Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 13

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por ver si hablaría aun después de muerto.
«Queda con esto, señor don Andrés de mi alma, muy de usted el
escribiente privado más afligido que nunca tuvo escritor público. Ruego
á usted que encomiende al señor Bachiller, que tan amigo suyo era, y
mande á su criado,
«_El ex escribiente del Bachiller_».
* * * * *
Ésta fué la carta: ¡murió el que dijo la verdad, y murió dejándose
tanto por hablar! ¿No tenías, oh muerte, algún inútil sordo-mudo
que sustituir á tan interesante víctima? ¿Quién nos dirá de aquí en
adelante que no hay más que sinrazón en la tierra? ¿Quién nos dirá
que el que no es tonto en el mundo es pícaro, y que los más son
tontos-pícaros? ¿Quién nos dirá que no hay orgullo nacional, que no hay
quien conozca sus deberes y cumpla con ellos, que no hay literatura,
que no hay teatros, que no hay autores, que no hay actores, que no hay
educación, que no hay instrucción? ¿Quién, en fin, nos dirá tanto como
se ha dejado por decir?
Juzgue ahora el lector desapasionado si tan horroroso golpe me deja
espacio ni humor de hacer más largas reflexiones.
No; mi silencio dirá más que mis amargas quejas.
Yo te consagraré una memoria, mi querido y malogrado bachiller, siempre
que un abuso, siempre que una ridiculez se atraviese delante de mis
ojos, siempre que la injusticia me hiera, que me ofenda la maldad,
que me desconcierte la intriga, y que el vicio me horrorice. Yo en
defecto tuyo, cuya censura podría reprimir en algo á los batuecos,
rogaré á Dios y á santa Rita, abogada de imposibles, por la prosperidad
de nuestra patria, que tantos nos anuncian con tan fáciles como
inconsideradas promesas.
_Andrés Niporesas._

* * * * *


CARTA PANEGÍRICA DE ANDRÉS NIPORESAS
Á UN TAL DON CLEMENTE DÍAZ GRAN POETA Y LITERATO
EN CONTESTACIÓN Á CIERTA SÁTIRA CONTRA EL POBRECITO HABLADOR

Válgame Dios, señor don Clemente Díaz, y qué vehementes deseos tenía
yo de que saliera á la palestra, armado de punta en blanco, todo un
paladín, como V. M. parece, contra mi amigo el buen bachiller Munguía.
¡Ya decía yo! Alguna desgracia debe de haberle ocurrido á don Clemente
Díaz cuando ni su conocida reputación, ni su espíritu caballeresco, ni
su mucho fondo de literatura han sido parte para obligarle á manchar
cuatro páginas contra el impertinente Bachiller. ¡Gracias á Dios que
nos ha quitado vuestra merced tan grande duda y sobresalto! Yo le juro
como soy Niporesas que su enemistad y su intervención hacían falta
notable á la buena fama de mi amigo Munguía.
¿V. M. tan comedido y tan mesurado en toda su vida, como ha dicho
cierto autor moderno, que nadie le conocía por poeta ni por literato
hasta la presente? Verdad es que esto de no conocerle nadie ni por uno
ni por otro, más que de no ser digno de verse como tal por todas las
Españas pregonado, dependía de esa fatalidad que han de tener todos los
hombres de pro de ir acompañado su mérito de la más perfecta modestia.
Ésta es la causa que ha debido tenerle hasta ahora tan atrasado en el
concepto público. Pero no hay cuidado, todavía es tiempo de remediar,
mal que bien, el daño que le ha causado su modestia referida; hase roto
la nube caliginosa donde estaba malamente escondido su mérito, que sólo
puede ganar con ser bien conocido, y ya amanece vuestra merced, como un
astro apagado, por las puertas del oriente de la literatura.
Mi primera idea, cuando tuve la primera noticia de que un literato
(entonces no sabía yo todavía que había de ser V. M.) iba á escribir
contra el Bachiller, sépase que fué acribillarle á sátiras y folletos,
y no dejar en sus escritos pedazo entero y sano tamaño como una
avellana, ó como la especulación de vuestra merced, que todo es
comparar. Pero luego que supe que era el impugnador un hombre tan
conocido como don Clemente Díaz, guardárame yo muy bien, dije para
mí, de seguir en tan loco empeño; á más de respetarle como si fuera
el mismo cólera-morbo, vínome á la imaginación que debía de haberse
hecho con su bien parlado folleto un numeroso partido, compuesto todo
de los ofendidos por el Hablador. ¡Qué de usureros prestamistas y
qué de calaveras tramposos no miro ya en derredor suyo dispuestos á
defenderle, qué de libreros mandrias, qué de autores silbados, qué de
autores éticos de circunstancias, qué de capitanes de ocho años y de
vistas ciegos, qué de queridas de intendentes, qué de públicos de todas
especies, qué de perezosos de aquéllos de _Vuelva usted mañana_, qué de
autores batuecos, qué de batuecos convidadores, qué de gentes, en fin,
que ni escriben ni leen, ni leen ni escriben, ni hablan ni oyen, tendrá
dispuestos á sacar la cara por sus escritos!
Verdad es que ellos son tales que no han menester encarecedores ni
abogados; ellos solos se recomiendan por ser quien son, y por ser de
mi señor don Clemente Díaz, autor tan famoso en las edades futuras;
porque es de advertir que si quiere llevar tan alto epíteto, sólo de
esa manera ha de ser, pues que ni ya lo fué en los tiempos pasados, ni
menos lo es en los presentes; culpa no de él, sino de los demás, que
ignorábamos, como unos bestias, que teníamos un hombre siquiera en el
país, y que ése era don Clemente Díaz.
Heme propuesto hacer su elogio, porque ha de saber que si tiene algún
apasionado, ése soy yo; y para que vea si soy amigo suyo, ha de tener
entendido que yo sé que ha escrito un folleto, y esto prueba el interés
que por sus cosas me tomo, atendido que no lo sabe nadie sino yo, el
cartelero que ha puesto los carteles, y V. M. que lo sabrá también,
pues es sin duda hombre que sabe lo que hace. Y uno de los motivos
que me precisan á escribir esta carta es el deseo de que lo sepa el
público; en saliendo lo sabremos todos; pero sépase ó no se sepa, el
caso es que V. M. ha escrito un folleto, y que este folleto es de don
Clemente Díaz, lo cual será una verdad eterna, aunque nadie más que
él y yo lo sepamos; porque no dejan las cosas de ser ciertas por no
ser sabidas, y pondré un ejemplo: supongamos por un momento que V.
M. tiene talento, pero que esto no lo sabe nadie; ¿dejará por eso de
existir el talento de V. M. en su cabeza ó en cualquiera otra parte del
cuerpo (que ni esto está averiguado, ni yo ignoro que cada uno tiene su
poco ó mucho talento donde buenamente puede)? Dígame V. M., ¿dejará de
tener el tal talento porque nadie lo haya podido traslucir hasta ahora?
Ya se ve que mi argumento no tiene respuesta.
No quisiera yo, por lo mismo que soy tan apasionado suyo, que se
creyera parcial mi elogio; esto es ¡vive Dios! lo que me da pena,
porque si digo que es malo el folleto, y hablo mal de don Clemente
Díaz, me han de responder luego, no que es gana de disimular nuestra
amistad, sino que se descubre la que á mi amigo el Bachiller profeso;
y si digo que es bueno, dirán que me burlo de mi señor don Clemente
Díaz, y ¡voto va! que si tal dicen, mienten y remienten cuantas veces
lo dijeren, que ni yo me burlo de V. M., ni yo ignoro lo que vale un
don Clemente Díaz en estos tiempos tan escasos de poetas buenos y de
literatos profundos.
Dígame si no: si V. M. no acertara á tomar cartas en el juego, y á
sacar la cara por los abusos y necedades criticados en el Hablador,
¿quién diantres la había de haber sacado? Quedáranse los necios
menesterosos sin amparo ni defensa, que fuera gran lástima.
No me dieran á mí otro trabajo que probar hasta la evidencia que V.
M. no sólo es literato, en cuanto á que tiene esas letras tan gordas
que dice, sino también caballero y generoso, amigo de enderezar
tuertos y desfacer agravios. Prenda muy recomendable en estos tiempos
tan egoístas que alcanzamos; y más para él, que de esa suerte podrá
enderezar el que á sí mismo se ha hecho con su folletillo; por lo cual
aunque no fuera tan literato como es, había de bastar aquella prenda
para hacerle pasar por hombre de bien, ya que no por poeta, como le
sucedía á don Eleuterio Crispín de Andorra; y también le juro á V. M.
que vale mucho más ser hombre de bien y salvar su alma que hacer buenos
versos, si no se pudieren reunir entrambas cosas, lo cual sería lo
mejor. Por ejemplo, ahí tiene V. M. á un Arouet (ya sabrá quien es, y
si no, yo no se lo puedo decir más claro). ¿De qué le parecerá á V. M.
que le sirvió hacer su Zaira y su Mahoma, con otras frioleras de gusto,
si á la hora de ésta debe de estar probablemente hecho un torrado en
los profundos? Esto es lo que me da rabia cuando leo un hermoso trozo
de Homero, y aun de Virgilio; siempre arrojo el libro diciendo: ¡Qué
lástima que estos hombres no fuesen buenos cristianos, y hombres de
bien como don Clemente Díaz! Pues ¿y cuando leo á Horacio, á Juvenal y
á Persio, y á _Boaló_, como V. M. escribe, ó Boileau como se llamaba
él y escribimos nosotros? Entonces me ocurre al momento la misma idea
que á V. M. Si los abusos no se han de corregir por más sátiras que se
escriban, ¿para qué escribirlas? Eso mismo digo yo; por ejemplo: si mi
amigo el Bachiller no ha de dejar de hablar, aunque más escriba V. M.
folletos, ¿para qué es cansarse escribirlos? Eso digo para mí, y ya le
hubiera citado á V. M. en varias ocasiones y en diversas casas si no
fuera porque, á pesar de lo famoso que ha de llegar á ser con el tiempo
si sigue escribiendo folletos, no gusto nunca de hablar por boca de
ganso, sino decir mis ideas tales cuales son, y más que no se asemejen
á las de don Clemente Díaz, que todos no es posible tengamos las mismas
ideas, como V. M. conoce mejor que yo.
¡Ay qué bien ha hecho su maestro de primeras letras en ponerle á
escribir! porque yo supongo generosamente que cuando empezó el folleto
ya sabría leer de corrida; no porque yo crea que necesita irse soltando
su estilo, que ya anda demasiadamente suelto, sino porque si lo hemos
de leer no hay otro medio sino que V. M. lo escriba. ¡Y cómo conoció
el pícaro del maestro lo que podía prometerse del buen ingenio de don
Clemente Díaz! ¡Apostara yo el valor del primer ejemplar del folleto de
V. M., si es que se ha vendido ya, á que son para él las utilidades! ¡Y
cómo lo ha entendido el muy ladino!
¿Como cuánto tiempo hará que V. M. hace versos, señor don Clemente
Díaz? ¿Cómo fué el descubrir V. M. que tenía esa estupenda habilidad,
en sazón de estarse publicando los Pobrecitos Habladores? Otra
preguntilla, y es la última por ahora. ¿Como cuántos años podrá tener
V. M.? Porque si como es de ingenioso es de precoz, ¡voto á Apolo que
es una maravilla mi señor don Clemente Díaz! ¡Y qué bien pone la pluma,
y cuánto sabe!
Sabe, por ejemplo, hacer él solito palabras compuestas, como:
verbi-gracia, satírico-manía; sabe citar á don Manuel Bretón de los
Herreros y poner su epigrafito y todo, que es un contento. Sabe que
el famélico vate no debe lamentarse de lo que se lamentaron otros,
sino que cada uno se lamente solo y de cosa distinta, y antes de
lamentarse tenga buen cuidado de averiguar y saber si se lamentó otro
de aquello mismo, y si no, no lamentarse. Si á su merced, por ejemplo,
le salieran unos ladrones á robarle y le aporrearan, su merced, que
es _vate famélico_, según parece, no debiera lamentarse más que le
hubieran llenado de chichones el occipital ó el frontal, porque ni su
merced sería el primer aporreado, ni el primero que se ha lamentado de
algún aporreo. Así que todo el toque del escribir está en hacerlo con
anterioridad á los que han escrito antes que uno, cosa muy sencilla
mirándolo despacio. En esto sigue don Clemente Díaz su misma regla;
por no repetir ideas de otros, tiene él las suyas hechas de tal manera
que ni yo las vi iguales, ni parecidas, en autor alguno que le haya
antecedido, ni espero, ¡qué esperar! que ningún hombre de talento
pasado, presente ni futuro diga las cosas que don Clemente dice. ¡Tanta
es su originalidad y su deliciosa extravagancia!
Sabe decir su merced que _gustara acaso Persio si escribiera solo_,
añade que también Juvenal gustara con la misma circunstancia, y
concluye diciendo que también otros ciento gustaran si escribieran
solos. Me recordó este paso chistoso, capaz de hacer reir á cualquiera,
como sin duda se lo ha propuesto el graciosísimo señor don Clemente,
el lance aquel de los doscientos gallegos que volvían de la siega y se
dejaron robar porque venían solos.
Don Clemente sabe además hacer metáforas, las cuales no son las de
menos donosa invención aquella de que el _mundo con muletas ande cojo_;
la otra del _agostado juicio_ de mi amigo (_¿si aludirá á que se casó
en agosto?_), la otra de dejar ir _su mente á rienda floja_, y aquella
otra tan revuelta y enmarañada y llena de escondrijos y retortijones
que dice _que exprime_ el Bachiller «el corto zumo de su ingenio para
deshacerse en humo de sandeces por coger un premio de humo». Ésta, ésta
es la que debe de haberle costado más noches de no dormir y más días de
no pensar; y por fin la de los «timbres de la nobleza que de la gloria
en la mansión habita y eleva sobre el tiempo su cabeza»; y la lindísima
de aquel fantasmón de arroyuelo que tenía _arrogante estilo_ (decir
estas cosas es el único modo seguro de no parecerse á ningún otro buen
autor). Esto es lo que se llama tener gracia natural para hacer reir,
¿y con qué arbitrio tan sencillo? Con sólo reunir don Clemente en sus
ratos ociosos palabras de aquí y de allí; barajarlas, y ver qué efecto
producen; y más que no representen ideas que tengan relación entre sí,
en cuyo caso se desbarataría gran parte de la gracia del juego.
Sabe don Clemente Díaz hacer versos aconsonantados sin consonante,
caso que no ha acertado á conseguir ni ha intentado siquiera ningún
poeta ni famoso, ni sin fama, como cuando hace consonar _velas_ con
_vendaba_. ¡Tan cierto es que sólo al genio le está reservado abrir
sendas desconocidas! Esto me trajo á la memoria aquel otro caso tan
sabido del juego de prendas, en que se apuraba una letra y era la _g_;
había dicho alguno _guitarra_. «Á usted le toca ahora, señorita», dijo
á la persona siguiente el que llevaba el juego; á lo cual contestó
ella con gran prisa y raro tino _violín_, y calló con aquel aire de
satisfacción y desembarazo que tiene el que ha salido triunfante de un
grande apuro.
Consonante á _velas_... Vamos, don Clemente, en _elas_. ¿En _elas_?
_¡vendaba!_ ¡Bravo, don Clemente! ¿Ven ustedes? Ya salimos del paso.
Recuérdame esto otro cuentecito que me contó mi maestro: un poeta
nuevo, como V. M., señor don Clemente, tenía que hacer una oda á un
amigo suyo, á quien habían sacramentado; él había visto que en las
odas solía haber unos versos cortos y otros largos, y dijo: «Si en
eso consiste, odas haré yo también», que es lo que á V. M. le habrá
sucedido con los tercetos: hizo, pues, su oda, y describiendo la mala
noche concluía una estrofa con estos dos versos, el uno quebrado y el
otro tan entero como un burro garañón:
Y era tan fuerte el viento,
Que se apagaban las hachas de los que por purísima devoción
[iban alumbrando al Santísimo Sacramento.
Bien es verdad que si V. M. tenía que decir la palabra _vendaba_ por
razones particulares que ignoro, y que él acaso sabrá, aunque hubiera
hablado más arriba de velas por el mar del _frívolo_, que aunque no
está en el mapa, culpa de los mapistas, sabe V. M. muy bien cuál es,
no era cosa de andarse horas enteras á buscar consonante en _elas_
para decir otra cosa que lo que quería decir; primero es la verdad que
el consonante, y ser franco que ser poeta; y volvemos á aquello de la
hombría de bien: ya sabe V. M., señor don Clemente, que para ganar el
cielo no se necesita tener el oído muy delicado. ¿Quién sabe si á V.
M. le sonará lo mismo _velas_ que _vendaba_ por la regla de apurar la
letra y empezar todo con _v_?
Lástima grande que no habite encima del cuarto de usted algún poeta
para que hiciese con él lo que Pedro Corneille con su hermano Tomás:
aquel tenía hecha, como V. M. no sabrá, una trampilla en el piso de
su habitación sólo para pedirle en los graves apuros consonantes á su
hermano, que vivía debajo de él.
Dígame V. M. la verdad, como si nadie nos oyera, ¿V. M. entiende los
consonantes al revés, y cree que han de consonar las palabras por el
principio ó por el fin? En este caso le sucederá lo que á aquel cochero
beodo que montó la mula al revés, y tomándole el rabo por riendas
arreaba y pegaba latigazos á su inocente coche.
Sabe el señor don Clemente además que todo el que no sea hombre de
talento debe domar toros, de donde se infiere que todos los tontos
deben ser vaqueros, y que la clase de vaqueros debiera ser la más
numerosa de la sociedad, porque los más son tontos como V. M. sabe.
V. M. debe saber mucho de domar toros, á no ser que haya dicho lo del
_toro_ por ser su satirilla en tercetos, y haber de consonar con _oro
y tesoro_, en cuyo caso no he dicho nada, y tiene él razón, á pesar de
que otras veces no se para en consonantes, y teniendo su _vendaba_ á
mano para estos casos apurados, no había de recurrir á la tauromaquia.
¿Y qué de cosas más sabe V. M.? ¿Apostamos algo á que sabe también
dónde tiene la mano derecha?
¿Conque ha leído V. M. á Juvenal, y á Persio, y á Boileau? ¿Y qué más
libros ha leído V. M.? ¿Como á qué edad empezaría mi señor don Clemente
Díaz á leer? ¡Vaya que es un Centón mi señor don Clemente Díaz! ¿Ha
leído V. M. también el Hablador que critica? Porque ya veo que es muy
capaz de leer hasta lo que no está escrito, y hasta de escribir lo que
no se haya de leer. Yo, amigo don Clemente Díaz, no leo tanto, á pesar
de que he leído el folleto de V. M., que, sin vanidad, ni hay muchos
que puedan decir otro tanto, ni habrá uno solo que me niegue que se
necesita para ello tener afición decidida á la lectura.
En lo que tiene razón es en decir que los poetas no han de buscar
con qué vivir, sino gloria, y yo estoy seguro de que él no busca más
gloria, como se echa de ver en aquello de regalarnos el folleto por dos
reales cada ejemplar, que atendido su mérito, es lo mismo que decir _de
balde_; así que la gloria debe de ser para V. M. una especie de maná,
si bien yo tengo para mí que no ha de echar muchas carnes con la que
le ha valido su folleto; imagino que le ha de costar algunos días el
digerirla, pues tengo entendido que es alimento fuerte para estómagos
flacos. Ni es justo que el poeta vea su comedia, ni que se le premie
por ella ¡Disparate! ¡Cómo se conoce que no ha hecho don Clemente Díaz
ninguna comedia! No porque no haya podido, sino por no emporcarse las
manos con las medallas de plata carcomidas que suele cobrar el poeta.
Supuesto que don Clemente cobra en laureles, ¿como cuánto laurel vendrá
á tener V. M. hacinado en su casa? Vamos serios, don Clemente Díaz,
hagamos una especulación; que como nos lo ponga á un precio moderado,
¿quién sabe si pudiéramos hacer negocio?
Hanme dicho malos amigos de su folleto que es gran lástima que no tenga
más gracia de la que tiene, porque á tenerla, todos nos hubiéramos
divertido, y V. M. el primero.
No haga caso de habladurías, que si se parara en lo que dicen era cosa
de no volver á escribir. Lo único que le aconsejo yo es que cuando
diga verdades las diga claras y no se ande con rodeos, _de la pieza
remendaba en prosa_, sino que la nombre; diga los verdaderos defectos
del Hablador, y si no los conoce acuda á nosotros el Bachiller y yo,
que somos uña y carne, y se los hemos de apuntar; algunos tiene que V.
M. se ha dejado en el tintero.
Esperamos, pues, señor don Clemente Díaz, que siga en otras sátiras y
folletos corriendo tras de la gloria, por si la puede alcanzar, aunque
ella va de prisa y le lleva bastante delantera: si bien el Hablador no
admite ni da contestaciones, yo, que soy su amigo, á quien no alcanza
el entredicho, le podré contestar; y si no le contestase más, lo cual
es muy posible, no por eso se desanime, sino escriba y versifique, y
no defraude malamente á la posteridad del fruto que podrá sacar de
sus vastos conocimientos: tenga entendido que ha nacido para escribir
folletos, y todo lo demás es errar la vocación y no cumplir con la
obligación que traen al mundo los hombres grandes de ilustrar á sus
semejantes, si es que V. M. tiene semejantes: yo por mi parte le
aseguro por la fe de caballero, que aplicándose ha de llegar á hacer
sátiras muy regulares, lo cual debe V. M. hacer tanto más cuanto que
puede vivir seguro de que encontrará siempre en mí un panegirista
celoso de su gloria, y de que no se menoscabe en nada la colosal
reputación que tiene adquirida en el mundo literario, como Clemente,
como Díaz, como poeta y como satírico, y más que perjudiquen á los
intereses del Bachiller sus claras luces y sus terribles impugnaciones.
_Andrés Niporesas._

NOTA. Sabedor el autor de esta carta de que se ha introducido la
moda de terminar las cuestiones literarias por medio de _duelos_ ó
_quebrantos_ de huesos, advierte al público que en su redacción no se
admiten palizas ni desafíos.


EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE

EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE


CAPÍTULO I
Mis arreos son las armas
Mi descanso es pelear,
Mi cama las duras peñas,
Mi dormir siempre el velar.
_Cancionero general_

Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no
nos parece inútil advertir á aquellas personas en demasía bondadosas
que nos quieran prestar su atención, que si han de seguirnos en el
laberinto de sucesos que vamos á enlazar unos con otros en obsequio de
su solaz, han menester trasladarse con nosotros á épocas distantes y á
siglos remotos, para vivir, digámoslo así, en otro orden de sociedad
en nada semejante á este que en el siglo XIX marca la adelantada
civilización de la culta Europa. Tiempos felices, ó infelices, en que
ni la hermosura de las poblaciones, ni la fácil comunicación entre
los hombres de apartados países, ni la seguridad individual que en el
día casi nos garantizan nuestras ilustradas legislaciones, ni una
multitud, en fin, de refinadas y exquisitas necesidades ficticias
satisfechas podían apartar de la imaginación del cristiano la idea,
que procura inculcarnos nuestro sagrado dogma, de que hacemos en esta
vida transitoria una breve y molesta peregrinación, que nos conduce á
término más estable y bienaventurado.
Mis arreos son las armas,
Mi descanso es pelear,
podían repetir con sobrada razón nuestros antepasados de cuatro ó
cinco siglos: nuestra nación, como las demás de Europa, no presentaba
á la perspicacia del observador sino un caos confuso, un choque no
interrumpido de elementos heterogéneos que tendían á equilibrarse,
pero que por la ausencia prolongada de un poder superior que los
amalgamase y ordenase, completando el gran milagro de la civilización,
se encontraban con extraña violencia en un vasto campo de disensiones
civiles, de guerras exteriores, de rencillas, de desafíos, y á veces
de crímenes, que con nuestras extremadas instituciones mal en la
actualidad se conformarían.
Una incomprensible mezcla de religión y de pasiones, de vicios y
virtudes, de saber y de ignorancia, era el carácter distintivo de
nuestros siglos medios. Aquel mismo príncipe que perdía demasiado
tiempo en devociones minuciosas, y que expendía sus tesoros en piadosas
fundaciones, se mostraba con frecuencia inconsecuente en su devoción, ó
descubría de una manera bien perentoria lo frívolo de su piedad, pues
en vez de arreglar por esta su conducta, se le veía no pocas veces
salir de los templos del Altísimo para ir á descansar de las fatigas
del gobierno en los brazos de una seductora concubina, que usurpaba la
mitad del lecho regio de su consorte despreciada. El caballero que
volvía de reconquistar el santo sepulcro del Salvador, y que llevaba
ricamente bordado en el pecho el signo augusto de la redención, aquel
misto cruzado que al entrar en el gremio de la iglesia había depuesto
en las fuentes bautismales el vano deseo de venganza, adoptando y
jurando, á imitación del Hombre Dios, el perdón de las injurias, sin el
menor escrúpulo de conciencia declaraba las muestras de su organización
irascible, que á gala tenía; á la menor sombra de pretendida ofensa
corría lanza en ristre á partir el sol del palenque, y á abrir una
ancha fuente de sangre humana en el pecho de su adversario, invocando á
un tiempo por una inexplicable contradicción el nombre santo de Dios, y
el nombre profano de la dama por quien moría.
En vano la religión se esforzaba en dulcificar las costumbres de
los hijos de los Godos, exaltados por la prolongada guerra con los
Sarracenos. Es verdad que ganaba terreno, pero era con lentitud, entre
tanto se criaba el caballero para hacer la guerra y matar. Verdad es
que los primeros enemigos contra quien debía dirigirse eran los Moros;
pero muchas veces lo eran también los cristianos, y había quien matando
dos de aquéllos por cada uno de estos últimos, creía lavado el pecado
de su espantoso error. Matar infieles era la grande obra meritoria
del siglo, á la cual, como al agua bendecida por el sacerdote, daban
engañados algunos la rara virtud de lavar toda clase de pecados.
Para los hombres el ejercicio de las fuerzas corporales, el fácil
manejo de la pesada lanza, el arte de domeñar el espumoso bridón,
la resistencia en el encuentro, y el pundonor falsamente entendido
y llevado á un extremo peligroso; y para las mujeres el arte de
conquistar con las gracias naturales y de artificio al campeón más
esforzado, y ceñirle al brazo la venda del color favorito, recompensa
del brutal denuedo del vencedor del torneo, y el recato sólo para con
el caballero no amado, eran la educación del siglo. _Dios y mi dama_,
decía el caballero; _Dios y mi caballero_, decía la dama.
En medio del furor de guerrear que debía animar á todos en aquella
época, algunos ministros del Altísimo no dudaban acompañar las huestes,
armados á la vez como los guerreros, y aun cuando no desenvainasen en
las lides la poderosa espada de Damasco y de Toledo para herir con ella
al enemigo, esta costumbre arrastraba á algunos á autorizar trances de
rebelión del soberbio rico-hombre contra la majestad de su rey y señor
natural.
Un corto número de espíritus más pusilánimes, ó acaso más calculadores
que sus contemporáneos, poseía la corta riqueza literaria griega y
romana que de las ruinas del Partenón y del Capitolio habían podido
salvar, en medio de la devastación desoladora de la irrupción de
los bárbaros, algunas primitivas comunidades monásticas. El estudio
todo que se hacía en los claustros estaba reducido, y debía estarlo,
á la ciencia eclesiástica, la única que podía y debía salvar, como
efectivamente salvó á la Europa de su total ruina. Las bellezas
gentílicas de los Homeros y Virgilios debían reservarse para otros
tiempos; y los monasterios, conservando estos monumentos clásicos de la
antigüedad, hacían á la literatura todo el servicio que podían hacerla.
Otros espíritus no obstante se dedicaban fuera de aquellas escuelas
al estudio, y la ciencia que adquirían era sólo el medio criminal de
granjearse una consideración y una fortuna aún más criminales todavía.
Afectando la ciencia de los astros, ó una misteriosa comunicación con
el mundo de los espíritus, sabían abusar de la insensata credulidad de
los reyes y de los pueblos, y convertir en propio y particular provecho
suyo las luces que no trataban de difundir, sino antes de conservar
entre sí clandestina y masónicamente, como un pérfido talismán que
ejerciendo al cabo su irresistible influencia sobre los espíritus
débiles é ignorantes, libraba en las manos de unos pocos empíricos
solapados la palanca poderosa con que movían y removían á su placer
cuantos obstáculos á sus dañadas intenciones se pudieran presentar.
Á esta época, pues, y al trato belicoso de los nietos de las hordas
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