Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 21

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es la del estúpido: nada le dice nunca; yo soy harto débil y harto
bueno todavía para no necesitar tener á mi lado en mis fines un hombre
honrado como vos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y el trovador
prisionero?
--Podemos verle.
--¡Podemos! es indispensable. ¿No os dije yo que era él? Ved si ha
estado detrás del sillón del trono, como acostumbra hallándose en la
corte. El golpe nuestro será tanto más seguro cuanto que nadie tiene
noticia de su llegada. Habrá desaparecido del mundo, y quién sabe si
alguien notará la coincidencia de su desaparición y de la condesa.
--Eso, señor, pudiera no convenirte.
--Conviéneme mucho ser maestre de Calatrava. Partamos. Guíame adonde
esté.
Inquietos iban los dos acerca de la entrevista que con el nocturno
músico los esperaba. Al odio que contra él por la denegación referida
abrigaba don Enrique, agregábase cierto recelo de que hubiese en su
conducta algo más que ley de caballería, y pura generosidad hacia la
condesa; y aunque no amaba á su esposa, como bien á las claras lo
acababa de probar, irritábale sin embargo la idea de que un simple
caballero hubiese puesto los ojos en cosa suya y en tan alta persona.
Con respecto á Vadillo no dejaba de tener alguna inquietud, pues no
estaba muy claro para él si daba serenata á la condesa, ó si acaso su
esposa... Imposible y horrorosa le parecía tan descabellada sospecha de
la virtud de Elvira... pero la duda se había hecho lugar en su corazón,
y es huésped por cierto que, una vez alojado, no se arroja del pecho á
voluntad.
Á entrambos parecía cosa indisputable que el músico era Macías, y
nosotros, que desde la noche anterior nada sabemos de su existencia, no
podemos menos de abundar en la opinión de los que tal pensaban.
Llegaron por fin á una puerta pequeña que en el extremo de una
larguísima galería se encontraba.
--Álvar, dijo llamando Vadillo, y se abrió la puerta inmediatamente.
Álvar era el montero á quien en la noche anterior había confiado el
escudero la importante presa. Entraron en una pequeña habitación,
cerrándose tras ellos la puerta.
--¿Y el preso? preguntó Vadillo.
--Descansa en la pieza inmediata; debía no haber dormido en un mes,
según ronca tranquilamente.
--¿Ronca? ¿No está, pues, herido de peligro?
--Más daño debió hacerle el miedo que vuestro venablo, señor escudero.
Tiene algo arañada la cara de la caída, y un brazo vendado; pero el
maestro que lo ha reconocido esta mañana asegura que podrá salir
después del mediodía.
--Despertad, pues, á ese caballero, interrumpió impaciente don Enrique.
--Despertad á ese caballero, repitió entre dientes Álvar.
--¿Qué respondéis en voz baja? Despachad, dijo Fernán. ¿Hase quejado de
la violencia que con él se ha usado?
--Ayer noche todo era pedir que se le condujese á presencia de su amo
el ilustre conde...
--¿Su amo? dijo el conde: el trovador ha perdido la cabeza.
--Voy á advertirle que vuestras señorías...
--Presto, Álvar, presto.
Entróse Álvar en la inmediata pieza, mientras que don Enrique y Hernán
se preparaban á la extraña entrevista que iban á tener. No tardó mucho
en volver á salir Álvar, asegurando que había despertado al enfermo,
quien, sintiéndose completamente reparado de fuerzas con el pasado
sueño, metía sus vestidos para salir á recibir á sus ilustres huéspedes.
--¿Es segura esa puerta, Álvar? preguntó el conde.
--Las fuerzas de diez hombres reunidos no bastarán, señor, á
violentarla, respondió Álvar. Además, dos monteros le guardan conmigo
y está indefenso: de aquí no saldrá sino para donde vuestras señorías
determinen. Pero aquí está.
Salía en efecto el asombrado prisionero, el cual no bien hubo visto
al conde, cuando, acercándose á él, como quien ve á su libertador, se
echó á sus pies, y con lágrimas de gozo y de temor, «Señor, exclamó
besándoselos, ¿en qué ha podido ofenderte para merecer tan dura prisión
tu fiel Ferrus?».
Dos estatuas de mármol parecieron á tan inesperada vista el conde y su
escudero. No sería mayor el asombro y la indignación del rústico pastor
que se viese torpemente cogido en el propio lazo que hubiera preparado
para el raposo.
--¿Tú, Ferrus? exclamó después de la primera sorpresa el furioso
conde. ¿Tú, Ferrus?--Hernán, nos han vendido. Venid acá, don Villano,
añadió derribando por tierra de un empellón al desesperado juglar,
venid acá vos, Álvar: ¿es éste el preso que se os ha confiado? ¿Qué
hicisteis, don Bellaco, del doncel de su alteza? Asíale de la garganta,
y ahogárale sin remedio si no se le pusiera por medio Hernán, que más
sereno comenzaba á vislumbrar la verdad del caso.
--¿Qué doncel, señor? gritó cuanto pudo Álvar. Lleve mi alma el diablo
si tuve yo jamás en mi poder más preso que el que el señor escudero me
entregó, y si no es ése el mismo de que me encargué.
--¿Qué es esto, Hernán? dijo don Enrique soltando la presa.
--¡Qué ha de ser, señor! que sin duda debió de ser Ferrus el músico que
yo cogí.
--Negra fortuna mía, gritó don Enrique. ¡Qué músico habíais de coger,
ni qué!... ¡Por Santiago! venid acá, Ferrus: ¿qué hicisteis vos de
cuanto os encargué? ¿quién era el músico, juglar? acabad ó...
--Serénate, señor, respondió temblando el aterrado Ferrus. Yo
obedecí tus órdenes ciegamente: yo rodeaba el muro y me acercaba ya
al que tañía, cuando él, echando de ver mi bulto, calló, y hundióse
precipitadamente en la tierra; el diablo debía de ser sin duda, que
tomó la forma de músico para perderme en tu estimación...
--¿El diablo? malandrín... no pudo menos de sonreirse don Enrique al
oir la simpleza de su juglar. ¿El diablo?
--Señor, lo jurara: lo cierto es que yo no le volví á ver más: y
cuando, todo ojos y orejas, me acercaba al sitio donde le había visto,
y buscaba el boquerón que habría dejado al hundirse, sin saber por
dónde encontréme con un caballo encima y un caballero... Bien sabe Dios
que en aquel trance me santigüé...
--Adelante, miserable, acaba.
--Por acabado, señor: desde aquel punto ni vi ni oí; cuando recobré el
uso de mi razón halléme en ese camaranchón donde me curaban las heridas
que el mal enemigo me había hecho.
--Calle el necio, interrumpió, no pudiendo sufrir más, don Enrique.
¡Vive Dios, que nada comprendo, Hernán!
--Yo infiero, señor, dijo Hernán, que el músico debió ser si no diablo,
muy ligero por lo menos, y yo debí tomar á Ferrus por el que tañía.
--Eso debió ser sin duda. Pero voto á Santiago que todos los deseos
que de encontrar á Ferrus tenía no me pagan del pesado chasco. Alza,
Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de mí que fuí á escoger para tan
delicada empresa al mandria mayor que vió la tierra! ¿Enviéte yo para
que cogieras al músico, ó para que te dejaras coger por el primero que
llegase?
--Perdóname, señor, contestó algo repuesto Ferrus; dijérasme lo que
había de hacer contra el diablo en viéndole...
--¿Vuelves á mentar al diablo, menguado? ¿Dónde está el diablo, mal
servidor? Enséñamele, desalmado.
--¡Jesús! Líbreme Dios. ¡Jesús! exclamó Ferrus santiguándose á más y
mejor.
--Vamos de aquí, Hernán. Juro no abrir libro ni hacer trova, y júrolo
por el apóstol Santiago, hasta no tener en mi poder al insolente doncel
que de tal manera ha burlado mi esperanza. Ahora está libre, vive Dios,
y puede hacernos mucho mal. Álvar, tu fidelidad será recompensada.
Inclinóse Álvar, y nuestros tres predilectos personajes salieron
silenciosamente á la galería; regocijado Ferrus de verse libre, en
poder de su señor legítimo, y disipado ya el nublado que sobre su
cabeza tronaba desde la noche anterior; disimulando Hernán la risa
que en el cuerpo lo retozaba al recordar á sangre fría el chasco
inesperado; y mohíno por demás el desairado conde, á cuya imaginación
se agolpaba entre otros peligrosos recuerdos el del secreto que había
imprudentemente confiado al perseguido doncel, y dándole no poco
cuidado la reflexión de no haberle visto en la corte, siendo así que ya
no era la causa que él había pensado la que podía habérselo impedido.

* * * * *


CAPÍTULO XIII

¿Qué es aquesto, mi señora?
¿Quién es el que os hizo mal?
_Canción de rom._

Largo tiempo hacía que Elvira, atada á la columna y sin poder pedir
á nadie auxilio á causa del pañuelo que le tapaba la boca, esperaba
con insufrible impaciencia á que la casualidad ó el trascurso del día
le deparase un libertador que de tan crítica situación la sacase. Por
fin llegó el momento deseado, y el paje, que tanto había tardado en la
averiguación de lo que se encomendara á su cuidado, abrió las puertas
de la cámara que de prisión servía á la afligida hermosa. Miró en
derredor y á nadie veía, hasta que, fijando los ojos en la columna,
ofrecióse á su vista el espectáculo de su aprisionada prima. Asustóse
primero y exclamó:--¡Santo Dios! ¿qué ha ocurrido aquí?...
Mal podía responderle Elvira sino con los ojos; pero cuando vió el
pajecillo que no parecía nadie, ni había asomos de peligro alguno,
soltó la carcajada, impertinente á la verdad en aquel momento, y
comenzó á dar brincos.
--¿Quién os ha puesto así, mi señora Elvira? ¿os ató el señor escudero
por?...
Dióle lástima al llegar aquí el ver que su prima no parecía gustar de
la prolongación de tan pesada chanza: llegóse entonces el atolondrado á
Elvira, y desató sus crueles ligaduras.
--¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó Elvira en viéndose libre, alguna gran
desgracia está sucediendo á mi señora la condesa. Corramos...
--¿Adónde vais tan de prisa? repuso el paje deteniéndola; ¿y quién me
paga mi recado? ¿quién escucha las nuevas que traigo? ¿quién sobre todo
me cuenta lo que os ha sucedido, y la razón de haberos encontrado así
mano á mano con esa columna negra?
--¿Traes nuevas? preguntó Elvira olvidando todo lo demás. ¿Traes nuevas?
--Y buenas, contestó el paje. El caballero de las armas negras era el
que tañía...
--Lo sé... y...
--Pero sabed que le esperé inútilmente dos largas horas, más largas que
las del arenero...
--¿Inútilmente?
--Sí, pero por fin llegó.
--¿Llegó? ¿Conque no era él el?... ¡Yo os bendigo, Dios mío! Sigue.
--¡Si le vierais qué agitado! descompuesto el cabello, espantados
los ojos, entró en su cámara y no me vió: --Negra suerte, exclamó, y
despedazó con sus manos el laúd que traía cruzado sobre la espalda. ¿No
me serviréis, dijo rompiendo las cuerdas, sino de gemir eternamente?
Vióme en seguida: ¿Qué haces aquí? me dijo con voz terrible; pero
al reconocerme templóse toda su ira. Paje, me dijo entonces con voz
mesurada, ¿tornas aún con nuevas demandas del hechicero?
--¡Ah! si supierais quién me envía, dije entonces; si supierais que una
hermosa dama...
--Silencio, exclamó, no pronuncies su nombre... ¿Es posible?--Díjele
entonces la comisión que me disteis en nombre de la señora condesa;
largo rato suspiró y miró al cielo sin hablar.--Paje, me dijo en
fin, no nos veremos más. He creído que mi brazo podía ser útil á una
inocente; pero si es fuerte contra los hombres, es impotente contra
los recursos de una ciencia misteriosa y... maldecida. El infierno me
envía enemigos en medio de la soledad, y la Madre de Dios me abandona.
Un acontecimiento extraordinario ha interrumpido mis avisos. He rondado
la noche toda para volver á entrar en el alcázar; las órdenes más
rigurosas, dadas no sé por quién después de mi salida, me han impedido
verificarlo. He debido esperar á que entrase el día para que no fuese
mi entrada sospechosa. Pero mañana el alba me encontrará lejos, bien
lejos de Madrid. Si alguna mujer necesita mi amparo en cualquier
ocasión, mal pudiera negársele un doncel de don Enrique. Dígame qué
puedo hacer: por mí lo ignoro. Á Dios.--Apretóme la mano de una manera,
prima, que yo creí que le atormentaban otros recuerdos que los de
nuestra amistad. Envolvióse entonces en su pardo gabán, y cubriéndose
con él la cabeza, oile sollozar y salí. He aquí, prima, las nuevas.
--Tristes, bien tristes, dijo pensativa Elvira. ¿Y de la condesa
supiste?...
--¿La condesa? ¿Es su confidenta la que me pregunta?...
--Sí: ¿nada sabes?
--Pero, querida prima, ¿qué tenéis? vuestra palidez, vuestra agitación
me asustan...
--¡Ah Jaime! la condesa es víctima en este momento de la más espantosa
villanía... volemos á su socorro. No sé adónde me dirija; la menor
imprudencia mía puede comprometer su suerte y el éxito mismo de mis
diligencias. Si supiera... pero la más completa oscuridad reina en
todas mis conjeturas.
Meditó un momento Elvira el partido que tomaría mientras que hacía
nudos á uno de los cordones, que de su cintura pendía, el distraído
paje. De pronto pareció que había iluminado su entendimiento un rayo de
luz.
--No hay más recurso, dijo: para los casos extremos son los remedios
violentos. Jaime... deja ese cordón, déjale, te digo... vamos á buscar
á mi esposo: averigüemos primero qué voces corren de lo ocurrido, y
qué se cree en el alcázar... después, si eres prudente, si has de ser
callado, pero callado como la muerte, tú, que sabes el camino, me
guiarás adonde pienso ir.
--Puede que algún día pruebe Jaime á su hermosa prima que no es tan
atolondrado como le llaman.
Elvira apretó la mano del inteligente pajecillo con expresión de
gratitud, y ambos salieron de la cámara que acababa de ser teatro de
tan extraordinarias escenas.
Buscó Elvira á su esposo sin más demora, porque si bien sospechaba
que don Enrique hubiese tenido parte en la pérfida desaparición de la
condesa, ni veía claro en esto, ni menos lo podía asegurar. ¡Tan bien
se había representado por todos la farsa que dejamos descrita! Ni por
otra parte, aunque á pies juntillas hubiera creído la traición del
conde, cabía en su imaginación la menor sospecha acerca del extremado
honor de su esposo: sabíale ligado á los intereses de su señor; pero
que él hubiese tomado parte activa en el mal hecho, no le era lícito á
Elvira imaginarlo siquiera.
Así era la verdad: hidalga sangre corría por las venas del escudero,
y hacía vanidad de honradez y de rectos sentimientos; no era uno de
los pocos hombres ilustrados de la época; no hubiera sostenido una
intrincada tesis con un teólogo; participaba de las preocupaciones
de su siglo, pero era en sus acciones hidalgo, y esto es por lo
menos tan recomendable como el talento. Alguna parte había tenido
en el criminal proyecto de don Enrique, pero sólo aquella que no
había podido excusar en calidad de escudero suyo; así que, se había
opuesto constantemente á las miras de su señor, habíale afeado los
medios, y le había reconvenido después, como arriba dejamos indicado;
pero la misma probidad que le impulsaba á manifestar francamente sus
sentimientos en tan delicado asunto, á riesgo de perder la gracia del
conde, le impedía oponerse de hecho á sus deseos: era forzoso obedecer
y callar por el propio honor del deslumbrado magnate; propúsose,
pues, ser completamente pasivo y guardar el más riguroso silencio.
Sospechando sin embargo que la primera que había de poner á prueba
su fidelidad había de ser su esposa, no había vuelto á desatar las
crueles ligaduras en que había quedado presa, y de que había sido él la
causa, pues desde luego había manifestado el conde la imposibilidad de
separarla de él, y la dificultad que hubiera encontrado para realizar
su voluntad, mientras Elvira pudiese obrar libremente en los primeros
momentos. Había, pues, dejado á alguna casualidad que no podía tardar
en sobrevenir el cuidado de su esposo, deseoso de retardar á cualquier
costa el instante de una explicación con ella, para la cual no tenía
todavía muy meditadas las respuestas.
Avínole mal no obstante, pues poco tardó Elvira en presentarse ante sus
ojos con una agitación tal, que no le pudo quedar duda al infeliz del
objeto de su intempestiva venida. Hubiera él querido hallarse á cien
leguas entonces de su consorte y del mundo entero, en cuyas miradas
creía ver á cada paso otras tantas reconvenciones á su reservada
y ambigua conducta. Repúsose con todo lo mejor que pudo, y ni las
preguntas sencillas de Elvira, ni sus halagos, ni sus reconvenciones
lograron recabar de él la menor noticia que pudiese dar luz sobre lo
ocurrido á la desconsolada hermosa. Obstinóse en negar constantemente
la menor participación del conde en el robo de la condesa; en una
palabra, manifestó con toda entereza hallarse en la misma ignorancia
que la corte toda, y aun se indignó con notable aire de verdad á la
menor idea de sospecha presentada por Elvira. Comenzaba ya ésta á dudar
si serían sus juicios temerarios, pero nunca pudo convencerse á sí
misma; vió además á don Enrique, y parecióle que brillaban al través
de su aparente dolor sentimientos de otra especie. Difícil cosa es por
cierto engañar la natural penetración de una mujer: la inutilidad de
los esfuerzos del de Villena para dar con los robadores, y el horrible
atentado cometido en una mujer que á nadie había hecho daño, reunidos
á los antecedentes particulares que de aquel matrimonio desgraciado
sólo ella acaso tenía, la hacían ver más claro en tan atroz intriga que
todos los demás. Inexplicable fué su dolor cuando llegó á sus oídos
la funesta nueva, que de boca en boca corría por el alcázar, de la
desdichada muerte de su señora: afirmábanse al recordarla todas sus
sospechas, ardía en deseo de venganza, y la idea de la impunidad la
hacía padecer tormentos imponderables. Resolvióse, pues, á realizar
el plan que tenía meditado, arriesgado en verdad, y delante del cual
había retrocedido muchas veces. El amor, en fin, que á la condesa había
tenido, una voz superior y celestial que creía oir continuamente,
pidiéndole venganza y reparación, la hicieron creer que el cielo
mismo y que su conciencia la obligaban á volver por la inocencia, y
constituyóse entonces campeón de la ultrajada virtud. Seguida del
inquieto paje, que tan asombrado como ella lloraba también la desgracia
de doña María de Albornoz, entróse en su aposento, donde la dejaremos
poniendo los medios que más propios creía para dar cima á la importante
empresa que sobre sí tomaba, sin comprometer su honor por otra parte,
su virtud y hasta su misma tranquilidad.

* * * * *


CAPÍTULO XIV

Contadme vuestros enojos;
No toméis malencolía;
Que sabiendo la verdad
Todo se remediaría.
_Rom. del conde Alarcos_

En la misma postura que el paje refería haber dejado al melancólico
doncel, envuelto en su gabán hasta los ojos, y roto á sus pies el laúd,
permanecía cuando se presentó delante de él Hernando diciéndole con su
acostumbrada sequedad:
--¿Lloras, señor? Levanta la cabeza y mira que ó yo entiendo poco de
rastro, ó se te viene la res por sí sola á tiro de tu venablo.
Alzó la frente el consternado mancebo, y vió á pocos pasos de él una
figura envuelta en un ropón negro, y cubierta la cara con la mascarilla
que usaban en aquel tiempo las damas cuando salían sobre todo de su
casa, ó cuando habían de hablar con caballeros desconocidos.
--¿De qué res hablas, Hernando? ¿Quién es esta dama? preguntó
desembozándose con enfado el doncel.
Miróla entonces de alto abajo, y reparando que su silencio podía
indicar que no venía á hablarle con testigos:--Retírate, Hernando,
dijo: yo te llamaré cuando te haya menester. Cogiendo entonces de una
mano á la dama, hízola entrar en su cámara. Luchaban en su fantasía mil
encontradas ideas.
--Señora, le dijo con voz mesurada y tímida, sola estáis: si
alguna revelación tenéis que hacerme, si alguna ocasión tenéis que
proporcionarme en que pueda seros útil mi débil brazo, hablad: no
en vano os habéis dirigido á un caballero de la corte del ínclito y
poderoso rey de Castilla.
--Caballeros tiene la corte de don Enrique que pudieran desmentir
la hidalguía de vuestras palabras, repuso la tapada con voz que
desfiguraba enteramente la mascarilla que cubría su rostro.
--Nombradlos, señora; si algún caballero ha mancillado el nombre de una
orden de caballería, él me dará razón y satisfacción...
--No os alteréis, y oidme. Sí, caballeros hay, y cerca de nosotros, que
amancillan la clase á que pertenecen. Ni la sangre que corre por sus
venas, ni el nombre ilustre que ostentan, ni la dorada cuna en que se
mecieron son rémora bastante á sus desenfrenados deseos. ¿Conocéis á la
condesa de Cangas y Tineo, á la ilustre doña María de Albornoz?...
--¿Sería posible? Seríais vos, señora...
--¡Pluguiese al cielo! Pero ni soy la condesa... ni...
--¿Quién sois, pues, vos la que en su nombre?...
--Templad vuestro ardor, noble caballero, y dadme palabra de oirme, y
de no indagar quién yo soy...
Latía violentamente en el pecho el corazón de Macías: miraba una y otra
vez á la desconocida; no osaba, sin embargo, afirmarse en sus sospechas.
--Con esa palabra proseguiré en mi demanda, dijo la dama. Contóle
en seguida al caballero, que de todo estaba ignorante, cuanto de la
condesa se decía...
--¡Muerta la condesa! exclamó Macías al llegar al funesto desenlace de
tan triste historia... y vive el conde todavía... y...
--¡Silencio! He ahí el objeto de mi venida. La tiranía, la injusticia
piden reparación. Mañana una amiga de la condesa se arrojará á los pies
del rey, y denunciará la traición. Acaso será preciso que un caballero
salga fiador con su espada de su acusación. ¿Estaréis mañana en la
corte de don Enrique?...
--¿Qué me pedís, señora? Cuando pensaba alejarme de esa funesta corte...
--¿Alejaros? dijo con un movimiento de sorpresa la dama: ¿alejaros?
repitió lanzando un amargo suspiro.
--¡Ah! señora, ¿ignoráis, repuso el doncel con la mayor agitación, que
mi tranquilidad depende acaso de mi marcha precipitada?...
--¿Y dejaréis la inocencia ser presa de la traición?...
--Jamás; pero...
--¿Y sabéis vos, por ventura, poco generoso mancebo, lo que en este
momento sacrifica la que tenéis ante vuestros ojos, los respetos que
atropella, los riesgos á que se expone?...
--Acabad, santo Dios: ¿quién sois? vos, vos... no hay duda...
--Caballero, respetad mi silencio y mi dolor. Acabemos: he procedido de
ligero cuando he creído que...
--No; no; mañana estaré en la corte de don Enrique. Una sola gracia
os pido. Si he de ser vuestro caballero, dadme una prenda, señora, un
color...
--¡Mi caballero! interrumpió la dama. El caballero seréis de la
inocencia: el mío es imposible.
--¡Imposible! Elvira, vos sois...
--Soltad, imprudente joven, soltad. ¿Por dónde presumís que soy la
esposa del escudero? Vuestra imaginación os engaña, y acaso vuestro
deseo...
--¡Me engaña!... Mi deseo, señora, es de servir á esa dama, que
conozco, como pudiera conocer...
--Vuestra turbación os delata; pero esa imprudencia permanecerá oculta
en mi pecho. Conozco á esa Elvira, y su honor me es harto caro...
--Nunca podría padecer su honor...
--Bien, ¿qué nos importa Elvira? La prenda que me pedís, si mañana
ante la corte toda el rey decreta el duelo y el juicio de Dios, la
tendréis; pero ni os podréis nombrar mi caballero, ni exigiréis de mí
que me descubra. Básteos saber que conozco demasiado á la dama que
nombrásteis, y que sé, doncel, que ella no viniera á vos.
--¿Eso sabéis?
--Lo sé.
Dejó caer Macías al oir estas dos palabras, pronunciadas con funesta
tranquilidad, la mano con que tenía asida una punta de la ropa de la
tapada, como para detenerla. Inclinando en seguida la cabeza, declaró
que al día siguiente se hallaría en la corte de don Enrique, y ofreció
su mano á la desconocida: aceptóla ésta para salir, pero un notable
temblor la agitaba; oprimióla suavemente el doncel como si quisiese
tentar este último y desesperado recurso para salir de su terrible
duda; un movimiento involuntario y convulsivo correspondió á su
indicación, y en el mismo momento la tapada, volviendo en sí, arrancó
su mano de la del doncel y se lanzó fuera de la estancia. Arrojóse
en pos Macías: iba á prosternarse á sus pies, iba á hablar, pero un
ademán imperioso de la negra fantasma le mandó apartarse, y más rápida
en seguida que esas rojas exhalaciones que surcan el espacio en una
oscura noche de estío, desapareció á sus ojos la aérea visión. Macías
creyó ver un ser sobrenatural, la sombra acaso de la misma condesa;
permaneció con los brazos cruzados, y la vista fija, como si quisiese
ver más allá de la oscuridad y de la distancia. Entonces oyó un suspiro
lanzado á lo lejos, y parecióle que al desaparecer de sus ojos en el
confín del corredor se había reunido la dama á otra figura más pequeña
que allí la estaba sin duda alguna esperando.
--_Sé, doncel, que ella no viniera á vos_, repitió un momento después
Macías con doloroso acento. Yo también lo sé: nunca me amó. ¿Ni cómo
pudiera amarme? ¿no amaba á ese feliz escudero cuando se unió á él en
indisolubles lazos? ¡Loco, insensato de mí! Ah, quienquiera que seas
la que vienes á implorar mi espada, ¡cuán poco conoces el corazón del
hombre! ¡un amante correspondido, un mortal feliz es invencible; á un
miserable despechado y aborrecido un niño le vence!

* * * * *


CAPÍTULO XV

¿De dónde vino este diablo?
_Rom. del Cid_

De vuelta don Enrique en su cámara con su primer escudero y con su
favorito juglar, revolvía en su cabeza los medios de dar á su intriga
la feliz conclusión que por tanto tiempo había deseado. Estorbábale la
idea de Macías, pero dejó al tiempo el cuidado de iluminarle acerca de
lo que de él podía temer. Despidió, pues, á Hernán, cuya probidad le
incomodaba no poco para sus fines, y sólo el juglar, de cuya aparente
estupidez nada recelaba, entró con él al secreto laboratorio.
--Libres estamos ya de la condesa, Ferrus, dijo; pero merced á tu
singular valor, quédanos en campaña otro enemigo no menos terrible...
--¿Eres ya maestre, señor?...
--Lo seré, Ferrus, ó poco ha de poder don Enrique de Aragón: acabo de
recibir un aviso secreto de que ha sido elegido papa en Aviñón don
Pedro de Luna, bajo el nombre de Benedicto XIV. Esperaba este favorable
acaecimiento de un momento á otro. Luna es aragonés, como yo, y
vínculos antiguos de amistad nos unen: la lucha que habrá de sostener
además con Urbano en este cisma de la Iglesia, y la necesidad que
tiene Castilla y Aragón, unida á la influencia que él sabe que ejerzo
en estos dos reinos, me aseguran su provisión para el maestrazgo: la
piedad por otra parte de don Enrique III no podrá menos de pesar en la
balanza en favor mío cuando éste sepa que mi allegado, el rico-hombre
de Luna, ha ceñido á sus sienes la triple corona. Ahora necesito sacar
partido de la ignorancia en que de esta nueva está la corte, y de la
feliz tardanza de la noticia de la muerte del maestre de Calatrava...
--Tu antecesor.
--Así lo espero, Ferrus. Tira el cordón que corresponde al cuarto del
astrólogo, y retírate á esa cámara inmediata.
Hízolo Ferrus como se le mandaba. Apenas había doblado tras sí las
batientes hojas de la puerta, oyéronse los vacilantes pasos de una
persona de edad que bajaba escalones con toda la prisa que sus cansados
años le permitían.
--Entrad, dijo don Enrique, y se presentó en la habitación el físico
de su alteza Mosén Abrahem Abenzarsal, el mismo que en la corte de la
mañana había acompañado constantemente al Doliente rey. Su estatura era
pequeña, su tez pálida y macilenta; brillaban sus ojos en su oscuro
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