Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 33

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Que por librar tal persona
Á más que esto era obligado.
_Rom. de Sepúlveda_

Cuando Ferrus, encargado por el conde de Cangas y el astrólogo de la
prisión del enamorado Macías, pensó albergarse en la hostalería del
complaciente Nuño, no fué ciertamente porque no hubiese en el castillo
albergue digno de él.
Es fuerza remontarnos más al origen de las cosas para explicar de un
modo satisfactorio esta singularidad.
Fácilmente comprenderá el lector, impuesto ya en los diversos
caracteres sobre que gira nuestra narración, que necesitando los
dos autores de esta intriga el mayor secreto, sólo podían fiar tan
importante comisión al que ya estaba forzosamente en él: el reparo
de la falta de valor no podía tener en este caso mucho peso, porque
habían de acompañarle otros, los cuales sólo sabían que debían prender
á un hombre, sin saber quién fuese; y para mandar á estos y aprisionar
con ellos á un caballero que salía descuidado de una cita amorosa
no se necesitaba un gran fondo de arrojo y determinación. Por otra
parte, Ferrus era hombre fríamente malo y cruel: ¿quién podía, pues,
desempeñar mejor que él la inexorable comisión que se le confiaba?
Lográbase además de este modo la ventaja de apartar de la corte al
único hombre que podría en un caso adverso comprometer al conde, y la
de tener en el castillo un ente capaz de cualquier acción determinada
si llegaba ocasión apurada en que estorbase la existencia del preso.
Combinadas estas diversas circunstancias, sólo quedaba que pensar en
ligar el interés de Ferrus al feliz éxito de la expedición de una
manera que hiciese imposible toda traición. El conde para esto creyó
que no podría haber medios mejores que la gratitud por una parte y la
esperanza del premio por otra; así, decidió hacer libre á su siervo y
loco favorito. Quitóle el collar de metal que en seña de servidumbre
llevaba, é hízole de su siervo su vasallo. Con extraordinario placer
renunció Ferrus á su bonete de sonajas de juglar, y al molesto oficio
de divertir con bufonadas á sus superiores; y sus sentimientos de
fidelidad llegaron á tocar en un acendramiento difícil de explicar,
ni menos de igualar, cuando el conde le manifestó que le hacía libre
entonces para confiarle la alcaidía del castillo de Arjonilla;
añadiéndole, que si desempeñaba fielmente este importante cargo, no
pararía en esto solo su favor. Bien entrevió Ferrus, por consiguiente,
que toda su prosperidad futura dependía de que Villena saliese con el
maestrazgo; y siendo eso imposible si se llegaba á probar algún día
que don Enrique había muerto á su esposa, hizo firme propósito Ferrus
de consentir primero en que le hiciesen pedazos que en dejar la menor
esperanza de salvación al asegurado doncel. Su muerte en último caso
hubiera sido para él una grandísima friolera puesta en balanza con su
futura grandeza.
El lector sabe que, merced á la tenacidad de Elvira, se había logrado
la industria del astrólogo con más felicidad aun que lo que él podía
nunca haber esperado, si bien había contado siempre con la ventaja que
le ofrecía el haber de bajar el doncel de la reja alta de una manera
que impedía toda defensa. Llevó á Arjonilla unas instrucciones del
conde, severas sí, pero no sanguinarias, y otras del judío aplicables
á todas las circunstancias que pudieran ocurrir, y un tanto menos
escrupulosas, porque éste se hallaba ya tan interesado como Ferrus en
la grandeza del conde, y sumamente ligado á sus intrigas por el peligro
que corría si llegaba á descubrirse algún día la horrible maquinación
en que no había tenido él la menor parte.
No se había previsto, empero, una circunstancia bien temible. El
conde, que había tenido grande interés en que su castillo de Arjonilla
estuviese de algún tiempo á aquella parte bajo la custodia de alguno
de sus más allegados servidores, por razones que él se sabía, y que
algún día sabrán nuestros lectores, había confiado su alcaidía á su
camarero Rui Pero, de quien no hemos vuelto á hablar por esta causa.
Éste era hombre duro y fiel: por lo tanto suspicaz é irascible. No
pudo, pues, sentarle bien la orden que le intimó Ferrus en nombre del
conde, su común señor, ni menos el imperio y mal entendida arrogancia
con que se la oía prescribir á un hombre que acababa de salir de la
nada; á un siervo cuyo collar de metal acababa de romper su amo, y
cuyas sonajas de azófar y bonete de loco estaban todavía demasiado
recientes en la memoria del noble camarero para que le pudiese inspirar
respeto ni estimación el que venía á ocupar su mismo destino, con
desdoro de su clase y prerrogativas. Mandábale á decir el conde que
siendo necesaria su asistencia á su lado, sólo tardase en ponerse
en camino para Otordesillas, donde debía encontrarle con la corte,
el tiempo indispensable para hacer entrega del castillo al nuevo
alcaide, y enterarle de cuanto él se figurase que conducía á su mejor
servicio. Rui Pero, llevado de su mal humor, no perdonó medio alguno
de inspirar terror á Ferrus acerca de la responsabilidad que sobre sí
acababa de tomar, y de las dificultades que ofrecía la conservación
del castillo de un secreto tan inmediato á población, y en que si era
fácil impedir la entrada á los extraños, no lo era tanto estorbar que
tuvieran los de dentro alguna comunicación con los de fuera: insistió
bastante además en la fama que de encantado tenía el castillo, y en
lo que de él contaban los habitantes, cosa que no contribuyó en nada
á tranquilizar el ánimo de Ferrus, ya de suyo naturalmente enemigo de
encantos y prodigios. Deseoso de averiguar si debería temer ó no cuanto
en el particular Rui Pero le refería, determinó dormir una noche en la
hostelería del pueblo, así para averiguar á punto fijo el fundamento
que podrían tener aquellas tradiciones, que cual telas de araña se
adhieren siempre á los edificios viejos, como para escudriñar si se
había traslucido algo entre los habitantes de Arjonilla acerca de los
misteriosos secretos que encerraba á la sazón la antigua hechura del
amante de Zelindaja, y acerca del objeto de su propio viaje. Ésta era
la verdadera causa de aquella extravagancia.
No bien se había despertado Ferrus, cuando tenía ya á la cabecera de su
cama al complaciente Nuño con la montera en la mano, y con un _como
gustéis_ siempre asomado á los labios para salir á la menor indicación
del huésped. Entablóse entre ambos mientras que Ferrus se vestía un
diálogo, que por lo largo é inútil á nuestro propósito, perdonamos á
nuestros lectores con el interesado objeto de que nos perdonen ellos
á nosotros cosas de mayor monta y trascendencia. Baste decir que por
él pudo Ferrus formar una exacta idea de su verdadera posición, y no
le hubo de parecer tan mala como Rui Pero se la había pintado, porque
decidió volver inmediatamente á su castillo; y aun hizo propósito de
darse por encargado y enterado de todo lo más pronto posible; pues bien
se le alcanzaba que el disgusto y mal humor del camarero sólo podía
resultar en daño de la intriga de su amo.
Tuvo el hostalero, prevenido por Peransúrez en la madrugada del
mismo día, el buen talento de no hablar á Ferrus de la imprudente
conversación tenida en público la noche anterior en su cocina después
de haberse él recogido, y Hernando, á quien importaba no ser conocido,
de Ferrus sobre todo, se mantuvo oculto hasta que supo que había
regresado al castillo el ex-juglar, pagada ya la cuenta de su gasto,
aunque no tan opíparamente como el hostalero esperaba, cosa que se supo
porque al despedirse Ferrus de él, díjole:
--Dios os prospere, y os dé, buen Nuño, lo que más os convenga. Y se
notó que Nuño no le había respondido el _como gustéis_ de ordenanza.
Esta observación de los historiadores del tiempo, que hablan con
toda profundidad del lance, es tan justa, que cuando Nuño habló con
Peransúrez, después de la partida de Ferrus, no sólo no insistió en la
apuesta, sino que se inclinó ya, por cierta antipatía que había nacido
en su corazón repentinamente contra Ferrus, á la parte del emprendedor
montero; diciéndole entre otras cosas que tendría un placer singular en
que se jugase una pasada que metiese ruido al señor alcaide nuevo del
castillo del Moro, por su arrogancia y su petulante continente.
No echó Peransúrez en saco roto esta buena predisposición al mal del
hostalero, y reuniéndose á toda prisa con Hernando, procedieron á dar
el paso que en su deliberación de la noche anterior les había parecido
más conducente y atinado para el logro de su arrojado intento.
Entre tanto era varia la posición de los habitantes del castillo.
En los patios interiores divertían sus ocios tirando al blanco ó
bohordando hombres de armas, á quienes estaba confiada su defensa y
custodia; algún grupo de ballesteros ó archeros pacíficos discurrían
más apartados acerca de la singular reserva que reinaba en todas las
operaciones de aquel edificio verdaderamente mágico, porque no eran
todos sabedores de lo que encerraban sus altas murallas. Algunos sí
sabían que habían traído ellos mismos un prisionero por ejemplo, pero
ni sabían quién era, ni le habían vuelto á ver. Tales habían sido
y eran las precauciones observadas sabiamente por los principales
emisarios del conde.
Había sido colocado el nuevo huésped en una sala baja incrustada,
digámoslo así, en el corazón de una mole de piedra, que esto y no otra
cosa era cada paredón del castillo. No tenía más adornos que el que le
proporcionaban algunas telas de araña, indicio de la poca consideración
con que al caballero se trataba, y varios informes lamparones que
dibujaba la humedad con caprichosa desigualdad en las desnudas paredes
de aquel calabozo. Hacía más horrorosa la prisión un rumor monótono
y profundísimo, muy semejante al que produce el brazo de agua que
sale de la presa de un molino, que rompe por entre las guijas de una
cascada, ó que se desprende de un batán. El que haya tenido alguna vez
la desgracia de verse privado de su libertad en una oscura prisión,
oyendo día y noche el acompasado golpeo de un reloj de péndola, será el
único que pueda apreciar la situación del doncel, condenado á aquel
tristísimo son. No recibía más luz aquel cavernoso nicho que la que le
prestaba en los días más claros del año un agujero redondo y cerrado
con cuatro hierros cruzados, y practicado en la parte más alta del
muro. Hallábase situado á orilla de una zanja, hecha á lo largo de la
muralla interior: por la zanja corría, produciendo el rumor que hemos
descrito, un residuo del torrente, que llenaba con sus aguas el foso
exterior del edificio, y entre la zanja y la muralla interior había una
ancha y espaciosa plataforma. Era preciso, pues, pasar la zanja desde
la plataforma para entrar en la prisión destinada al doncel; pero esto
sólo se podía verificar bajando el rastrillo que la cerraba sirviéndole
de puerta. La rara colocación de aquella cueva indicaba que había sido
construida desde luego para encerrar presos de importancia, y á quienes
se quisiese quitar la vida prontamente como represalia, en caso de
hallarse ya tomado el castillo por el enemigo. La situación por otra
parte, su hondura, y el ruido del torrente impedían que pudiese ser
oída en ningún caso la voz del prisionero que en aquella caverna se
encerrase. Casi enfrente de ella venía á caer entre las dos murallas la
torre principal de la fortaleza. Mirando oblicuamente por el agujero
conductor de la luz, que dejamos descrito, divisábanse con trabajo
algunas altas ventanas. Nada se podía ver de día de lo que dentro de
ellas pasaba; pero de noche, cuando reinaba la más completa oscuridad,
veía el doncel una luz arder en lo interior de una habitación, moverse
á ratos, mudar de sitio, desaparecer, y aun producir sombras de
diversos tamaños y figuras, bastantes á atemorizar en aquel tiempo de
superstición un corazón menos determinado que el del doncel; sobre todo
en un castillo que hacían encantado las tradiciones más remotas del
país, y cuyo destino parecía ser realmente el de pertenecer siempre á
seres nigrománticos, como le sucedía á la sazón, que era dueño de él
el conde de Cangas, á quien nadie tenía por menos mago que el amante
de Zelindaja. De noche también, y cuando se columbraban las temerosas
sombras, era cuando solía mezclarse con el silbido del viento y el
ruido de la lluvia, ó el estruendo de la tempestad, una voz aguda y
dolorosa, que era la que tenía espantada la comarca, y la que nuestro
buen Ñuño había oído la noche que se retiraba de su labor, como en
nuestro capítulo anterior dejamos dicho.
Finalmente, otra entrada tenía la prisión del doncel. Una escalerilla
de caracol la ponía en comunicación con una larga galería interior del
castillo; pero una puerta de hierro sumamente pequeña y cerrada por
defuera con pesados cerrojos y candados, cuyas llaves poseía sólo el
alcaide, imposibilitaban por esta parte toda esperanza de evasión. Un
mal lecho había sido dispuesto á ruegos del prisionero en la caverna,
y había conseguido por favor singular que le dejasen el pequeño laúd
que á la espalda como trovador llevaba cuando su cita amorosa. Con él
divertía su amarga posición pulsándole blandamente, y regándole con
sus acerbas lágrimas, los ratos que no escribía en las paredes con un
punzón alguna tristísima endecha, dirigida á la ingrata señora de sus
pensamientos, cuyo rigor le había puesto en tan lastimero trance.
La habitación que por ser la mejor y la más espaciosa se había
reservado el alcaide, y que se habían repartido á la sazón Rui Pero y
Ferrus, se hallaba en el piso bajo de la torre de que hemos hablado. Un
salón anchuroso, adornado con varios trofeos y armas suspendidas en las
paredes, era el departamento principal. Una larga mesa estaba clavada
en medio: el hogar ardía en la cabecera de la sala, y en el extremo
opuesto un aparador ó bufete encerraba la vajilla estilada en aquel
tiempo para el servicio de la mesa.
Al anochecer del día en que nos encuentra nuestra historia, dos
hombres arrellanados en dos grandes poltronas de baqueta española,
la más apreciada entonces en Europa, conversaban tranquilamente uno
enfrente de otro, y separados por la mesa como si hubieran necesitado
de un cuerpo intermedio para no reñir. Así parecía indicarlo su gesto
displicente. El uno era Ferrus. En su rostro brillaba la satisfacción
petulante de un hombre que ha llegado á ocupar un destino superior á
sus méritos y esperanzas. El otro era Rui Pero. Su continente era el
de un hombre por el contrario herido en lo más delicado de su amor
propio por un disfavor no merecido, y habíaselas con el emancipado
juglar como podría habérselas un general acreditado por sus servicios
y conocimientos con un guerrillero á quien hubiese igualado con él la
fortuna.
Una lámpara suspendida del techo iluminaba los rostros de entrambos,
y los iluminaba mejor una alta vasija, cuyo preñado vientre vaciaba
de cuando en cuando en dos anchas copas cierto jugo vivificador que
embaulaban nuestros dos interlocutores á tragos repetidos en su cuerpo
como en un cubo desfondado.
--¿Cuándo pensáis partir, señor Rui Pero?, preguntó Ferrus después de
uno de estos tragos, paladeando todavía el licor de Baco.
--¿Habéis tomado ya, señor juglar, repuso Rui Pero, es decir, señor
Ferrus, alcaide del castillo de Arjonilla, las instrucciones que
habíais menester?
--Estoy tan apto, señor Rui Pero, para desempeñar la alcaidía de este
famoso castillo, como el mejor camarero de Castilla, contestó Ferrus
picado.
--En ese caso, señor tal alcaide, pasado mañana al lucir el alba me
pondré en camino para la corte, si no manda otra cosa vuestra señoría.
--Gracias, señor Rui Pero.
--¿Habéis mandado relevar las centinelas exteriores de la muralla, y
las dos de las torres, y de la galería interior del preso?
--Bien sabéis, contestó Ferrus, que no es eso cargo mío mientras estéis
vos en el castillo. Y espero que no me comprometeréis con mi amo el
señor conde, ni querréis faltar al deber...
--No acostumbro á faltar á mis deberes, señor Ferrus, yo voy por lo
tanto á disponer...
--Esperad. Supongo que seguís con el cuidado de emplear en el servicio
de centinelas los ballesteros que ignoran completamente la calidad do
los prisioneros. De otra suerte...
--No habéis menester suponerlo, dijo apurando su copa Rui Pero; bastará
con que lo creáis á pies juntillas. Además ya habréis conocido que
necesita habilidad para escaparse el preso que tal intente hallándose
encerrado en la prisión de la zanja.
--Sí, según me habéis dicho, no conociendo el secreto del rastrillo,
sólo la muerte sería el resultado de la menor tentativa de evasión.
Admirable construcción la de ese calabozo. ¿Y quién construyó?...
--¡Silencio! dijo Rui Pero al ver entrar un tercero en la sala, y
gozoso de poder dar una lección de prudencia al inexperto Ferrus. ¿Qué
queréis vos? añadió dirigiéndose al extraño.
--Señor alcaide, respondió el faccionario que acababa de entrar, han
llamado al castillo dos caminantes fatigados...
--Á nadie se da hospedaje, repuso Rui Pero mal humorado.
--Lo sé, señor alcaide. Pero advierta vuestra merced que no son
caballeros, ni hombres de guerra. Son dos reverendos padres, que piden
albergue por esta noche.
--¿Y por qué no lo buscan en Arjonilla?
--Parece, señor, que van extraviados, y pasan á estas horas por el
castillo, ignorantes del camino que guía á la población. La copiosa
lluvia que ha engruesado el torrente les obliga á pedir albergue.
--¡Voto va! dijo Rui Pero. Lo más que por ellos podemos hacer es que
les enseñe el camino un hombre del castillo.
--Pero ése, señor, no los pasará en hombros á través del torrente,
repuso el ballestero, temeroso de ser él elegido para aquella comisión.
--Por otra parte, añadió Ferrus, á quien los vapores del vino daban
confianza y determinación, ¿qué peligro hay en albergar dos frailes?
Dios sabe de dónde serán. Esos padres suelen venir de lejos é ir de
paso; muy forasteros deben de ser, pues ignoran que el castillo es
encantado y nada hospitalario. Van de paso.
--Sin embargo, si pudiesen pasar el arroyo... replicó Rui Pero.
--¿Y queréis, dijo Ferrus acercándose al oído del camarero, que nos
expongamos á que pase un hombre del castillo la noche fuera de él, y
suelte la lengua más de lo preciso? Eso es peor...
--Peor, peor... refunfuñó entre dientes el camarero.
--Si gustáis, señor alcaide, dijo el ballestero, se les contestará que
vayan á buscar albergue á otra parte. Ello, la noche es terrible.
--¿Terrible decís? repuso Rui Pero asomándose á una ventana. Sí; parece
que el cielo se derrite en agua. Sería una inhumanidad por cierto.
--No podemos consentir, añadió Ferrus, que dos ministros del Altísimo
queden á la intemperie en una noche...
--En buen hora; que entren, dijo Rui Pero al ballestero, quien se fué á
cumplir la orden.
--¡Voto va! añadió Ferrus: éramos dos y seremos cuatro. Aún queda
vino en esa vasija para otros tantos, y los padres no se desdeñarán
de hacernos un rato de compañía, yendo sobre todo de camino. Todo el
peligro que podemos recelar de los santos varones, señor camarero, es
que nos echen algún sermón en latín que no entendamos: y así como así,
dentro de un rato ya no nos íbamos á entender nosotros dos según la
faena que damos á nuestras copas.
Una carcajada de Ferrus al concluir estas palabras probó que todavía
no había perdido la costumbre, que se había hecho en él naturaleza, de
decir bufonadas á todo trance, á pesar de su nueva dignidad.
De allí á poco entraron humildemente en el salón dos reverendísimos
padres, cuyos hábitos derramaban á hilos el agua, como un paraguas
expuesto por gran rato á la lluvia, y que se arrima á un rincón á medio
cerrar.
Saludáronlos cortésmente nuestros dos amigos, y después de los primeros
cumplimientos los invitaron á que se acercasen para secar sus hábitos
al hogar, donde quedaron mirándose unos á otros largo espacio los dos
opuestos alcaides y los dos bien avenidos frailes.

* * * * *


CAPÍTULO XXXV

Mentides, fraile, mentides,
Que no decís la verdad.
............................
Mató el fraile al caballero,
Á la infanta va á librar:
En ancas de su caballo
Consigo la fué á llevar.
_om. del conde Claros_

Al entrar los dos modestos frailes en la sala, no había dejado de
llamarles la atención el agradable pasatiempo en que entretenían sus
ratos perdidos el antiguo y nuevo alcaide. Habíanse mirado uno á otro
como inspirados de la misma idea, y este movimiento hubiera sido notado
de los defensores del castillo, á no ser porque, no habiendo creído
éstos que tendrían ya visitas con quien guardar ceremonia, habían
menudeado en realidad del tinto más de lo que á su prudencia convenía;
su misma posición les había excitado á beber, y aun hay cronistas que
aseguran que deseosos uno y otro de no tener compañero en el mando,
y demasiado confiado cada cual en su propia resistencia, se habían
animado recíprocamente á beber por ver si conseguían privar al colega;
plan que, merced á la igualdad de sus fuerzas, había resultado en
detrimento de la razón de entrambos.
--¡Por san Francisco! perdonen vuestras reverencias, dijo Ferrus, si
les han hecho esperar á la intemperie más de lo que ese hábito que
visten merece. Pero sepan que á él solo deben esta acogida, porque el
castillo á que han llamado no es en realidad de los más hospitalarios
que pudieran haber encontrado en su camino.
--_Pax vobiscum_, dijo el menos corpulento de los padres con voz grave.
--Como gustéis, padres, repuso Ferrus, según el estribillo de mi
huésped de ayer; porque han de saber sus reverencias que de dos dignos
alcaides que tienen en su presencia ahora, ninguno sabe latín.
--En ese caso, _Te Deum laudamus_, repuso el padre respirando como
aquel á quien le quitasen de encima una montaña.
--Gracias, contestó de nuevo Ferrus, no queriendo ser tachado de poco
político por dejar sin respuesta una lengua que no entendía. Dos cosas
debemos suplicar á vuestras reverencias, prosiguió: primera, que se
quiten esos hábitos que traen mojados...
--_Et super flumina Babylonis_, dice el salmista: _vetat regula_, la
regla nos lo impide.
--Sea en buen hora; pero la regla no impedirá á vuestras reverencias
que hagan lo que vieren adónde quiera que fueren; primera regla de
hospitalidad entre caballeros añadió Ferrus derramando vino nuevamente
en las copas, y ofreciendo una al padre que había llevado hasta
entonces la palabra.
Miráronse los padres uno á otro como para consultar entre sí lo que
deberían hacer.
--¡Voto va! aquí se ofrece de buena voluntad, añadió Ferrus viendo su
indecisión: ¿no es cierto, señor camarero?
--Vos lo habéis dicho, repuso el camarero tomando una copa. Pero si
sus reverencias no se atreven por respetos al cielo, nosotros, viles
gusanos de la tierra...
--_Vinum lætificat cor hominis_, interrumpió el padre. Nosotros
agradecemos á vuestras mercedes la buena voluntad; pero sólo beberemos
en la refacción si tenéis por bien hacérnosla servir: vuestras mercedes
beban, y mientras, nosotros _exultemus, et lætemur_.
--Á la buena de Dios, dijo Ferrus vaciando su copa. ¿Y este padre que
nada dice, es que no sabe latín, como si fuera alcaide?
Miraban los dos frailes á Ferrus, como buscando en sus ojos si
encerraría alguna intención ó sospecha aquella pregunta hecha de aquel
modo, ó si sería meramente casual é hija de la poca aprehensión del que
la hacía. Parecióles en conclusión, que no se podía leer en los ojos de
Ferrus sino la expresión del mosto, y no dudó en responder con cierta
serenidad el mismo padre:
--Mi superior está achacoso; es sordo además _tanquam tabula_...
--Sí, que es gran sordera, repuso Ferrus, presumiendo que así se
llamaba la enfermedad del padre.
--Y un tanto tierno de ojos, que es la razón de verle la capucha tan
sobre ellos como notarán vuesas mercedes. La humedad, sobre todo, de
esta noche debe de haberle perjudicado mucho. _Benedictus qui venit._
Venga ó no venga, añadió para sí el padre.
Efectivamente, no se le veía apenas rostro al padre que había
permanecido callado. Ocultábale el medio de abajo una larga barba
blanca, y su capucha le envolvía todo el medio de arriba.
--¿Y viajan siempre vuesas reverencias con esos mozos de estribo?
preguntó Ferrus, reparando en un hermoso alano que casi detrás del
padre silencioso reposaba, y que había entrado sin ser antes de ellos
sentido.
--¿Ah? repuso el padre. Dios nos perdone esos medios mundanos de
defensa. Aunque _manet nobiscum Dominus_, bueno es llevar además un
amigo consigo. Es el perro del convento: nuestro reverendo abad no
quiso que en estos tiempos de salteadores, ni el padre Juan, ni yo,
padre Modesto, como me llaman, para servir á Dios y á vuesas mercedes,
nos viniésemos sin ese corto auxilio siquiera para nuestra seguridad,
si bien _Deus vigilat_.
--¿Y de dónde bueno, padre mío?, preguntó Ferrus con audaz curiosidad.
--De Jaén, hijo, repuso con extrema serenidad el padre; sí, hijo, de
Jaén. Llevamos una comisión secreta, que bajo la fe de la obediencia
no podemos revelar, para el reverendo prior del convento de Andújar de
nuestra misma orden, que es como veis de san Francisco, hijos míos;
pensábamos haber caminado toda la noche, y haber llegado allí antes de
la mañana; empero Dios que nos ha enviado esta agua, y los achaques de
mi compañero, nos han obligado á pedir hospedaje. _Introibo_, dijimos,
_ad altare_.
--Y bien dicho, habló por fin el camarero, que había estado hasta
entonces observando al silencioso fraile, muy bien dicho, aunque
nosotros no lo entendamos. Pero lo dijo vuestra reverencia, y basta:
si les parece á sus reverencias, que vendrán cansados, prosiguió el
cortesano camarero, harémosles servir la refacción para que se retiren,
señor Ferrus.
--_Amen_, repuso el padre; tanto más cuanto que mañana hemos de salir á
la madrugada, si dais orden de que nos abran temprano en el castillo.
--Daránse las órdenes todas que fueren necesarias, repuso Ferrus,
apartándose y hablando al oído al camarero. Pero ved que las centinelas
no se han relevado aún.
--Pudierais vos mudarlas, le contestó Rui Pero, mientras yo hago
disponer la cena; estos buenos padres nos dispensarán si los dejamos
solos un instante por su propio servicio.
--_Ite, missa est_, replicó el padre echando una bendición gravísima
á entrambos alcaides, que se dieron el brazo mutuamente á pesar de
sus interiores rencillas, sin duda olvidándolo todo en momentos en que
necesitaban tanto de recíproco apoyo, y salieron de la sala.
--¡Cuerpo de Cristo! Por vida de Diego Gil y Martín Bravo, los más
famosos monteros de Castilla, que Dios perdone, exclamó el padre
silencioso soltando una carcajada algo reprimida por la prudencia.
¡Voto va!, que nunca hubiera dicho, fray Juan ó fray Peransúrez, que
tañeseis de ladradura con tal primor. Por mi venablo que se os entiende
de cazar en latín á las mil maravillas.
--¡Prudencia, Hernando! Sepamos lo que nos hacemos, ya que yo no sé lo
que me digo. ¿No os previno de que fuí monacillo y sacristán en cierto
tiempo, durante el cual, si mucho escatimé el rastro de las vinajeras
de la Almudena, no por eso dejé de oir las bocinas de los padres en
el coro? Aprendí á tañer la mía en latín como habéis visto, y alguna
palabra entiendo, voto á tal, de cada ciento que digo.
--Pobre venado es éste, Peransúrez: es nuestro, dijo Hernando.--Hace la
señal del pesuño chica, y va en la redruña, ¡voto á tal! No tardaremos
en tañer de occisa. ¿Pondrémosle canes?
--Ved no nos obliguen á tañer de traspuesta: mirad que se levanta ya el
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