con
una rapidez...
--Sí; paréceme que siento como pesadez...
--¿No os dije? acaso os hará dormir...
--¡Dormir, Dios mío! y aquí... ¡Abrahem!!!
--¡Señora!
--¡Santo Dios! ¿por qué no me lo habéis dicho?
--¡Oh! será un momento... una hora.
--¡Una hora, Abrahem! Quiero marcharme... me pondré el antifaz...
--¿Qué decís? si queréis, mi lecho...
--¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Qué sueño, Abrahem, qué pesadez! es de
plomo mi cabeza... Abrahem, Abrah... ah.... Bien.
Apenas tuvo fuerza para pronunciar esta última palabra, á la cual no
podía ya dar la enlutada sentido alguno. Inclinóse su cabeza, dejó caer
su brazo lánguidamente, abrióse su mano, y desprendióse de ella sobre
su sitial el hermoso pañuelo que bordado de su propia mano traía, y
en que lucía su nombre con gruesos caracteres góticos de oro y seda
artificiosamente mezclados. El más profundo letargo había sobrecogido
á la enlutada: y el astrólogo conocía efectivamente muy bien el
maravilloso efecto de la narcótica bebida.
--¡Es mía! dijo, después de un momento de silencio, el físico: ¡es mía!
añadió levantando el antifaz con que se había cubierto la dueña la
cara antes de dormirse, y volviendo á dejarle caer sobre sus hermosas
facciones luego que la vió profundamente dormida. Téngola segura aquí
para más de dos horas. Una hora tengo para hablar con su alteza; otra
para el desenlace de esta intriga infernal. Infernal, sí, pero pagada.
Ésta es la circunstancia que han de tener las intrigas. Dichas estas
palabras, reconoció el astrólogo su habitación y las puertas de ella:
cerró la comunicación con la escalera secreta, y salió con dirección
sin duda á la cámara de su alteza.

* * * * *


CAPÍTULO XXI

¿Cuyo es aquel caballo
Que allá bajo relinchó?
............................
¿Cuyas son aquellas armas
Que están en el corredor?
............................
¿Cuya es aquella lanza
Que desde aquí la veo yo?
_Canc. de r.m. anón._

Más de una hora había pasado desde que el intrigante viejo había
sepultado en letargo profundo á la incauta enlutada, y no había
alterado en aquel espacio el más mínimo ruido la tranquilidad que en el
laboratorio reinaba.
Por fin dos hombres, vestido el uno de rica y vistosa seda, de tosco
buriel el otro, armado aquél simplemente con una espada, balanceando
éste en su diestra mano un agudo venablo, entraron en la pieza
inmediata á la del astrólogo.
--¿Conque está decidido, dijo Hernando, que vais á ver á ese astrólogo?
--Citóme esta mañana, Hernando, repuso Macías, y no ha mucho que le he
visto en la cámara de su alteza. «Dentro de una hora, me dijo, estaré
en mi aposento: esperadme, si tardare, un momento».
--¡Plegue á Dios que no acabe el judío de volverte el juicio, señor!
--¿Por qué, Hernando?
--Por el soto de Manzanares, señor, que otra vez le viniste á ver y nos
ha costado andar meses enteros perdiendo balcones en los montes de
Calatrava, que así sirven para los de Madrid como sirven los más de los
perros del rey Enrique para mi leal Brabonel.
--Así estaba escrito, Hernando; mi negra estrella lo dispuso de esa
suerte.
--Voto va, señor, que yo no tuve nunca más constelación que mi mano
derecha, y lo que sé decirle es que siempre está escrito que muera el
venado contra el cual disparo mi venablo.
--¿Niegas tú, pues, la influencia de las constelaciones?
--No niego nada, pesiamí; pero si tienes enemigos, señor, y si quieres
conjurarlos, ¿por qué no me dices: Hernando, escatima el rastro de
aquel oso que me incomoda? Mal año para Hernando si antes de la luna
nueva no habías de poderte hacer una buena zamarra con la piel de la
bestia.
--Muchas veces, Hernando, conviene cazar de otra manera. Puede más el
ingenio que la fuerza.
--¿Y que no tiene ingenio un montero? No todo ha de ser tampoco dar
lanzada; pero maneras hay de cazar, si bien no se hicieron todas para
monteros de corazón. No gusto yo de ardides; pero por ti, válame Dios,
que monteara yo presto de todos modos. También yo estuve en tu tierra;
allí en Galicia aprendí la montería á buitrón, y más de un lobo he
cogido al alzapié.
--Bien se trasluce, Hernando, que se te alcanza más de ardides de
montería que intrigas de corte. Mira si puedes esperar á mi salida, y
dejemos para mejor coyuntura tus toscos lazos.
--Toscos, señor, pero seguros. Aquí te espero, y á la buena de Dios.
Quiera éste que no caigas tú en la hoya del adivino, y salgas cazado
pudiendo cazar.
--No temas, Hernando, que en el último apuro no ha de fallarme nunca
una buena lanza, y eso es lodo lo que necesita un caballero. Entre
tanto no tengo que temer del astrólogo, á quien nunca hice mal, sino
de mí mismo, y este peligro es el que vengo á prevenir, que aquél
prevenido se está.
--Como de esas veces sale la fiera de donde menos se espera. El oso
era enemigo del hombre antes de que el hombre supiera cazarle. Anda
con Dios, señor, mientras yo le quedo rogando que sea más feliz esta
predicción del astrólogo que la pasada.
Sentóse á un lado Hernando dichas estas últimas palabras, y el dudoso
doncel entró en el laboratorio del judío, inquieto por sus propios
presentimientos, reforzados con las palabras del montero, y por el
objeto de su supersticiosa visita.
La luz que alumbraba la habitación era una lámpara de que sólo ardía
un mechero, y ése con pálido resplandor, porque el adivino no ignoraba
cuán favorable es á la osadía en el amor un débil reflejo que sirve
de velo al pudor y de capa al enamorado deseo. El doncel por lo tanto
dirigió la vista á la mesa á que solía estar sentado trabajando el
judío, y no vió á nadie. El sitial, donde estaba la dama reclinada,
caía del otro lado de la mesa, y el aburrido caballero se creyó solo
por consiguiente.--No está, dijo para sí; le esperaré. No había mucho
que se había abandonado en un asiento á sus melancólicas imaginaciones,
cuando le sacó de su distracción un ruido acompasado semejante al que
produce el desigual aliento de una persona que duerme agitadamente.
Miró á todos lados y creyó que su oído le engañaba, cuando un
profundísimo suspiro vino á confirmarle en su primera sospecha.
--¿Quién hay aquí, dijo levantándose, quién? Alguien duerme en esta
habitación: ¿será que el judío, rendido al poder del sueño?... pero
santo Dios, ¿qué veo? añadió reparando en la dormida, cuyo vestido
se confundía en color con el fondo oscuro de los muebles y de la
habitación. Una persona... ella... ella es... la dama que esta
mañana... no hay duda. Yo te doy gracias, santo Dios, por esta ocasión
que me deparas propicio para averiguar lo que tanto anhelaba saber.
¡Oh! añadió acercándose con blando paso, temeroso de despertarla;
¡haced, Dios mío, que no venga nadie ahora, nadie!
La postura que el abandono de su letargo había hecho adoptar á
la dormida era tan elegante como puede serlo la de una hermosa
dormida: su ropa la cubría enteramente; uno de sus pies adelantado
indolentemente, y levantando el extremo de su vestido, dejaba ver el
torneado y ascendente contorno de una pierna modelada por el deseo:
no la hubiera hecho más perfecta la imaginación. Reclinábase sobre la
una mano su cabeza y la otra, naturalmente caída, parecía destinada
á ser el objeto de la osadía de un amante arrodillado. Su extremada
blancura, que se destacaba del fondo negro del vestido sobre que
descansaba, la hacía semejante á esas pequeñas manchas de nieve que
suelen verse todavía á fines de la primavera, desde larga distancia,
resaltando entre las quebradas de una escarpada y oscura montaña. La
agitación de su descanso marcaba á cada sobrealiento la delicada forma
de su seno, que se alzaba y deprimía como suelen alzarse y deprimirse
las leves ondas al blando impulso de la brisa azotadora. Su aliento
desigual solevantaba de cuando en cuando el ligero antifaz de seda, y
dejaba descubierta un instante la extremidad de su rostro, por la cual
parecía poderse deducir fundadamente la hermosura del resto que no se
llegaba á ver: levantándose alguna vez un poco más el antifaz llegaba á
descubrirse cerca de la boca la huella de una fugitiva y vaga sonrisa;
bien como un relámpago más prolongado suele en una noche tenebrosa
ofrecer por un instante á la vista del ansioso espectador una porción
del cielo que dejan á descubierto los intervalos de las nubes, ó la
lejana y suave superficie de un arroyo plateado.
El doncel, cruzado de brazos á su lado, y sin atreverse á respirar ni
acercarse por no terminar él mismo con el más leve ruido la dicha de su
contemplación, esperaba el inmediato movimiento del antifaz, como si
hubiese de ir viendo cada vez más porción de aquel tan deseado rostro,
que la importuna tela robaba á sus ansiosas miradas.
No era, sin embargo, el descanso del tierno objeto de su expectación
aquel que en la inmediación de la mañana tiñe en alegres imágenes la
fantasía de una bella: era el sueño fatídico de una horrible pesadilla
producida por la pena, ó por una bebida ponzoñosa y antinatural. Algún
gemido se escapaba de cuando en cuando del pecho oprimido: un _ay_
oscuramente pronunciado moría al nacer en sus trémulos labios, y la
mano que pendía, moviéndose con dificultad, parecía querer desviar de
su dueño la fantástica figura que atormentaba sin duda su intranquilo
sueño.
--Padece la infeliz, padece, dijo entre dientes Macías. ¡Ah! ¿quién
puede ser sino ella? ¿quién sino ella podría atar de esta manera mis
acciones? ¿quién producir este respeto y esta agitación que á un mismo
tiempo me dominan?
Un movimiento, en fin, más marcado pareció anunciar que iba á
despertarse.
--Dejadme, dejadme, dijo confusamente; huid. La muerte, la muerte...
--No, dijo Macías sin poderse contener por más tiempo, no; la vida,
la vida á tu lado eternamente. ¿Quién se atreverá á ofenderte estando
Macías á tu lado?
Arrojóse entonces á sus pies, é iba á levantar con mano atrevida el
antifaz.
--Salgamos de una vez, exclamó, de esta penosa situación. Recordó
entonces que en la mañana del mismo día había manifestado la enlutada
su deseo de no ser conocida, y que él la había empeñado su palabra de
no descubrirla.
--¡Horrible tormento! exclamó; pero respetaré tu voluntad, mujer cruel.
Atrevióse entonces á llegar su mano á la de la tapada, y un fuego
desconocido corrió por sus venas.
--¡Dios mío! gritó despertándose la dama al sentir su mano oprimida por
la del doncel. ¿Dónde estoy? ¡ah! ¿qué hacéis? ¡Abrahem! Pero, cielos,
¿qué veo? ¿pierdo la cabeza? ¿quién sois? soltad... Guiomar, Guiomar,
añadió levantándose y llamando con voz apenas inteligible á una de sus
dueñas que en la antecámara la esperaban.
--Callad por Dios, callad, exclamó Macías mirando á la puerta. No
llaméis á nadie: señora, ¿qué teméis?
--¿Quién sois? ¡Ah! ¡sois vos! ¿Me engaña mi deseo?
--¿Tu deseo? ¿has dicho tu deseo? repítelo otra vez, repítelo.
--No; no, caballero; no he dicho mi deseo. Perdonad si... no sé lo que
pronuncio; el sueño, la... pero decidme, ¿por qué estáis aquí? ¿qué
hacéis? Huid, huid ahora que os conozco.
--¡Cruel! ¿por qué?
--Soltad mi mano; soltadla, que no es vuestra...
--¡No es mía! ¡mil rayos me confundan! Perdonad si mi dolor... ¿pero
qué veo? este anillo... ¡Santo Dios! ¡ella es! ¡ella es! ¿quién sino
ella pudiera tener este anillo? Es el mismo, lo conozco, es el mismo.
--¡Imprudente! exclamó la dama retirando y escondiendo precipitadamente
su mano.
--¡Elvira!
--¡Silencio!
--Vos sois, vos sois: no me lo ocultéis por más tiempo, si no queréis
que muera á vuestros pies.
--Y bien, yo soy, respondió la dama abalanzándose hacia atrás para
poner todo el espacio posible entre ella y el doncel; yo soy, puesto
que fuera inútil negároslo por más tiempo. Y ¿qué queréis? ¿qué exigís
de mí?
--¿Qué exijo, señora, qué exijo? preguntó el doncel arrebatado de su
loco frenesí: ¿tengo derecho á exigir algo de vos?
--Huid, pues, y no turbéis por más tiempo mi tranquilidad.
--¿Vuestra tranquilidad? y la mía, señora, ¿quién la turbó sino vos? ¿ó
no es nada por ventura mi tranquilidad?
--¿Yo?
--¿Quién sino vos emponzoñó mi existencia, antes feliz y descuidada?
¿quién sino vos me dijo: Macías, mírame y ama?
--¿Yo?
--Vuestros ojos, vuestros ojos se clavaron cien veces en los míos, y
bien claro lo dijeron. ¡Ah! Elvira, yo he aprendido bien á mi costa á
leer en ellos.
--Santo Dios, ¿qué decís?
--¿Juzgáis, señora, por ventura, que es lícito mirar á un hombre y
elegirle con los ojos entre la multitud para abrasarle impunemente?
¿Creéis que no vale tanto un hombre como una mujer? ¿Imaginasteis que
su vida no es nada, que su existencia es vuestra? Vuestra, sí, si la
compráis; pero con una sola moneda, con la sola moneda que la paga;
¡con amor!
--¿Pero, Macías, deliráis?
--Sí, deliro, porque te veo, porque te hablo, porque esta era la
felicidad que anhelaba y que huía hace tres años. ¡Tres años, Elvira!
Tú sabes los días, los larguísimos días que encierran cuando se pasan
sin esperanza. He huido yo también, pero no hay hombre más fuerte que
su destino. Te amo, Elvira, te adoro. Ámame, ó mátame.
--Elegid, caballero, lo que gustéis, exclamó Elvira fuera de sí, y
haciendo un esfuerzo sobrenatural. ¡Vos osáis ofenderme, vos abusáis
de esa manera de mi loca confianza! ¿Quién os ha dicho que os amé?
¿Olvidáis que no puedo ser vuestra nunca jamás?
--¡Yo olvidarlo, señora! ¡Pluguiera al cielo que me fuera dado
olvidarlo! ¿Quién más dichoso entonces? Pero nunca creí que vos misma
os complaceríais en repetírmelo. Añadidme ahora que le amáis á ese
hidalgo...
--¿Y si os lo dijera mentiría? Le amo...
--¡Silencio! El infierno, el infierno se abre en este momento ante mis
ojos... necio de mí, que consumí una vida entera de amor en conquistar
este desengaño... ¿Pero qué veo? ¿Lloráis? Elvira, ¿lloráis? Nos
entendemos, ¡ah! nos entendemos: se hablan nuestras almas, á pesar de
nosotros y de los obstáculos: confesadlo; es imposible que no me améis.
No se ama nunca con este amor que me abrasa para no ser correspondido.
Os comprendo. ¿Teméis? ¿miráis á todas partes? Bien, callaré, señora,
callaré. Pero decidme _os amo_, y nada más.
--Basta ya: ¡es imposible! ¿Paréceos que la superchería que conmigo
usáis, y que este encuentro, _casual_ sin duda, en la habitación
del astrólogo, merece de mi parte premio y galardón? Creedme, joven
imprudente, un mundo entero existe entre vos y entre mí: jamás le
traspasaréis.
--¡Jamás! ¡Dios mío!
--Y escuchad: si queréis evitar mi odio, si mi aprecio os interesa,
jamás me habléis de amor: os prohibo que os presentéis delante de mí,
os prohibo que me dirijáis trova ni canción alguna; os prohibo...
--Prohibidme el vivir, cruel, y acabaréis más pronto, contestó el
doncel con toda la amargura de la desesperación.
--Juradlo, Macías, juradlo si sois caballero.
--¿Que jure yo no amarte? Jurad vos no ser hermosa, jurad que vuestra
voz no será dulce y penetrante, jurad que vuestros ojos no me abrasarán
en lo sucesivo, y yo juraré entonces...
--¡Silencio! Soy perdida. ¿No sentís pasos? ¿No ois? ¡Abrahem, Abrahem!
--Sí; pero esa puerta se cerrará...
--¿Qué hacéis? Teneos. ¿Queréis hacerme delincuente cuando soy sólo
desgraciada?
--Señor Hernán Pérez, dijo á este tiempo la conocida voz del astrólogo
en la antecámara, entrad en mi habitación, y daré satisfacción á
vuestras preguntas.
--Él es, exclamó Macías apretando por última vez la mano de Elvira, que
se desasió de él, y lanzando un ¡ay! agudo y penetrante, se dejó caer
sobro el sitial que detrás de sí tenía.
El lejano y repentino ruido de la conocida tormenta no pone más pavor
en el corazón del asustado marinero que el que produjo en el pecho del
hidalgo la voz acongojada que en balde intentaba desconocer.
--¡Santo cielo! gritó: ¡esta voz es la suya! Lanzóse en seguida en la
habitación como se abalanza el tigre al redil, llamado por el tímido
balido de la inocente oveja.
Detúvole empero y acabó de confundir todas sus ideas la presencia del
doncel, que ya en pie, y echada la visera, parecía el ángel tutelar
de la enlutada, puesto allí delante de ella para defenderla de todo
riesgo.--Abrahem, dijo entonces vuelto hacia el astrólogo, ¿quién es
esta enlutada?
Fingía el judío hallarse en la mayor agitación.--Señor, le respondió
por último, permitid que no descubra á nadie este secreto que se me ha
encargado, y menos á vos...
--¿Á mí?... Yo he de saberlo... Acercóse entonces, resuelto, á la
tapada con ánimo al parecer de descubrirla.
--¿Qué hacéis, hidalgo?... preguntó una voz de trueno, deteniéndole al
mismo tiempo el brazo del doncel.
Llegándose entonces el astrólogo á la dama, que se había arrojado de
rodillas como á implorar piedad ante el celoso marido, asióla de una
mano, y aprovechando el momento en que forcejeaba Hernán Pérez con el
doncel, sacóla de la cámara, diciéndola al oído precipitadamente:
--Me ha sido imposible evitarlo; pero salvaos.
--La he de seguir, exclamó el hidalgo.
--No, mientras esté yo aquí, repuso el doncel. Id, señora...
--¿Y con qué derecho?...
--Con el de la fuerza.
--¡Ah! os conozco: mis dudas se desvanecen: ¿sois vos el doncel?...
--Yo mismo.
--Sacad la espada...
--¿Osado y descortés?
--Sacadla.
--No en el alcázar, gritó el astrólogo arrojándose entre los dos.
Imprudentes, respetad mis canas. Macías, no tenéis razón sino para
envainar vuestro acero. Hidalgo, os deslumbra tal vez...
--¡Basta, pérfido astrólogo! gritó fuera de sí el irritado hidalgo:
¡basta! Doncel, respetemos este lugar; pero en otra parte tengo que
hablaros: salgamos.
--Salgamos, repuso Macías echando á andar tras el escudero. ¡Tiempo
hace que lo deseaba! añadió en lo más profundo de su corazón.
--¡Oídme! gritaba el astrólogo. ¡Teneos!
Pero de allí á poco dejó de oir sus pasos precipitados; mirando
entonces hacia la puerta por donde habían salido:
--¡Miserables, dijo cerrándola, os preciáis de fuertes y de entendidos,
y un torpe anciano juega con vosotros como con sus maniquíes! Abriendo
en seguida la comunicación que daba á la cámara de don Enrique, asió
de una lámpara, y bajó silenciosa, pero precipitadamente, la escalera
retorcida. Daba la luz en parte sólo de su rostro, merced á su mano
derecha, que interpuesta la defendía los ojos del resplandor. Sonaban
sus sandalias de escalón en escalón, y su larga ropa crujía barriendo
el pavimento. Parecía el genio del mal de aquel oscuro alcázar, que
recorría sus más recónditos rincones buscando víctimas nuevas que
sacrificar el día siguiente á su insaciable furor.

* * * * *


CAPÍTULO XXII

Cuande la noche cerró,
Ambos se fueron armare,
Cabalgaron á caballo,
Salieron de la ciudade,
Armados de todas armas
Á guisa de peleare.
_Rom. del marqués de Mantua_

Con feroz expresión de alegría llegó Abenzarsal á noticiar al conde
de Cangas y Tineo el funesto resultado de su bien combinada intriga:
gran parte había tenido en ella la casualidad; pero ni creyó oportuno
declarárselo así al conde, ni acaso lo creería él mismo. Regocijóse
mucho don Enrique de Villena al principio de su narración, pero fué
oscureciendo su rostro una nube de descontento cuando llegando al
desenlace de la escena referida en nuestro anterior capítulo, calculó
que á la hora en que él estaba escuchando tranquilamente de boca
del empedernido viejo la horrible maquinación, ésta podría estar
costándole la vida á uno de los dos combatientes, pues no era difícil
inferir que á pelear y no á otra cosa habían salido en aquella forma
y á aquellas horas del alcázar el amoscado hidalgo y el impetuoso
caballero. Parecióle de veras mal que pasase la burla tan adelante.
Cuando había admitido para este asunto los auxilios del astrólogo
judiciario, ó se había lisonjeado de que éste conseguiría colocar las
cosas en cierto punto del cual no pasasen, y que bastase sin embargo
para poner fuera de combate á sus enemigos; ó lo que es más probable,
no se había tomado el trabajo de reflexionar suficientemente que las
pasiones no se manejan con la mano, y que el tino ha de estar en ver
cómo se ha de soltar el león de la jaula, porque una vez suelto,
ni hay retroceder, ni hay calcular dónde y cómo habrá de parar el
estrago. Como todos los hombres débiles y faltos de energía, había
procurado ahogar en un principio los latidos de su conciencia, si se
nos permite esta atrevida metáfora. En balde trató el viejo redomado de
tranquilizar su espíritu y embolar sus remordimientos, presentándole
el caso menos arriesgado de lo que era y debía ser realmente; en balde
le citó mil ejemplos de desafíos empezados y no concluidos, y enumeró
infinidad de ellos terminados al llegar al campo por miedo de uno ó de
los dos adversarios, ó por cualquiera extraña casualidad sobrevenida;
ó llevados á cabo, en fin, á costa sólo de algunas heridas de poca
importancia y gravedad. Para haber cedido á la insinuante persuasión
del físico, era preciso no haber conocido el pundonoroso espíritu
del hidalgo, y haber ignorado completamente la fibra irritable y la
arrojada decisión del doncel. Luchaba el conde con mortales angustias
entre el deseo de ver perdido al doncel y el temor de que quedase
envuelto en su ruina su fiel escudero, cuyos leales servicios, y cuya
probidad, sólo cariño y respeto le podían merecer. Si hubiera sido
posible que por una causa ajena enteramente de él hubiera desaparecido
Macías y callado para siempre la importuna honradez del hidalgo,
hubiérase alegrado tal vez, pero la idea de que iba á recaer sobre su
cabeza la sangre de un semejante suyo, no era bastante malvado para
arrostrarla. ¡Estado infeliz del hombre que ni puede llamarse bueno ni
malo completamente, en cuyo corazón domina todavía el conocimiento de
lo primero, sin el suficiente vigor para desechar lo segundo! El tiempo
entre tanto corría, y era forzoso decidirse presto.--Abenzarsal, dijo
por fin Villena con la violencia que se hace el enfermo para pasar de
un trago la amarga medicina, á que ha de deber mal su grado su salud,
Abenzarsal, me habéis perdido. Nada habéis hecho por mí, si muere
alguno. Corramos á evitar una catástrofe. ¡Ay de nosotros si llegamos
tarde! No os mandé yo tanto.
--¿Qué dices, señor? repuso asombrado el astrólogo, que contaba todavía
con la indecisión del conde y con su propia elocuencia para acabarle
de determinar. ¿Pretendes lograr tus planes con semejante cobardía?
¿nada quieres sacrificar? nada, pues, lograrás. El entendido maestro
corta un brazo para salvar los demás miembros. Los términos medios nada
remedian. Dejémosles correr su suerte. Si su constelación por otra
parte es morir, ¿qué poder tendremos para contrastar los astros?
--¡Los astros! ¡los astros! acostumbrado á ese pérfido lenguaje,
queréis deslumbraros á vos mismo. Si uno de ellos está pereciendo en
este instante, ¿qué astro sino vuestra intriga los habrá perdido?
--Eso querrá decir, don Enrique, que su constelación era que los
perdiese mi intriga.
--Basta, Abenzarsal, gritó Villena mirando al reloj. Cada grano de
menuda arena, que veis caer en la parte inferior de esa vasija, es una
gota de sangre tal vez; y no encierran tantas gotas las venas de ningún
hombre como granos contiene ese arenero. Abenzarsal, yo quiero que su
constelación no ordene su muerte: venid conmigo...
--¿Adónde? ¿Quién es capaz de adivinar dónde han dirigido sus pasos en
medio de las tinieblas de la noche dos locos, que?...
--Locos, sí, locos; pero hombres, en fin, que cuerdos ó locos no tienen
más que una vida, y ésa la perderán si los dejamos.
--¿Y bien? ¿Serán los primeros que hayan muerto víctimas de su necedad?
¿Soy yo, por ventura, quien los ha persuadido de que vale tanto una
hermosura pasajera como la vida del hombre? Si no han aprendido á
conocer á la mujer, ¿será nuestra la culpa de su muerte? ¡Insensatos!
Los que consienten en morir por un ser pérfido no merecen que dé nadie
dos pasos para salvarles la vida. ¿Serán por ventura más felices cuando
la conserven para vivir esclavos, y fascinados por el loco capricho de
un sexo envenenador, para creer gozar en una falsa sonrisa, para llorar
lágrimas de sangre ante un injusto desdén? Su muerte será acaso su
felicidad.
--¡Sofisma, Abenzarsal, bárbaro sofisma!
--Es decir, pues, replicó el viejo, batido en sus últimos
atrincheramientos, es decir...
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