Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 20

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Bien quisiera la condesa penetrar el arcano que las nocturnas trovas
encerraban, y aún más quisiera traslucir quién podía ser el caballero
generoso que tan bien informado se hallaba de las asechanzas que contra
ella se prevenían, y que tan singular interés por su seguridad tomaba.
No eran pequeñas por otra parte las zozobras y la duda que á entrambas
nuestras heroínas agitaban acerca de los resultados de la desgracia que
al caballero le había acarreado su generosidad.
Era para Elvira evidente que poco después de haber callado el
desventurado cantor, le había sobrevenido un trance de armas: la caída
de un cuerpo había resonado luego funestamente en sus oídos y en su
corazón, y el silencio y la duda habían sucedido á la catástrofe. Era
de presumir que el muerto ó herido fuese el músico; pero era imposible
saber nada á punto fijo antes de la vuelta del paje; corría entre tanto
el tiempo, si bien no tan aprisa como al desgraciado que espera le
suele comúnmente convenir, y el paje no daba noticias de su persona.
Si nuestros lectores han esperado alguna vez, podrán formar una idea
aproximada de la penosa agonía de la de Albornoz y Elvira, porque idea
exacta de ninguna manera la podrán concebir.
--¿Has oído? preguntaba en medio del mayor silencio la condesa.
--¡Es Jaime! respondía Elvira; mas no, no suena nada, añadía después de
un momento de inútil expectación.
--Ahora... ahora sí, exclamaba de allí á un rato la condesa.
--Sí; ahora; pasos son, y pasos acelerados...
--De muchacho.
--Jaime, Jaime es... ahora sí... repetía Elvira atenta á la puerta,
los ojos fijos en sus batientes hojas, y palpitándole el seno
aceleradamente con el movimiento de las olas azotadas por la brisa;
veíala abrirse ya, se medio incorporaba en su asiento, entreabría los
labios para hablar á Jaime... La puerta sin embargo cerrada, fija,
inmóvil como una pared. Los pasos se alejaban, apenas se oían. Nada ya.
--Sería algún criado que pasaba.
Una vez, en fin, la puerta se movió al morir en ella el ruido de los
pasos; todavía no se podía ver al que iba á entrar: parecía sacudirse
por sí sola, y antes de que se abriese lo bastante para dar paso al
paje, que era sin duda el que iba á entrar, la condesa y Elvira,
unánimemente inspiradas de uno de estos raptos del primer momento,
tan comunes é irreprimibles como inexplicables en las mujeres, habían
gritado:--¡Jaime! entra, Jaime.
Abrióse por fin la puerta enteramente, y entró don Enrique de Villena.
Hay una inclinación natural en el que espera á creer que nadie puede
venir sino el esperado; nada tienen pues, de particular el asombro y
la repentina frialdad de la condesa y su camarera al ver echado por
tierra tan inesperadamente todo el aéreo castillo de sus fantásticas
esperanzas. Miráronse una á otra en el primer momento de estupor; el
lector hubiera adivinado en sus semblantes infinidad de ideas que
bullían en sus imaginaciones, y que por la vista se cruzaban, se
comunicaban, se hablaban, se refundían en un solo objeto de entrambas
comprendido sin más verbal explicación.
Examinó un momento don Enrique de Villena las cambiantes fisonomías de
la señora y su camarera.
--Bien veo, dijo pausadamente después de un momento, bien veo, doña
María, que no esperáis á vuestro esposo. ¿Pudiera yo merecer vuestra
confianza hasta el punto de saber cuál interés os liga al imprudente
paje que ha abandonado de una manera tan imprevista mi envidiado
servicio? ¿Calláis? ¿me conserváis rencor aún por la escena de anoche?
Dijo estas últimas palabras con tal acento de dulzura y de
reconvención, que no pudo menos la ilustre víctima de manifestar á las
claras en su semblante su singular asombro. Tenía efectivamente el de
Villena gran facilidad para revestir la máscara que á sus fines mejor
convenía. Nadie hubiera reconocido en sus modales y palabras al tirano
esposo de la víspera.
--¿No queréis, señor, que extrañe tan singular mudanza en vuestras
acciones? ¿debo creeros, ó prepararme para otra?...
--Basta, doña María: ¿es posible que no acabéis de conocer los
sentimientos de don Enrique de Villena? No negaré que pudierais estar
justamente ofendida; pero vengo á reclamar mi perdón. He pensado mejor
mis verdaderos intereses, he reconocido mi error: vuestras virtudes me
han hecho abrir los ojos; si sois la misma que habéis sido siempre,
Elvira puede ser testigo de nuestra reconciliación.
--¡Don Enrique! exclamó alborozada la de Albornoz. Miró sin embargo
á Elvira como para preguntarla con los ojos si podría creer en la
sinceridad de las palabras del conde: Elvira bajó los suyos, y dejó sin
respuesta la muda interrogación de su señora.
--Desechad las dudas, doña María. Vengo á daros una prueba positiva de
mi afecto. Espero que esta noche os presentaréis brillante de galas
y preseas en la corte de Enrique III. Quisiera que vencieseis en
esplendor á todas vuestras émulas, y que la corte toda, á quien hemos
dado harto motivo de murmuración con nuestras anteriores contiendas,
presenciase los efectos de nuestra nueva alianza. ¿Dudáis aún?
--Esta duda, señor, repuso la de Albornoz, puede seros garante del
deseo que en mi alma abrigaba de veros por fin esposo algún día. ¡Ah!
si vuestro amor, si esta reconciliación fuesen una nueva artería, si
fuesen un lazo...
--¡María!
--Perdonadme: vos habéis dado lugar á mi desconfianza; si esta paz
aparente fuese sólo la calma precursora de nuevas borrascas, seríais
bien cruel y bien pérfido caballero: ¿qué gloria podría prestarle al
león el jugar con la inocente y crédula oveja? Ved mi alma: yo os
perdono, don Enrique; perdonémonos entrambos. Oíd empero. Si sólo
intentáis divertiros á costa de mi loca credulidad, Dios confunda
al malsín, abandone la Virgen Madre al engañador de las damas, y el
buen Santiago al mal caballero. Apodérese el ángel malo del alma
del traidor, y no le sean bastante castigo las penas todas de los
condenados al fuego eterno. He aquí mi mano y mi amor, don Enrique.
Las últimas palabras enérgicas que la de Albornoz había pronunciado con
toda la entereza de la virtud y el entusiasmo de la inspiración, habían
hecho bajar los ojos al imperturbable don Enrique: un estremecimiento
involuntario le había cogido desprevenido, y estrechó la mano de la de
Albornoz diciendo balbuciente y confuso:
--Ved aquí la mía; el cielo sabe la verdad de mis palabras.
Abrazáronse los consortes en presencia de la asombrada Elvira, quien,
acostumbrada á la táctica de don Enrique, no hacía sino examinar su
semblante como buscando en sus facciones y en el más insignificante de
sus gestos pruebas contra sus palabras. La de Albornoz, deslumbrada
por su mismo deseo y su amor al conde, se entregaba más fácilmente á
la esperanza de ver por fin su suerte mejorada. ¿No era por otra parte
muy posible que sus virtudes hubiesen hecho realmente en don Enrique
el efecto que éste acababa de suponer? Nada hay más fácil que hacernos
creer lo que con vehemencia deseamos. La de Albornoz tragó, pues, el
cebo y el anzuelo.
Repuesto don Enrique de su primera turbación, no perdonó medio alguno
de inspirar confianza á su esposa: las palabras más tiernas fueron por
él prodigadas, y las más vivas protestas de amor y fidelidad. Un amante
no hubiera dicho más que el hipócrita marido.
Poco tiempo podía hacer que esta escena duraba en la cámara de doña
María de Albornoz, cuando la puerta misma que el día antes había
proporcionado á don Enrique retirada se abrió con admiración de los
circunstantes, y se aparecieron seis figuras fantásticas, que un hombre
del vulgo hubiera llamado entonces seis endriagos. Venían armados al
parecer de pies á cabeza, pero unas especies de sayos que sobre la
armadura traían, y cuya capucha cubría su cabeza y rostro, á manera de
los que usaban los almogávares, no permitían ver quiénes ni qué especie
de hombres fuesen.
Suspensas quedaron á tan extraña aparición doña María y su camarera;
mirábanse alternativamente, y miraban luego con atención exploradora
á don Enrique, deseosas de reconocer en su fisonomía si se presentaban
los intrusos allí por su orden, ó si tendrían ellas motivo para temer
algún nuevo peligro.
--¡Vive Dios! exclamó don Enrique levantándose: ¿quién es el osado que
os envía? ¿quién se atreve á interrumpir de un modo tan incivil las
conversaciones del conde de Cangas y Tineo? salid fuera y...
No le dieron tiempo á proseguir los encubiertos: el que parecía ser
jefe de ellos desenvainó una espada, á cuya señal se acercaron los
demás con sendos puñales á las aterradas damas, todo sin proferir una
palabra.
--¡Don Enrique! exclamó la de Albornoz arrojándose á sus pies y
estrechando sus rodillas, al paso que éste con el acero, fuera ya de la
vaina, parecía protegerla de todo extraño acometimiento.
--Traición, señora, gritó Elvira, traición: ¡nos han vendido! y quiso
arrojarse hacia la puerta para demandar socorro. No se lo consintieron
dos de los fantasmas, que arrojándose á su paso la sujetaron
fuertemente y pusieron término á sus alaridos, cubriendo su boca con su
fino cendal, y procediendo en seguida á sujetarla á una de las columnas
de la cámara. Don Enrique entre tanto gritaba y maldecía.
--¡Por Santiago! he olvidado mi silbato de plata en mi cámara, y ningún
criado me oirá aunque los llame. Pero venid, añadía al jefe de los
invasores; llegad y arrancadme la vida antes que el honor.
En vano trató la de Albornoz de separar á su esposo del trance que
le esperaba. Don Enrique la rechazó y cruzó su espada con la del
desconocido, en tanto que los compañeros de éste, apoderándose de la
casi desmayada doña María, vendaban su boca con su propio pañuelo, en
cuyas puntas se veían ricamente recamadas en oro las armas reunidas de
su casa y la de Aragón; cubriéronla toda con un largo manto negro, que
de pies á cabeza la ocultaba, y comenzaron á sacarla fuera de la cámara
por la puerta secreta, sin que pudiese oponerles resistencia alguna la
consternada y ya enteramente enajenada víctima.
Combatía entre tanto don Enrique con el desconocido, el cual, visto
lo hecho por sus compañeros, se replegaba defendiéndose con destreza.
Miraba Elvira con atención el semblante de don Enrique, por ver si
descubría en él alguna señal que manifestase estar mancomunado con los
traidores. Ofendía y se defendía éste, empero, con bizarría; voceaba
llamando á sus criados y persiguiendo siempre al fuerte caballero
que protegía la retirada de los suyos con su presa, mas sin poder
herirle: al llegar á la puerta secreta el desconocido hizo un último
esfuerzo para desembarazarse de su molesto perseguidor, y tirándole un
furibundo mandoble desarmó al conde. Bien trató el al parecer irritado
Villena de recoger su acero en cuanto vió que el encubierto no se
había aprovechado de su ventaja para rematarle, pero la acción de don
Enrique dió tiempo al fugitivo; lanzóse á la escalera cerrando tras sí
la puerta con el oculto cerrojo, de modo que cuando el conde, apoderado
ya de su arma, volvió á la carga, no halló más que una pared tersa é
insuperable delante de sí, procurando en vano tocar el resorte que la
solía abrir.
Volvióse atrás entonces el conde, y no parando mientes en Elvira,
que atada y amordazada permanecía, salió por la puerta principal de
la cámara, llamando socorro y armas contra los robadores, como los
llamaba, y malandrines que acababan de arrebatar á su cara esposa de
entre sus mismos brazos, allanando su propia habitación por arte sin
duda de Luzbel, y con auxilio de todas las potestades del abismo,
contra su robusto y valeroso brazo.
--Á la mina, mis escuderos, al campo, gritaba, al campo del Moro, al
Manzanares: allí los alcanzaremos: la escalera secreta no tiene otra
salida.
No tardó mucho en esparcirse por el alcázar la noticia del
extraordinario robo y desacato cometido en la persona de la condesa
de Cangas y Tineo: caballeros y escuderos acudían todos á la voz
del conde, y en menos de media hora estuvo éste en disposición de
traspasar el rastrillo en busca de los robadores; quién enlazaba este
acontecimiento con la música oída la noche antes bajo la ventana de
la condesa, quién suponía que el hecho era imposible, en vista de que
sólo don Enrique poseía las llaves de los candados que cerraban aquella
salida al campo. Todos conjeturaban, todos hablaban, nadie veía clara
la verdad.
No era sin embargo menos cierto que los robadores habían hallado el
secreto de introducirse en la cámara de la de Albornoz por la puerta
que la unía con la del conde, y que tenía salida á la escalera, y de
allí á la larga mina no conocida de todos. Nada más frecuente en los
alcázares antiguos y de construcción morisca sobre todo que estas minas
secretas: hacíanse prudentemente con la mayor reserva y secreto, y
solían parar á una ó dos leguas á veces del alcázar á que pertenecían.
Varias puertas y trampas de hierro, bien cerradas y puestas á trechos,
impedían la entrada en ellas á los enemigos, aun en el caso de ser
su boca descubierta, cosa de suyo poco menos que imposible, y podían
ser de mucha utilidad á los poseedores del alcázar, tanto para hacer
una salida imprevista como para introducir víveres, como también para
salvarse por ellas en una noche la guarnición del castillo, en el
caso de verse reducida al último extremo por un ejército aguerrido y
numeroso. Por una de estas minas, pues, escaparon los encubiertos; de
suerte que ya se hallaban muy lejos de Madrid cuando pudieron llegar
sus perseguidores á la boca de la mina, habiéndoles sido preciso
reunirse, armarse, salir del alcázar, y dar un gran rodeo para su
objeto, pues perseguirlos por la misma mina era caso imposible, puesto
que habiendo sustraído y llevado las llaves de las diversas puertas los
encubiertos, era claro que habrían ido cerrándolas todas sucesivamente
tras sí, como con la primera de la cámara había hecho el jefe de ellos,
con el prudente objeto de asegurarse las espaldas.
Dejemos á don Enrique á la cabeza de los oficiales de su casa corriendo
el campo del Moro en busca de su robada Elena, y pidamos al lector
un ligero descanso, que después de la pasada refriega y aventura
extraordinaria referida habemos en gran manera menester.

* * * * *


CAPÍTULO XI

Cuando el conde aquesto vido
............................
Fuérase para el palacio
Donde el rey solía estar,
Saludó á todos los grandes,
La mano al rey fué á besar.
_Rom. del conde Grimaltos, Silva de varios rom._

La pequeña corte de la antecámara de don Enrique, que dejamos en
anteriores capítulos descrita, era un imperfecto y pálido remedo de la
del _muy alto y poderoso rey don Enrique III_.
Veíanse lucir en ésta á más de los que tenían los primeros oficios
de la real casa de su alteza las principales dignidades de Castilla.
Hallábanse en derredor del trono á derecha é izquierda, y por el
orden de su dignidad y favor, el buen condestable don Rui López
Dávalos, el almirante don Alfonso Enríquez, don Fadrique, duque de
Benavente, don Gastón, conde de Medinaceli, el conde don Juan Alfonso
de Niebla, los maestres de Santiago y Alcántara, el mariscal don Garci
González de Herrera, don Juan de Velasco, camarero mayor, Diego López
de Stúñiga, justicia mayor, Pero López de Ayala, chanciller mayor y
del sello de la puridad, el adelantado Pedro Manrique, donceles y
caballeros principales, en fin, que á la corte asistían. En el momento
de nuestra narración llegaba su alteza á ocupar su regia silla:
acompañábanle al lado don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, don Juan
Hurtado de Mendoza, su mayordomo mayor, y sosteníanle del brazo fray
Juan Enríquez, su confesor, y don Mosén de Abenzarsal, su físico.
Don Enrique III, en medio de su juventud, tenía el natural aspecto
enfermizo que á su rostro prestaban sus habituales dolencias. Semblante
pálido y prolongado por la enfermedad, noble con todo, grave y lleno de
majestad; sus ojos eran hermosos: mezclábase en ellos cierta languidez
y tristeza con la penetración y la severidad; su andar era lento y su
voz flaca.
Hasta el momento de la entrada de su alteza habíase tratado con
raro interés entre los palaciegos del robo singular de doña María
de Albornoz, y ninguno en consecuencia extrañaba la ausencia de don
Enrique de Villena y de los caballeros de su casa. Sucedió el mayor
silencio á la entrada de su alteza, y éste recorrió con la vista
apresuradamente el círculo de sus cortesanos, saludando á uno y otro
lado con su natural sequedad.
--¿Y nuestro fiel pariente y vasallo don Enrique de Villena? preguntó
su alteza: condestable, ¿creo que me habéis dicho que ha vuelto de la
montería del Real de Manzanares?
--Señor, dijo el buen López Dávalos inclinando su cabeza cana y
despojada por el tiempo, cierto es lo que aseguré á tu alteza: don
Enrique volvió ayer del Pardo.
--¡Por san Francisco! que no sabe sus intereses mi primo cuando olvida
presentarse á su rey...
--¡Es una omisión imperdonable!... pero, señor, hay causas á veces
que...
--¿Causas? quiero saberlas.
--Seis enmascarados han robado á su esposa.
--¿Robado? ¿dónde?
--En su cámara misma.
--¿En mi palacio? no puede ser, condestable. Tal desacato costaría la
cabeza... explicaos.
--Nada hay más cierto, señor.
Aquí el condestable, amigo del conde de Cangas y Tineo, refirió al rey
cuanto en el alcázar corría acerca de tan extraño acontecimiento.
--Diego López de Stúñiga, dijo el rey levantándose cuando hubo oído la
relación del caso, el rey Enrique no desmentirá jamás la fama que tiene
granjeada de justiciero. Como justicia mayor de mis reinos os cometo la
averiguación del suceso. Compadezco á nuestro fiel pariente y vasallo,
y quiero vengar la felonía cometida en la persona de mi muy amada doña
María de Albornoz. Antes de tres meses me habréis descubierto quién
sea el reo, y habrá pagado con su cabeza su atrevimiento. Juro por las
llagas de san Francisco que no le podré dar seguro aunque me le pida.
Inclinó respetuosamente la cabeza Diego López de Stúñiga, y volvió á
ocupar su lugar.
--Vos, Pero López de Ayala, tendréis entendido que quiero que se
extienda hoy mismo la cédula que os dije: es mi real voluntad que no
paguen mis reinos más monedas, á pesar de no haberse acabado aún la
guerra con Granada. ¿Qué os parece, almirante?
--Paréceme, señor, que pudieran recrecerse graves daños de la supresión
del tributo de las monedas, repuso el almirante: si bien con eso
contentáis á los pecheros y hombres de afán, también si los Moros
vuelven á hacer entrada...
--No me lo digáis, repuso el rey; estad cierto de que tengo yo mayor
miedo de las maldiciones de las viejas de mis reinos que de cuantos
Moros hay de esta parte y de la otra parte del mar.
Calló el almirante, y alto murmullo de aprobación acogió el paternal
dicho de Enrique el Doliente.
Otra media hora pasaría en que el rey de Castilla despachó en medio
de su corte algunos negocios del gobierno de sus reinos; ya iba á dar
la vuelta á la cámara, cuando se sintió ruido como de muchas personas
armadas que se acercan; volviendo todos las cabezas hacia el sitio
por donde el rumor sonaba, un faraute de su alteza llegando hasta el
medio de la sala hizo una reverencia, otra á poca distancia, y hecha la
tercera á los pies casi del trono:
--Poderoso rey, dijo en alta voz, y justo don Enrique, tu pariente
y leal vasallo don Enrique de Aragón, conde de Cangas y Tineo,
rico-hombree de estos reinos, y señor de Alcocer, Salmerón y
Valdeolivas, viene á pedir á tus plantas justicia y reparación.
--Decid que entre á mi pariente y leal vasallo.
Retiróse el faraute con las mismas cortesías sin volver jamás las
espaldas, y llegado á la puerta, _entrad_, dijo con voz descomunal.
Dos farautes de don Enrique precedían. Don Enrique de Villena detrás
con rostro á la par airado y pesaroso. Seguía á su lado su primer
escudero, y detrás un caballero de su casa con el estandarte de sus
armas, en que lucían sobremanera las barras paralelas de Aragón. El
estandarte, pendiente de una asta á la manera de los que aún se usan
en algunas procesiones, era ricamente recamado de oro y plata sobre
campo azul. Venían después armados como su señor los caballeros y
escuderos vasallos del poderoso don Enrique.
Pedido y dado el permiso de hablar por su alteza, tres veces reclamaron
los farautes de don Enrique la atención y silencio de los demás señores
y asistentes.
--Oíd, oíd, oíd el desacato y felonía cometido en la persona de la muy
noble é ilustre señora doña María de Albornoz, esposa del muy noble é
ilustre señor don Enrique de Aragón, y de que en nombre de Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo, y de la Bienaventurada Virgen gloriosa, viene á
pedir justicia y reparación.
Respondido _hablad_ tres veces también por el faraute de su alteza,
comenzó don Enrique, hincando en tierra una rodilla, á hacer relación
de cómo le había sido en su misma cámara robada su muy amada esposa, y
de cómo había salido en persecución de los robadores, entre los cuales
contábanse criados de su casa, cuya falta había notado al mismo tiempo.
--Alzad, le dijo el Doliente rey, conde de Cangas y Tineo, y decid cuál
sea el fruto de vuestra expedición.
--No me levantaré, señor excelso, mientras no acabe el cuento de mi
cuita, y no esté seguro de que tu alteza me otorga lo que á pedirte
vengo. Inútilmente he recorrido el campo en busca de los robadores;
á haberlos encontrado, señor, no hubiera menester pedirte justicia,
porque mi espada me la supiera dar muy suficiente. ¡Pero, oh dolor!
gran rey, he hallado en vez de la esposa ó de la venganza que buscara,
esos sangrientos despojos que sólo una funesta catástrofe me pueden
anunciar.
Adelantáronse al llegar á decir esto de entre el grupo de los
caballeros dos escuderos, que tendieron á la vista del rey el manto y
el velo de doña María de Albornoz todos ensangrentados.
--¡Cielo santo! exclamó horrorizado el piadoso rey. Un movimiento
de horror circuló por la corte, y todos apartaban la vista de los
sangrientos restos.
--He aquí, señor, exclamó sollozando el desdichado esposo: ¡y ojalá no
hubiera encontrado más pruebas de mi desgracia!
--¿Qué decís? hablad, exclamó Enrique III.
--Un pastor, gran rey, que es el que ves y puede darte de ello
testimonio, me ha asegurado que unas horas antes de encontrar con estas
ropas, había visto pasar á unos armados con un cadáver de una mujer,
á su parecer hermosa y joven; mi esposa, señor. Receláronse de él, y
quisieron echarle mano para impedir que su mal hecho se supiese; mas
el conocimiento que tiene del país, las quebradas de las peñas y sus
buenos pies le salvaron por desdicha mía, para mi amargo desengaño.
--Pastor, llegad, dijo don Enrique: ¿vos habéis visto eso?
--Verdad dice su grandeza, repuso el pastor con visible turbación, que
achacaron todos al asombro de hallarse en tal paraje. Llevábanla sin
duda á enterrar en los sitios ocultos en donde los vi.
--Justicia, pues, señor, justicia. Otorgadme que me dé á buscar al
alevoso, y que donde quiera que le encuentre pueda sin duelo ni
formalidad alguna castigar al que como villano se portó.
--Yo os juro, don Enrique, justicia y reparación. Alzad: ¿tenéis vos
indicios de quién pueda ser el robador?
--Ninguno, respondió Villena levantándose.
--¿Sospecháis, por ventura, si una venganza ó si una pasión?...
--¡Ay de quien osare ofender la memoria de mi esposa!...
--Nadie en mi presencia la ofenderá, conde de Cangas y Tineo. Imposible
me fuera concederos que os entreguéis á buscar al delincuente; necesito
vuestra asistencia en mi corte. Pero los oficiales de mi justicia
apurarán la verdad, y le hallarán donde quiera que se esconda. Os
otorgo, sin embargo, en nombre de Dios trino y uno, á quien en la
tierra representan los reyes ejercitando su justicia, que matéis al
villano, si lo halláis, donde quiera que lo halléis, armado ó desnudo,
solo ó acompañado, por vuestra mano ó por la de villanos vasallos
vuestros. Otorgo otro sí, que quede privado de cualquier gracia que
pudiere yo hacerle ó le hubiere hecho sin conocerle; mando á quien le
encuentre, caballero, escudero, noble ó pechero, y le requiero que le
castigue como su villanía merece, y al que le mate hágole de su muerte
salvo y perdonado. Alzad ahora, don Enrique.
--No esperaba yo menos, gran rey, de tu recta justicia.
Adelantándose entonces don Enrique el espacio que del trono le
separaba, llegó con rostro apenado, y doblando de nuevo la rodilla ante
el rey Doliente, quitóse el yelmo, besóle la mano, y dióle repetidas
gracias por el favor singular que acababa de otorgarle. Retiróse en
seguida á desarmar con sus caballeros por el mismo orden que habían
venido.
Quedaron los cortesanos estupefactos de cuanto acababan de oir. ¿Qué
motivo racional se podía efectivamente dar á la extraordinaria muerte
de doña María? Todos discurrían y se hablaban al oído; pero ninguno
conjeturaba la verdad, si bien muchos dudaban del relato y de la manera
y forma de la muerte por don Enrique referida. Pero donde el rey había
creído públicamente, no era lícito, ni aun á los mayores enemigos
de don Enrique, dudar del caso sino en secreto. Todos por lo tanto
callaron, y el físico de su alteza, que vió que la animada audiencia
de la mañana, y lo mucho que su alteza había hablado, había alterado
visiblemente su color, le advirtió respetuosamente que le convenía
tomar algún descanso. Oído esto por el rey, bajó del regio sillón,
y despidiendo á sus cortesanos, entróse en su cámara con aquéllos
mismos que le habían acompañado á su salida, menos don Pedro Tenorio
el arzobispo de Toledo, que quedó en la sala de audiencia con los más
grandes, dando y tomando en la singular aventura del que entonces más
que nunca comenzó á parecer verdadero hechicero á los ojos de los
suspicaces cortesanos de don Enrique el Doliente.

* * * * *


CAPÍTULO XII

Por dar al dicho don Cuadros
Dado ha al emperador.
................................
--¿Por qué me tiraste, infante?
¿Por qué me tiras, traidor?
--Perdóneme tu alteza,
Que no tiraba á ti, no.
_Rom. en'. del infante vengador_

No bien hubo llegado don Enrique á su cámara despachó á sus caballeros,
y sólo quedó á su lado su predilecto escudero: depuesta allí la falsa
máscara de la pena, cuando hubo quedado solo el intrigante conde con
Fernán Pérez de Vadillo, trabó con él una breve conversación.
--Fernán, nada tenemos que temer.
--Siempre tiene que temer quien no obra bien, señor.
--¡Fernán!
--Perdonadme, pero no apruebo lo hecho. Y ahora que he obedecido tus
órdenes sin murmurar, tengo algún derecho á descargar mi conciencia.
--Vadillo, díjole al oído el conde, de nada tiene que acusarme la mía.
--¿De nada?
--Bien: convengo en que el medio ha sido violento; pero era preciso ser
maestre de Calatrava.
--Callo, señor: obedezco; pero no lo apruebo. Permíteme que te lo diga
por última vez.
--En buen hora: vuestro silencio y vuestra obediencia es lo que
necesito. Y vamos á lo que más importa. Tiéneme inquieto el camino que
habrán tomado los armados.
--En cuanto á los que llevaron á la condesa, yo te respondo de su
silencio y de su fidelidad.
--Bien; ¿y Ferrus?
--¿Tanto sentís la pérdida del juglar?
--¡Sí la siento, Hernán! aquél nunca desaprueba nada; su conciencia
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