Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 24

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precipitóse dentro con los cabellos erizados y los ojos casi fuera del
cráneo.
--¿Qué traes, Vadillo? dijo levantándose don Enrique al ver el desorden
de su escudero.
--Es su sombra, señor, es su sombra, repuso Vadillo mirando atrás
todavía, y procurando componer su semblante.
--¿Qué sombra? replicó don Enrique. Será la que hace vuestro cuerpo al
pasar por delante de la lámpara de la galería.
--No es eso, señor, no es eso.
--¿Qué es, pues? explicaos.
--Mi esposa...
--¿Vuestra esposa es sombra? ¿Qué decís?
Temblaba ya Ferrus de pies á cabeza con la explicación del escudero, y
no sabía don Enrique qué creer de semejante asombro.
--Digo, señor, concluyó Vadillo reponiéndose, que la dueña enlutada no
es mi esposa, porque mi esposa está en su habitación, y mi esposa no ha
salido ni saldrá...
--¿Estáis seguro?
--Como estoy vivo.
--¿Quién puede entonces?...
--No puede ser, dijo Ferrus, sino...
--La sombra de la condesa, concluyó Vadillo.
--¿La sombra de la condesa? ¡Ésa es buena! exclamó soltando una
estrepitosa carcajada don Enrique de Villena.
--¿Te ríes, señor?
--¿No he de reirme, si habéis perdido entrambos la cabeza?
--Ah, señor, repuso Vadillo, veo que si yo contara un sueño... En fin,
quiero que me hayáis referido de la condesa la pura verdad. ¿Estáis
seguro de que el encargado de?...
--Deliráis, Vadillo, deliráis. Verdad es que ahora pierdo yo el hilo
de mis observaciones, y no sé... Puesto que decís que estáis seguro
de haber visto á vuestra esposa, confieso que no entiendo... De todos
modos es necesario que vayáis á buscar al astrólogo: os aguarda para
darme una razón que espero con ansia. ¿Os atreveríais, ya que vais,
Vadillo, á averiguar quién sea la tapada? ¿Tendríais resolución?...
--Manda, señor, á tu escudero.
--Bien, pues yo confío á vuestro talento esa intriga: si el
nigromántico lo sabe, os lo dirá: si no, ved de tocar siquiera esa
sombra, que como la toquéis, y como ella ofrezca cuerpo y resistencia,
añadió riéndose don Enrique, podéis estar seguro, no quiero yo decir de
que sea vuestra esposa, pero á lo menos, sí, de que es persona; y á
ser hombre como parece mujer...
--Entonces, señor, yo os prometo que mi espada hiciera pronto la
experiencia. Perdona si el sobrecogimiento de una escena que he tenido
tan rara, tan extraordinaria, me ha hecho parecer á tus ojos, señor...
--Vadillo, os he visto pelear; sé que tenéis valor. Conozco por otra
parte á los hombres: son débiles y miserables en todo. Una preocupación
es más fuerte que cien ballesteros.
Iba á despedirse el escudero para la cámara del astrólogo, donde le
esperaban acontecimientos más extraordinarios cien veces que los
pasados; pero don Enrique le detuvo para dar lugar, lo uno á las
intrigas que debía preparar el nigromante, y lo otro porque entonces
que en realidad le engañaba, una voz interior le gritaba que debía
tratarle con más amistad y consideración que nunca. No debía faltarles
tampoco qué hablar desde que don Enrique era maestre, desde que iba á
ser Hernán Pérez caballero, y desde que el singular duelo de la mañana
había venido á complicar tan extraordinariamente los negocios y los
intereses de los principales personajes de nuestra verídica historia.

* * * * *


CAPÍTULO XIX

Y después de haber propuesto
Su intento y sus pretensiones
Á los de guerra y estado
Que atento le escuchan y oyen,
En confuso conferir
Se oye un susurro discorde,
Que sala y palacio asorda
La diversidad de voces.
_Rom. de Bernardo del Carpio_

Cosa indudable es que don Enrique de Villena, una vez adoptadas sus
ambiciosas ideas de elevación, no perdonaba medio alguno de llevarlas
á cabo, ni daba un pronto reposo á su imaginación, buscando trazas
para asegurarlas. El alto puesto que anhelaba era sin embargo bastante
apetecible para que se le ofreciesen naturalmente en el camino de
sus intrigas temibles maquinaciones de sus enemigos y poderosos
contendedores. No habrá olvidado el lector tan pronto, si es que
ha llegado á tomar alguna afición á los sucesos que le vamos con
desaliñada pluma enarrando, aquel don Luis de Guzmán, que paseaba el
salón de la corte en la mañana de este mismo día hablando con el famoso
coronista Pedro López de Ayala. Si no ha olvidado á aquel caballero, y
si recuerda el diálogo en que se le presentamos por primera vez, tendrá
presente también que el coronista le había designado como sucesor
probable de su tío don Gonzalo de Guzmán, último maestre de Calatrava.
Llamábanle efectivamente á este alto puesto, en primer lugar su
parentesco con el difunto, su vida ejemplar é irreprensible conducta,
el título de comendador de la orden, y la confianza que inspiraba á
los más de los caballeros. Era generalmente querido, y en realidad más
digno del maestrazgo que don Enrique de Villena, en aquella época,
sobre todo, en que el valor solía suplir todas las demás calidades:
teníale don Luis en alto grado, y había dado de él repetidísimas y
brillantes pruebas en las guerras de Portugal y de Granada, al paso
que don Enrique se podía sospechar fundadamente que no era su virtud
favorita, pues nadie recordaba haberle visto jamás en ningún trance
de armas. Había probado además don Luis que conocía los deberes todos
de buen caballero en las diversas justas y torneos en que había sido
mantenedor ó aventurero; sabía manejar en todas ocasiones con singular
gracia un caballo, rompía una lanza con bizarría, acometía con denuedo
en la carrera, corría parejas con extrema donosura, cogía sortijas con
destreza, y disparaba cañas con notable inteligencia. Don Enrique, por
el contrario, empleaba todo su fuego en semejantes circunstancias en
hacer una trova muy pulida y altisonante, en que cantaba las hazañas
ajenas, á falta de las propias. Pero era el mal que en la corte de don
Enrique no habían obtenido todavía las trovas aquel grado de estima
que en reinados posteriores llegaron á alcanzar; cosa en verdad que
no dejaba de ser justa, si se atiende á que las trovas servían sólo
para matar el fastidio momentáneamente en un banquete de damas y
cortesanos, al paso que una lanza bien manejada derribaba á un enemigo;
y en aquellos tiempos belicosos eran más de temer los enemigos que el
fastidio.
Las intrigas de don Enrique habían impedido que este mancebo generoso
supiese á debido tiempo la infausta nueva de la muerte de su tío. La
primera noticia que de ella tuvo fué la que en pública corte recibió,
y en el primer momento la sorpresa de no haber sido de ella avisado,
circunstancia que no acertaba á explicarse á sí mismo fácilmente, y
el dolor le embargaron toda facultad de pensar y abrazar un partido
prontamente. Sacóle empero de su letargo la elección que hizo el rey
de su pariente para suceder en el maestrazgo, é indignóle aún más
que semejante nombramiento la bajeza con que se adelantaron varios
caballeros de su orden á proclamar casi tumultuosamente al conde. Mal
podía sin embargo en aquella circunstancia manifestar su agravio,
ni menos oponerse á la dicha de su competidor. Aunque lo hubiera
intentado, hubiérale sido muy difícil pronunciar una sola palabra,
porque debemos añadir á lo que de su carácter llevamos manifestado,
que tenía tanto don Luis de cortesano, como don Enrique de valiente.
Todos sus conocimientos estaban reducidos á los de un caballero de
aquellos tiempos: habíanle enseñado en verdad á leer y escribir, merced
á la clase elevada á que pertenecía; pero cuando no tenía olvidado él
mismo que poseía tan peregrinas habilidades, que era la mayor parte
del tiempo, no comprendía por qué se habrían empeñado sus padres en
hacerle perder algunos años en aquellos profundísimos estudios, que
no le podían ayudar, decía, á rescatar una espuela ni el guante de su
dama en un paso honroso. ¿Qué cota por débil que fuera, qué almete
por mal templado había cedido nunca á la lectura de un pergamino por
bien dictado que estuviese, ó al rimado de una trova por armoniosa
que sonase? Despreciaba asimismo las galas del decir, y el elegante
artificio de la oratoria, porque solía repetir que él llevaba la
persuasión en la punta de su lanza; y efectivamente había convencido
con ella á más Moros que los misioneros que iban continuamente á
Granada; éstos no solían sacar otro fruto de su peregrinación cristiana
que la palma del martirio, la cual podía ser muy santa y buena para su
alma; pero no daba un solo súbdito á la corona de Castilla, sino antes
se lo quitaba. Bien se ve por este ligero bosquejo que era don Luis
hombre positivo, y que no hubiera hecho mal papel en el siglo XIX.
En esta candorosa ignorancia y en la fuerza de su brazo consistía su
popularidad, porque entonces como ahora se pagaba y paga la multitud de
las cualidades que le son más análogas, y que le es más fácil tener:
en ellas tomaba su origen el carácter impetuoso y poco ó nada flexible
de don Luis; cuando oyó la elección que había hecho el rey Doliente,
miró á una y otra parte todo asombrado, como si no pudiese ser cierta
una cosa que no le agradaba, enrojecióse su rostro, cerró los puños con
notable cólera é indignación, miró en seguida al rey, miró al conde de
Cangas, miró á los caballeros calatravos que le proclamaban, encogióse
de hombros, y sin proferir una sola palabra salióse determinadamente de
la corte; acción que en otras circunstancias menos interesantes hubiera
llamado extraordinariamente la atención de los circunstantes. Nadie sin
embargo la notó, y el ofendido caballero pudo entregarse libremente
al desahogo de su mal reprimida indignación. Hubiera él dado su mejor
arnés y su mejor caballo por haber sabido el golpe que le esperaba en
el momento aquel en que la acusadora de su rival había apostrofado á
los caballeros presentes en favor de su demanda. No hubiera sido Macías
entonces el que se hubiera llevado el honor de salir por la belleza;
porque es de advertir que la acusación, que, como á todos, le había
parecido inverosímil en el instante de oírla, comenzó á tomar en su
fantasía todos los visos no sólo de verosímil, sino de probable, y
hasta de cierta desde el punto en que se vió suplantado por el que era
objeto de la querella. «Es evidente, dijo para sí, que don Enrique es
un fementido: mientras más lo pienso, más me convenzo de su iniquidad.
¡Felonía! ¡matar á una mujer!!!». Desde que hizo este raciocinio
hasta el día de su muerte, don Luis de Guzmán no pudo admitir jamás
suposición alguna que no fuese en apoyo de esta opinión: era evidente
para él que don Enrique había matado á su esposa, y aunque la hubiera
vuelto á ver de nuevo buena y sana, cosa que no sabremos decir si era
fácil ya que sucediese, hubiera dudado primero de sus propios ojos
que del delito de don Enrique. Así juzgan los hombres, y los hombres
exaltados sobre todo.
Llegado don Luis á su casa, llamó á su escudero, y le dió el encargo
de convocar á los caballeros de Calatrava en quien más confianza
tenía, y que no habían asistido á la corte de aquel día. Mientras que
el escudero partió á desempeñar su delicada comisión, quedó don Luis
paseando á lo largo su habitación, y maquinando cómo podría asir la
dignidad que acababa de deslizársele entre las manos.
De allí á poco comenzaron á ir llegando los caballeros de Calatrava,
llamados unos, de su propia voluntad otros, al saber la escandalosa
novedad que en la orden ocurría. Varios entre ellos tenían el mismo
motivo de agravio que don Luis, es decir, que no podían alegar más
causa de su enemistad á don Enrique que el haber éste conseguido lo que
ellos para sí deseaban: estos tales se hubieran reunido igualmente con
Villena contra don Luis si hubiera sido éste el afortunado. El amor
propio ofendido y el deseo de derribar al poseedor eran su único objeto
al reunirse, cosa que sucede comúnmente en los más de los conspiradores
y descontentos. No sucedió, pues, en esta ocasión sino lo que suele
siempre suceder en casos semejantes; pero había una circunstancia
favorable para ellos esta vez: á saber, que Villena prestaba mucho
campo á la oposición, de suerte que en realidad no eran sus enemigos
los que tenían ventaja, sino él el desaventajado.
No tardaron mucho tiempo en hallarse reunidos en la casa posada de
don Luis de Guzmán más de veinte entre caballeros y comendadores de
Calatrava. Seguía paseándose en silencio el desairado candidato,
y solamente una seca inclinación de cabeza, y un ademán más seco
todavía, con que hacía seña de ofrecer asiento, marcaban de cuando
en cuando la entrada de un nuevo concurrente. Al ver tan distraído y
preocupado al dueño de la casa, sentábase cada cual, y esperaba con
humilde resignación á que tuviese por conveniente romper tan incómodo
silencio: lo más á que se extendía el atrevimiento en tan solemne
reunión, era á preguntar en voz imperceptible alguno á su compañero
y adlátere el objeto de aquella misteriosa asamblea. Luego que le
pareció á don Luis suficiente el número de sus oyentes, soltó la rienda
á su desnuda elocuencia con toda la seguridad de un hombre que está
muy lejos de imaginar que puedan reprochársele las frases que usa, ó
vituperársele los vocablos que para expresar sus ideas adopta.
--¡Por Santiago, caballeros de Calatrava! exclamó: que hoy luce un
día bien triste para nuestra orden. Día de oprobio, día que no saldrá
fácilmente de vuestra memoria. Un rey débil, un rey enfermo, un rey
en cuya mano estaría mejor la rueca de una dueña que la lanza de un
caballero, osa atropellar vuestros fueros y privilegios, y ¡voto
va! que no luce bien la cruz roja en un pecho dispuesto á sufrir
humillaciones. ¿Sabéis lo que es honor, caballeros de Calatrava? se
interrumpió bruscamente á sí mismo el comendador, parándose de pronto
en su paseo, como hombre que ha perdido el hilo de un largo discurso
que trae mal estudiado, y que se decide por fin á reasumir en una sola
frase enérgica y terminante todos sus cargos y argumentaciones: ¿sabéis
lo que es honor, caballeros de Calatrava?
Á la primera enunciación de este inesperado apóstrofe, dejóse percibir
sordo murmullo de desaprobación en el auditorio, y poniéndose en pie
uno de sus principales oyentes:
--Duda es ésa, señor don Luis de Guzmán, que cada uno de los que
aquí miráis reunidos á vuestro llamamiento sabría desvanecer bien
presto, á no ser vos el que la anunciáis. Ignoro los motivos que
podéis tener para haber llegado á darle entrada en vuestro corazón,
pero yo en mi nombre, y en el de todos los presentes, os ruego que
os sirváis exponernos brevemente la causa que á esta convocación os
mueve, y á declarar qué habéis visto en los caballeros de la orden que
provoque tan alta indignación. Espada tenemos todos, y en cuanto al
valor, no será ésta la primera ocasión en que probemos que no estamos
acostumbrados á sufrir ultrajes impunemente.
--Nunca dudé, contestó don Luis con la satisfacción de un hombre que ve
abundar á sus oyentes en sus mismas opiniones, nunca dudé de vuestro
valor. Como comendador más antiguo, como pariente de nuestro buen
maestre, que acaba de fallecer en Calatrava, he creído tener derecho
á convocaros cuando se trata de los altos intereses de la orden, y de
evitar acaso su ruina.
--¿Su ruina? exclamaron á una todos los caballeros.
--Su ruina, sí, repitió Guzmán, su ruina. Hoy ha llevado un golpe
que tarde ó nunca se reparará. Varios de vosotros lo habéis oído.
Escuchadlo los demás con espanto y con indignación. No se espera ya
á que los caballeros de la orden, reunidos en su capítulo, pongan á
su cabeza, movidos de justas razones, al caballero más perfecto, más
experimentado en las lides, más prudente en los consejos. No: un rey
por sí y ante sí, atropellando nuestros más sagrados derechos, eleva
á la dignidad que mil hechos heroicos, que una larga vida de virtudes
bastan apenas á merecer, ¿á quién? á un hombre cuyo penacho no sirvió
nunca de guía á los valientes en una batalla, á un hombre que nunca dió
el primero ni oyó resonar en torno suyo el grito de ¡Santiago cierra
España! Á un hombre que ha trocado la lanza por la pluma, cuyo campo
de batalla es una mesa cubierta de inútiles pergaminos, que no ha
vencido nunca sino las necias dificultades de lo que llama él rimas.
Á un hombre, caballeros, de quien con fundada razón se dice que tiene
inteligencia con los espíritus, y que...
--¡Qué horror!
--Oidlo, sí, con escándalo, nobles compañeros. Ése es el hombre que nos
destinan por maestre: un afeminado cortesano, un intrigante ambicioso,
un rimador, un nigromante en fin...
--¡Fuera, fuera! gritaron á una los caballeros, cuyos ánimos iba
templando ya el calor comunicativo y la natural elocuencia de la pasión
que dominaba en el comendador.
--¿Lo sufriremos? continuó don Luis, como una piedra que caída de una
altura desmesurada sigue rodando largo espacio después de llegada al
llano, ¿lo sufriremos? Yo por mí, nobles caballeros, juro á Santiago de
no dormir desnudo y de no comer pan á la mesa mientras que vea la orden
á su cabeza al... al... ¿para qué callarlo en fin? al asesino de su
esposa.
No necesitaban ni tanto ya los caballeros reunidos en casa del
comendador para acabar de perder la poca sangre fría que les quedaba.
La última frase del orador produjo el efecto de una chispa lanzada
en medio de un montón de estopa seca. Veíase lucir en todos los
semblantes la misma animación que en el de Guzmán; todos provocaban y
excitaban mutuamente su cólera con la relación de las ofensas que en
aquel momento se figuraba cada cual haber recibido ó del rey Doliente
ó del intruso maestre. Inútil es decir si se recapitularon largamente
las calidades del conde de Cangas. Había quien lo había visto horas
enteras evocando los manes de los difuntos en un cementerio en compañía
del judío Abenzarsal; había quien le había visto sepultarse en una
larga redoma y desaparecer á los ojos de los circunstantes; y hasta se
llegaba á probar que había estado en más de una ocasión en dos partes
opuestas á un mismo tiempo: lo cual, como convinieron todos, no podía
obrarse sino por arte del demonio, si se atiende á que cada uno no
suele tener en el mundo más que un cuerpo; ahora bien, era cosa sabida
que el demonio no hace nada de balde, circunstancia que podría hacerle
pasar perfectamente por escribano ó agente de negocios; de lo cual era
forzoso inferir que don Enrique le habría vendido su alma, si bien no
había entre tanto ilustre caballero quien osase descifrar las ventajas
que al demonio le podían resultar de poseer el alma de don Enrique de
Villena, tanto más cuanto que á todo tirar no era realmente de las
mejores.
Quedó sin embargo establecido por punto general: primero, que don
Enrique había sido, era y sería eternamente nigromante por pacto con el
demonio; segundo, que había sido asimismo, era y sería eternamente el
asesino de su esposa, lo cual había de ser irremisiblemente cierto, mas
que no hubiese tal demonio, ni tal esposa muerta, cosas para nosotros,
si hemos de decir verdad, igualmente dudosas.
Resueltos estos dos puntos principales, era consecuencia forzosa
el resolver la deposición del maestre: esto en verdad ofrecía más
dificultades, pero la imaginación las superó; convínose primeramente en
que don Luis de Guzmán quedaría en la corte para exponer reverentemente
á su alteza que los estatutos de la orden de Calatrava determinaban que
sólo pudiese ser nombrado el maestre por elección de los caballeros y
comendadores reunidos en capítulo; y que para ganar tiempo mientras se
recababa de su alteza la revocación del nombramiento ilegal, saldrían
varios de los caballeros presentes en calidad de emisarios á los
diversos puntos donde había fortalezas y castillos de la orden para
evitar que se reconociese y prestase juramento de pleito homenaje al
conde de Cangas. Uno sobre todo debía ir y declarar al clavero de la
orden residente en Calatrava que era la voluntad del mayor número de
los caballeros que siguiese desempeñando las funciones de maestre,
lo cual además le suplicaban rendidamente por el bien de todos,
mientras que se procedía á la elección del que hubiese de ser válida y
legalmente nombrado.
No perdieron, pues, instantes preciosos, y antes de anochecer los
caballeros habían hecho voto solemne de llevar adelante su empresa,
mientras que estuviese pegado el puño de la espada á la hoja, y
mientras que corriese una gota de sangre por las venas: todos habían
ofrecido al santo de su devoción el don que les parecía más grato á sus
ojos, y se habían separado, después de conferidos poderes á cada uno
de los emisarios en nombre de aquella junta, que llamaron _capítulo
extraordinario_, y al cual supusieron igual poder que al capítulo
general, en vista de la urgencia y apuro de las circunstancias en que
se había celebrado.
Verdad es que tampoco se había dormido don Enrique de Villena, á
quien no se le ocultaba que podría encontrar una enérgica oposición
en los caballeros; antes disponiendo de varios de los que se habían
pronunciado en su favor en la corte de aquella mañana, tomó igual
providencia enviando á Calatrava, á Alhama y á otros puntos emisarios
que le dieran á reconocer, que animasen á los tibios con promesas de
adelantamiento, ganasen á los descontentos con plazas efectivas de
comendadores, y enardeciesen á los amigos para que no pudiese en ningún
caso ser contraria á la elección de su alteza la elección del capítulo,
que bien sabía él que se necesitaba para la tranquila é indisputable
posesión del apetecido maestrazgo.
Dejemos empero á los emisarios de uno y otro corriendo los campos de
Castilla, y llevando de una parte á otra órdenes contradictorias, y
volvamos á seguir el hilo de las maquinaciones, de que era teatro la
parte del alcázar destinada á las habitaciones de su alteza y de sus
más allegados servidores.

* * * * *


CAPÍTULO XX

Quien esto vos aconseja,
Vuestra honra no quería.
_Rom. de don García_

Empezaba á anochecer cuando el astrólogo Abrahem Abenzarsal, paseándose
en su laboratorio con notable inquietud, parecía esperar á alguna
persona, ó el éxito por lo menos de alguna de las muchas intrigas en
que le tenía embarcado á la sazón su desmedida avaricia.
--¿Si habré cometido una imprudencia? decía. ¡Oh! á mi edad sería
imperdonable. ¡¡Los motivos que me expuso fueron tan poderosos y
tantas sus lágrimas, tan eficaces sus ruegos!! No sé qué principio
de condescendencia hay en el corazón del hombre, el más duro, el más
empedernido, el más viejo, para con una mujer, y una mujer hermosa
y joven que suplica... pero... alguien viene... ¡Ah! No cometí
imprudencia alguna.--Señora, me halláis en la mayor inquietud... estaba
anocheciendo ya...
--Os di mi palabra, respondió la dama, que entraba, é hicisteis mal
en estar con cuidado. Pero os advierto lo mismo que esta mañana os
advertí: bien conocéis cuán difícil es que en mi posición pueda
continuar semejante enredo. Os he dicho ya que las razones que á
ocultarme me obligaron nada tenían de común con su alteza; muchas veces
no se puede hacer una obra buena á cara descubierta; las posiciones de
la vida... En fin, ya me habéis comprendido. Espero, pues, que si no
habéis hablado á su alteza, lo habléis cuanto antes os sea posible.
--Esta misma noche, señora, podréis retiraros. Una vez que sepa su
alteza quién sois, ¿qué inconveniente podrá haber?...
--¡Qué agradecida debo estaros, sabio Abrahem!
--Vuestra estancia aquí es ahora indispensable. Su alteza pudiera
querer veros, y sus órdenes han sido tan terminantes... Por otra parte
no es de extrañar que quiera tomar con la acusadora de su querido
pariente todas las medidas que la prudencia indica, sobre todo cuando
no presenta acusación tan atrevida vislumbre alguno de verosimilitud.
--¿Vos también, Abenzarsal, vos que conocéis á don Enrique de
Villena?...
--Porque le conozco, señora, no le creí nunca capaz de un...
--De todo, Abrahem, de todo.
--Veo que os hace obrar, señora, algún resentimiento particular... ¡Oh!
sabido es que el conde fué siempre aficionado en demasía á las bellas...
--De nada le hubiera servido esa afición para conmigo...
--Conozco vuestra virtud... pero pudiera muy bien...
--¿Sí? ¿y qué? ¿para qué negarlo? largo tiempo duró su persecución;
pero si alguno de los dos puede aborrecer al otro por ese recuerdo, él
es y no yo...
--Lo sé, señora.
--Por lo que á mí hace, me ha movido la amistad que á la condesa, mi
señora, siempre he profesado, y el cielo; no otras consideraciones.
Las que puedan moverle á él contra mí me interesan poco, Abenzarsal.
Hállome bajo la protección de las leyes, bajo la salvaguardia de mi
estado, bajo la custodia ahora de su alteza mismo.
--Decís bien, hermosa dama. Perdonadme si no entro ahora mismo á hablar
por vos á su alteza; pero tengo para mí que ha de estar en su cámara
todavía su doncel favorito, cuya larga ausencia no podía menos de dar
lugar ahora á largas entrevistas. ¿Conocéis supongo al doncel Macías?
¡Pero qué distracción! es vuestro defensor.
--Sin embargo, respondió la dueña cubriéndose el rostro con su abanico
morisco, nunca le hablé...
--¿No?
--Ya visteis que su presencia en la corte no tenía indicio de cosa
premeditada de consuno. La casualidad sin duda le trajo... á tiempo que
ningún caballero de la corte de don Enrique quería arrostrar por una
débil mujer el poder del insolente Villena.
--Y su bizarro valor fué en ese caso y su cortesanía lo que le obligó
á...
--¡Oh! eso no es nada. Más es de admirar la cobardía de los demás
caballeros que su valor. Ése es deber...
--No seréis vos sin embargo, prosiguió el astuto astrólogo, la que
negaréis al único caballero que os ha librado del riesgo en que
estábais las brillantes y peregrinas dotes que Castilla toda le
concede...
--Ciertamente, no. ¿Sabéis qué hora es?
--Aquí tenéis el arenero... Un solo defecto suelen encontrarle...
--¿Á quién?
--Al doncel.
--¿Y cuál? repuso la dama afectando una indiferencia que por cierto no
sentía...
--Nada; dícese que nunca se le ha conocido dama alguna: sin embargo,
tiene ya edad de enamorarse...
--¿Quién sabe si lo estará realmente? ¿Es forzoso decir á gritos?...
--No; pero sabéis que á su edad es raro el caballero que no puede
llevar un mal lazo, una banda, prenda del amor de su dama. Hasta es
desdoro. Como no sea que adore en secreto á alguna belleza cuyo mote no
pueda llevar...
--¿Qué decís?
--Ó es eso, señora, ó es que el doncel no es sensible, sino al aguijón
de la gloria. En ese caso su galantería sería pura caballerosidad...
--¿Estará ya solo su alteza? interrumpió la agitada dama.
--Paréceme, señora, que tenéis interés en interrumpir la conversación
del doncel... ¿Sería yo indiscreto al hablar delante de vos?...
--Oh, no, no, nada de eso; hablad de él como pudierais de cualquiera
otro. Sólo me relaciona con él el vínculo de la gratitud que
recientemente me ha merecido.
--Sólo una cosa tenía que añadir, en el supuesto de que esta
conversación no os incomode... ¿Estáis inquieta?
--No, os he dicho que no: estoy tranquila. ¿Por qué no habría de
estarlo?
--Digo, pues, que acaso ahora con ser vuestro caballero...
--¡Mi caballero!
--Forzosamente ha de serlo.
--Sí, mi campeón, repuso la enlutada con un suspiro escapado del pecho
á su pesar.
--Como queráis. La posición en que está para con vos, ese misterio que
os empeñáis en guardar, la compasión que inspiráis, y el entusiasmo al
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