Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 26

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--Es decir, viejo insaciable, que no consiento réplicas. ¿Cuánto oro
necesitas para ceder? ¿En cuánto aprecias la vida de dos hombres?
--Si por eso lo decís, en nada. De balde los salvaré.
--Tomad, sin embargo, repuso Villena arrojándole otro bolsón, parecido
al que poco antes le había dado, tomad y acallad con oro vuestra
conciencia, si es que os remuerde de obrar bien alguna vez. Vamos de
aquí. ¡Quiera el cielo oir mis votos! Aseguremos sus vidas, y no nos
faltarán medios después para deshacernos de ellos de un modo menos
culpable.
Al decir esto asió del brazo al astrólogo, que obedeció de mala gana
á la violencia que se le hacía.--¡He aquí el hombre! salió diciendo
entre dientes detrás de Villena, que á pasos precipitados se lanzó
fuera del aposento. Inventa recursos, Abenzarsal, añadió hablando
consigo mismo, imagina arbitrios para engrandecer á un ser débil y de
carácter indeciso, y él mismo derribará la obra que hayas edificado.
¡Remordimientos, remordimientos dos hombres! Sin embargo, si mueren por
una hermosa, la hermosa al saber su muerte la colgará como trofeo en el
altar de sus conquistas, y volverá los ojos á emponzoñar tranquilamente
con sus nuevas sonrisas y desdenes la existencia de un tercero. ¡Y
nosotros entretanto con remordimientos!
Mientras esto pasaba en la cámara de don Enrique de Villena, caminaban
hacia el soto de Manzanares con el mayor silencio nuestros dos
competidores. El hidalgo, al salir por la puerta del cubo de la
Almudena, se había vuelto á Macías, que lo seguía con la indiferencia
y serenidad de un hombre que nada espera y que está por consiguiente
dispuesto á todo, y le había dicho: «Caballero, mientras más apartados
de la población, reñiremos con más libertad». Al decir estas palabras,
que fueron sin duda oídas, aunque no contestadas, hizo un ademán con
la mano dando á entender que debían seguir algún trecho más adelante
camino de la casa del Pardo, que á la sazón edificaba don Enrique el
Doliente en medio del famoso soto. Macías manifestó su asentimiento á
tal proposición siguiéndole á pocos pasos. Así anduvieron largo trecho,
conservando siempre entre sí igual distancia y el mismo silencio;
parecían en medio de la oscuridad dos troncos cortados á igual altura,
que movidos de impulso extraordinario se trasladaban á otro punto,
por entre sus muchos lozanos compañeros, que desafiaban á las nubes
con sus altas copas, por cuyas ramas pasaba agitándolas y susurrando
tristemente el viento de las vecinas sierras. Por fin, llegaron á
una especie de plazoleta formada por los leñadores, que habían hecho
su carga en aquel paraje derribando algunos arbustos y matorrales.
Paróse al entrar en ella el hidalgo, miró en derredor, y dando con
el pie en el suelo y desembozando su corto capotillo, «_Aquí_, dijo
con voz alterada por la cólera, _aquí_». Imitó el doncel su acción;
y desenvainando su espada sosegadamente, esperó á que lo acometiera
su contrario con resuelto continente. Desenvainó la suya también el
escudero, pero antes de proceder al combate cruel que los esperaba:--No
creo inútil, dijo al doncel, que fijemos los pactos de nuestro duelo.
En primer lugar, deseo preguntaros si tenéis noticia de una música
que se dió no hace muchas noches al pie de la ventana de mi señora la
condesa de Cangas y Tineo.
--Sí, contestó Macías secamente. Defendeos.
--Esperad. ¿Y sabéis quién era el músico?
--No me creo obligado á contestaros, repuso Macías en el mismo tono,
volviendo á hacer ademán de dar principio al combate.
--¿Y queréis decirme quién era la dama enlutada que acusó esta mañana
en pública corte á mi señor el conde?
--Los mismos datos tenéis para conocerla que yo.
--¿Qué motivos tuvisteis para abrazar su defensa?
--Los que creí justos.
--¿Cómo os he encontrado solo con ella en el laboratorio del judío?
¿Sabéis que soy su esposo?
--He dicho una vez por todas que no me creo obligado á responderos. No
acostumbro á sufrir interrogatorios.
--No me podréis negar que una entrevista de esa especie supone
relaciones que mi honor...
--Vuestro honor está ileso. Vuestra esposa inocente.
--Probádmelo.
--Con la punta de mi espada, al momento.
--¿No tenéis, pues, otras pruebas?
--Para hablar, hidalgo, no necesitábamos habernos apartado tanto de
Madrid.
--Decís bien, repuso el hidalgo, en quien la ira crecía más y más en el
corazón con cada respuesta del arrogante mancebo; vengamos, pues, á los
pactos de nuestro duelo. El que venza...
--El que venza, dijo Macías irritado ya por la tardanza, enterrará al
otro, ó lo dejará, si le parece mejor, para pasto de los cuervos de
Castilla.
--Si le venciese, empero, sin matarle, podrá imponerle...
--Os prevengo, hidalgo, que no me venceréis sino matándome. Por lo
demás, recordad que no estáis armado caballero, y cuando me sujeto á
reñir con vos, no puede haber pacto por consiguiente entre nosotros.
--No estoy armado, pero soy hidalgo. Por no haberla recibido no
desconozco la orden de caballería...
--Probadlo, pues.
Bien vió el hidalgo que en balde intentaría obtener de su adversario
más amplias explicaciones. Meditó un momento buscando en su imaginación
algún medio que pudiera hacerle conocer si era realmente tan culpada
su esposa como él lo había imaginado, ó si habría procedido de ligero;
pero no hallando ninguno, y temiendo, por fin, que sus dilaciones
diesen motivo al doncel para dudar de su valor, púsose en actitud
de acometer sin proferir más palabra, y dentro de pocos instantes
sonaban ya las espadas cruzándose con desapacible y temeroso ruido. La
oscuridad no permitía una defensa tan hábil como la exigía la seguridad
de cada uno; pero en cambio podemos decir que realmente entrambos á
dos tiraban más bien á ofender al contrario que á resguardar su propia
vida del contrapuesto acero. Por otra parte los dos manejaban las armas
y las conocían perfectamente. Imposible nos fuera enumerar y describir
los golpes que se tiraron y las heridas que recibieron: nada dicen de
esto las leyendas. Lo único que podemos asegurar como si lo hubiéramos
visto, es que á poco rato de encarnizada refriega se hallaba ya tinto
el suelo en más de un paraje con la roja sangre de los combatientes.
Ni una palabra se oía; ni una exclamación involuntaria que exhalaba
alguno al sentirse herido, ó al conocer que su estocada había dado en
el cuerpo del contrario, y el aullido de algún lobo, que al ruido del
hierro huía precipitadamente todo espantado del sitio del combate, era
el único rumor que en gran trecho á la redonda se percibía.
De allí á poco, parándose de pronto el doncel y clavando en tierra la
punta de su espada:--Hidalgo, dijo en voz baja, teneos: ¿no habéis oído
algo?
--Nada, respondió el hidalgo cesando de pronto en el acometer.
--Imaginé haber oído pies de caballos en el camino inmediato, y aun
si mi oído no me engaña, pasos de alguna persona entre esos espesos
matorrales.
--Alguna fiera que busca su guarida. ¿Estáis cansado?
--De vivir y de que me resistáis. Espero que no podré temer una
emboscada ni...
--¿Qué decís? ¿no hemos salido juntos?
--Perdonad.
--¿Estáis herido?
--No, contestó Macías con voz que reprimía el dolor, tal vez, de los
golpes recibidos. No es vuestra la herida que me duele.
--Ahora creo yo oir gente, dijo á su vez Fernán; sintiera que nos
interrumpiesen.
--¿Interrumpir, hidalgo? ¡Ea! acabemos de una vez. Á buen tiempo
llegan; enterrarán al vencido.
--Acabemos, respondió Fernán.
Y volvieron con nuevo furor al interrumpido combate, no ya como hasta
entonces batiéndose según las reglas de la caballería, y atacando y
respondiendo. Alzadas á un tiempo mismo las espadas, descargábanlas
simultáneamente, sin cuidar más de la defensa que si tuvieran dos
vidas. Iban á acabarse muy presto uno á otro, pues que si bien Macías
llevaba indudablemente ventaja en el manejo de las armas, la oscuridad
y su rabia no le permitían usar de ella, y el hidalgo reñía con celos.
La casualidad empero quiso que Hernán Pérez al arrojarse sobre su
adversario pusiese el pie en un paraje del suelo humedecido con la
sangre que ambos habían perdido, y por lo tanto resbaladizo: no bien le
había sentado, cuando el mismo impulso que su cuerpo llevaba le hizo
venir á tierra á los pies del enfurecido doncel. Vencedor ya éste,
dirigió la punta de su espada al rostro del caído.--¡Sois muerto! le
gritó; pero al mismo tiempo una mano, más fuerte que las manos unidas
de diez hombres, asiendo del brazo del vencedor, no sólo le detuvo en
su mortífero intento, sino que levantándole en el aire le apartó largo
trecho del sitio de la pendencia con la misma facilidad que lleva el
viento un ligero copo de nieve de una parte á otra. No volvía el doncel
de su aturdimiento, ni acababa de entender el caído hidalgo cómo le
duraba la vida todavía.
Oyóse al mismo tiempo gran ruido de caballos que se abrían paso por
entre la espesura de la selva.--¡Aquí están, decían unos á otros,
aquí!--Llegándose en seguida dos de los jinetes, que para alumbrarse
traían teas en la mano, al que en el suelo yacía, iluminó su rostro el
resplandor, y no debía de estar muy bien parado según lo indicaba su
extrema palidez; probó á levantarse al sentir sobre sí aquella máquina
de gentes extrañas, pero inútilmente: el terrible golpe que acababa
de llevar, cayendo cuan largo era, había abierto más sus heridas, y
así permaneció en tierra esperando en silencio el desenlace de aquella
extraordinaria interrupción. Macías en tanto buscaba con los ojos,
por todo lo que alcanzaba á ver á la luz de las teas, el atrevido que
había osado apartarle de aquel modo tan incivil como peregrino de su ya
conseguida victoria; pero en cuanto los de las teas hubieron reconocido
al hidalgo y á su contrario, matando las luces de repente:--El caído
es Fernán Pérez, dijo el que parecía principal de ellos; el otro el
doncel.--Y no bien hubo acabado estas palabras, cuando precipitándose
tres jinetes sobre el doncel, que se dirigía ya hacia ellos con el
objeto de reconocer qué gente fuese, desenvainaron las espadas y
comenzaron á acometerle todos á una con la ventaja de los caballos y
con la de gente no cansada ya como él de pelear. Amparó Macías en tan
inminente peligro sus espaldas del tronco de un árbol, y defendíase
como un león acosado á la puerta de su caverna por una manada de
hambrientos lobos.
--Date, le gritó uno de los tres: no queremos tu vida, sino tu persona.
--Jamás, cobardes, les gritó Macías defendiéndose con bizarría, y
á los primeros golpes acertó á dejar á uno desmontado hiriéndole
peligrosamente el caballo. Los compañeros, que vieron tan indeciso el
combate, acudieron en número de otros tres al auxilio: y era evidente
que Macías no hubiera podido resistir mucho tiempo á lucha tan desigual.
--Date, repitió el mismo que había hablado al ver llegar el socorro,
date ó eres...
No pudo acabar la frase, porque dió consigo en tierra desde el caballo,
con no poca admiración del doncel, que entretenido con otro, no había
podido ofender al que hablaba. Igual suerte tuvo de allí á un momento
el que más acosaba á Macías.
--¡Mueren por sí solos mis enemigos! exclamó Macías. Villanos,
prosiguió cobrando ánimo con la invisible protección que el cielo le
daba, rendíos, y decid quién sois, y qué intento os ha traído. Si sois
salteadores...
--¡Muera! dijo uno de los tres que le quedaban acometiendo: ¡muera!
Yo daré cuenta de su muerte. Él ha muerto á tres de los nuestros.
Abalanzóse sobre él Macías, pero antes de que su espada hubiese llegado
á tocarle:--¡Cielos! exclamó el desconocido: ¡soy muerto! y cayó cuan
largo era.
Al oir esta exclamación tan inesperada, llenos de terror sus compañeros
dieron á correr gritando:--¡Es hechicero! ¡es hechicero! ¡el diablo le
defiende!
Arrojóse tras ellos Macías, pero conoció que sería vano intento querer
alcanzarlos; detúvole en aquel punto la misma mano que parecía haberle
salvado aquel día de tantos peligros.
--¿Quién eres? iba á decir Macías á su invisible protector, cuando una
voz ronca que parecía hablar sola en medio de las tinieblas dijo con
reposado continente:
--¡Voto va! dejad ese venado, que ni sirven esas piezas para yantar,
ni menos para vestir. El montero de ley no ha de cazar nunca raposas
cuando puede cazar venado más noble.
--¡Cielos! exclamó Macías: ¿eres tú, Hernando? ¿Es á ti á quien debo
esta noche la existencia acaso?...
--¡Por Santiago! Yo creí que ya sabía mi amo el doncel Macías que donde
está la fiera, allí está Hernando.
--¡Hernando! exclamó Macías arrojándose en sus brazos.
--Vaya, dejemos eso. Si esta noche me debéis la vida, yo os la estoy
debiendo todo el año, pues me mantenéis. ¡Voto va! ¿y qué pieza era esa
que estaba ahí tendida?
--Hernando, me recuerdas mi deber; busquemos á ese desgraciado. Está
vencido, y debemos dar treguas al rencor.
Pusiéronse á buscar en seguida al hidalgo, pero inútilmente.
--¡Ésta es buena! dijo Hernando. Los pícaros lo han llevado. ¡Bella
presa! ¿No dije yo, señor, que no podía salir nada bueno de ese
astrólogo? Á mí líbreme Dios de hombre que no caza. En su vida ha
cogido un venablo.
--¡Ea! Hernando, esas reflexiones son para otro lugar; puesto que el
hidalgo no parece, y que nosotros cumplimos ya con nuestro deber,
partamos. Necesito curar mis heridas...
--¿También eso? vamos, señor: ¡vive Dios! Hernando quiere que lo
monteen á él si vuelve á suceder mientras estemos en esta maldita corte
que se separe un punto de su amo y señor.
Concluida esta imprecación hicieron otro rebusco por si á una parte
ú otra podrían encontrar vivo ó muerto el escudero. Y yendo apoyado
Macías en su fiel montero por el dolor que empezaban á causarle las
heridas, tomaron en seguida el camino de Madrid, por el cual ningún
vestigio habían dejado los de los caballos, si es que por él habían
pasado.

* * * * *


CAPÍTULO XXIII

¿Qué mal tenéis, caballero?
¿Queredes me lo contare?
¿Tenéis heridas de muerte?
¿Ó tenéis otro algún male?
--Hame herido Carloto,
Su hijo del emperante,
Porque él requirió de amores
Á mi esposa con maldade;
Porque no le dió su amor,
Él en mí se fué á vengare,
Pensando que por mi muerte
Con ella había de casare.
_Rom. del marqués de Mantua y Valdovinos_

Cuando Elvira fué sacada de la mano por el astrólogo fuera de su
cámara, á la inesperada entrada de Fernán Pérez de Vadillo, apenas
tuvo tiempo aquél de indicarla que habiendo informado ya á su alteza
de sus circunstancias, la daba éste licencia para restituirse á su
habitación tranquilamente hasta el día en que, realizándose el combate,
hubiese de concurrir á sostener en el juicio de Dios su acusación, por
medio de sus pruebas ó del esfuerzo del caballero que había escogido
por campeón. Pero por una parte ella esperaba ya este resultado, y
por otra el sobresalto en aquel primer momento no podía dar lugar á
la reflexión; así que, huir debió ser su primer cuidado. En realidad
ninguna de las acciones de Elvira era culpable: por un exceso de
amistad poco común, y animada del espíritu caballeresco y reparador de
agravios que se dejaba sentir tan generalmente en aquella época, se
había lanzado á un acto de generosidad que nadie podía reprocharle con
razón fundada. Conociendo que no podía vengar á la condesa, ó descubrir
su suerte y paradero sin ofender al conde, de quien al fin era escudero
su esposo, un principio de delicadeza le había inspirado la idea de
ocultarse, á lo cual se había añadido otra importante consideración: no
conocía en la corte de don Enrique caballero tan valiente ni generoso
como Macías á quien dirigirse para que amparase su debilidad contra
el enemigo que iba á granjearse; pero era demasiado perspicaz para
no conocer cuán falsa era la posición en que estaban uno respecto de
otro, demasiado virtuosa para no tratar de huir de toda la ocasión en
que pudiese aventurar aquél verbalmente una declaración que ya tantas
veces le habían hecho sus ojos con su elocuente silencio. En este
asunto no había, pues, en sus acciones otro delito ostensible contra
su esposo sino aquella especie de reserva que con él había guardado;
reserva tanto más disculpable cuanto que á no haber sido por la intriga
del astrólogo, enteramente independiente de Elvira, y que no podía
por consiguiente haber entrado en sus planes, le hubiera salido á
medida de su deseo, puesto que sólo se hubiera sabido que era ella la
acusadora, del modo que sabemos haber estado en un baile de máscaras
una persona á quien creemos haber conocido, pero que no se descubrió
nunca en él, y que niega constantemente su asistencia; lo cual no es
saber las cosas, sino dudarlas. El que su esposo la hubiese encontrado
sola con el doncel en el laboratorio del químico, ella sabía, y el
lector sabe perfectamente, que no podía ser argumento contra ella. Pero
el lector sabía acaso una cosa que Elvira no sabía por lo visto, ó que
no había reflexionado bastante, y es que no hay posición más falsa que
aquella en que se pone una persona al guardar secretos para otra que
tiene derecho á exigir una total franqueza. El misterio hace aparecer
culpables las cosas más inocentes, y por otra parte es fuerza confesar
que si las acciones de Elvira no eran culpables, acaso no podía ella
decir otro tanto de sus pensamientos, por más que procurase sofocarlos
de continuo; y cuando nosotros mismos nos reconocemos culpados, de nada
sirve para nuestra tranquilidad que nos tenga el mundo por inocentes.
Si sólo hubiera abrigado Elvira indiferencia con respecto á Macías,
no se hubiera creído perdida al ver entrar á Vadillo; de lo cual es
forzoso inferir: primero, que Elvira huyó de sí misma, creyendo huir
de su esposo; y segundo, que para ser malo es preciso serlo del todo:
una mujer menos virtuosa que Elvira en todo este desgraciado asunto no
hubiera comprometido ella misma su seguridad, porque hubiera calculado
más y dominado mejor sus emociones.
Su primer pensamiento fué huir sin saber adónde; pero á poca distancia
del aposento de Abenzarsal ofreciéronse á su imaginación las
reflexiones todas que hubieran debido ocurrírsele un momento antes:
era inocente; declararía á su esposo francamente su posición, y esta
franqueza le granjearía más y más su aprecio. ¿Y adónde podía dirigir
sus pasos sino á su habitación? Cualquiera otro partido hubiera sido
indisculpable. Llena de la idea de que en último resultado nada podía
echársele en cara, pues que había sabido resistir á las seductoras
palabras del doncel, y nada había en su conducta verdaderamente
reprensible, dirigióse á su departamento, no sin luchar algún tanto, y
aunque á su pesar desventajosamente, con el recuerdo perseguidor del
diálogo que acababa de tener con un hombre más peligroso de lo que ella
pensaba para su tranquilidad. Habíanla seguido sus dueñas, inquietas al
notar su zozobra é indecisión.
Quitáronla el manto en cuanto llegó y el antifaz, y pudo entregarse ya
más libremente á reflexionar sobre su verdadera posición.
La primera idea que entonces le ocurrió fué el riesgo de un próximo
rompimiento en que había dejado á Macías y á su esposo. Segura
empero de que en nada había ofendido á este último, é ignorante al
mismo tiempo de las sospechas y recelos que le atormentaban de algún
tiempo á aquella parte, no creyó que lo ocurrido pudiese ser motivo
suficiente para comprometer su existencia; á lo cual se agrega la
reflexión de que á aquellas horas y en aquel sitio tan inmediato á
la cámara de su alteza no era posible que se enredasen de palabras
hasta el punto de realizar sus temores; y para el otro día se prometía
haber desvanecido ya todo género de duda en el corazón de Vadillo con
respecto á su conducta, porque en esta materia las mujeres suelen
contar siempre demasiado con los recursos que concedió el cielo á su
sexo, naturalmente fascinador y artificioso. Más serena con estas
reflexiones, esperó la llegada de su esposo con toda la tranquilidad
que en su posición cabía, si bien sin hacer caso de las continuas
interrupciones con que el pajecillo cortaba de cuando en cuando el
hilo de su meditación. Viendo éste por fin que eran inútiles cuantos
recursos empleaba para distraer á la melancólica Elvira, y que tampoco
estaba ésta por entonces de humor de descargar en su pecho el peso de
sus secretos, decidióse á guardar silencio, esperando otra ocasión más
propicia de averiguar las penas que debían afligir á su hermosa prima.
Retiróse con mal humor á un rincón de la pieza por ver si le llamaba
al cabo de un rato de desvío; pero no habiendo surtido tampoco efecto
alguno este inocente arbitrio, quedóse al cabo de un rato profundamente
dormido con aquel sueño que tan fácilmente se toma como se deja en
aquella feliz edad de la vida que nuestro paje alcanzaba. Mucho tardó
en llegar el momento tan deseado y temido al mismo tiempo de Elvira;
pero cuando por fin después de horas enteras de ansiosa expectativa
vió á su esposo, ¡cuán distinto le vió de lo que esperaba!
Abrióse la puerta de la cámara, y lo primero que se ofreció á la vista
de Elvira fué Fernán, llevado en brazos de dos siervos del conde de
Cangas y Tineo. Apenas creía á sus ojos; pero cuando no pudo rechazar
por más tiempo la horrible realidad, arrojóse hacia él exhalando un
¡ay! que salía de lo más hondo de su corazón, y que hizo abrir al
herido los ojos lánguidamente, si bien volvieron á cerrarse casi en el
mismo instante. ¡Vive, vive! exclamó la desdichada esposa reparando
su movimiento, y llegando sus labios á los suyos para reanimar su
amortiguada vida. Dirigió en seguida á los que le traían mil preguntas,
que se sucedían tan rápidamente unas á otras que apenas dejaban
entre sí espacio para las respuestas. ¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó
medio informada ya de lo ocurrido. ¡Hernán Pérez! ¡Querido esposo!
Estrechábale en sus brazos, regaba el pálido rostro de Vadillo con sus
ardientes lágrimas, cogía una de las manos del herido entre las suyas,
acercaba éstas otra vez á su corazón por ver si palpitaba todavía... en
una palabra, en aquel momento Macías entero había desaparecido de su
imaginación: su esposo herido, bañado en su sangre, moribundo, acaso
por su imprudencia, la ocupaba toda. Toda lucha había desaparecido, y
el más débil, el más necesitado triunfaba entonces en su corazón de
mujer.
Dejémosla entregada á su acerbo dolor, y al tierno cuidado del doliente
hidalgo: otros personajes de nuestra historia reclaman por ahora
nuestra atención. Con respecto al caballero, no había salido tan mal
parado de la refriega, pero no dejaban de reclamar sus heridas algún
cuidado. Apoyado en el brazo del tosco montero llegó á las puertas
de Madrid y alcázar poco después que su adversario. Introducido en
su cuarto, salió Hernando inmediatamente á buscar un maestro en el
arte de curar, como se llamaba entonces generalmente á esos seres de
suyo carniceros que llamamos en el día cirujanos, el cual maestro
declaró que ninguna de sus heridas era mortal, con tanta seguridad y
un tono tan decisivo como si él efectivamente lo supiera. Aplicóle
las yerbas que más convenientes le hubieron de parecer, y por esta
vez hubiera sido notoria injusticia dudar un solo momento de su
ciencia. Corrióse por la corte al punto que el doncel favorito de
su alteza, á quien nadie conocía en lo distraído desde su vuelta de
Calatrava, había tenido un duelo singular en el soto de Manzanares,
de cuyas resultas debía guardar el lecho por algunos días. Y en
atención á que el escudero de don Enrique de Villena había necesitado
también los auxilios del arte, y se hallaba igualmente en cama, no
se dudó un momento que hubiese sido entre los dos el ruidoso duelo.
Ahora bien, sabido esto, no era difícil que la pública maledicencia
añadiese alguna particularidad notable á las circunstancias de la
desavenencia, y que tratase de hallar el verdadero motivo de ella.
Algunos de los enemigos del conde de Cangas no necesitaron más para
asegurar que éste, cuya natural prudencia era pública, tratando de
evitar la necesidad siempre desagradable de responder á la acusación
intentada contra él, y sostenida por el doncel, había determinado á
su escudero á acometer á aquél, acompañado de otros varios, una tarde
que había salido á halconear por el soto de Manzanares; relación á que
daba bastante verosimilitud la circunstancia de haber vuelto Hernán
en brazos de algunos siervos del de Villena. Otros sin embargo de
los amigos de Macías, que habían notado su singular aislamiento, su
profunda tristeza, y que habían creído interceptar en varias ocasiones
algunas miradas de rencor dirigidas por el doncel á Vadillo, y que
recordaban con este motivo una serenata dada cierta noche á los pies
de las habitaciones de la condesa, no se sabía por quién, tuvieron
lo bastante para decir que el doncel había puesto los ojos en cierta
dama, cosa que no le había parecido bien, según ellos, al hidalgo, que
aunque no era caballero, era marido, y según malas lenguas un si es
no es celoso. Á esta versión daba algún peso tal cual sonrisa maligna
que el judío Abenzarsal había dejado escapar en algunos corrillos de
la corte, donde se había referido el duelo singular. El propalar estas
especies no era en verdad servir amistosamente la pasión de Macías, ni
hacer gran favor á la buena opinión y fama de Elvira; pero hay autores
que aseguran que la amistad no excluye la envidia, de donde infieren
que las conversaciones de los amigos no son siempre las más favorables.
Nosotros, que estamos lejos de participar de esta opinión arriesgada,
creemos más bien que algún amigo de Macías sospechó aquella explicación
como la más satisfactoria y natural sobre el lance ocurrido: éste en
confianza comunicaría su idea á algún otro amigo, quien la trasladaría
á otro bajo la misma fe del secreto, de cuyo modo fué corriendo la
noticia, y como somos defensores acérrimos de los amigos, en los cuales
creemos como en nuestra salvación, nos atrevemos á asegurar que al
repetirse sus conjeturas de boca en boca, siempre irían acompañadas de
aquellas expresiones cariñosas, tales como: «¡Pobre Macías! ¿Sabéis
que el desafío fué por Elvira?--¿Qué decís?--Sí, no lo digáis; pero es
indudable: está perdido de amores por ella, y es lástima ciertamente»,
y otras semejantes, que descubren á cien leguas la más pura amistad
hacia el objeto de tales conversaciones.
Lo cierto es que esas voces corrieron, y como fieles historiadores
nos creemos obligados á asegurar, porque lo sabemos de buena tinta,
que ni Macías ni el hidalgo pudieron dar lugar á ellas. Aquél estaba
harto interesado en guardar el más rigoroso silencio sobro punto tan
delicado, y á éste no podía convenirle en manera alguna poner en claro
la causa verdadera del desafío; pues tan de cerca tocaba al honor de su
esposa. El mismo Enrique III tentó más de una vez el vado con Macías,
usando de las expresiones más afectuosas, pero nunca pudo recabar nada
de él, y otro tanto sucedió con el hidalgo, á quien quiso arrancar el
conde de Cangas y Tineo la confesión de aquello mismo que él sabía ya
demasiado bien por el astrólogo judiciario.
Por lo que hace á éste y al ilustre colaborador de su funesta
intriga, ya habrá conocido el lector que después de los escrúpulos
que habían atormentado, como arriba dejamos dicho, al indeciso conde,
habían salido ambos con varios criados en busca de los desafiados,
con el intento de salvar al escudero del peligro que le amenazaba
peleando con tan acreditado caballero como era Macías, y de hacer
desaparecer á éste de la corte, apoderándose de su persona, como en
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