Obras completas de Fígaro, Tomo 1 - 17

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deferencia, y para quien moderaba y suavizaba la condición agreste que
en los bosques se había formado con no poco perjuicio de sus adelantos
é intereses, pues solía responder á un cumplimiento con palabras tan
duras y ofensivas como la ballesta que en la diestra llevaba las más
horas del día, en muestra de su pasión montaraz. Con esta pequeña
digresión, que en vista de su importancia nos perdonarán fácilmente
nuestros lectores, estarán éstos más dispuestos á interpretar la
técnica jerigonza con que entreveraba los más de sus discursos y
conversaciones.
La pregunta que acababa Hernando de dar por respuesta al taciturno
caballero no tardó en obtener una contestación aclaratoria de la
situación del espíritu de aquel á quien se dirigía.
--Nunca, Hernando, nunca, repuso el atribulado señor, nunca encontrará
el reposo entrada en mis párpados desvelados. Mañana al lucir el día
partiremos de nuevo para Calatrava, si esta noche, como lo espero,
queda concluida la comisión que á Madrid nos ha traído. Si tú supieras
cuánto me pesa la atmósfera en la inmediación de...
Al llegar aquí detuvo la lengua el caballero como si hubiera temido
haber dicho ya demasiado con respecto al secreto que tanto en su
corazón pesaba.
--¿Y hemos de seguir atados á la traílla del conde? Por el soto de
Manzanares te aseguro que no comprendo cómo un caballero que ha seguido
siempre el sonido de la bocina del buen rey Enrique puede vivir
contento andando al monte del nigromante de...
--Silencio, Hernando; haces mal en ofender al conde de Cangas con esas
voces que el vulgo ha adoptado, tal vez con sobrada ligereza. Verdad
es que soy doncel de su alteza; empero aceptando el encargo del conde,
aprovechaba el único medio que á la sazón tenía para desembarazarme de
la confusión de la corte, que aborrezco.
--Sólo desde que levantaste la caza... porque antes la amabas como yo
amo al monte.
--Como quieras: no por eso dejará de ser verdad que en el día la
aborrezco. La muerte es la que me espera en la corte: una estrella
fija que la acompaña siempre, y que luce en medio de ella como Venus
entre los demás planetas, deslumbra mis débiles ojos... La afición
que desgraciadamente me ha tomado el rey no hubiera permitido que yo
me separase con ningún pretexto de esa corte, donde he de encontrar
mi perdición, á no haberle alegado su mismo tío el de Villena, á
quien nada puede negar, la falta que de mí tenía. Supe que el conde
necesitaba un emisario en Calatrava, fingí adaptar mi carácter al suyo,
y aceptó mis servicios. Y he pretendido que esta venida se mantuviese
oculta á todo el mundo, y así lo he exigido de don Enrique, porque si
el rey supiera mi estancia en su propio palacio, no me sería tan fácil
volver al lugar apartado, donde la distancia de la causa de mis penas
me pone á cubierto de los peligros que su inmediación me prepara.
--Confieso, señor, que no entiendo tu manera de cazar. ¡Voto va! cuando
yo sé que hay venado en el monte, en vez de salirme de él, cada vez me
interno más en la maleza, y ó perezco en la demanda, ó salgo con la res.
--Bien, Hernando; pero el venado de los montes donde cazas es tuyo y de
todo el que tiene perros para levantarle.
--¿Tiene, pues, dueño el venado que has visto? Te asiste entonces
sobrada razón. Nunca he metido mis sabuesos en monte ajeno ni vedado.
Á quien Dios se le dió, san Pedro se le bendiga. Pero en justa
compensación, ¡ay del que hiciera resonar una bocina en monte de mi
señor! Mi fiel Brabonel, que duerme ahora descansadamente, y la punta
de mi venablo le enseñarían la salida y le sabrían obligar á tañer de
sencilla[20].
--Hernando, calla, calla por Dios y por Brabonel.
No sabía el tosco montero, poco cortesano, cuán adentro había entrado
en el corazón de su señor su última alegoría, más despedazadora que el
aguzado acero de su mismo venablo.
--Callaré; pero antes he de decir que el montero que pasa por monte
vedado, si el diablo le tienta para escatimar el rastro, ha de apretar
los ijares al caballo é irse á monte suyo. ¡Voto va! que hay venados
en el mundo y no se encierra en un monte solo toda la caza de Castilla.
Yo quiero darte el ejemplo. ¿Te parece que no habrá sufrido Hernando
cuando ha oído esta tarde en medio del monte las bocinas de sus amigos,
y cuando en vez de aderezar la ballesta ha tenido que contentarse con
sacar del bolsillo un inútil pergamino, y volverse como perro cobarde
con las orejas agachadas y sin siquiera ladrar, por obedecer á su amo?
--Seguiré tu consejo, Hernando, repuso el caballero lanzando un
suspiro, le seguiré, y con la ayuda de Dios y de mi buen caballo
estaréme al alba fuera de Madrid. Recógete, pues, Hernando, y descansa.
No había acabado aún de hablar el resuelto caballero, cuando
levantándose Brabonel sobre sus cuatro patas abrió una boca disforme,
lamióse los labios, agitó la cola y sacudiendo las orejas acercóse á
pasos lentos y mesurados á la puerta, como dando muestras de oir algún
rumor que reclamaba su atención y vigilancia. No tardó mucho en romper
á ladrar después de haber imitado un momento por lo bajo el sordo y
lejano redoble de un tambor.
--Brabonel, dijo Hernando acercándose y dándole una palmada en el
lomo, vamos, ¿qué inquietud es ésa? No estamos en el encinar. ¡Vamos,
silencio!
Lamió las manos de Hernando el animal, más tranquilo ya con el tono
seguro y reposado de su amo, y de allí á poco tres golpecitos iguales
y misteriosos sonaron en la puerta, que Hernando se acercó á abrir,
preguntando antes quién á semejante deshora venía á turbar el reposo de
los caballeros que habitaban aquella parte del alcázar.
_Don Enrique de Villena_, respondió en tono algo bajo una voz mal
segura que delataba la corta edad del que la emitía.
--Abre, Hernando; es la señal, dijo en oyéndola el caballero, y se
levantó del lecho donde yacía vestido; abre y retírate. ¡Lléveme el
diablo si no quiero reconocer esta voz, y si comprendo por qué es éste
el emisario de don Enrique!
Abrió Hernando la puerta, y Jaime el pajecillo, á quien enviaba el
conde de Cangas y Tineo, entró en el aposento, manifestando bien á
las claras cuánto gusto tenía en poner término al miedo que se había
acrecentado en él al recorrer las escaleras oscuras y largos corredores
poco alumbrados del espacioso alcázar de Madrid.
Retiróse Hernando obediente á las indicaciones de su señor, y con
él el terrible alano, á cuya vista se había detenido algún tanto el
azorado paje en el dintel de la puerta. No bien hubieron desaparecido
los dos importunos testigos, cuando alzando la cabeza el caballero y
alzándola el paje, entrambos á dos quedaron inmóviles dudando aún de
la identidad de la persona que cada uno de ellos en frente de sí veía.
Revolvía el primero en su cabeza mil ideas encontradas: dudaba si sería
aquél el emisario de don Enrique, y reflexionaba si podría haber dado
la señal convenida, sin saberla, por una casualidad posible, si bien
no probable. En este último caso pesábale de que aquél más que otro
supiese su repentina llegada.
El paje fué el primero que volvió del estupor en que su agradable
sorpresa le había puesto, y arrojándose casi en brazos de su
interlocutor: ¿Vos en Madrid? ¿sois vos, señor Macías? exclamó.
--¡Silencio! paje indiscreto, silencio, dijo el caballero, separándole
con extraña frialdad, que cortó la manifestación de su alborozo; hay
más gente que nosotros en el castillo, y las paredes oyen, y oyen más
que las mujeres.
--¡Ah! perdonad, señor... señor Ma... no os sé llamar de otra manera;
como me daba tanto gozo pronunciar vuestro nombre, no creí que podría
ser malo... pero ya veo que habéis mudado de amigos, y no sois el que
antes érais. Bien dice mi hermosa prima Elvira, que no hay afecto que
dure, ni hombre constante... me voy, me voy.
--Detente, paje: has hablado demasiado para no hablar más. ¿Dice eso tu
prima Elvira? ¿cuándo? ¿á quién lo dice? habla, repuso el caballero, á
quien llamaremos por su nombre de aquí en adelante, supuesto que ya nos
le ha revelado el imprudente paje: habla, repitió asiéndole fuertemente
de un brazo, no pudiendo disimular la vibración de la cuerda principal
de su corazón, herida fuertemente por el muchacho.
No sabía el paje si su antiguo amigo, como le había llamado, había
perdido el juicio; mirábale de alto abajo, y sonriéndose por fin le
contestó:
--Os preciáis de invencibles los caballeros, y ved aquí que una sola
palabra de un pobre paje ha alterado toda la serenidad de un doncel
tan cumplido como el trovador M... no tengáis miedo; no lo volveré á
pronunciar. Pero veo en el calor con que habéis oído mis palabras,
añadió maliciosamente, que tomáis todavía algún interés por vuestras
antiguas conexiones.
--¿Te complaces en atormentarme, paje? ¿De parte de quién vienes? ¿qué
te trae aquí? Si es quien tengo motivos para sospechar, dilo presto;
nunca enviado alguno habrá logrado una recompensa más brillante.
--Os equivocáis. Guardad la recompensa para mejor ocasión.
--¡Cielos! exclamó Macías. Bien que... añadió para sí ¿no ignora mi
venida? ¿Y no es mi voluntad que la ignore? ¿Te envía el infierno para
abrir mis heridas mal cicatrizadas?
--Bien podéis decir que me envía el infierno porque vengo de parte de
su mayor amigo.
--¿Estás loco?
--Del nigromante. ¿No me entendéis?
--¿Es posible que el conde no pueda destruir esa voz injuriosa que
corre de él y crece de día en día?...
--Buenas trazas lleva de querer destruirla, y ha alhajado su gabinete
por estilo del de el físico de su alteza el judío Aben-Zarsal, y se
andan á la magia de mancomún...
--¡Silencio otra vez! dejemos la magia, y el judío y el nigromante.
Respóndeme, paje. ¿Y por qué te envía á ti don Enrique de Villena? No
me había dicho que serías tú su emisario.
--Os lo diré si me soltáis este brazo, que me va doliendo más de lo que
es menester: no os acordáis que tengo quince años. Si el brazo fuera de
mi prima, no os distrajerais de esta manera.
--Basta; habla, pues, la verdad; con esa condición te suelto.
--Apuesto que me habéis hecho un cardenal.
--¿Quieres apurar mi paciencia, paje? Habla, ó te hago otro en el otro
brazo.
--Piedad de mí, señor caballero. Pero no dudéis que me envía don
Enrique. «Busca la habitación donde para el caballero que ha llegado
esta mañana de Calatrava», me dijo de su parte Ferrus, «llega á la
puerta, da tres golpes, y pronuncia el nombre del señor de Villena».
--Bien lo sé; era la señal convenida para anunciarme que le esperase.
¿Pero eres por ventura de su familia?
--Sí soy; habéis de saber que don Enrique, estando un día con Fernán
Pérez de Vadillo...
--¿Fernán Pérez?
--Sí, el marido de Elvira, á quien conocéis como á mí...
--Prosigue, paje, y no me irrites más con tus digresiones.
--Me vió en el cuarto de mi prima, y hube de agradarle: díjome que si
quería servirle en clase de paje, y acepté á pesar de mi prima, que
quería tenerme á su lado, porque como sólo conmigo podía hablar de...
¿queréis que lo diga?
--Acaba, paje del infierno.
--De vuestra señoría, añadió el paje malicioso quitándose una especie
de berrete que en la cabeza traía, y haciendo una profunda cortesía.
--¿De mí? ¡ah! tiembla, Jaime, si te diviertes á mis expensas.
--Os quiero demasiado para eso; como os digo, entré á servirle, pero os
juro que desde mañana me vuelvo al lado de mi prima, porque he cobrado
miedo á sus hechizos. Dicen que sabe alzar figura y... ¡Jesús!... yo me
entiendo.
--Paje, óyeme: nadie en el mundo pudiera haberme hecho más feliz con
menos palabras; tú has renovado ideas que yo debiera haber abandonado
hace mucho tiempo; pero nadie puede más que su destino. Si en tu vida
has sospechado alguna cosa del mal que padezco, calla como la tumba:
si nada has sospechado, nada preguntes, nada inquieras. Sobre todo,
vuelvas ó no al lado de Elvira, júrame no abrir tu boca para decir
que me has visto en Madrid: toma, añadió quitándose un anillo que en
el dedo pequeño traía, toma, y éste te recordará la obligación en que
quedas conmigo, y que el doncel de Enrique III no olvida jamás á las
personas que una vez quiso bien. Ahora parte y calla. Nada has oído,
nada has visto.
--Señor doncel, ignoro el valor de estos diamantes, pero aunque fuera
este anillo de hierro, bastaba para lo que yo le quiero. Decidme sólo
que no quedáis enojado conmigo.
--¿Enojado, Jaime? ¿enojado, dichoso Jaime? Á Dios; si algún día
necesitas del socorro de un caballero, acuérdate del doncel de don
Enrique III: á Dios; á esta hora no me convendría que te encontrase
nadie en mi aposento: parte, Jaime, y si vuelves á don Enrique, dí que
tu comisión ha quedado completamente desempeñada.
Acomodó el paje en el dedo en que mejor ajustó el anillo del doncel,
y despidiéndose afectuosamente no tardaron en oirse sus pasos por los
corredores; de allí á poco sus ecos fueron gradualmente perdiendo
sonido hasta desvanecerse y perderse del todo en la distancia.
La escena y el diálogo inesperado que acababa de sostener el desdichado
doncel no eran los más á propósito para tranquilizar su agitado
espíritu. En cuanto dejó de oir los últimos ecos de los pasos del
mancebo, que había abierto casi inocentemente sus antiguas llagas, y
había echado leña seca en el fuego que ardía hacía poco al parecer
amortiguado en su pecho, cerró su puerta y comenzó á pasear su pena
por la pieza con pasos tan vagos como sus ideas. Largo espacio de
tiempo duró en aquel estado de lucha consigo mismo, ora paseando
aceleradamente, ora parándose de repente como si el movimiento de su
cuerpo se opusiese al de sus pensamientos. «Dulce señora mía, exclamaba
de cuando en cuando, duélete de tu caballero, y no quieras á rigores
acabarle».--«¡Jamás, decía otras veces, jamás le diré mi pensamiento;
el fuego que me devora habrá entregado al viento la última pavesa de
mis cenizas antes de que sepas, ó señora mía, que tus ojos le han
prendido! ¿No había, cielos, otras bellezas, añadía después, de quien
pudierais haberme hecho prendarme, que fué preciso que me entregaseis
á discreción de la única tal vez de quien un juramento sagrado y una
unión mil veces maldecida para siempre me separan? ¡Yo romperé esa ara,
yo la destrozaré! ¡yo hollaré con mis propios pies ese altar funesto
que nos divide!». concluía al cabo de un paseo más agitado.
Pero de allí á poco volvía la reflexión á ocupar el lugar de la pasión,
y se le oía entre dientes: «No, el infeliz Macías te probará el exceso
de su amor en el mismo exceso de su silencio: él será eternamente
desdichado, pero jamás tendrá valor para perturbar tu felicidad».
En estos y otros soliloquios á estos semejantes le encontró el momento
de la visita que esperaba. El conde de Cangas y Tineo, envuelto en
un sobrecapote de fino vellorí, y con una linterna sorda en la mano
para alumbrar sus pasos, se presentó llamando á su puerta. Abrióle, y
después de un corto y silencioso saludo dieron principio al importante
coloquio que nos vemos precisados á dejar para otro capítulo.

NOTAS:
[20] Toque de los cazadores, cuando no encontraban venado y querían
salir del monte.

* * * * *


CAPÍTULO VI

Calledes, conde, calledes.
Conde, no digáis vos tale.
...........................
El conde desque esto oyera
Presto tal respuesta hace:
--Ruégote yo, caballero,
Que me quieras escuchare.
_El conde Dirlos_

Cuando don Enrique de Villena entró en el aposento de Macías, éste le
arrimó un asiento, el cual ocupó sin hacerse de rogar, como hombre
que se reconoce superior en jerarquía al que guarda con él una
consideración. Macías se sentó en otro, colocándose de suerte que
quedaba la mesa con la lámpara que en ella ardía en medio de los dos;
y lo hizo con el aire de un hombre que si bien se cree en el caso de
tributar atenciones á aquel con quien está en sociedad, no se imagina
de ninguna manera en posición de sostener de pie con él, sentado, una
larga conferencia. Colocados de esta manera, daba la luz de lleno en
el rostro de entrambos, y como creemos no haber dado hasta ahora idea
alguna de las fisonomías y exterior de estos dos principales personajes
de nuestra narración, aprovecharemos esta coyuntura favorable para
describir lo que en ellos hubiera visto ó al menos creído ver cualquier
observador que los hubiera acechado, por pocos progresos que hubiese
hecho en el arte Lavateriano, posteriormente reglamentado por el sabio
abate, pero cuya existencia tiene tanta antigüedad como el dicho
vulgar, en todos los países y épocas conocido, de que los ojos son las
ventanas del corazón, y la cara el traslado del alma.
Don Enrique de Villena era de corta estatura; sus ojos hundidos y
pequeños tenían una expresión particular de superioridad y predominio
que avasallaba desde la primera vez á los más de los que con él
hablaban: su voz era hueca y sonora, calidades que no contribuían poco
á aumentar en el vulgo la impresión mágica que en los ánimos débiles
ejercía. Su nariz afilada y su boca muy pequeña le daban todo el aire
de un hombre sagaz, penetrante, vivo, falso y aun temible. Sin embargo,
como ha podido inferir el lector de su diálogo con Ferrus, no estaba
tan corrompido su corazón que no respetase todavía en la sociedad
en que vivía una porción de consideraciones, que su criado por el
contrario atropellaba sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. De
Ferrus dijimos que no era el malvado bastante impío para sus fines, y
de don Enrique podemos por el contrario asegurar que no era el impío
bastante malvado para los suyos. Naturalmente afeminado y dedicado al
estudio, faltábanle el vigor y la energía de carácter que corona las
empresas aventuradas. Difícil nos sería decir si era ó no religioso:
nos contentaremos con exponer á la vista del lector varios rasgos que
pueden caracterizarle cumplidamente bajo este dudoso punto de vista, y
él más que nadie podrá juzgar si era la religión para él un instrumento
ó una preocupación.
El interlocutor que enfrente tenía era un mancebo que en caso de duda
hubiera podido atestiguar con su propia persona la larga dominación
de los Árabes en Castilla. Su color era moreno, sus cabellos negros
como el azabache; sus ojos del mismo color, pero grandes, brillantes
y guarnecidos de largas pestañas: una sola vez bastaba verlos para
decidir que quien de aquella manera los manejaba era un hombre
generoso, franco, valiente y en alto grado sensible. Un observador
más inteligente hubiera leído también en su lánguido amartelamiento
que el amor era la primera pasión del joven. Su frente ancha, elevada
y espaciosa, y su nariz bien delineada, denunciaban su talento, su
natural arrogancia y la elevación de sus pensamientos. Ornábale el
rostro en derredor una rizada barba que daba cierta severidad marcial
á su fisonomía; su voz era varonil, si bien armoniosa y agradable; su
estatura gallarda.
--Macías, comenzó á decir don Enrique de Villena después de un breve
espacio en que pareció reunir todas sus fuerzas para determinarse á
proponer sus ideas, vengo á daros la muestra que de gratitud os debo
por la exactitud con que habéis cumplido la delicada comisión que en
vuestras manos confié. Decidme si es posible que tenga alguien en la
corte noticia de la muerte del maestre.
--Señor, respondió Macías, Hernando y yo no hemos cesado de correr
desde Calatrava á Madrid, y á nuestra salida del monasterio éramos los
únicos que en la villa sabíamos el infausto acontecimiento: en dos
días lo menos no se tendrá en Madrid más noticia que la que nosotros
queramos esparcir.
--Ninguna. Dadme vuestra palabra.
--De caballero os la doy.
--Permitidme ahora que os pregunte si habéis sospechado cuál puede ser
mi objeto.
--Lo ignoro, respondió Macías asombrado de la pregunta.
--Sabedlo, pues: creo no haberme equivocado cuando he pensado en
vos para la ejecución de mis planes; el paso que, conociendo ya mi
carácter, disteis viniendo á ofrecerme vuestros servicios en Calatrava,
me hace pensar que habéis formado planes para vos mismo análogos acaso
á los míos.
--Os juro que no tenía más plan que el de serviros.
--¡Doncel! dijo sonriéndose don Enrique, en vuestra edad es natural el
rubor de confesar ciertas intenciones...
--No os entiendo...
--No importa: si nuestros intereses están unidos, y si os sentís con
audacia para poner los medios que he menester, guardad silencio; tanto
mejor. Oídme, que acaso mi confesión facilitará la vuestra. Intento ser
maestre de Calatrava, añadió bajando la voz.
--¿Vos, señor?
--¿No lo habéis sospechado nunca? Pues bien, si don Enrique de Aragón
es algún día maestre de Calatrava, el doncel Macías se llamará
comendador. ¿Queréis ocupar otro puesto que os venga mejor?
--Ni tanto, príncipe generoso, respondió Macías inclinando
respetuosamente la cabeza y mirando con asombro al maestre futuro.
--Dejad esa inoportuna modestia: imagino que entrambos nos conocemos,
dijo Villena apretando la mano del mancebo admirado. ¿Estáis
sorprendido?
--Permitid que me confiese asombrado. Los vínculos sagrados del
himeneo os unen á una mujer, y no podéis ignorar que este es un
obstáculo insuperable.
--Obstáculo sí; insuperable, ¿por qué? exclamó don Enrique apoyado en
la seguridad del plan que acababa de inspirarle su juglar poco antes
de venir á buscar al doncel, y que él había abrazado con tanta más
confianza cuanto que su pérfido consejero había empleado para hacérsele
adoptar los acostumbrados recursos que arriba dejamos indicados. Verdad
es que el plan era diabólico, y tanto había admirado á don Enrique
que aquella había sido la primera vez que había llegado á dudar si
efectivamente el espíritu enemigo del hombre tendría poder para sugerir
ideas á sus fieles servidores.
--¿Por qué? repitió Macías, esperad: solo un medio entreveo: ¿consiente
vuestra esposa en un divorcio ruidoso y?...
--Jamás consentirá. En balde la he querido reducir.
--En ese caso...
--Oídme. Cuento con vos.
--Disponed de mis pocas fuerzas si el honor y...
--Oíd y dejad á un lado esas fórmulas vacías de sentido, inútiles ya
entre nosotros, para usarlas con el vulgo que se paga de ellas.
Encendiéronse las mejillas de Macías, y bien hubiera querido
interrumpir á Villena para darle á conocer cuán lejos estaba de
considerar el honor fórmula vana; pero el conde, que interpretó á su
favor el rubor del mancebo, prosiguió sin darle lugar á hablar.
--Doncel, mañana al caer del día procuraré que doña María de Albornoz,
mi respetable esposa, no interrumpa su costumbre diaria de pasear por
el soto, camino del Pardo; acompáñala por lo regular en este paseo
diurno y solitario su camarera Elvira; cuando se haya separado largo
trecho de sus demás criados, un caballero convenientemente armado, y
ayudado de los brazos que creyese necesarios, arrebatará á la condesa
de la compañía de Elvira. ¿Qué tenéis?
--Nada; proseguid, repuso Macías pudiendo contener apenas su
indignación.
--Observaránse las precauciones necesarias para que ella y el mundo
entero ignoren eternamente su robador y su destino. Guardados en tanto
por mis gentes los pasos de los que pudieran venir de Calatrava á dar
la noticia de la muerte del maestre, sabré ganar tiempo para que de
ninguna manera coincida un acontecimiento con otro. Permitidme acabar:
me resta designaros el osado y valiente caballero que robando á la
condesa ha de dar el paso más difícil en tan importante empresa. Si
una plaza de comendador de la orden no es suficiente recompensa para
su ambición, él será el verdadero maestre, y después de don Enrique de
Villena nadie brillará más en la corte en poder y en riqueza que el
doncel de don Enrique el Doliente.
--¿El doncel de don Enrique el Doliente? interrumpió el impetuoso
mancebo levantándose y echando mano al puño de su espada. ¿El doncel
de don Enrique el Doliente habéis dicho, conde? ¡Santo cielo! bien
merece ese desdichado doncel el injurioso concepto que de él habéis
indignamente formado, si tantos años de honor no han bastado á impedir
que los hipócritas le cuenten en su número despreciable. Bien lo
merece, juro á Dios, pues que su espada permanece aún atada en la vaina
por miserables respetos sin castigar al osado que mancilla su buen
nombre y espera de él cobardes acciones.
--¡Doncel! exclamó asombrado levantándose también á este punto el
conde de Cangas y Tineo. No le permitió pronunciar más palabra en
un gran rato la cólera que de él se apoderó al ver defraudadas tan
inopinadamente sus anteriores esperanzas. Deteníale sobre todo la
vergüenza de haber descubierto sus planes al mancebo sin más fruto
que su amarga reconvención, y culpábase en su interior de no haber
explorado más tiempo el terreno arenoso sobre que había sentado el pie
arriesgadamente.
--¡Doncel! repitió ya en pie, ¡vive Dios que no comprendo vuestro loco
arrebato, ni esperé nunca en vos tal pago de mi indiscreta confianza!
--¿Y quién os indujo á presumir, respondió el doncel, que un caballero
y que Macías había de poner cobardemente la mano sobre una mujer
indefensa? ¿Qué visteis en mí, señor, que os diese lugar á creer que
tuviese tan olvidados los principios y los deberes de la orden de
caballería que para acorrer á los débiles y á los desvalidos recibí
del rey y profeso? ¿No me habéis visto vos mismo pelear con los Moros
y los Portugueses? ¿En qué día de batalla me visteis huir? ¡Oh rabia!
¡oh vergüenza! ¡oh buen rey Enrique III! He aquí el concepto que de tus
mismos grandes merecen tus donceles.
No veía don Enrique de Villena los objetos que le rodeaban: tal eran la
ira y el coraje que crecían por momentos en su corazón. Algún tiempo
dudó si echando mano á la espada vengaría con sangre los ultrajes
á su persona que por primera vez oía, y si sepultaría para siempre
en la tumba del impetuoso mancebo el secreto que imprudentemente
había descubierto, ó hundiría en la suya propia su vergüenza y su
afrentoso desaire. Mirábale atento á sus acciones todas, para obrar
en consecuencia, el ofendido joven, y bien se veía en su semblante la
resolución que tomada tenía de responder con la espada ó con la lengua
á los desmanes del orgulloso magnate. Reflexionó empero don Enrique
que un lance ruidoso de esta especie á aquellas horas, y en el alcázar
mismo de S. A., no podría tener en ningún caso buenas consecuencias
para sus planes, y determinó encomendar á la prudencia los yerros que
por falta de ella había recientemente cometido. Revistióse, pues, con
asombrosa rapidez la máscara hipócrita que en tantas ocasiones le había
sido de conocida utilidad, y envainando del todo con un solo golpe la
espada cuya hoja había brillado ya en parte un corto instante á los
ojos de su interlocutor:
--Macías, le dijo con voz serena y aun afectuosa, vuestros pocos años
han estado á punto de perdernos á entrambos. Confieso que he errado el
golpe, y os devuelvo todo el honor que os había quitado. No penséis
sin embargo, añadió el astuto cortesano recogiendo velas, que era
mi objeto llevar completamente á cabo el plan que os proponía: tal
vez quería conocer á fondo vuestro carácter; y estoy completamente
satisfecho de vuestra laudable conducta. Con respecto al objeto de mi
visita, ignoro si, después de haber pensado mejor los medios que tengo
á mi disposición para llegar á ser maestre, elegiré ése ú otro. De
todas suertes no me sois útil; es concluido, pues, vuestro servicio
en mi casa; excusáis volver á Calatrava: mañana os devolveré á su
alteza; pero como os supongo bastante talento para conocer el mundo y
los hombres, á pesar de vuestros pocos años, espero que nos separemos
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