Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 31

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del doncel, que si volvíais, se os dijera que no estaba.
--¿Eso dijo? ¡Perfidia! ¡perfidia sin igual! ¿Y no lloró al decirlo,
no tembló, miserable? Sed generoso con las damas: creed, creed un
solo punto. _¡Salvad mi honor, huid, y volveréis!, que os amo_, dijo,
¡y todo fué mentira! ¿Y yo salí y obedecí? ¡Necio! ¡insensato! ¡Ah!
¡maldecida generosidad! Paje, ¿me engañas? prosiguió después de una
breve pausa, en la cual dió mil vueltas al pergamino que le acababa de
dar el astrólogo. No pudo decir eso: tú burlas mi dolor, y tú...
--¿Yo, señor, yo? Me obligaréis á deciros lo que añadió...
--¿Qué añadió, santo Dios?
--Pues mirad, añadió que se os dijera á vos mismo que ella había dado
aquella orden.
--¿Eso? ¡Ella! ¡Ella misma! ¡Oh ultraje! ¡oh rabia! Paje, ¿conoces tú
su letra?
--Poco, señor.
--¿Es ésa? dijo Macías acercándola á un farol de la escalera inmediata.
--Paréceme que... sí... cierto; yo á lo menos... verdad es que yo no sé
escribir. Yo soy mal juez.
--¿Cuándo dijo lo que me acabas de referir?
--Aquel día mismo.
--¡Respiro! Algún objeto llevaría. Vuela á tu prima, Jaime: dile que me
diste ese recado, y que respeto sus motivos. Escucha. Con respecto á su
cita, dile que antes de una hora...
--¿Cómo? ¿os cita?
--¡Silencio!
--¿Y os quejabais vos? Decid entonces que el engañado he sido yo. Ya
me encargaré yo de esos recaditos en adelante, para que me cuesten una
oreja el día menos pensado, y que la señora luego... ¿Es posible, señor
caballero, que han de engañar las mujeres hasta á sus mayores amigos?
¡Á todo el mundo, señor... á todo el mundo!
--¡Ea! ¡Silencio! y separémonos. Nada digas, nada hables. En estos
asuntos, Jaime, la palabra escapada revuelve sobre el que la dijo, y
las imprudencias se pagan con la vida. ¡Á Dios, á Dios!
Dichas estas palabras, continuó el doncel su camino, pidiendo á su
señora en su borrascosa imaginación mil perdones por la ligereza con
que la había inculpado, en aquel momento mismo en que acababa de darle,
según él, la prueba más singular de su constancia y fidelidad.
Llegó el paje entre tanto á Elvira, y refirióle lo ocurrido. Mil y mil
ideas se cruzaron en la imaginación de la desdichada. Deseosa, sin
embargo, de aclarar aquel misterio, y bien decidida á no exponerse de
nuevo al peligro que no podía menos de correr con el arrebatado doncel,
¡Jaime, dijo, quiero salvarme á toda costa! Le amo, le amo con furor;
y el infeliz lo sabe. No le vea, no le hable. Mi honor es lo primero.
Juzgue de mí lo que quisiere. Escucha. Yo de mí misma desconfío y
tiemblo. Sus ruegos pudieran vencerme... Por otra parte, esa cita sólo
puede ser un artificio... acaso una horrible maquinación, un lazo que
nos tienden. Mira: toma esa llave, y ciérrame por fuera; de esa manera
no le podré yo abrir aunque sus ruegos me ablandaran. Corre en seguida
en su busca. ¿Dónde iba?
--Bajaba la escalera del alcázar.
--¡Soy feliz! Todavía no viene en mucho tiempo. Búscale, Jaime,
búscale. Dile que es inútil; que nunca le he citado; que es mentira;
que su vida peligra; que está Fernán conmigo... lo que quieras. Que no
venga y lo demás no importa. ¿Qué sería de mí si Hernán?... ¿Será él
por ventura, será él el que de esta suerte intenta?... ¡Qué horrible
maquinación!--Hizo Jaime lo que su hermosa prima le rogaba con no poco
miedo de verse metido á su edad en tan gran laberinto de riesgos y de
intrigas, pero con toda la decisión al mismo tiempo de que es capaz la
fidelidad.
--¡Otra vuelta! dijo Elvira al paje, que cerraba ya por defuera. Así:
¡á Dios! Si mi esposo viene, él tiene otra llave. ¡Yo os doy gracias,
Dios mío, añadió postrándose con cristiano fervor; yo os doy gracias,
Señor, por el peligro de que me habéis librado!
Apenas había acabado de decir estas palabras, cuando se dejó sentir en
la parte de afuera de su habitación un rumor, extraño ciertamente á
aquellas horas y en aquel sitio tan solitario.
--¿Qué oigo, Dios mío? ¿Qué oigo?
--¡Elvira! dijo una voz que así parecía bajar del cielo como salir de
una profunda cueva. ¡Elvira!
--¿Quién me llama? añadió la asustada dama corriendo hacia la puerta
para asegurarse de que estaba bien cerrada.
--¡Macías! respondió la voz sordamente, y resonaron dos ó tres
golpecitos dados con cierto misterio é inteligencia.
--¡No le ha encontrado el paje! exclamó Elvira. ¡Ah! si Hernán...
oíd... doncel... Nadie responde... y el ruido continúa. ¡Cielos! no es
aquí: no es en la puerta. ¿Dónde, pues, dónde? Aquí, exclamó llegando
á la ventana; en esta parte están. ¿Qué intentan? Esta reja se abre;
pero la llave... la llave debe tenerla el alcaide del alcázar... ¡La
abren, Dios mío! continuó escuchando con la mayor ansiedad. Huid, huid,
quienquiera que seáis.
--¡Bien mío! respondió el doncel abriendo completamente la reja, y
dando con su espada en la madera, que quedaba cerrada todavía.
--¡Ah, es él, es él! yo soy perdida. Yo misma me he encerrado, gritó
Elvira arrojándose sobre un sillón al tiempo mismo que la madera,
destrozada por los furiosos golpes del doncel, cedía á su irresistible
fuerza.
--Yo soy, Elvira, yo soy, dijo Macías arrojándose á los pies de su
amante. Mil obstáculos he tenido que vencer; no pensé alcanzar á la
altura de esa reja, que he debido escalar con la espada en la boca. Ya
estoy, en fin, aquí, bien mío, y á tus plantas.
--¡Ah! no; salvaos por piedad, y salvadme á mí. Macías, cada palabra
que hablamos es una palabra de abominación; el tiempo es precioso y le
perdemos.
--¿Perderle yo á tu lado?
--Cesa ya, y parte.
--¿Me llamas, señora, para escuchar de nuevo tus rigores?
--¿Yo os llamé, Macías?
--¿Qué escucho? dijo levantándose. ¿Cuya es, pues, esa letra?
--¿Esa letra? ¡Cielos! los traidores la han fingido.
--¿La han fingido, señora?
--Para perdernos, sí.
--¿No es vuestra? ¡Crédulo yo, insensato! ¡Cierto es, pues, lo que
Jaime me asegura!
--Todo, sí, todo es cierto: huid; no os quiero ver: os aborrezco.
--¿Me aborrecéis? Pues bien, nos perderán. Ya su triunfo es completo.
¡Pérfida! añadió después de haberla contemplado un momento. ¿De esta
suerte pagáis mi generosidad? ¡Tres años de silencio! Hablo, por fin,
hablo para ofreceros más generosidad, mayor sigilo aun, amor más
grande, ¡y no os ocurren en pago sino pérfidos medios de engañarme!
Sed noble, señora, hasta en la perfidia misma. Medios hay aun de ser
noblemente malo. ¿Sois veleidosa? ¿Por qué no me decís: «¡Macías, soy
mujer! ¡Plúgome vuestro amor, mas hoy me cansa! No es para mí, que es
harto grande». Yo agradeciera vuestra nobleza entonces.
--Acabemos, Macías: no más reconvenciones, no. Idos, y nunca más
volváis. Toda comunicación, todo vínculo es roto entre nosotros. Si
prendas teníais de mi amor, si insistís en creer que mis ojos, mi
lengua, mis acciones os prometieron algo, en buen hora, creedlo,
devolvedme empero mi libertad...
--¿Que os la devuelva, señora? Volvedme vos la dicha, volvedme la
confianza.
--¡Qué suplicio! por piedad, partid.
--¿Partir? ¡Qué delirio! Mi vida hoy, ó mi muerte. No os creo ya: nada
espero de vos. Todo de mí. Oídme.
--Soltad mi mano.
--No, sois mía, y lo seréis.
--¿Y ése es amor tan grande? ¿Me amáis vos, y me amáis comprometiendo
mi honor y mi existencia?
--Sí, porque tú y yo no somos ya más que uno. Los dos felices, ó
desgraciados ambos. Uniónos el amor: la muerte sola nos separará.
Volved los ojos hacia mí, volvedlos: inútil es retirarlos: me veis, me
veis donde quiera que los volváis: cerradlos, y aún me veréis. Decidme
que me amáis. Mentid, señora, si no es cierto: decidlo empero por
piedad, y salgo.
--Jamás, jamás, profirió débilmente Elvira, procurando en vano
desasirse de los amantes lazos en que la tenía presa el impetuoso
doncel.
--¿Jamás decís? Pues escuchadme, repuso Macías con el acento de la
más profunda desesperación. Yo había nacido para la virtud: vos me
consagráis al crimen. No hay sacrificio inmenso de que no fuera
mi corazón capaz, ó por mejor decir, el amor era mi constelación.
Encontrando en el mundo una mujer heroica, era mi destino ser un
héroe. Encontrando una mujer pérfida, Macías debía ser un monstruo. Yo
os di á elegir, señora: nuestra felicidad, y el secreto y cuanto vos
exigieseis, ó el escándalo y mi muerte. Vos elegisteis lo peor: escrito
estaba así. ¡Muerte y fatalidad!
--¡Ah! silencio, silencio. No me maldigas ya: ¡desventurada!
--Sí: todo es ya acabado entre nosotros. Nuestra felicidad ha sido una
borrasca; formada como el rayo en la región del fuego, debía destruir
cuanto tocara. Ha pasado como el rayo, pero como el rayo ha dejado
la horrible huella de su funesto paso. Tu amor, tu amor, ¿quién lo
creyera? era el único que no debía dejar más señales de su existencia
en tu corazón de hielo, que las que deja la ave que atraviesa
rápidamente el cielo, que las que deje sobre tu labio abrasador este
ósculo de muerte, que recibes, bien mío, á tu pesar.
--¡Ah! exclamó Elvira, reluchando inútilmente; soy perdida, perdida
para siempre.
--Y mil y mil, añadió frenético Macías, prendas son todos de nuestra
próxima muerte. Ellos son, Elvira, la agonía del amor. ¿No sientes
el fuego inmenso que encienden en las venas? ¿No percibes el tósigo?
Bórralos jamás, olvídalo si puedes, y olvídame después. Venga la muerte
ahora, añadió desasiendo á la infeliz Elvira, que, perdidos los ojos en
el techo y pálido el semblante, cayó desprendida del doncel sobre el
sitial inmediato.
Un momento de pausa y de silencio, semejante al que llena de misterioso
terror al caminante después del fragoroso estampido de la exhalación
eléctrica, sucedió á las últimas palabras del doncel. Arrodillado á
las plantas de Elvira, imprimía todavía en una de sus manos, hermosas
como el alabastro, sus trémulos labios; no lloraba ya Elvira, no
derramaba una lágrima Macías. En las grandes situaciones de la vida no
halla salida el llanto. La inmovilidad del mármol, el estupor de la
postración son los caracteres de las emociones sublimes. El silencio
entonces es elocuente, porque no hay palabras en ninguna lengua ni
sonidos en la naturaleza que pinten el amor en su apogeo, que expliquen
el dolor en toda su intensidad.
--¡Elvira! dijo por fin Macías. ¡Cuán desgraciados somos!
--Partid, partid, profirió con trabajo Elvira. ¡No queráis, señor, que
lo seamos aún más! Ésta es la última vez que nos veremos.
--¡La última! sí: porque la muerte llega.
--¡Ah! no; no lo esperéis. Ya todo se ha concluido entre nosotros:
ahora es cuando os lo digo, sabedlo; os he querido, señor, os he
querido, como nadie volverá á querer. Salvadme ahora, después de esta
confesión.
--¡Ah, lo decís por fin! tiempo es aún... decid que ahora me queréis, y
huyamos. Pero huyamos los dos.
--No es tiempo ya, no es tiempo. Sed generoso vos ahora: no apure el
vaso yo del crimen y del deshonor. Nunca ya nos hablaremos, Macías...
--¿Nunca, señora?...
--Desistid... ¡por Dios!
--Os juro que no desistiré.
--Ved que los asesinos se acercan acaso ahora... Ah: no me hagáis
aborrecer la vida; no me obliguéis á maldeciros.
--Sí: maldíceme ahora... ¿mas qué rumor?...
--¡Ellos son, ellos son! gritó Elvira precipitándose hacia la puerta.
¡Los traidores!
Oyóse efectivamente ruido de armas y personas al pie de la reja.
--¡La puerta está cerrada, gritó Elvira, y él sólo puede entrar!
--Díme que me amas, exclamó Macías; decídete, en fin, señora, á
participar de mi suerte; dime que siempre me amarás; y mi espada aun
nos abrirá paso al través de los pérfidos asesinos.
--No, no, Macías: no muera deshonrada, gritó Elvira sin saber adónde
refugiarse. ¡Dios mío! compasión. ¡Dios mío! Salvaos solo, Macías.
--Contigo, Elvira.
--Jamás, repuso Elvira abrazándose á un alto crucifijo de plata que
sobre una mesa lucía. El cielo maldice nuestro amor y... yo...
--¡Silencio! Por última vez. Ved, señora, que algún día diréis _es
tarde_, _es tarde_, y diréislo entonces con dolor. Ahora que es tiempo
todavía.
--No, Macías, no; yo le maldigo nuestro amor.
--Elvira, pues, á Dios. Mi muerte es tuya, como fué mi vida.
Al decir estas palabras Macías cogió su espada, y poniéndola
rápidamente sobre su rodilla, partióla en dos desiguales trozos, que
después de abrir de par en par las maderas de la ventana lanzó contra
los que ya trepaban por la reja.
--¡Hernán Pérez! gritó. ¡Hernán Pérez! Heme aquí sin defensa. La muerte
os pido, la muerte.
--¡Macías! exclamó Elvira desasiéndose del crucifijo, y arrojándose
hacia la ventana. Era tarde empero. Macías se había lanzado ya fuera de
la reja.
--¡Es nuestro! ¡es nuestro! retirarnos: ¡basta! clamaron á un tiempo
varias voces.
--¡Ah! gritó Elvira con una expresión difícil de pintar. ¡Socorro!
¡Socorro!
Al mismo tiempo sonó la llave en la puerta. ¡Él es! ¡él es! gritó
Elvira. ¡Santo Dios! ¡Piedad de mí, piedad!
Un chillido agudo y espantoso terminó tan horrorosa escena. El que
entró se dirigió hacia la reja, mirando en derredor, y nada descubrió.
Tendió en seguida la vista por la habitación, y sólo vió en el suelo el
cuerpo de una hermosa privada enteramente de sentido.

* * * * *


CAPÍTULO XXXII

En Castilla está un castillo
Que se llama Rocafrida;
Tanto relumbra de noche
Como el sol á medio día.
_Rom. de Montesinos_

Existe á cinco leguas de Jaén una población pequeña ahora, y pequeña en
los tiempos á que se refiere nuestra narración, que tiene por nombre
Arjonilla, ora por haber sido fundación de algunos habitantes salidos
de Arjona, ora por su inmediación á ésta ó por las relaciones que con
ella pudo tener en lo antiguo. Pertenecía esta villa al maestrazgo de
Calatrava, y era una de las primeras que se habían declarado por don
Enrique de Villena, á causa de la influencia que le daban á éste en
aquel punto varias posesiones que en su territorio tenía. En el siglo
XV presentaba el aspecto que aún en el día suelen presentar muchos
pueblos de nuestra patria. Algunas casas que, más que viviendas de
hombres, parecían cuevas de animales, esparcidas aquí y allí, formaban
irregulares callejones. No era sin embargo tan pequeña su importancia
que tuviesen que acudir sus habitantes á algún pueblo vecino de
mayor cuantía para cumplir con sus deberes espirituales. Poseía una
iglesia parroquial, no muy grande en verdad, pero que no dejaba por
eso de bastar para su reducido vecindario, y que se hallaba bajo la
protección y advocación de santa Catalina. En el día será todo lo más
si puede traslucirse su antigua grandeza en los restos míseros que la
constituyen en la humilde jerarquía de ermita; pero en el reinado de
Enrique III nos dice Jimena en sus anales eclesiásticos de Jaén, no
sólo era la iglesia parroquial, sino que era una obra moderna que no
tenía más fecha que los años que hacía que había sido reconquistado
aquel país á los Moros.
Á cosa de un cuarto de legua del pueblo rivalizaba en grandeza con
la iglesia parroquial un castillo sombrío y viejo, que si no era
de los más fuertes y afamados de Castilla, no dejaba por eso de
ser sólido, y una de las posiciones militares más ventajosas de la
comarca. Edificado como todos los de aquel tiempo en una eminencia,
mejor diremos en la punta de una peña, podía servir de reducto á un
tercio militar en retirada, ó de baluarte á un destacamento avanzado
de un ejército invasor. Tenía su doble muralla almenada, torres, foso,
contrafoso, puente levadizo, en una palabra, cuanto hacía necesario
en semejantes edificios la táctica militar de ataque y defensa de
aquella época belicosa y de perpetuo temor y desconfianza. Crecía la
yerba tranquilamente en derredor de las almenas, prueba evidente de que
había mucho tiempo que no oponían obstáculos los artes de la guerra á
su abundante vegetación. Un largo litigio que sobre la pertenencia del
tal castillo había sostenido contra la corona de Castilla la orden de
Calatrava había sido ocasión de hallarse inhabitado algunos años, y
se habían adherido á él, como en aquellos tiempos de ignorancia solía
frecuentemente suceder, mil vagas tradiciones, mil supersticiones
fabulosas que habían consolidado algunos malhechores, cobijándose en él
secretamente y haciéndole cuartel general y centro de sus operaciones.
Era fama por el país que en tiempos anteriores un Moro, mago, si
jamás los hubo, había sido fundador del castillo, cuya construcción
se perdía en los tiempos remotos de la conquista y reconquista;
opinión á que no daba poco realce el color negruzco de la piedra, y
el aspecto todo venerable y misterioso de sus antiquísimas murallas.
El mago había construido el castillo, según la más recibida opinión,
para satisfacción de odios y rencores propios suyos: en él había
atormentado durante su vida á muchas hermosas doncellas que no habían
querido rendirse á sus brutales deseos, pues todas las tradiciones
convenían en que éste había sido el flaco del Moro encantador y
descomunal. Añadíase á esto que no había faltado razón para ello, pues
se refería de él la siguiente historia. El Moro había amado en sus
lucidos abriles á una Mora llamada Zelindaja, hija de un reyezuelo
de Andalucía; la cual había correspondido primero á su pasión, pero
le había dejado después sin verdadero motivo por otro y otros Moros
sucesivamente con la natural facilidad y ligereza de su sexo leal y
encantador. El Moro, que debía de haber sido hombre de suyo sentado y
poco aficionado á mudanzas, había tomado la cosa muy á mal y el desaire
muy á pechos, y en vez de volver los ojos á otra Zelindaja mejor que
la primera, lo cual hubiera sido determinación de hombre prudente,
había jurado vengarse castigando en el sexo toda la culpa de uno de sus
individuos. He aquí la causa de su odio á las mujeres: para lograr sus
fines habíase dado á la magia y á la confección de bebidas y filtros
amorosos. Con ellos enquillotraba á las doncellas, las cuales, al
punto que apuraban á poder de engaños la pócima, así quedaban del Moro
enamoradas como si en el mundo no hubiera habido otro hombre ni moro
ni cristiano. Entonces entraba la parte de su venganza; entonces el
pícaro Moro hacíase de pencas y dejábalas llorar y suplicar, suspirar y
gemir por los sus encantos, con lo cual íbanse consumiendo y acabando
las enquillotradas doncellas como bujía que se apaga. Conforme las
iba el bribonazo del encantador seduciendo, íbalas encerrando en el
castillo, y era todo su placer, cuando veía á una ya tan madura y
encaprichada de él como juzgaba necesario, hacerla testigo de los
enamorados motetes y de las apasionadas caricias que á otra fingía,
usando después con ésta y con todas las sucesivas de igual odioso
manejo. Mesábanse los cabellos las infelices, y decíanle injurias y
ternezas; pero el Moro había aprendido tan bien de su Zelindaja, que
hacía oídos de mercader, y no parecía sino que había nacido hembra y
mora más bien que varón y moro. Todo lo más que solía decirlas cuando
las veía presas en las redes de su pérfido amor era contestarlas
como le había contestado á él Zelindaja:--Mi honor, les decía, no lo
consiente.--Cede, bien mío, replicaban ellas.--Imposible, reponía él
con grave remilgamiento y afectado pudor y compostura. ¡Mi honor es lo
primero!--¿Y los juramentos, ingrato, y las promesas, falso? solían
responderle.--¿Yo juré nunca, prometí yo acaso? añadía el Moro haciendo
el olvidadizo.--¿Y los placeres que gozamos?--¡Insolente, qué osadía!
¿cuándo, en dónde?--Ved que mi muerte, Moro mío, será obra de tu rigor,
acababan ellas.--Podéis hacer lo que gustéis, concluía entonces el
redomado Moro cogiendo un abanico, é imitando con él y con el desvío
de sus ojos el antiguo sistema de su pérfida Zelindaja. Con lo cual
tenía á las perdidas doncellas en un infierno perpetuo, muy parecido al
que pasan voluntariamente en esta vida los incautos que dan en creerse
de palabras y juramentos, de prendas, en fin, y de ternezas de moras
pérfidas y veleidosas.
No había parado aquí el rencor del bribón del encantador.
Efectivamente, incompleta hubiera sido su venganza si no hubiese caído
en sus lazos la misma Zelindaja. Tuvo modo el mágico de engañar á una
de sus doncellas, la cual le hizo beber, no se sabe á punto fijo con
qué sutil arbitrio, una buena pieza del filtro ponzoñoso: no bien se le
hubo echado á pechos Zelindaja, cuando sintió renovarse en sus venas
el fuego antiguo en que había ardido por el Moro: desde entonces no
perdonó medio alguno de anudar de nuevo sus rotas relaciones. Hízolo
tan bien el vengativo, que la obligó á que se decidiese á venir á hacer
vida común con él á su castillo, donde decía los esperaban delicias sin
fin, y una vida entera de amor y fidelidad. Cayó en el lazo la incauta
cuanto enamorada Zelindaja; pero no bien hubo pasado el rastrillo de la
encantada fortaleza, cuando llamándose andana el astuto Moro, dió dos
zapatetas en el aire, como potro que sale, roto el freno, á gozar al
campo de la conquistada libertad, sacudió el amor, y comenzó á dar tal
cual lección de sufrimiento á la desvanecida hermosa, quien aprendió
entonces lo que habrían sufrido sus amantes. Lloraba ella y gemía, y
volvía siempre al Moro, pero decía él:--¡Ay! Mora mía, es tarde.--¡Ay,
Moro! le decía Zelindaja.--Es tarde, ¡ay! es tarde, contestaba el Moro,
afectando dolor y sentimiento. Tal era la explicación que se daba á
un gran rótulo, labrado en la misma piedra sobre la puerta principal
del interior del castillo, que decía efectivamente en letras gordas
arábigas, y en árabe dialecto: _es tarde_.
No había querido el Moro que Zelindaja muriese como las demás á poder
de sus desprecios: había decidido por el contrario que Zelindaja
viviese más que todas, y que á su muerte, la cual él no podía evitar
que sucediese algún día, quedase á lo menos su sombra recorriendo
perpetuamente los claustros y galerías del castillo, pidiendo á las
piedras la fidelidad que tanta falta le había hecho en vida, y á los
ecos su esposo, como llamaba en su delirio al rencoroso Moro.
De aquí la tradición misteriosa de que se oía en el castillo, sobre
todo en las crudas noches de invierno, ó en épocas de tormentas, una
voz de mujer que pedía á los elementos todos su esposo: y no faltaba
quien añadía haber visto con sus propios ojos, que habían de comer la
tierra por más señas, una sombra blanca, recorriendo, toda pálida y
desmelenada, con una antorcha en la mano, las altas bóvedas, como quien
busca efectivamente alguna cosa que no encuentra.
Excusado es, pues, decir que no tendría el castillo muchos aficionados,
porque era común opinión que el que llegaba á poner el pie en él,
hallándose enamorado, ya nunca había de oir más consuelo ni esperanza
amorosa que aquel fatal _es tarde_, que á la fundación y suerte del
castillo presidía.
Era igualmente aborrecido el Moro, y maldecidos su nombre y su memoria
en la comarca, porque no había amante desairado que no creyese deberle
aquel singular favor á la influencia que ejercía todavía en muchas
leguas á la redonda, aun después de su muerte. No había padre que no
creyese deberle la palidez de su hija, esposo que no imaginase obra
suya el despego de su esposa, y zagal enamorado que no le pidiese más
de una vez, en sus secretas oraciones, la revocación de la terrible
suerte que había dejado en herencia al país en que había vivido.
Nosotros, sin embargo, habremos de abogar por el Moro, en primer lugar
porque no creemos que tenga en el día influencia alguna el tal mago
sobre nuestras mujeres, y sin embargo ni dejan de estar pálidas las
incautas jovencillas, ni dejan de dar su amor á todos los diablos los
enamorados zagales, ni se ha acabado el despego entre los esposos, ni
deja de suceder con las Zelindajas, de que se compone el bello sexo,
lo que con los hilos de las sábanas de angeo de la venta de Puerto
Lápice; de los cuales decía Cide Hamete, que si se quisieran contar no
se perdería uno solo de la cuenta.
Si no tenía efectivamente otro delito el Moro que engañar á sus
amantes, enamorar primero para despreciar después, y variar de amor
como de camisa, mal haya si encontramos por qué reconvenirle, en
unos tiempos, sobre todo, en que cualquiera mujer no necesita ser muy
mora, ni muy hechicera por cierto, para hacer otro tanto cada y cuando
le ocurre, que suele ocurrirles siempre. Somos demasiado defensores
y amigos del bello sexo para hacer por ello inculpación alguna al
inocente Moro.
Enfrente del castillo, pero á más que respetable distancia, se veía el
tercer edificio notable, la tercera maravilla de Arjonilla. Era ésta
una casa no muy grande, comparada con la más pequeña de las que adornan
en el día la capital de todas las Españas posibles, pero verdaderamente
regia, puesta en parangón con la más espaciosa de Arjonilla.
Una anchísima puerta, cuyo dintel presentaba al espectador la huella
antigua y honda de la rueda, y un espacioso corral, mitad con
cobertizo, mitad con el cielo por techo, hubieran indicado al caminante
muy suficientemente que aquélla era la posada, ó parador, ó venta, ó
como se quiera, de la importante villa por donde transitaba, aun sin
necesidad de reparar en un empolvado ramo que de una reja baja salía,
inclinando sus secas y marchitadas hojas sobre el camino.
Entrábase dentro del tal ventorrillo, y siguiendo un callejón, en el
cual servía la oscuridad de encubrir la poca limpieza, se llegaba á
una cuadra, pasábase de ésta á otra peor que la primera, y de allí á
la gloria, como suele comúnmente decirse, es decir, á la cocina, pieza
principal de la casa. Un mal hogar, coronado de una alta y piramidal
chimenea, era todo el mueblaje, si se exceptúan dos fementidas mesas,
digámoslo así, que comparáramos de buena gana en lo largas y estrechas
con el alma de un vizcaíno, si nosotros hubiéramos visto alguna;
estaban clavadas y arraigadas casi ya en el suelo, como todas las cosas
malas en el país. Dos bancos, remedos asaz perfectos en su instabilidad
de las cosas de esta vida, y que en lo poco firmes más que bancos
parecían mujeres, tenían cogida en medio á cada mesa, y hacía cada
mesa con sus dos bancos la misma figura precisamente que haría un
galgo grande entre dos galgos chicos. La superficie de cada mesa era
tan desigual, como la superficie del mar en un día de tormenta: se
tambaleaba además y cedía al menor impulso con la misma flexibilidad
que un periódico ministerial del día. La construcción de los bancos
era un tanto cuanto picaresca y maliciosa, porque cuando se sentaba
una persona sola en una extremidad levantábase la otra irritada de la
presión, como si fuera á hablar con su huésped, y era preciso sujetar
al rebelde si no quería dar consigo en tierra el recién sentado,
cualidad en que parecía cada banco una balanza.
La llama del hogar, oscilante, y tan indecisa como un gobierno del
justo medio, alumbraba á relámpagos los barbados rostros de unos
cuantos arrieros y trajineros que secaban en la brasa sus húmedas
alpargatas, ó disponían su cena en ollas y sartenes, asaineteando su
rústica conversación con más votos y por vidas que palabras.
Pero como no podía bastar el resplandor intermitente de la leña para
iluminar debidamente á los que ya en las mesas cenaban, el inteligente
dueño del establecimiento, lleno de previsión, había provisto á esta
necesidad con un magnífico candil, cuya materia no era fácil adivinar
al través del ollín y grasa que le enmascaraba, el cual daba de sí
más aceite que luz. Pendíase unas veces de la misma pared, asegurando
su gancho en un agujero practicado sencillamente al efecto, colgábase
otras en una cuerdecita embreada de manchas de moscas: en el segundo
caso columpiábase el luminar aquel de la noche de tal suerte que de
buena gana le hubiera comparado un poeta del siglo xvi con el aura
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