Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 34

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venado á la ceba. Yo os avisaré el momento.
--Los tiempos nos dirán, conforme vengan...
--Sí; pero ved, Hernando, que no es lo difícil la entrada; mirad por la
salida...
--Dios proveerá, y mi venablo, repuso Hernando componiendo sus hábitos,
y echando de nuevo su capucha. Ya vienen hacia el buitrón.
Volvían en esto ya los dos alcaides. No tardó mucho tiempo en cubrirse
la mesa, á la cual se sentaron los cuatro con la mayor armonía y
fraternidad. Poco tiempo hacia que cenaban, con imprudente abandono
Rui Pero y Ferrus, con más reserva y comedimiento los frailes, cuando
llamó á las puertas del castillo un expreso que enviaba el conde de
Cangas y Tineo. Abriéronle inmediatamente, é introducido en la sala,
echóse de ver en su traza que había corrido mucho, y que debía de
ser en grande manera interesante su mensaje. Tomó Rui Pero el pliego
cerrado que para él traía, y apartándose un poco leyóle rápidamente,
manifestando bien á las claras en su rostro cuán sorpresa le infundía.
--Señor Ferrus, grandes novedades, dijo después de haberle recorrido.
--¿Qué decís?, preguntó Ferrus tartamudeando.
--Nuestro señor el ilustre conde de Cangas y Tineo, maestre de
Calatrava, se halla á pocas leguas de aquí...
--¿Cómo?, exclamó levantándose.
--Sí; parece que el día después de vuestra salida de Madrid llegó á la
corte la nueva de los disturbios de Sevilla. Las cartas y pesquisidores
que envió su alteza á esa ciudad el mes pasado para poner en paz los
bandos que han estallado entre el conde de Niebla, su primo, y el
conde don Pedro Ponce y otros caballeros y veinticuatros, no surtieron
efecto, y el mal se acrecienta por momentos. Temeroso su alteza de los
resultados de tan grave daño, hizo suspender su viaje á Otordesillas;
hase contentado con expedir pliegos anunciando á la reina dona
Catalina que irá allá desde Sevilla, y mandando disponer para entonces
las funciones reales y torneos que se preparaban en solemnidad del
nacimiento del príncipe don Juan. Hase traído consigo á los principales
señores de la corte, y esta noche debe dormir en Andújar.
--Gran novedad, por cierto, dijo Ferrus.
--Añádeme su señoría que en ese pueblo permanecerán tres días, por
hallarse señalada para mañana la prueba del combate. Encárganos con
este motivo, añadió Rui Pero al oído de Ferrus, la mayor vigilancia.
--¡Voto á tal!, no hay cuidado, dijo Ferrus dando una carcajada. No
vencerá el doncel. ¿Y piensa venir su grandeza por aquí?
--Parece que no, pues de Andújar pasa su alteza á Córdoba; desde
allí irá en la barca grande, el Guadalquivir abajo, á Sevilla, pues
que está su alteza muy doliente, y no le deja caminar á caballo su
físico Abenzarsal. Pero en atención á todo esto, yo partiré mañana de
madrugada.
--Sea en buen hora, como gustéis, repuso Ferrus. Esto entre tanto no
altera el orden de nuestra cena. Podéis retiraros, buen hombre, añadió
Ferrus al emisario.
--Que os den de cenar, dijo Rui Pero al mismo, y disponeos mañana á
venir conmigo á la corte.
Retiróse el emisario, y siguieron cenando nuestros cuatro paladines,
y conversando acerca de la determinación del rey, y del singular
acaecimiento que los había acercado tanto á la corte.
--Bueno fuera, señor alcaide, dijo Peransúrez dirigiéndose á Ferrus,
que era el más afectado del licor, bueno fuera que hubieseis de
hospedar en este castillo á la corte...
--¡Ba!, dijo Ferrus; no pasa por aquí, y además en un castillo
encantado...
--¡Encantado! Dios nos perdone, dijo con afectado escrúpulo el padre.
--¿No ha oído hablar nunca el padre de la Mora Zelindaja, Zelindaja la
Mora?..., siguió Ferrus con dificultad, y riéndose á cada palabra con
la estúpida expresión de la embriaguez.
--¡Hola!
--¡Voto va!, pues la Mora... rico vino es éste, padre; ¿no bebéis?
--Proseguid, dijo el padre haciendo con su mano un ademán de agradecer
el ofrecimiento.
--La Mora, pues... vaya otro trago, señor Rui Pero.
--¿Y la Mora?, preguntó el padre.
--La Mora... Zelindaja queréis decir, la que está encantada en la
torre...
--¿En la torre?
--Sí; aquí arriba sobre nosotros. ¡Pero qué vino! ¡qué paladar! ¿os
dormís, señor Rui Pero? ¡voto va!
--¿Conque arriba?, preguntó el padre.
--Por ahí la llaman la Mora, y dicen que aparece, y que... ¡ah! ¡ah!
¡ah!, añadió Ferrus soltando una carcajada, y mirando el vino que
contenía aún la copa. ¿Qué hacéis vos ahí, prosiguió vuelto en seguida
á los que le servían la mesa, escuchando, espiando, á ver si se me
escapa alguna imprudencia? Belitres. Si esperáis á que yo os diga dónde
está el preso... larga la lleváis. Fuera de aquí; llamaremos cuando os
hayamos menester.
Diciendo y haciendo, levantóse Ferrus con trabajo, y cerró la puerta
después que hubieron salido los sirvientes, espantados de las palabras
del alcaide.
--¿Conque el preso... señor alcaide... prosiguió Peransúrez, que así
como su compañero no perdía una palabra ni una acción de las que se le
escapaban al imprudente mancebo.
--El preso no se escapará mientras pendan de mi cintura las llaves
todas del alcázar. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! notad, padres míos, la figura que
hace un camarero dormido, prosiguió Ferrus riéndose á carcajadas, y
señalando con el dedo la boca abierta del buen Rui Pero, á quien la
hora, el sueño y el cansancio tenían cabeceando sobre su poltrona. ¡Ah!
¡ah!
Al llegar aquí tocó Peransúrez por bajo de la mesa al pie de Hernando,
que de puro impaciente no hacía ya más que moverse había gran rato.
Levantándose á un tiempo los dos, precipitóse cada uno sobre el que
tenía al lado. Tocóle á Peransúrez el dormido Rui Pero, que se halló
ya maniatado y tapada la boca antes de acabar de despertar: á Hernando
Ferrus, cuyo asombro fué tal al ver levantarse de repente, y en aquella
tan inesperada forma, á los dos reverendos, que no fué dueño de gritar
ni de oponer la menor resistencia al montero, el cual así lo fajaba
con sus poderosas manos, como si fuese un niño. Pusieron nuestros dos
amigos á cada uno de los alcaides un palo del hogar atravesado en la
boca, y sujeto con cordel que preparado llevaban á manera de mordaza,
y atáronlos en seguida fuertemente de pies y manos á sus mismas
poltronas, dejándolos conforme se hallaban colocados, es decir, uno
enfrente de otro con la mesa en medio y sus copas delante. Era cosa
de ver la figura que hacían sin poderse mover ni remover ambos con la
boca abierta, y mirándose con ojos aún más abiertos, sin acabar de
comprender si estaban encantados por el Moro del castillo, ó si habrían
dado hospedaje á dos diablos del otro mundo que venían á castigar su
descompuesta vida.
Hecho esto por nuestros dos reverendos, y apoderados ya del manojo
de llaves que pendía del cinto de Ferrus, fué su primer cuidado
recapacitar lo que acababan de oir al ebrio alcaide.
Parecía por el misterio de sus palabras que la torre era el lugar
del castillo destinado al prisionero. Estaban en ella, pero era
indispensable hallar una subida, y si había dos, aquella en que
estuviesen menos expuestos á ser notados ó á encontrar importunas
centinelas. En punto á esto convinieron que era preciso ponerse en
manos de Dios, que veía sus intenciones, y no dejaría de favorecerlas;
y echáronse á buscar una subida, que no tardaron en encontrar. Probando
llaves lograron abrir una puertecita encubierta detrás del hogar por
un tapiz viejo: empujáronla, y una escalera oscura les probó que habían
dado con lo que necesitaban. Armado cada uno de un agudo venablo, y
llevando en la mano izquierda Hernando, que iba delante, una linterna
sorda de metal, diéronse á subir con la mayor confianza en Dios, donde
los dejaremos, ora trepando escaleras, ora recorriendo largas y oscuras
galerías, ora, en fin, probando llaves en cada puerta que encontraban,
todo con el mayor silencio por no dar la alarma en el castillo.
Hallábase colocado el cuarto, donde se divisaba la misteriosa luz desde
los alrededores de la fortaleza, en el extremo de una galería, y como
quiera que las puertas fuesen todas de la mayor seguridad, no se creía
prudente establecer centinelas demasiado inmediatas. Al único que hacia
aquella parte se oponía preveníasele de antemano que no se separase del
extremo de la galería más distante de la prisión. El que se hallaba á
la sazón en aquel punto era un mancebo profundamente ignorante acerca
de las circunstancias de los presos que parecían custodiarse con tanto
interés en la fortaleza, pero que había oído hablar lo bastante del
encantamiento del castillo, y de la voz nocturna, para no tenerlas
todas consigo en aquella incómoda facción.
--Por Santiago, decía apoyándose en su partesana, que no entré yo al
servicio del señor conde para habérmelas con brujas y hechiceros; este
instrumento que bastaría para matar millones de Moros, unos después de
otros se entiende, acaso no sería suficiente á hacer un ligero rasguño
en la mano del Moro que fundó este maldito castillo. Dicen que la señal
de la cruz es grande arma contra las artes del demonio, añadía en otro
paseo de los que daba, sin apartarse mucho de su puesto como el que
tiene miedo ó frío; y siendo esto cierto, ¿cómo es que hay cristianos
hechizados? Cuerpo de Cristo, si me hechizasen tengo para mí que lo que
más había de sentir había de ser aquello del no comer y del no dormir,
¡voto va!
En estas y otras reflexiones cogió entretenido al mancebo cierto
profundo gemido que salió al extremo opuesto de la galería.
--¡Santa María! exclamó dando diente con diente el faccionario. Asunto
concluido. ¿Si será la Mora que viene á pedirme su esposo, según dicen
las gentes que lo pide todas las noches á los ecos? Sin embargo, yo no
soy eco, añadió lastimeramente como si quisiese conjurar el encanto con
esta lógica observación.
Otro gemido más prolongado resonó de allí á poco, y el ruido de una
cadena arrastrada por el suelo se prolongó hasta el infinito en el oído
del infeliz.
--¡Santo Dios! decía el soldado, y persignábase tan de prisa como si
fuese la última vez que había de persignarse en su vida, sin apartar
los ojos del punto de donde él se figuraba que salía el ruido.
En esto estaba, á la orilla de la escalera, y vuelto de espaldas á
ella, cuando dos manos de hierro, apoderándose de sus piernas, le
levantaron en alto.
--¡Perdón, señora Zelindaja, perdón! clamó con voz medio ahogada el
miserable, y pasando por encima de la cabeza de un padre Francisco á
quien no tuvo siquiera tiempo de observar, cayó rodando de espaldas
por la escalera, hasta una puerta que habían cerrado tras sí nuestros
aventureros, donde quedó casi exánime y sin sentido.
--¿Hay más? dijo Peransúrez mirando á todas partes.
--No, repuso Hernando: aquella debe ser su prisión: ¿no ois una cadena?
--Él es; apresurémonos. Sacando en seguida el manojo y llegando á la
puerta, comenzaron á probar llaves en la cerradura. Abrió, por fin, una
de las más gruesas, y entrambos se precipitaron dentro de la prisión,
igualmente impacientes de dar libertad al encadenado doncel.
Una lámpara mortecina lucía siniestramente sobre un pedestal.
--¡Basta, crueles, basta ya! exclamó una voz penetrante, arrojándose
á sus pies al mismo tiempo, con todo el desorden del dolor y de la
desesperación, una figura cadavérica vestida de negras ropas.
Difícil fuera pintar el asombro de nuestros dos reverendos al ver venir
sobre ellos aquella extraña sombra, que no era otra cosa lo que á su
vista se ofrecía, y el sobrecogimiento de la víctima luego que paró
la atención en sus nuevos huéspedes, de tan distinta especie que los
dos hombres que hasta entonces habían solido visitar su encierro para
traerla el alimento.
--Religiosos, santo Dios, religiosos, exclamó ésta. Habéis oído, Señor,
por fin mis oraciones, y el bárbaro me envía estos emisarios de vuestra
palabra divina para auxiliarme en los últimos momentos de esta vida
miserable. Lo acepto, Señor, lo acepto.
Un mar de lágrimas corrió de los ojos hundidos de la encarcelada, que
abrazaba con religioso fervor el hábito de Hernando: éste, inmóvil en
su puesto, no sabía qué interpretación dar á aquella horrible escena.
Todo el valor de Peransúrez le había abandonado; creíase efectivamente
delante de la encantadora mora, y estaba ya á dos líneas de maldecir en
su corazón su osadía y su malhadada incredulidad.
Repuesto algún tanto Hernando de su primera sorpresa, hízose atrás
cuanto pudo, desviando su hábito del contacto de la infeliz. Ésta,
levantando entonces la cabeza, y sacudiendo sobre los hombros una larga
cabellera, único resto de su antigua hermosura, quedó mirando largo
rato á nuestros amigos sin atreverse á proferir una palabra.
--Quienquiera que seáis, dijo por fin animándose Hernando, y
descubriendo su rostro, ser de este mundo ó del otro, mora ó cristiana,
hablad: ¿qué nos queréis?
--Hernando, ¿sois vos? exclamó la víctima levantándose después de haber
mirado largo rato con la mayor duda y agitación al montero espantado.
¡Ah! no, continuó. ¡Hernando era montero! y volvió á caer en el mismo
estupor.
No pudo menos Hernando al oirse nombrar por la fantasma, como un
antiguo conocido, de fijar más en ella la atención; y agarrando
con una mano á Peransúrez, que á su derecha y un poco detrás de él
estaba,--¡Cielos! exclamó sin apartar los ojos de la figura negra.
Dejadme: ¿sería posible?
--¡Ah! conocedme, sí, gritó levantándose y asiendo la lámpara la
infeliz, conocedme, si me habéis visto alguna vez; he aquí en mi rostro
los efectos de su barbarie; no soy la misma ya; no soy hermosa...
el llanto, el dolor me han afeado. Miradme bien, miradme, prosiguió
acercando la luz á su semblante.
--¡Ella, ella es! Peransúrez, salvémonos, gritó Hernando retrocediendo.
--¿Adónde? no: ¿adónde? Deteneos. Yo saldré también con vosotros.
--¡Vivís aún, señora! exclamó Hernando al sentirse detenido por la
víctima: ¿vivís?
--Vivo; sí, vivo para llorar y padecer; tocadme aún si lo Dudáis.
--¿Es falsa vuestra muerte? ¿Sois vos, señora?
--¿Mi muerte decís? preguntó la desdichada. ¿El bárbaro la ha
propalado? ¡Justicia, Señor, misericordia! añadió levantando los ojos
al cielo. Por piedad, continuó, ¿quién sois el que tanto os parecéis al
montero de don Enrique? ¿Qué os trae á esta prisión?
Hernando, sumido en el más profundo letargo, apenas reconocía debajo
de aquella palidez y cadavérico aspecto á la hermosa que tantas veces
había visto triunfante en el mundo de lujo y de belleza.
--¡Monstruo! dijo por fin para sí, ¡monstruo, monstruo abominable!
--¿Quién sois? acabad; y ¿qué queréis? tornó á preguntar la encerrada:
¿venís á prolongar mis males, á remediarlos por ventura?
--Á salvaros, señora, repuso Hernando. Conocedme, ¡voto va! El montero
Hernando, señora, os ha de sacar de esta maleza.
--¿Conque no me había engañado? ¡Ah! Decidme, ¿por qué feliz azar os
veo, y cómo en ese traje?
--El montero de ley, señora, no caza siempre del mismo modo: dejemos
para mejor ocasión ese punto. Ved que necesitamos salir del monte. ¡Ea!
Venid con nosotros.
--¿Con vosotros? ¿Adónde? ¡ah! no me engañéis. Más fácil es que me
matéis aquí. ¿Qué resistencia puedo oponeros? Si sois tan crueles como
todos los que hasta ahora he visto en este castillo...
--¿Qué habláis, señora? no veníamos á salvaros: no presumíamos siquiera
que viviéseis: el bárbaro que ha osado reduciros á este extremo no se
ha contentado con una presa. Sin embargo, en el momento actual vuestra
presencia nos hace más falta de todas suertes que un ojo avezado al
cazador. Vuestra presencia va á confundir la iniquidad, y á atajar
acaso un torrente de sangre.
Mucho tardaron Hernando y Peransúrez en determinar á la desdichada á
que los siguiese: sus preguntas exigían larguísimas explicaciones,
que no podían darse en aquel momento sin comprometer la suerte de una
expedición tan incierta y azarosa ya por sí... Á poder de ruegos en fin
y de observaciones logróse de ella que dejase el satisfacer sus dudas
para mejor ocasión; el tiempo urgía: nuestros dos reverendos habían
pasado ya gran parte de la noche en dar con la prisión, y después de
tantos afanes faltábales aún desempeñar la misión que en tal peligro
les había puesto.
Resolvióse unánimemente que Hernando se despojaría del hábito que
sobre su traje traía, y que lo vestiría lo mejor que pudiese la recién
libre cautiva, porque si bien su estatura era muy diversa, también era
de advertir que habían entrado de noche, que iban á salir al rayar
el alba, y que probablemente no estarían á su salida de facción los
mismos que lo habían estado á su entrada. Dos frailes habían entrado:
dos frailes salían: nada había que decir, si durante la noche no se
descubría su acción, cosa difícil, pues habían quedado cerrados por
dentro y amordazados Ferrus y Rui Pero. Á la salida ningún obstáculo
podrían encontrar dos frailes, pues durante la cena se había dado la
orden de abrirles el rastrillo en cuanto se dejasen ver á la puerta al
amanecer.
Cortó, pues, Hernando el hábito con su cuchillo de monte, y dejóle
más adaptado á la estatura de la hermosa. Hecho lo cual trataron de
buscar, por la parte que no habían recorrido aún, la prisión del
doncel, dejando para después de encontrarla el determinar la forma
de sacarle y salir el mismo Hernando del rastillo, cosa que á este
le parecía sencillísima; pues todo se lo parecía cuando era hecho en
obsequio de su señor, y cuando tenía en la mano su venablo y al lado su
fiel Brabonel; el cual los seguía silenciosamente toda la noche como
si estuviera penetrado de lo mucho que convenía el sigilo en aquella
peligrosa tentativa.

* * * * *


CAPÍTULO XXXVI

Ya la gran noche pasaba
É la luna sextendía;
La clara lumbre del día
Radiante se mostraba;
Al tiempo que reposaba
De mis trabajos é pena
Oí triste cantinela
Que tal canción pronunciaba.
_D. Enr. de Vill. Querella de amor de Mac._

No bien hubieron tomado la determinación que dejamos referida,
echáronse á buscar otra salida, dispuestos siempre á hacer callar
con sus venablos á cualquier centinela imprudente que hubiese podido
comprometer su existencia. Felizmente no encontraron ninguno en dos
escaleras que bajaron. Al fin de ellas una tronera les permitió
reconocer la parte de la torre en que se hallaban: estarían como á diez
varas del pie de la muralla interior.
Fatigados de la faena que la ignorancia de llaves les acarreaba, y aún
más del silencio y cuidado con que les era indispensable proceder,
tomaron allí algún descanso. La cautiva, que acababa de experimentar
una emoción tan inesperada, y que en medio de su debilidad se hallaba
abrumada bajo el peso del hábito desusado, y combatido su ánimo de
mil dudas y esperanzas, por desgracia harto inseguras todavía, no
pudiendo resistir á tantos afectos encontrados, hubo de apoyarse un
momento en un trozo roto de columna, que felizmente encontró en la
pieza en que á la sazón se hallaban. Perdían ya nuestros paladines la
esperanza de dar con la prisión del doncel. Asegurábales sin embargo
su compañera que en la noche anterior y á deshoras había creído oir
un laúd débilmente pulsado, cosa que no le había acaecido nunca desde
su llegada al castillo; este dato convenía con la fecha de la prisión
de Macías; y hubiera jurado, les añadió, que salía el eco del pie de
la torre. Esta advertencia sólo podía animar á los generosos amigos
del prisionero. Sacando, pues, nuevas fuerzas de flaqueza, trataron de
examinar qué hora podía ser. Sacó entonces Hernando la cabeza por la
angosta tronera, y pudo distinguir que el cielo se había serenado; un
viento fuerte de norte lanzaba hacia las playas africanas algunas nubes
dispersas, restos de la pasada tormenta, y el pálido resplandor de la
luna en su ocaso advirtió á Hernando, así como la posición de algunas
estrellas que acertó á ver, que podría faltar una hora todo lo más para
el alba. Al mismo tiempo que hizo esta observación nada favorable,
el ruido acompasado de los pasos de un hombre le hizo sospechar
que debajo de ellos debía haber al pie de la muralla un soldado de
facción. Esta precaución le confirmó en la idea de que debía caer hacia
aquella parte del castillo la buscada prisión. Resolviéronse, pues,
á probar la aventura, poniendo el éxito en manos de Dios, á quien
fervorosamente se encomendaron. Hernando hizo voto á la Virgen de la
Almudena de una ofrenda proporcionada á sus cortos medios, y la cautiva
prometió edificarle un santuario suntuoso si la sacaba con bien de
tan peligroso trance. Iban ya á probar una nueva llave en la puerta
que debía conducirlos, según todas las probabilidades, al pie de la
muralla, cuando el rumor del laúd, que al punto reconocieron la hermosa
y Hernando, los dejaron suspensos.
--¡Él es! dijeron á un tiempo los dos, apoyándose con esperanza la
blanda mano de la bella en la tosca y curtida del montero. Escuchemos.
Un ligero preludio del trovador se siguió á su suspensión, y de allí
á un momento una voz, harto conocida para ellos, entonó con lánguido
acento una cántica, de la cual pudieron percibir los fragmentos
siguientes, en medio de los sollozos que de cuando en cuando la
interrumpían, y del monótono rumor del torrente, que á los pies de la
torre por la honda zanja se desprendía.
¿Será que en mi muerte te goces impía,
Ó pérfida hermosa, muy más aún ingrata?
¿Así al tierno amante, más fino, se trata?
¿Cabrá en tal belleza tan grande falsía?
¡Llorad! ¡ay!, mis ojos, llorad noche y día,
Mis tristes gemidos levántense al cielo,
Pues ya en mi tristura no alcanzo consuelo,
Dolor hoy se vuelva lo que era alegría.
........................................
La copa alevosa, que amor nos colmó
También heces cría, señora, en mi daño.
Sus heces son ¡ay! fatal desengaño.
La copa y las heces mi labio apuró.
¡Ay triste el que al mundo sensible nació!
¡Ay triste el que muere por pérfida ingrata!
¡Ay mísero aquél, que así amor maltrata!
¡Ay triste el que nunca su dicha olvidó!
¿Por qué, justos cielos, en pecho amador
Tiranos me disteis una alma de fuego?
¿Por qué sed nos disteis, si en tósigo luego,
Bebido, en el pecho, se torna el licor?
Contempla, señora, mi acerbo dolor.
¡Ay!, torna á mis brazos, ven presto, mi Elvira;
Ingrata, aunque sea, como antes, mentira,
La dicha me vuelve, me vuelve tu amor.
No más á mis ruegos te muestres impía,
Ó pérfida hermosa, muy más aún ingrata.
No así al tierno amante, más fino, se trata.
No quepa en tu pecho tan grande falsía.
Dolor no se vuelva lo que era alegría.
Mas ¡ay!, si en mi pena no alcanzo consuelo,
Si en vano mis quejas se elevan al cielo,
¡Llorad! ¡ay! mis ojos, llorad noche y día!
Callaron al llegar aquí los lúgubres acentos de la cantinela, que había
arrancado lágrimas de los ojos de aquéllos que silenciosamente la
habían oído.
Seguros de que habían llegado al término de sus esperanzas, diéronse
prisa á abrir la puerta que les faltaba traspasar, y en pocos minutos
se hallaron al pie de la torre. El primero que salió fué el terrible
alano, el cual no bien se halló al aire libre cuando comenzó á ladrar
dirigiéndose á un objeto que se hallaba arrimado á la pared.
--¡Brabonel!, dijo Hernando. ¡Brabonel!, vamos, silencio.
--¿Quién va?, preguntó con voz ronca el centinela, enderezando su
ballesta contra el montero, que salió primero á contener á su perro.
No tuvo lugar de preguntar segunda vez el centinela.
--¡Ése es quien va!, respondió Hernando lanzando su venablo, el
cual fué recto á clavarse, silbando por el aire, en el pecho del
faccionario, que cayó por tierra sin voz y sin aliento.
--¡Ay!, gritó la compañera de nuestros aventureros apartando
rápidamente los ojos del que acababa de caer.
--Silencio, señora, silencio, dijo Peransúrez: dejad la piedad para
después. Plegue al cielo que no hayamos alarmado ya alguno otro
centinela con este intempestivo ruido.
--Venga en hora buena, dijo Hernando, caliente ya con el feliz éxito
de su tiro certero. Inclinándose en seguida sobre el cuerpo del caído,
púsole un pie en el pecho, y sacó de él su venablo ensangrentado con la
diestra mano. El venablo al salir del cuerpo dejó libre el paso á un
surtidor de sangre que salpicó á Hernando; y á poco el infeliz había ya
espirado.
Vencida esta primera dificultad, examinaron la posición, y no les
quedó duda de que el rastrillo que enfrente veían servía de puerta
á la prisión del doncel; pero ¿cómo pasar la zanja? ¿cómo soltar el
rastrillo? Perplejo, Hernando miraba á una parte y otra, mordíase los
dedos, y daba al diablo todas las fatigas de la noche. Pensar en tomar
el opuesto lado del castillo, volviendo por donde había venido para
probar la entrada que debería tener forzosamente la prisión, era caso
imposible, en vista sobre todo de la hora avanzada.
--¡Voto va!, dijo por fin Hernando. Denme á mí la fiera en el campo;
pero ¿encerrada? ¡Cuerpo de Cristo! ¿Y hemos de quedarnos aquí, para
ser presa de esos perros judíos que quedan en el castillo, en cuanto
amanezca?
Su posición tenía más dificultades de las que á primera vista habían
creído encontrar. Sin embargo, fué preciso deliberar; y por último,
Hernando decidió que lo más acertado sería probar á salir Peransúrez
y la bella á favor de su disfraz, quedando él con su alano en aquella
posición. Oponíanse los otros á esta generosa determinación; pero
Hernando los convenció, probándoles que si á la mañana no había logrado
ponerse en comunicación con el doncel y salvarle, ó saltaría la muralla
y pasaría el foso á nado con su perro, ó retrocediendo al salón de
la torre se haría rehenes y prenda de seguridad al mismo Ferrus, que
probablemente debería permanecer en el mismo estado, pues no se había
dado la alarma en el castillo en toda la noche. Fueron tales, por
último, sus ruegos y sus amenazas, que fué preciso ceder á ellas.
Importaba mucho en verdad que saliese alguien del castillo; fuera
ellos, nada les sería más fácil que volver con socorro; y la presencia
sobre todo de la ilustre prisionera en la corte debía hacer variar
completamente la posición del doncel y de Hernando, aun dado caso que
quedase preso. Éste, en fin, se aferró en decir que él no saldría del
castillo sino muerto ó con su amo; lo más que pudo conseguir de él
Peransúrez fué que quitándose su traje de montero vistiese la ropa del
muerto centinela, y quedase en su lugar. Si se le relevaba antes del
alba, como era de pensar, acaso no sería reconocido, y entre tanto
tenía aquella probabilidad más de salvación. Hízolo así Hernando, y
arrojando sus vestidos y el cuerpo del vencido en la zanja con un pie,
dió algunas instrucciones á Peransúrez acerca de lo que debería hacer
en saliendo del castillo y en llegando á la corte.
Despidiéronse en seguida, como aquéllos que acaso no habían de volver á
verse. Peransúrez y su compañera, ocultando su rostro bajo su capucha,
siguieron la senda que debía conducirlos forzosamente á lo largo de la
muralla hasta la puerta principal y puente del castillo, donde era más
que probable que no hallasen obstáculos á su salida, siendo como era ya
la hora á que había dejado advertido Ferrus la noche anterior que se
abriese á los padres descaminados; y donde los dejaremos para acudir
adonde nos llaman otros personajes, no menos interesantes, de nuestra
historia.
Sólo podemos añadir, para sacar algún tanto á nuestros lectores de
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