Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 08
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artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces
á mí mismo riendo como un pobre de mis propias ideas y moviendo
maquinalmente los labios, algún tropezón me recordaba de cuando en
cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor
circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna,
más de un gesto de admiración de los que á mi lado pasaban, me hacía
reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y
no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan
distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que
los distraídos no entran en el número de los cuerpos clásicos, y mucho
menos de los seres gloriosos é impasibles. En semejante situación de
espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que
una gran mano, pegada (á lo que por entonces entendí) á un grandísimo
brazo, vino á descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no
tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?
No queriendo dar á entender que desconocía este enérgico modo de
anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído
hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté
sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme
tan mal, pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias
no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que
siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echóme las manos á los
ojos, y sujetándome por detrás: «¿Quién soy?» gritaba, alborozado con
el buen éxito de su delicada travesura. «¿Quién soy?»--Un animal,
iba á responderle; pero me acordé de repente de quien podría ser,
y sustituyendo cantidades iguales: «_Braulio eres_», le dije. Al
oirme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la
calle, y pónenos á entrambos en escena. «¡Bien, mi amigo! ¿Pues en
qué me has conocido?--¿Quién pudiera ser sino tú?...--¿Has venido
ya de tu Vizcaya?--No, Braulio, no he venido.--Siempre el mismo
genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro
de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?--Te los deseo muy
felices.--Déjate de cumplimientos entre nosotros: ya sabes que yo soy
franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente
exijo de ti que no vayas á dármelos; pero estás convidado.--¿Á qué?--Á
comer conmigo.--No es posible.--No hay remedio.--No puedo, insisto
temblando.--¿No puedes?--Gracias.--¿Gracias? Vete á paseo; amigo, como
no soy el duque de F... ni el conde de P...». ¿Quién se resiste á una
sorpresa de esa especie? ¿quién quiere parecer vano? «No es eso, sino
que...--Pues si no es eso, me interrumpe, te espero á las dos: en
casa se come á la española, temprano. Tengo mucha gente; tendremos al
famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa
una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará
alguna cosilla». Esto me consoló algún tanto, y fué preciso ceder;
un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para
conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
«No faltarás, si no quieres que riñamos.--No faltaré», dije con voz
exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente
dentro de la trampa donde se ha dejado coger. «Pues hasta mañana»; y
me dió un torniscón por despedida. Vile marchar como el labrador ve
alejarse la nube de su sembrado, y quedéme discurriendo cómo podían
entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino,
que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer á lo que se llama
gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre
de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo
orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales
de renta; que tiene una cintita atada al ojal, y una crucecita á la
sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y
comodidades de ninguna manera se oponen á que tuviese una educación
más escogida y modales más suaves é insinuantes. Mas la vanidad le ha
sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre á toda ó á la mayor
parte de nuestra clase media, y á toda nuestra clase baja. Es tal su
patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo
de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades
de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos
como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no
hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; á
trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que
nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres; es un
hombre, en fin, que vive de exclusivas, á quien sucede poco más ó menos
lo que á una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque
tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre
entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos
mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que
establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que
debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere _por
plantarle una fresca al lucero del alba_, como suele decir, y cuando
tiene un resentimiento, se le _espeta á uno cara á cara_. Como tiene
trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que
quiere decir _cumplo y miento_; llama á la urbanidad hipocresía, y á la
decencia monadas; á toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje
de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza
está reducida á decir _Dios guarde á ustedes_ al entrar en una sala, y
añadir _con permiso de usted_ cada vez que se mueve: á preguntar á cada
uno por toda su familia, y á despedirse de todo el mundo; cosas todas
que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses.
En conclusión, hombres de éstos que no saben levantarse para despedirse
sino en corporación con alguno ó algunos otros, que han de dejar
humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman _su cabeza_, y
que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón,
darían cualquiera cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad
no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en
una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya á mi Braulio, no me pareció
conveniente acicalarme demasiado para ir á comer; estoy seguro de que
se hubiera picado: no quise sin embargo excusar un frac de color y un
pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes
casas; vestíme sobre todo lo demás despacio que me fué posible, como se
reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien
pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; era citado á las
dos, y entré en la sala á las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la
hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no
eran de despreciar todos los empleados de tu oficina con sus señoras
y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus
perritos; déjome en blanco los necios cumplimientos que dijeron al
señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la
sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que
el tiempo iba á mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que
en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro, y nos hallamos solos
los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía
divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había
tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se
hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que
tan bien había de cantar y tocar estaba ronca en tal disposición que se
asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía
un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
«Supuesto que estamos los que hemos de comer, exclamó don Braulio,
vamos á la mesa, querida mía.--Espera un momento, le contestó su esposa
casi al oído, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de
allá dentro y...--Bien, pero mira que son las cuatro...--Al instante
comeremos...». Las cinco eran cuando nos sentábamos á la mesa.
«Señores, dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas
colocaciones, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan
cumplimientos. ¡Ah, Fígaro! quiero que estés con toda comodidad;
eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas
relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea
que le manches.--¿Qué tengo de manchar? le respondí, mordiéndome los
labios.--No importa, te daré una chaqueta mía, siento que no haya para
todos.--No hay necesidad.--¡Oh! sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala: un
poco ancha te vendrá.--Pero, Braulio...--No hay remedio, no te andes
con etiquetas»; y en esto me quita él mismo el frac, _velis_, _nolis_,
y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo
asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer
probablemente. Díle las gracias: al fin el hombre creía hacerme un
obsequio.
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa
baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como
dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube
el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega
goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes
han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año,
es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de
una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así
que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos
una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de
sentarnos de medio lado como quien va á arrimar el hombro á la comida,
y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí
con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha
distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas
que era preciso enderezar á cada momento porque las ladeaba la natural
turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que
ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por
todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba
sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse
silenciosamente las servilletas, nuevas á la verdad, porque tampoco
eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos
aquellos buenos señores á los ojales de sus fraques como cuerpos
intermedios entre las salsas y las solapas.
«Ustedes harán penitencia, señores, exclamó el anfitrión una vez
sentado; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys»;
frase que creyó preciso decir. Necia afectación es ésta, si es mentira,
dije yo para mí; y si es verdad, gran torpeza convidar á los amigos
á hacer penitencia. Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que
había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se
figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos
con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos á otros.
«Sírvase usted.--Hágame usted el favor.--De ninguna manera.--No
lo recibiré.--Páselo usted á la señora.--Está bien ahí.--Perdone
usted.--Gracias.--Sin etiqueta, señores», exclamó Braulio, y se echó
el primero con su propia cuchara. Sucedió á la sopa un cocido surtido
de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque
buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los
garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino;
por izquierda los embuchados de Extremadura: siguióle un plato de
ternera mechada, que Dios maldiga, y á éste otro y otros y otros;
mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su
elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una
vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el
ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por
consiguiente suele no estar en nada.
«Este plato hay que disimularle, decía ésta de unos pichones; están
un poco quemados.--Pero, mujer...--Hombre, me aparté un momento, y
ya sabes lo que son las criadas.--¡Qué lástima que este pavo no haya
estado media hora más al fuego! se puso algo tarde.--¿No les parece
á ustedes que está algo ahumado este estofado?--¿Qué quieres? Una
no puede estar en todo.--¡Oh, está excelente, exclamábamos todos
dejándonoslo en el plato; excelente!--Este pescado está pasado.--Pues
en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de
llegar; ¡el criado es tan bruto!--¿De dónde se ha traído este vino?--En
eso no tienes razón, porque es...--Es malísimo». Estos diálogos cortos
iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para
advertirle continuamente á su mujer alguna negligencia, queriendo
darnos á entender entrambos á dos que estaban muy al corriente de todas
las fórmulas que en semejantes casos se reputan en finura, y que todas
las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender á
servir. Pero estas negligencias se repetían tan á menudo, servían
tan poco ya las miradas, que le fué preciso al marido recurrir á los
pellizcos y á los pisotones; y ya la señora, á duras penas había podido
hacerse superior hasta entonces á las persecuciones de su esposo, tenía
la faz encendida y los ojos llorosos. «Señora, no se incomode usted por
eso, le dijo el que á su lado tenía.--¡Ah! les aseguro á ustedes que no
vuelvo á hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto;
otra vez, Braulio, iremos á la fonda y no tendrás...--Usted, señora
mía, hará lo que...--¡Braulio! ¡Braulio!». Una tormenta espantosa
estaba á punto de estallar; empero todos los convidados á porfía
probamos á aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar á entender
la mayor delicadeza, para lo cual no fué poca parte la manía de Braulio
y la expresión concluyente que dirigió de nuevo á la concurrencia
acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llama él al estar
bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes
que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de
los usos sociales? ¿que para obsequiarle le obligan á usted á comer y
beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá
gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
Á todo esto, el niño que á mi izquierda tenía hacía saltar las
aceitunas á un plato de magras con tomate, y una vino á parar á uno de
mis ojos, que no volvió á ver claro en todo el día; y el señor gordo
de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel,
al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que
había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador,
se había encargado de hacer la autopsia de un capón, ó sea gallo, que
esto nunca se supo, fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por
los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron
las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz
sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha.
¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el
animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido,
pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y
se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un
gallinero.
El susto fué general y la alarma llegó á su colmo cuando un surtidor de
caldo, impulsado por el animal furioso, saltó á inundar mi limpísima
camisa: levántase rápidamente á este punto el trinchador con ánimo
de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella
que tiene á la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su
posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre
el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la
sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere
por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el
teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el
plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y
una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados,
á dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y
el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada
sin acertar con las excusas, al volverse tropieza con el criado que
traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para
los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más
horroroso estruendo y confusión. «¡Por san Pedro!», exclama dando una
voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al
paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no
ha sido nada», añade volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final
constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un
convite de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente
puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz!
Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su
plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable
aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir á los ojos de los
concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me
hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma
copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi
gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh
última de las desgracias! crece el alboroto y la conversación, roncas
ya las voces piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
«Es preciso.--Tiene usted que decir algo, claman todos.--Désele pie
forzado, que diga una copla á cada uno.--Yo le daré el pie: _Á don
Braulio en este día_.--Señores, ¡por Dios!--No hay remedio.--En mi vida
he improvisado.--No se haga usted el chiquito.--Me marcharé.--Cerrar la
puerta.--No se sale de aquí sin decir algo». Y digo versos por fin,
y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el
infierno.
Á Dios gracias logro escaparme de aquel nuevo _Pandemonio_. Por fin, ya
respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios,
ya no hay castellanos viejos á mi alrededor.
¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que
acaba de escaparse de una docena de perros, y que oye ya apenas sus
ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido
empleos, ni honores; líbrame de los convites caseros y de días de días;
líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que
sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer
obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que
se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina
en fin la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si
caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un _roastbeef_,
desaparezca del mundo el _beefsteak_, se anonaden los timbales de
macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se
sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la
deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro á mi habitación á despojarme
de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no
son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de
un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma
delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y
vuelvo á olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que
piensan que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación
libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse
mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación
de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose
tal vez verdaderamente.
REFLEXIONES
ACERCA DEL MODO DE RESUCITAR EL TEATRO ESPAÑOL
Hase apoderado hoy la murria de nosotros: no espere, pues, el lector
donaires ni chanzonetas; nos hallamos en uno de aquellos momentos de
total indolencia y de _qué se me da á mí_, á que está por desgracia
demasiado sujeta esta miserable humanidad, que sobre sí acarrea nuestro
flaco espíritu á la otra vida, según la más recibida opinión. ¿Serán
influencias de algún astro maligno que gravite sobre nosotros? Pero
ésta es creencia antigua, porque también las creencias caducan y pasan;
los modernos no creen en influencias. ¿Será el famoso _spleen_? Bien
podrá ser, porque esto es más de moda en un tiempo en que es de buen
tono la melancolía y la displicencia. ¿Estaremos acaso acometidos de
algún acceso de tétrico sentimentalismo? Pues á fe de habladores, ni
hemos estado luchando con las sombras ensangrentadas de Zaragoza, ni
salimos de la representación de ningún melodrama traducido del francés.
¿Será el mismo asunto que para el artículo de hoy hemos escogido? Á
la verdad no hay astro, ni sombra, ni melodrama que pueda influir en
nosotros de una manera más triste. Literatos somos, mal que le pese á
Minerva, y poetas de por acá: si esto no es bastante á teñir de oscuro
nuestras ideas, no habrá en el mundo un solo malhumorado que tenga
verdadero motivo para estarlo.
Pasemos, en fin, á nuestro artículo, que es más arduo de lo que
parece, por más que desconfiemos de que pueda nuestro corto talento
presentar las ideas con todo aquel orden, claridad y elocuencia que de
buena gana envidiamos á otros.
TEATROS
El atrevimiento que tomo de dar consejos
sin ser llamado merece perdón; pues el negocio
es común, todos tenemos licencia de hablar.
_Mariana. Hist. de Esp. Informe dado al rey por un prelado_
¿Qué ocasión mejor se nos ha presentado nunca, ni se nos puede volver
á presentar jamás para reclamar una reforma radical en los teatros
de nuestro país, que esta en que ha empezado á brillar para España
una aurora más feliz, que promete por fin la realización de mil
esperanzas justas, tantas veces desvanecidas? ¿Que esta en que nuestro
sabio gobierno se pone decidida y enérgicamente á la cabeza de la
nación, cuyo cuidado le está cometido para marchar hacia el bien?
Ninguna. Aprovechemos este momento. Abramos los ojos sobre nuestra
situación, y hagamos patentes nuestras razones con la sumisión de
buenos vasallos, con la confianza de hombres que tienen un gobierno
ilustrado. Digamos por fin cosas muchas veces dichas por personas muy
superiores á nosotros, y constantemente desoídas por sugestos menos
bien intencionados que nosotros.
No es éste el lugar ni la época ya de una larga disertación acerca
del objeto de los teatros, y de las ventajas que bien dirigidos y
administrados pueden reportar á una nación dispuesta á recibir la
instrucción, y á un gobierno decidido á dársela. Demasiado conocido
y sabido es por todos que, en el actual estado de sociedad que
alcanzamos, esta que en sí no es más que una diversión, es una
diversión indispensable; una diversión que dirige la opinión pública
de las masas que la frecuentan; un instrumento del mismo gobernante,
cuando quiere hacerle servir á sus fines; una distracción que evita
que los ociosos turbulentos piensen y se ocupen en cosas peores; un
morigerador, en fin, de las costumbres, que son en nuestra opinión
el único apoyo sólido y verdadero del orden y de la prosperidad de
un pueblo. Verdades de tanto bulto no serán ciertamente las que
encontrarán en el día poderosos impugnadores. La luz de la verdad
disipa por fin tarde ó temprano las nieblas en que quieren ocultarla
los partidarios de la ignorancia; y la fuerza de la opinión, que
pudiéramos llamar, mortalmente hablando, _ultima ratio populorum_, es á
la larga más poderosa é irresistible que lo es momentáneamente la que
se ha llamado _ultima ratio regum_.
Concedidas, no disputadas, por mejor decir, la necesidad y la utilidad
del teatro, resta saber cuáles pueden ser los medios de hacerle
prosperar.
¿Cuáles han sido los obstáculos que se han opuesto constantemente en
este país á la realización de tan vasto proyecto?
La poca importancia que se ha creído siempre poder dar impunemente á
este ramo los comprende todos. De aquí ha nacido el estado particular
del teatro; la posición ridícula de los poetas, la situación deplorable
de los actores. Cosas tan íntimamente unidas entre sí no se pueden
separar sin perjuicio de todas. No basta que haya teatro; no basta que
haya poetas; no basta que haya actores; ninguna de estas tres cosas
puede existir sin la cooperación de las otras, y difícilmente puede
existir la reunión de las tres sin otra cuarta más importante: es
preciso que haya público. Las cuatro, en fin, dependen en gran parte de
la protección que el gobierno les dispense.
Un público indiferente á las bellezas, heredero de una educación
general mal entendida é instruido superficialmente, es el primer
eslabón de esta miserable cadena. Cuando los poetas ven al público
aplaudir dramas execrables, no sospechar siquiera la existencia de
bellezas positivas, que tantas vigilias le han costado, no tarda en
sucumbir y en repetir con Lope de Vega:
Puesto que el vulgo es quien las paga, es justo
Hablarle en necio para darle gusto.
Los hombres no son más que hombres, y sería mucho exigir de la débil
humanidad querer encontrar siempre en cada hombre un héroe dispuesto
á sacrificar los aplausos justos ó injustos, al deseo de agradar á
media docena de literatos cuya aprobación de gabinete no mete ruido.
Cuando los poetas ven que falta en el auditorio ese orgullo nacional,
capaz de hacer milagros donde quiera que exista; cuando oye aplaudir
indistintamente las mezquinas traducciones extrañas á nuestras
costumbres, y preferirlas acaso á las obras originales; cuando las ve
pagar con tan poca diferencia, ¿qué mucho que no se canse en correr
en pos de la perfección? ¡Cuánto más fácil es traducir en una semana
una comedia que hacerla original en medio año! ¿Por qué ha de emplear
tanto tiempo, tantos afanes por conseguir aquel mismo premio que en
menos tiempo y con menos trabajo puede alcanzar? De aquí las miserables
traducciones, de aquí la expulsión del buen género para hacer lugar al
género charlatán que deslumbra con fáciles y sorprendentes golpes de
teatro. De aquí la ausencia de caracteres, de pasiones y de virtudes,
para sustituirles esos traidores falsos y eternos que hacen el mal
para buscar el efecto, esos crímenes no justificados, y esos vicios
asquerosos pintados de una manera todavía más asquerosa.
No se crea, sin embargo, porque hemos expuesto aquí estos descargos de
los poetas, que los consideramos tan inocentes como los demás: nada de
eso. Dentro de poco probaremos que, si bien éstas son disculpas, no
son razones para seguir en el torpe camino en que se han encerrado;
probaremos que si alguno debe obrar heroicamente es el poeta. Los
poetas son hombres; pero si los hombres no han de ser héroes, y sobre
todo ciertos hombres que se alimentan más que otros de gloria, ¿quiénes
lo serán?
¿Qué no diremos de los actores? Si ven aprobado un traje inexacto
sólo porque es ridículo, si oyen aplaudir un modo de decir falso sólo
porque es exagerado, si ven desconocida á cada paso tal cual belleza
que se les escapa, y bulliciosamente coronado de aplausos todo gesto
innatural, todo ademán grotesco, ¿á qué se han de fatigar en buscar por
senderos tortuosos una reputación, primer premio que anhelan, que á
mucha menos costa y por cualquier camino se encuentran adquirida?
Otro tanto decimos de las empresas. Si una buena comedia cae al lado
de un melodrama furibundo, si una mala traducción llena el teatro y
á mí mismo riendo como un pobre de mis propias ideas y moviendo
maquinalmente los labios, algún tropezón me recordaba de cuando en
cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor
circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna,
más de un gesto de admiración de los que á mi lado pasaban, me hacía
reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y
no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan
distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que
los distraídos no entran en el número de los cuerpos clásicos, y mucho
menos de los seres gloriosos é impasibles. En semejante situación de
espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que
una gran mano, pegada (á lo que por entonces entendí) á un grandísimo
brazo, vino á descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no
tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?
No queriendo dar á entender que desconocía este enérgico modo de
anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído
hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté
sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme
tan mal, pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias
no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que
siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echóme las manos á los
ojos, y sujetándome por detrás: «¿Quién soy?» gritaba, alborozado con
el buen éxito de su delicada travesura. «¿Quién soy?»--Un animal,
iba á responderle; pero me acordé de repente de quien podría ser,
y sustituyendo cantidades iguales: «_Braulio eres_», le dije. Al
oirme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la
calle, y pónenos á entrambos en escena. «¡Bien, mi amigo! ¿Pues en
qué me has conocido?--¿Quién pudiera ser sino tú?...--¿Has venido
ya de tu Vizcaya?--No, Braulio, no he venido.--Siempre el mismo
genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro
de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?--Te los deseo muy
felices.--Déjate de cumplimientos entre nosotros: ya sabes que yo soy
franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente
exijo de ti que no vayas á dármelos; pero estás convidado.--¿Á qué?--Á
comer conmigo.--No es posible.--No hay remedio.--No puedo, insisto
temblando.--¿No puedes?--Gracias.--¿Gracias? Vete á paseo; amigo, como
no soy el duque de F... ni el conde de P...». ¿Quién se resiste á una
sorpresa de esa especie? ¿quién quiere parecer vano? «No es eso, sino
que...--Pues si no es eso, me interrumpe, te espero á las dos: en
casa se come á la española, temprano. Tengo mucha gente; tendremos al
famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa
una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará
alguna cosilla». Esto me consoló algún tanto, y fué preciso ceder;
un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para
conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
«No faltarás, si no quieres que riñamos.--No faltaré», dije con voz
exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente
dentro de la trampa donde se ha dejado coger. «Pues hasta mañana»; y
me dió un torniscón por despedida. Vile marchar como el labrador ve
alejarse la nube de su sembrado, y quedéme discurriendo cómo podían
entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino,
que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer á lo que se llama
gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre
de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo
orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales
de renta; que tiene una cintita atada al ojal, y una crucecita á la
sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y
comodidades de ninguna manera se oponen á que tuviese una educación
más escogida y modales más suaves é insinuantes. Mas la vanidad le ha
sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre á toda ó á la mayor
parte de nuestra clase media, y á toda nuestra clase baja. Es tal su
patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo
de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades
de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos
como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no
hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; á
trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que
nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres; es un
hombre, en fin, que vive de exclusivas, á quien sucede poco más ó menos
lo que á una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque
tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre
entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos
mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que
establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que
debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere _por
plantarle una fresca al lucero del alba_, como suele decir, y cuando
tiene un resentimiento, se le _espeta á uno cara á cara_. Como tiene
trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que
quiere decir _cumplo y miento_; llama á la urbanidad hipocresía, y á la
decencia monadas; á toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje
de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza
está reducida á decir _Dios guarde á ustedes_ al entrar en una sala, y
añadir _con permiso de usted_ cada vez que se mueve: á preguntar á cada
uno por toda su familia, y á despedirse de todo el mundo; cosas todas
que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses.
En conclusión, hombres de éstos que no saben levantarse para despedirse
sino en corporación con alguno ó algunos otros, que han de dejar
humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman _su cabeza_, y
que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón,
darían cualquiera cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad
no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en
una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya á mi Braulio, no me pareció
conveniente acicalarme demasiado para ir á comer; estoy seguro de que
se hubiera picado: no quise sin embargo excusar un frac de color y un
pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes
casas; vestíme sobre todo lo demás despacio que me fué posible, como se
reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien
pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; era citado á las
dos, y entré en la sala á las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la
hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no
eran de despreciar todos los empleados de tu oficina con sus señoras
y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus
perritos; déjome en blanco los necios cumplimientos que dijeron al
señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la
sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que
el tiempo iba á mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que
en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro, y nos hallamos solos
los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía
divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había
tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se
hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que
tan bien había de cantar y tocar estaba ronca en tal disposición que se
asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía
un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
«Supuesto que estamos los que hemos de comer, exclamó don Braulio,
vamos á la mesa, querida mía.--Espera un momento, le contestó su esposa
casi al oído, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de
allá dentro y...--Bien, pero mira que son las cuatro...--Al instante
comeremos...». Las cinco eran cuando nos sentábamos á la mesa.
«Señores, dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas
colocaciones, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan
cumplimientos. ¡Ah, Fígaro! quiero que estés con toda comodidad;
eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas
relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea
que le manches.--¿Qué tengo de manchar? le respondí, mordiéndome los
labios.--No importa, te daré una chaqueta mía, siento que no haya para
todos.--No hay necesidad.--¡Oh! sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala: un
poco ancha te vendrá.--Pero, Braulio...--No hay remedio, no te andes
con etiquetas»; y en esto me quita él mismo el frac, _velis_, _nolis_,
y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo
asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer
probablemente. Díle las gracias: al fin el hombre creía hacerme un
obsequio.
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa
baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como
dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube
el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega
goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes
han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año,
es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de
una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así
que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos
una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de
sentarnos de medio lado como quien va á arrimar el hombro á la comida,
y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí
con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha
distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas
que era preciso enderezar á cada momento porque las ladeaba la natural
turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que
ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por
todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba
sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse
silenciosamente las servilletas, nuevas á la verdad, porque tampoco
eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos
aquellos buenos señores á los ojales de sus fraques como cuerpos
intermedios entre las salsas y las solapas.
«Ustedes harán penitencia, señores, exclamó el anfitrión una vez
sentado; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys»;
frase que creyó preciso decir. Necia afectación es ésta, si es mentira,
dije yo para mí; y si es verdad, gran torpeza convidar á los amigos
á hacer penitencia. Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que
había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se
figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos
con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos á otros.
«Sírvase usted.--Hágame usted el favor.--De ninguna manera.--No
lo recibiré.--Páselo usted á la señora.--Está bien ahí.--Perdone
usted.--Gracias.--Sin etiqueta, señores», exclamó Braulio, y se echó
el primero con su propia cuchara. Sucedió á la sopa un cocido surtido
de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque
buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los
garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino;
por izquierda los embuchados de Extremadura: siguióle un plato de
ternera mechada, que Dios maldiga, y á éste otro y otros y otros;
mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su
elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una
vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el
ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por
consiguiente suele no estar en nada.
«Este plato hay que disimularle, decía ésta de unos pichones; están
un poco quemados.--Pero, mujer...--Hombre, me aparté un momento, y
ya sabes lo que son las criadas.--¡Qué lástima que este pavo no haya
estado media hora más al fuego! se puso algo tarde.--¿No les parece
á ustedes que está algo ahumado este estofado?--¿Qué quieres? Una
no puede estar en todo.--¡Oh, está excelente, exclamábamos todos
dejándonoslo en el plato; excelente!--Este pescado está pasado.--Pues
en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de
llegar; ¡el criado es tan bruto!--¿De dónde se ha traído este vino?--En
eso no tienes razón, porque es...--Es malísimo». Estos diálogos cortos
iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para
advertirle continuamente á su mujer alguna negligencia, queriendo
darnos á entender entrambos á dos que estaban muy al corriente de todas
las fórmulas que en semejantes casos se reputan en finura, y que todas
las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender á
servir. Pero estas negligencias se repetían tan á menudo, servían
tan poco ya las miradas, que le fué preciso al marido recurrir á los
pellizcos y á los pisotones; y ya la señora, á duras penas había podido
hacerse superior hasta entonces á las persecuciones de su esposo, tenía
la faz encendida y los ojos llorosos. «Señora, no se incomode usted por
eso, le dijo el que á su lado tenía.--¡Ah! les aseguro á ustedes que no
vuelvo á hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto;
otra vez, Braulio, iremos á la fonda y no tendrás...--Usted, señora
mía, hará lo que...--¡Braulio! ¡Braulio!». Una tormenta espantosa
estaba á punto de estallar; empero todos los convidados á porfía
probamos á aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar á entender
la mayor delicadeza, para lo cual no fué poca parte la manía de Braulio
y la expresión concluyente que dirigió de nuevo á la concurrencia
acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llama él al estar
bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes
que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de
los usos sociales? ¿que para obsequiarle le obligan á usted á comer y
beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá
gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
Á todo esto, el niño que á mi izquierda tenía hacía saltar las
aceitunas á un plato de magras con tomate, y una vino á parar á uno de
mis ojos, que no volvió á ver claro en todo el día; y el señor gordo
de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel,
al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que
había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador,
se había encargado de hacer la autopsia de un capón, ó sea gallo, que
esto nunca se supo, fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por
los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron
las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz
sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha.
¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el
animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido,
pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y
se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un
gallinero.
El susto fué general y la alarma llegó á su colmo cuando un surtidor de
caldo, impulsado por el animal furioso, saltó á inundar mi limpísima
camisa: levántase rápidamente á este punto el trinchador con ánimo
de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella
que tiene á la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su
posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre
el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la
sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere
por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el
teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el
plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y
una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados,
á dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y
el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada
sin acertar con las excusas, al volverse tropieza con el criado que
traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para
los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más
horroroso estruendo y confusión. «¡Por san Pedro!», exclama dando una
voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al
paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no
ha sido nada», añade volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final
constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un
convite de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente
puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz!
Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su
plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable
aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir á los ojos de los
concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me
hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma
copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi
gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh
última de las desgracias! crece el alboroto y la conversación, roncas
ya las voces piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
«Es preciso.--Tiene usted que decir algo, claman todos.--Désele pie
forzado, que diga una copla á cada uno.--Yo le daré el pie: _Á don
Braulio en este día_.--Señores, ¡por Dios!--No hay remedio.--En mi vida
he improvisado.--No se haga usted el chiquito.--Me marcharé.--Cerrar la
puerta.--No se sale de aquí sin decir algo». Y digo versos por fin,
y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el
infierno.
Á Dios gracias logro escaparme de aquel nuevo _Pandemonio_. Por fin, ya
respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios,
ya no hay castellanos viejos á mi alrededor.
¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que
acaba de escaparse de una docena de perros, y que oye ya apenas sus
ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido
empleos, ni honores; líbrame de los convites caseros y de días de días;
líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que
sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer
obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que
se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina
en fin la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si
caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un _roastbeef_,
desaparezca del mundo el _beefsteak_, se anonaden los timbales de
macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se
sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la
deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro á mi habitación á despojarme
de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no
son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de
un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma
delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y
vuelvo á olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que
piensan que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación
libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse
mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación
de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose
tal vez verdaderamente.
REFLEXIONES
ACERCA DEL MODO DE RESUCITAR EL TEATRO ESPAÑOL
Hase apoderado hoy la murria de nosotros: no espere, pues, el lector
donaires ni chanzonetas; nos hallamos en uno de aquellos momentos de
total indolencia y de _qué se me da á mí_, á que está por desgracia
demasiado sujeta esta miserable humanidad, que sobre sí acarrea nuestro
flaco espíritu á la otra vida, según la más recibida opinión. ¿Serán
influencias de algún astro maligno que gravite sobre nosotros? Pero
ésta es creencia antigua, porque también las creencias caducan y pasan;
los modernos no creen en influencias. ¿Será el famoso _spleen_? Bien
podrá ser, porque esto es más de moda en un tiempo en que es de buen
tono la melancolía y la displicencia. ¿Estaremos acaso acometidos de
algún acceso de tétrico sentimentalismo? Pues á fe de habladores, ni
hemos estado luchando con las sombras ensangrentadas de Zaragoza, ni
salimos de la representación de ningún melodrama traducido del francés.
¿Será el mismo asunto que para el artículo de hoy hemos escogido? Á
la verdad no hay astro, ni sombra, ni melodrama que pueda influir en
nosotros de una manera más triste. Literatos somos, mal que le pese á
Minerva, y poetas de por acá: si esto no es bastante á teñir de oscuro
nuestras ideas, no habrá en el mundo un solo malhumorado que tenga
verdadero motivo para estarlo.
Pasemos, en fin, á nuestro artículo, que es más arduo de lo que
parece, por más que desconfiemos de que pueda nuestro corto talento
presentar las ideas con todo aquel orden, claridad y elocuencia que de
buena gana envidiamos á otros.
TEATROS
El atrevimiento que tomo de dar consejos
sin ser llamado merece perdón; pues el negocio
es común, todos tenemos licencia de hablar.
_Mariana. Hist. de Esp. Informe dado al rey por un prelado_
¿Qué ocasión mejor se nos ha presentado nunca, ni se nos puede volver
á presentar jamás para reclamar una reforma radical en los teatros
de nuestro país, que esta en que ha empezado á brillar para España
una aurora más feliz, que promete por fin la realización de mil
esperanzas justas, tantas veces desvanecidas? ¿Que esta en que nuestro
sabio gobierno se pone decidida y enérgicamente á la cabeza de la
nación, cuyo cuidado le está cometido para marchar hacia el bien?
Ninguna. Aprovechemos este momento. Abramos los ojos sobre nuestra
situación, y hagamos patentes nuestras razones con la sumisión de
buenos vasallos, con la confianza de hombres que tienen un gobierno
ilustrado. Digamos por fin cosas muchas veces dichas por personas muy
superiores á nosotros, y constantemente desoídas por sugestos menos
bien intencionados que nosotros.
No es éste el lugar ni la época ya de una larga disertación acerca
del objeto de los teatros, y de las ventajas que bien dirigidos y
administrados pueden reportar á una nación dispuesta á recibir la
instrucción, y á un gobierno decidido á dársela. Demasiado conocido
y sabido es por todos que, en el actual estado de sociedad que
alcanzamos, esta que en sí no es más que una diversión, es una
diversión indispensable; una diversión que dirige la opinión pública
de las masas que la frecuentan; un instrumento del mismo gobernante,
cuando quiere hacerle servir á sus fines; una distracción que evita
que los ociosos turbulentos piensen y se ocupen en cosas peores; un
morigerador, en fin, de las costumbres, que son en nuestra opinión
el único apoyo sólido y verdadero del orden y de la prosperidad de
un pueblo. Verdades de tanto bulto no serán ciertamente las que
encontrarán en el día poderosos impugnadores. La luz de la verdad
disipa por fin tarde ó temprano las nieblas en que quieren ocultarla
los partidarios de la ignorancia; y la fuerza de la opinión, que
pudiéramos llamar, mortalmente hablando, _ultima ratio populorum_, es á
la larga más poderosa é irresistible que lo es momentáneamente la que
se ha llamado _ultima ratio regum_.
Concedidas, no disputadas, por mejor decir, la necesidad y la utilidad
del teatro, resta saber cuáles pueden ser los medios de hacerle
prosperar.
¿Cuáles han sido los obstáculos que se han opuesto constantemente en
este país á la realización de tan vasto proyecto?
La poca importancia que se ha creído siempre poder dar impunemente á
este ramo los comprende todos. De aquí ha nacido el estado particular
del teatro; la posición ridícula de los poetas, la situación deplorable
de los actores. Cosas tan íntimamente unidas entre sí no se pueden
separar sin perjuicio de todas. No basta que haya teatro; no basta que
haya poetas; no basta que haya actores; ninguna de estas tres cosas
puede existir sin la cooperación de las otras, y difícilmente puede
existir la reunión de las tres sin otra cuarta más importante: es
preciso que haya público. Las cuatro, en fin, dependen en gran parte de
la protección que el gobierno les dispense.
Un público indiferente á las bellezas, heredero de una educación
general mal entendida é instruido superficialmente, es el primer
eslabón de esta miserable cadena. Cuando los poetas ven al público
aplaudir dramas execrables, no sospechar siquiera la existencia de
bellezas positivas, que tantas vigilias le han costado, no tarda en
sucumbir y en repetir con Lope de Vega:
Puesto que el vulgo es quien las paga, es justo
Hablarle en necio para darle gusto.
Los hombres no son más que hombres, y sería mucho exigir de la débil
humanidad querer encontrar siempre en cada hombre un héroe dispuesto
á sacrificar los aplausos justos ó injustos, al deseo de agradar á
media docena de literatos cuya aprobación de gabinete no mete ruido.
Cuando los poetas ven que falta en el auditorio ese orgullo nacional,
capaz de hacer milagros donde quiera que exista; cuando oye aplaudir
indistintamente las mezquinas traducciones extrañas á nuestras
costumbres, y preferirlas acaso á las obras originales; cuando las ve
pagar con tan poca diferencia, ¿qué mucho que no se canse en correr
en pos de la perfección? ¡Cuánto más fácil es traducir en una semana
una comedia que hacerla original en medio año! ¿Por qué ha de emplear
tanto tiempo, tantos afanes por conseguir aquel mismo premio que en
menos tiempo y con menos trabajo puede alcanzar? De aquí las miserables
traducciones, de aquí la expulsión del buen género para hacer lugar al
género charlatán que deslumbra con fáciles y sorprendentes golpes de
teatro. De aquí la ausencia de caracteres, de pasiones y de virtudes,
para sustituirles esos traidores falsos y eternos que hacen el mal
para buscar el efecto, esos crímenes no justificados, y esos vicios
asquerosos pintados de una manera todavía más asquerosa.
No se crea, sin embargo, porque hemos expuesto aquí estos descargos de
los poetas, que los consideramos tan inocentes como los demás: nada de
eso. Dentro de poco probaremos que, si bien éstas son disculpas, no
son razones para seguir en el torpe camino en que se han encerrado;
probaremos que si alguno debe obrar heroicamente es el poeta. Los
poetas son hombres; pero si los hombres no han de ser héroes, y sobre
todo ciertos hombres que se alimentan más que otros de gloria, ¿quiénes
lo serán?
¿Qué no diremos de los actores? Si ven aprobado un traje inexacto
sólo porque es ridículo, si oyen aplaudir un modo de decir falso sólo
porque es exagerado, si ven desconocida á cada paso tal cual belleza
que se les escapa, y bulliciosamente coronado de aplausos todo gesto
innatural, todo ademán grotesco, ¿á qué se han de fatigar en buscar por
senderos tortuosos una reputación, primer premio que anhelan, que á
mucha menos costa y por cualquier camino se encuentran adquirida?
Otro tanto decimos de las empresas. Si una buena comedia cae al lado
de un melodrama furibundo, si una mala traducción llena el teatro y
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